Esta observación de Tarrou ¿permite aclarar un poco los acontecimientos desdichados que sobrevinieron y en los que la conducta de Paneloux pareció incomprensible a los que lo rodeaban? Júzguese por lo que sigue.
Unos días después del sermón, Paneloux tuvo que ocuparse de su mudanza. Fue el momento en que la evolución de la enfermedad provocó en la ciudad constantes traslados. Y así como Tarrou había tenido que dejar su hotel para alojarse en casa de Rieux, el Padre tuvo que dejar el departamento donde su orden lo había instalado para ir a vivir a casa de una vieja señora frecuentadora de iglesias y todavía indemne de la peste. Durante la mudanza, el Padre sintió crecer su cansancio y su angustia, y a causa de ello perdió la estimación de su hospedadora, pues habiéndole ésta elogiado calurosamente los méritos de la profecía de Santa Odilia, el Padre había mostrado una ligera impaciencia, debido, seguramente, a su agotamiento. Por más que se esforzó después de obtener de la señora al menos una benévola neutralidad, no pudo lograrlo: le había hecho mala impresión. Y todas las noches, antes de irse a su cuarto invadido por oleadas de puntillas de crochet, tenía que ver la espalda de su hospedadora sentada en el salón y llevarse el recuerdo del "buenas noches" que le dirigía secamente sin volverse. En una de esas noches, al ir a acostarse, zumbándole los oídos, sintió que se desencadenaba en su pulso y en sus sienes la marea de una fiebre que venía incubándose hacía días.
Lo que sucedió después, sólo fue conocido por los relatos de la dueña de casa.
Por la mañana la señora se había levantado temprano. Extrañada de no ver salir al Padre de su cuarto, después de mucho dudar se había decidido a llamar a la puerta. El Padre estaba todavía acostado, había pasado una noche de insomnio. Sufría de opresión en el pecho y parecía más congestionado que de costumbre. Según sus propios términos, le había propuesto con cortesía llamar a un médico, pero su proposición había sido rechazada con una violencia que consideraba lamentable y no había podido hacer más que retirarse. Un poco más tarde, el Padre había tocado el timbre y la había hecho llamar. Se había excusado por su movimiento del mal humor y le había dicho que no podía tratarse de la peste porque no sentía ninguno de los síntomas característicos, sino que debía ser un cansancio pasajero. La señora le había respondido con dignidad que su proposición no había sido inspirada por una inquietud en ese orden: no se había preocupado por su propia seguridad que estaba en las manos de Dios, sino que había pensado únicamente en la salud del Padre, de la que, en parte, se sentía responsable. Como él seguía sin decir nada, la señora, deseando según ella cumplir enteramente con su deber, le había propuesto otra vez llamar al médico. El Padre se había negado de nuevo, pero añadiendo ciertas explicaciones que ella había encontrado muy confusas. Creía haber comprendido tan sólo, y esto era precisamente lo que le resultaba incomprensible, que el Padre rehusaba la consulta porque no estaba de acuerdo con sus principios. La señora había sacado en conclusión que la fiebre trastornaba las ideas de su huésped, y se había limitado a llevarle una tisana.
Siempre decidida a llenar con exactitud las obligaciones que la situación le creaba, había ido regularmente cada dos horas a verle y lo que más le había impresionado era la agitación incesante en que el Padre había pasado el día. Tan pronto arrojaba las ropas de la cama como las recogía, pasándose sin cesar las manos por la frente húmeda y enderezándose para intentar toser con una tos ahogada, ronca y espesa, que parecía un desgarramiento. Era como si luchase con la imposibilidad de arrancar del fondo de su garganta tapones de algodón que estuviesen ahogándole. Al final de estas crisis se dejaba caer hacia atrás con todos los síntomas del agotamiento. Por último se incorporó a medias y se quedó mirando al espacio que estaba en frente, con una fijeza más vehemente que la agitación anterior. Pero la señora no se atrevió todavía a llamar al médico por no contrariarle. Podía ser un simple acceso de fiebre, por muy espectacular que pareciese.
A primeras horas de la tarde intentó nuevamente hablar al Padre y no obtuvo como respuesta más que palabras confusas. Repitió su proposición, pero entonces el Padre, incorporándose medio ahogado, le respondió claramente que no quería médico. En ese momento la señora decidió esperar hasta la mañana siguiente y si el Padre no había mejorado telefonear al número que la agencia Ransdoc repetía diez veces al día, por la radio. Siempre alerta a sus deberes tenía la intención de visitar a su huésped por la noche y tener cuidado de él. Pero por la noche, después de haberle dado la tisana, se echó un poco en su cama y durmió hasta el amanecer. Corrió al cuarto del Padre.
