La peste (33 page)

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Authors: Albert Camus

Tags: #Clásico, Novela

BOOK: La peste
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—Ahí están —dijo el agente.

Los policías bajaron del camión llevando cuerdas, una escala y dos paquetes alargados envueltos en tela encerada. Se metieron por una calle que rodeaba la manzana donde estaba situada la casa de Grand. Un momento después, se podía adivinar más que ver cierta agitación en las puertas de las casas de aquella manzana. Después hubo una espera. El perro ya no se movía, estaba tendido en medio de un charco oscuro.

De pronto, desde las ventanas de las casas ocupadas por los agentes, se desencadenó un tiroteo de ametralladora. La persiana que servía de blanco se deshojó literalmente y dejó al descubierto una superficie negra, en la que tanto Rieux como Grand no podían distinguir nada. Cuando pararon los tiros, una segunda ametralladora empezó a crepitar en la esquina de otra casa. Las balas entraban sin duda por el hueco de la ventana porque una de ellas hizo saltar una esquirla de ladrillo. En el mismo momento, tres agentes atravesaron corriendo la calzada y desaparecieron en el portal de la casa. Detrás de ellos se precipitaron otros tres y el tiroteo de la ametralladora cesó. Se oyeron dos detonaciones dentro de la casa. Después un rumor fue creciendo y se vio salir de la casa, llevado en vilo más que arrastrado, a un hombrecillo en mangas de camisa que gritaba sin parar. Como por un milagro, todas las persianas se abrieron y las ventanas se llenaron de curiosos, mientras que una multitud de personas salía de las casas, apiñándose en las barreras de cuerdas. En un momento se vio al hombrecillo en medio de la calzada con los pies al fin en el suelo y los brazos sujetos atrás por los agentes. Seguía gritando. Un agente se le acercó y le pegó con toda la fuerza de sus puños dos veces, pausadamente, con una especie de esmero.

—Es Cottard —balbuceó Grand—. Se ha vuelto loco.

Cottard había caído. Se vio todavía al agente tirar un puntapié al matón que yacía en el suelo. Después, un grupo confuso comenzó a agitarse y se dirigió hacia donde estaban el doctor y su viejo amigo.

—¡Circulen! —dijo el agente.

Rieux bajó los ojos cuando el grupo pasó delante de él.

Grand y el doctor se fueron: el crepúsculo terminaba. Como si el acontecimiento hubiera sacudido al barrio del sopor en que se adormecía, las calles se llenaron de nuevo del bordoneo de una muchedumbre alegre. Al pie de la casa, Grand dijo adiós al doctor: iba a trabajar. Pero antes de subir le dijo que había escrito a Jeanne y que ahora estaba contento. Además, había recomenzado su frase. "He suprimido —dijo— todos los adjetivos."

Y, con una sonrisa de picardía, se quitó el sombrero ceremoniosamente. Pero Rieux pensaba en Cottard y el ruido sordo de los puños aporreándole la cara le persiguió mientras se dirigía a la casa del viejo asmático. Acaso era más duro pensar en un hombre culpable que en un hombre muerto.

Cuando Rieux llegó a casa de su viejo enfermo, la noche había ya devorado todo el cielo. Desde la habitación se podía oír el rumor lejano de la libertad y el viejo seguía siempre, con el mismo humor, trasvasando sus garbanzos.

—Hacen bien en divertirse —decía—, se necesita de todo para hacer un mundo. ¿Y su colega, doctor, qué es de él?

El ruido de unas detonaciones llegó hasta ellos, pero éstas eran pacíficas: algunos niños echaban petardos.

—Ha muerto —dijo el doctor, auscultando el pecho cavernoso.

—¡Ah! —dijo el viejo, un poco intimidado.

—De la peste —añadió Rieux.

—Sí —asintió el viejo después de un momento—, los mejores se van. Así es la vida. Pero era un hombre que no sabía lo que quería.