Estaba tendido sin movimiento. A la extrema congestión de la víspera había sucedido una especie de palidez tanto más sensible cuanto que las facciones de la cara estaban aún llenas. El Padre miraba fijamente la pequeña araña de cuentas multicolores que colgaba sobre la cama. Al entrar la señora volvió la cabeza. Según ella, parecía que lo hubiesen apaleado durante toda la noche y que hubiera perdido la capacidad de reaccionar. Ella le preguntó cómo se encontraba y con una voz que le pareció asombrosamente indiferente dijo que se encontraba mal, que no necesitaba médico y que era suficiente que le llevasen al hospital para que todo estuviese en regla. La señora, aterrada, corrió al teléfono.
Rieux llegó al mediodía. A las explicaciones de la señora respondió solamente que Paneloux tenía razón y que debía ser ya demasiado tarde. El Padre le acogió con el mismo aire indiferente. Rieux le reconoció y quedó sorprendido de no encontrar ninguno de los síntomas principales de la peste bubónica o pulmonar, fuera del ahogo y la opresión del pecho.
—No tiene usted ninguno de los síntomas principales de la enfermedad —le dijo—, pero en realidad no puedo asegurar nada; tengo que aislarlo.
El Padre sonrió extrañamente, como con cortesía, pero se calló. Rieux salió para telefonear y en seguida volvió y se quedó mirando al Padre.
—Yo estaré cerca de usted —le dijo con dulzura. El Padre se reanimó un poco y levantó hacia el doctor sus ojos a los que pareció volver una especie de calor. Después articuló tan difícilmente que era imposible saber si lo decía con tristeza o no:
—Gracias. Pero los religiosos no tienen amigos. Lo tienen todo puesto en Dios.
Pidió el crucifijo que estaba en la cabecera de la cama y cuando se lo dieron se quedó mirándolo.
En el hospital, Paneloux no volvió a separar los dientes. Se abandonó como una cosa inerte a todos los tratamientos que le impusieron, pero no soltó el crucifijo. Sin embargo, el caso del Padre seguía siendo ambiguo. La duda persistía en la mente de Rieux. Era la peste y no era la peste. Además, desde hacía algún tiempo parecía que la peste se complacía en despistar los diagnósticos. Pero en el caso del Padre Paneloux la continuación demostró que esta incertidumbre carecía de importancia.
La fiebre subió. La tos se hizo cada vez más ronca y torturó al enfermo durante todo el día. Por la noche, al fin, el Padre expectoró aquel algodón que le ahogaba: estaba rojo. En medio de la borrasca de la fiebre, Paneloux permaneció con su mirada indiferente y cuando a la mañana siguiente lo encontraron muerto, medio caído fuera de la cama, sus ojos no expresaban nada. Se inscribió en su ficha: "Caso dudoso."
La fiesta de Todos los Santos no fue ese año como otras veces. En verdad, el tiempo era de circunstancias: había cambiado bruscamente y los calores tardíos habían cedido la plaza, de golpe, al fresco. Como los otros años un viento frío soplaba continuamente. Grandes nubes corrían de un lado a otro del horizonte, cubriendo de sombras las casas, sobre las que volvía a caer, después que pasaban, la luz fría y dorada del cielo de noviembre. Los primeros impermeables habían hecho su aparición. Pero se notaba que había un número sorprendente de telas cauchutadas y brillantes. Los periódicos habían informado que doscientos años antes, durante las grandes pestes del Mediodía, los médicos se vestían con telas aceitadas para preservarse y los comercios se aprovechaban de esto para colocar un surtido inmenso de trajes pasados de moda, gracias a los cuales cada uno esperaba quedar inmune.
Pero todos estos rasgos de la estación no podían hacer olvidar que los cementerios estaban desiertos. Otros años los tranvías iban llenos del olor insulso de los crisantemos, y procesiones de mujeres se encaminaban a los lugares donde los suyos estaban enterrados para poner flores en sus tumbas. Era el día en que se trataba de compensar a los muertos del aislamiento y el olvido en que se les había tenido durante largos meses. Pero este año nadie quería pensar en los muertos, precisamente porque se pensaba demasiado. Ya no se trataba de ir hacia ellos con un poco de nostalgia y melancolía, ya no eran los abandonados ante los que hay que ir a justificarse una vez al año; eran los intrusos que se procura olvidar. Por eso el Día de los Muertos fue ese año, en cierto modo, escamoteado. Según Cottard, en quien Tarrou encontraba un lenguaje cada vez más irónico, todos los días eran el Día de los Muertos.
Y realmente los fuegos de la peste ardían con una alegría cada vez más grande en el horno crematorio. Llegó un día en que el número de muertos aumentó más; parecía que la peste se hubiera instalado cómodamente en su paroxismo y que diese a sus crímenes cotidianos la precisión y la regularidad de un buen funcionario. En principio, y según la opinión de las personas competentes, este era un buen síntoma. Al doctor Richard, por ejemplo, el gráfico de los progresos de la peste con su subida incesante y después la larga meseta que le sucedía, le parecía enteramente reconfortante: "Es un buen gráfico, es un excelente gráfico", decía. Opinaba que la enfermedad había alcanzado lo que él llamaba un rellano. Ahora, seguramente, empezaría ya a decrecer. Atribuía el mérito de esto al nuevo suero de Castel que acababa de obtener algunos éxitos imprevistos. El viejo Castel no lo contradecía, pero creía que, de hecho, nada se podía probar, pues la historia de las epidemias señala imprevistos rebotes. La prefectura, que desde hacía tanto tiempo deseaba llevar un poco de calma al espíritu público, sin que la peste se lo hubiese permitido hasta tanto, se proponía reunir a los médicos para pedirles un informe sobre el cambio actual, cuando, de pronto, el doctor Richard fue arrebatado por la peste, precisamente en el rellano de la enfermedad.