—¿Por qué lo dice usted? —dijo el doctor, guardando el estetoscopio.

—Por nada. No hablaba nunca si no era para decir algo. En fin, a mí me gustaba. Pero la cosa es así. Los otros dicen: "Es la peste, ha habido peste." Por poco piden que les den una condecoración. Pero, ¿qué quiere decir la peste? Es la vida y nada más.

—Haga usted las inhalaciones regularmente.

—¡Oh!, no tenga usted cuidado. Yo tengo para mucho tiempo, yo los veré morir a todos. Yo soy de los qué saben vivir.

Lejanos gritos de alegría le respondieron a lo lejos.

El doctor se detuvo en medio de la habitación.

—¿Le importa a usted que suba un poco a la terraza?

—Nada de eso. ¿Quiere usted verlos desde allá arriba, eh? Haga lo que quiera. Pero son siempre los mismos.

Rieux se dirigió hacia la escalera.

—Dígame, doctor, ¿es cierto que van a levantar un monumento a los muertos de la peste?

—Así dice el periódico. Una estela o una placa.

—Estaba seguro. Habrá discursos.

El viejo reía con una risa ahogada.

—Me parece estar oyéndolos: "Nuestros muertos…", y después atracarse.

Rieux subió la escalera. El ancho cielo frío centelleaba sobre las casas y junto a las colinas las estrellas destacaban su dureza pedernal. Esta noche no era muy diferente de aquella en que Tarrou y él habían subido a la terraza para olvidar la peste. Pero hoy el mar era más ruidoso al pie de los acantilados. El aire estaba inmóvil y era ligero, descargado del hálito salado que traía el viento tibio del otoño. El rumor de la ciudad llegaba al pie de las terrazas con un ruido de ola. Pero esta noche era la noche de la liberación y no de la rebelión. A lo lejos, una franja rojiza indicaba el sitio de los bulevares y de las plazas iluminadas. En la noche ahora liberada, el deseo bramaba sin frenos y era un rugido lo que llegaba hasta Rieux.

Del puerto oscuro subieron los primeros cohetes de los festejos oficiales. La ciudad los saludó con una sorda y larga exclamación. Cottard, Tarrou, aquellos y aquella que Rieux había amado y perdido, todos, muertos o culpables, estaban olvidados. El viejo tenía razón, los hombres eran siempre los mismos. Pero esa era su fuerza y su inocencia y era en eso en lo que, por encima de todo su dolor, Rieux sentía que se unía a ellos. En medio de los gritos que redoblaban su fuerza y su duración, que repercutían hasta el pie de la terraza, a medida que los ramilletes multicolores se elevaban en el cielo, el doctor Rieux decidió redactar la narración que aquí termina, por no ser de los que se callan, para testimoniar en favor de los apestados, para dejar por lo menos un recuerdo de la injusticia y de la violencia que les había sido hecha y para decir simplemente algo que se aprende en medio de las plagas: que hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio.

Pero sabía que, sin embargo, esta crónica no puede ser el relato de la victoria definitiva. No puede ser más que el testimonio de lo que fue necesario hacer y que sin duda deberían seguir haciendo contra el terror y su arma infatigable, a pesar de sus desgarramientos personales, todos los hombres que, no pudiendo ser santos, se niegan a admitir las plagas y se esfuerzan, no obstante, en ser médicos.

Oyendo los gritos de alegría que subían de la ciudad, Rieux tenía presente que esta alegría está siempre amenazada. Pues él sabía que esta muchedumbre dichosa ignoraba lo que se puede leer en los libros, que el bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás, que puede permanecer durante decenios dormido en los muebles, en la ropa, que espera pacientemente en las alcobas, en las bodegas, en las maletas, los pañuelos y los papeles, y que puede llegar un día en que la peste, para desgracia y enseñanza de los hombres, despierte a sus ratas y las mande a morir en una ciudad dichosa.

Notas

[1]
El párrafo del original francés dice textualmente: "A ¡a rigeur, c'est assez facile de choisir entre
mais
et
et
. C'est dejà plus difficile d'opter entre
et
et
puis
. La difficulté grandit avec
puis
et
ensuite
. Mais assurément ce qu'il y a de plus difficile, c'est de savoir s'il faut mettre
et
ou s'il ne faut pas". En la traducción se han buscado equivalentes castellanos más o menos aproximados. (
N. del T.
)
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ALBERT CAMUS
(Mondovi, Argelia, 1913-Villeblerin, Francia, 1960) Novelista, dramaturgo y ensayista francés. Nacido en el seno de una modesta familia de emigrantes franceses, su infancia y gran parte de su juventud transcurrieron en Argelia. Inteligente y disciplinado, empezó estudios de filosofía en la Universidad de Argel, que no pudo concluir debido a que enfermó de tuberculosis.

Formó entonces una compañía de teatro de aficionados que representaba obras clásicas ante un auditorio integrado por trabajadores. Luego, ejerció como periodista durante un corto período de tiempo en un diario de la capital argelina, mientras viajaba intensamente por Europa. En 1939 publicó Bodas, conjunto de artículos que incluyen numerosas reflexiones inspiradas en sus lecturas y viajes. En 1940 marchó a París, donde pronto encontró trabajo como redactor en Paris-Soir. 

Empezó a ser conocido en 1942, cuando se publicaron su novela corta El extranjero, ambientada en Argelia, y el ensayo El mito de Sísifo, obras que se complementan y que reflejan la influencia que sobre él tuvo el existencialismo. Tal influjo se materializa en una visión del destino humano como absurdo, y su mejor exponente quizá sea el «extranjero» de su novela, incapaz de participar en las pasiones de los hombres y que vive incluso su propia desgracia desde una indiferencia absoluta, la misma, según Camus, que marca la naturaleza y el mundo. 

Sin embargo, durante la Segunda Guerra Mundial se implicó en los acontecimientos del momento: militó en la Resistencia y fue uno de los fundadores del periódico clandestino Combat, y de 1945 a 1947, su director y editorialista. Sus primeras obras de teatro, El malentendido y Calígula, prolongan esta línea de pensamiento que tanto debe al existencialismo, mientras los problemas que había planteado la guerra le inspiraron Cartas a un amigo alemán. 

Su novela La peste (1947) supone un cierto cambio en su pensamiento: la idea de la solidaridad y la capacidad de resistencia humana frente a la tragedia de vivir se impone a la noción del absurdo. La peste es a la vez una obra realista y alegórica, una reconstrucción mítica de los sentimientos del hombre europeo de la posguerra, de sus terrores más agobiantes. El autor precisó su nueva perspectiva en otros escritos, como el ensayo El hombre en rebeldía (1951) y en relatos breves como La caída y El exilio y el reino, obras en que orientó su moral de la rebeldía hacia un ideal que salvara los más altos valores morales y espirituales, cuya necesidad le parece tanto más evidente cuanto mayor es su convicción del absurdo del mundo. 

Si la concepción del mundo lo emparenta con el existencialismo de Jean-Paul Sartre y su definición del hombre como «pasión inútil», las relaciones entre ambos estuvieron marcadas por una agria polémica. Mientras Sartre lo acusaba de independencia de criterio, de estirilidad y de ineficacia, Camus tachaba de inmoral la vinculación política de aquél con el comunismo. 

De gran interés es también su serie de crónicas periodísticas Actuelles. Tradujo al francés La devoción de la cruz, de Calderón, y El caballero de Olmedo, de Lope de Vega. En 1963 se publicaron, con el título de Cuadernos, sus notas de diario escritas entre 1935 y 1942. Galardonado en 1957 con el Premio Nobel de Literatura, falleció en un accidente de automóvil.

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