La prefectura, ante este ejemplo impresionante, sin duda, pero que después de todo no probaba nada, volvió al pesimismo con la misma inconsecuencia con que primero se había entregado al optimismo. Castel se limitó a preparar su suero lo más cuidadosamente posible. Ya no había un solo edificio público que no hubiera sido transformado en hospital o en lazareto, y si todavía se respetaba la prefectura era porque había que conservar aquel sitio para reunirse. Pero en general, vista la estabilidad relativa de la peste en esta época, la organización dirigida por Rieux no llegó a ser sobrepasada. Los médicos y los ayudantes que contribuían con un esfuerzo agotador no se veían obligados a imaginar que les esperasen esfuerzos mayores, únicamente tenían que continuar con regularidad aquel trabajo, por así decir, sobrehumano. Las formas pulmonares de la infección que se habían manifestado ya antes, se multiplicaron en los cuatro extremos de la ciudad, como si el viento prendiese y activase incendios en los pechos. En medio de vómitos de sangre, los enfermos eran arrebatados mucho más rápidamente. El contagio parecía ser ahora más peligroso con esta nueva forma de la epidemia. En verdad las opiniones de los especialistas habían sido siempre contradictorias sobre este punto. Para mayor seguridad, el personal sanitario seguía respirando bajo máscaras de gasa desinfectada. A primera vista, la enfermedad parecía que hubiera debido extenderse, pero como los casos de peste bubónica disminuían, la balanza estaba en equilibrio.
Se podía tener también otros motivos de inquietud a causa de las dificultades en el aprovisionamiento que crecían cada vez más. La especulación había empezado a intervenir y sólo se conseguían a precios fabulosos los artículos de primera necesidad que faltaban en el mercado ordinario. Las familias pobres se encontraban, así, en una situación muy penosa, mientras que las familias ricas no carecían casi de nada. Aunque la peste, por la imparcialidad eficiente que usaba en su ministerio, hubiera debido afirmar el sentido de igualdad en nuestros conciudadanos, el juego natural de los egoísmos hacía que, por el contrario, agravase más en el corazón de los hombres el sentimiento de la injusticia. Quedaba, claro está, la verdad irreprochable de la muerte, pero a ésa nadie la quería.
Los pobres, que de tal modo pasaban hambre, pensaban con más nostalgia todavía en las ciudades y en los campos vecinos, donde la vida era libre y el pan no era caro. Puesto que no se podía alimentarlos suficientemente, sentían, aunque sin razón, que hubieran debido dejarlos partir. De tal modo que había acabado por aparecer una consigna que se leía en las paredes o que otras veces gritaban al paso del prefecto: "Pan o espacio." Esta fórmula irónica daba la medida de ciertas manifestaciones rápidamente reprimidas, pero cuyo carácter de gravedad no pasaba inadvertido.
Los periódicos, naturalmente, obedecían a la orden de optimismo a toda costa que habían recibido. Leyéndolos, lo que caracterizaba la situación era "el ejemplo conmovedor de serenidad y sangre fría" que daba la población. Pero en una ciudad cerrada, donde nada podía quedar secreto, nadie se engañaba sobre "el ejemplo" dado por la comunidad. Y para tener una idea de la serenidad y sangre fría en la cuestión, bastaba con entrar en un lugar de cuarentena o en uno de los campos de aislamiento que habían sido organizados por la dirección. Sucede que el cronista ocupado en otros sitios no los ha conocido y por esto no puede citar aquí más que el testimonio de Tarrou. Tarrou cuenta en sus cuadernos una visita que hizo con Rambert al campo instalado en el estadio Municipal. El estadio se encuentra casi en las puertas de la ciudad y da por un lado sobre la calle por donde pasan los tranvías y por otro sobre terrenos baldíos que se extienden hasta el borde de la meseta donde está construida la ciudad. El estadio está rodeado por altos muros de cemento, así que bastó con poner centinelas en las cuatro puertas de entrada para hacer difícil la evasión. Igualmente, los muros impedían a las gentes del exterior importunar con su curiosidad a los desgraciados que estaban en cuarentena. En cambio, éstos, a lo largo del día, oían, sin verlos, los tranvías que pasaban, y adivinaban, por el ruido más o menos grande que arrastraban con ellos, las horas de entrada o salida de las oficinas. Sabían también que la vida continuaba a unos metros de allí y que los muros de cemento separaban dos universos más extraños el uno al otro que si estuvieran en planetas diferentes.