"Pero yo me di cuenta de ello bruscamente, cuando hasta aquel momento no le había visto más que a través de la cómoda categoría del 'inculpado'. No puedo decir que me olvidase de mi padre, pero había algo que me oprimía el estómago y me impedía toda atención que no fuese la que prestaba al reo. No escuchaba nada de lo que decían: sentía solamente que querían matar a aquel ser viviente y un instinto, formidable como una ola, me llevaba a ponerme de su lado, con una especie de ceguera obstinada. No me desperté de este delirio hasta que empezó mi padre la acusación.
"Transfigurado por la toga roja, ni bonachón ni afectuoso, bullían en su boca las frases enormes que sin cesar salían de ella, como culebras. Comprendí que estaba pidiendo la muerte de aquel hombre, en nombre de la sociedad, y que incluso pedía que le cortasen el pescuezo. Bueno, no decía más que: 'Esa cabeza debe caer'; después de todo la diferencia no era muy grande. Y en verdad, acabó siendo la misma cosa, puesto que llegó a obtener aquella cabeza. Claro que no fue él quien hizo el trabajo. Y yo, que seguía todo aquello hasta el final, sólo yo tuve con aquel desgraciado una intimidad vertiginosa que mi padre nunca tuvo. Sin embargo, él tenía que asistir, según la costumbre, a eso que llaman, delicadamente, los últimos momentos y que habría que llamar el más abyecto de los asesinatos.
"A partir de ese día no pude volver a mirar la guía Chaix sin un asco infinito. A partir de ese día empecé a interesarme con horror por la justicia, por las sentencias de muerte, por las ejecuciones, y comprendía con una especie de vértigo, que mi padre había debido asistir muchas veces a esos asesinatos y que eso debía pasar aquellos días en que se levantaba muy temprano. Sí, esos días ponía el despertador. No me atreví a hablar de ello con mi madre, pero empecé a observarla y comprendí que entre ellos no había nada, que llevaba una vida de renunciamiento. Esto, como yo decía entonces, me ayudó a perdonarla. Después he sabido que no había nada que perdonarle, porque había sido pobre toda su vida hasta que se había casado y la pobreza le había enseñado la resignación.
"Creerá usted que voy a decirle que me fui de casa en seguida. Pero no, me quedé todavía varios meses, casi un año. Pero tenía el corazón enfermo. Una noche mi padre pidió el despertador porque tenía que levantarse temprano. No dormí en toda la noche. Al día siguiente cuando volvió ya me había ido. Tengo que añadir que mi padre me hizo buscar, que fui a verle y que sin más explicación le dije tranquilamente que si me obligaba a volver me mataría. Acabó por aceptar, pues era de carácter más bien débil, me echó un discurso sobre lo estúpido que era querer vivir su vida (así es como se explicaba mi decisión y yo no lo disuadí), me hizo mil advertencias y reprimió las lágrimas que sinceramente se le saltaban. Luego, ya mucho tiempo después, fui a ver a mi madre con frecuencia y entonces lo encontré alguna vez. Estas relaciones yo creo que le bastaron. Yo por mi parte no tenía ninguna animosidad contra él, solamente un poco de tristeza en el corazón. Cuando murió me llevé a mi madre conmigo, y conmigo estaría si no hubiera muerto.
"He insistido mucho en estas cosas del principio de mi vida porque fueron realmente un principio. Conocí la pobreza a los dieciocho años, saliendo de la abundancia. Hice mil oficios para ganarme la vida y eso no me salió demasiado mal. Pero seguía obsesionándome la sentencia de muerte. Quería saldar las cuentas del búho rojo y, en consecuencia, hice política, como se dice. No quería ser un apestado, eso es todo. Llegué a tener la convicción de que la sociedad en que vivía reposaba sobre la pena de muerte y que combatiéndola, combatía el crimen. Yo llegué por mí mismo a ese convencimiento y otros me corroboraron en ello; de hecho era verdad en gran parte. Entonces me fui del lado de los que amaba y a los que no he dejado de amar. Estuve mucho tiempo con ellos y no ha habido país de Europa donde no haya compartido sus luchas. Pero bueno, a otra cosa.
"Naturalmente, yo sabía que nosotros también pronunciábamos a veces grandes sentencias. Pero me aseguraban que esas muertes eran necesarias para llegar a un mundo donde no se matase a nadie. Esto era verdad en cierto modo, y después de todo, acaso yo no soy capaz de mantenerme en ese orden de verdades. Lo cierto es que yo dudaba, pero pensaba en el búho y esto me hacía seguir. Hasta el día que tuve que ver una ejecución (fue en Hungría) y el mismo vértigo que me había poseído de niño volvió a oscurecer mis ojos de hombre.
"¿Ha visto usted fusilar a un hombre alguna vez? No, seguramente, eso se hace en general por invitación y el público tiene que ser antes elegido. El caso es que usted no ha pasado de las estampas de los libros. Una venta en los ojos, un poste y a lo lejos unos cuantos soldados. Pues bien, ¡no es eso! ¿Sabe usted que el pelotón se sitúa a metro y medio del condenado? ¿Sabe usted que si diera un paso hacia adelante se daría con los fusiles en el pecho? ¿Sabe usted que a esta distancia los fusileros concentran su tiro en la región del corazón y que entre todos, con sus balas hacen un agujero donde se podría meter el puño? No, usted no lo sabe porque son detalles de los que no se habla. El sueño de los hombres es más sagrado que la vida para los apestados. No se debe impedir que duerman las buenas gentes. Sería de mal gusto: el buen gusto consiste en no insistir, todo el mundo lo sabe. Pero yo no he vuelto a dormir bien desde entonces. El mal gusto se me ha quedado en la boca y no he dejado de insistir, es decir, de pensar en ello.
"Al fin comprendí, por lo menos, que había sido yo también un apestado durante todos esos años en que con toda mi vida había creído luchar contra la peste. Comprendía que había contribuido a la muerte de miles de hombres, que incluso la había provocado, aceptando como buenos los principios y los actos que fatalmente la originaban. Los otros no parecían molestos por ello, o, al menos, no lo comentaban nunca espontáneamente. Yo tenía un nudo en la garganta. Estaba con ellos y, sin embargo; estaba solo. Cuando se me ocurría manifestar mis escrúpulos me decían que había que pensar bien las cosas que estaban en juego y me daban razones a veces impresionantes para hacerme tragar lo que yo no era capaz de digerir. Yo les decía que los grandes apestados, los que se ponen las togas rojas, tienen también excelentes razones y que si admitía las razones de fuerza mayor y las necesidades invocadas por los apestados menores, no podía rechazar las de los grandes. Ellos me hacían notar que la manera de dar la razón a los de las togas rojas era dejarles el derecho exclusivo a sentenciar. Pero yo me decía que si cedía a uno una vez no había razón para detenerse. Creo que la historia me ha dado la razón y que hoy día están a ver quién es el que más mata. Están poseídos por el furor del crimen y no pueden hacer otra cosa.
"En todo caso, mi asunto no era el razonamiento; era el búho rojo, esa cochina aventura donde aquellas cochinas bocas apestadas anunciaban a un hombre entre cadenas que tenía que morir y ordenaban todas las cosas para que muriese después de noches y noches de agonía, durante las cuales esperaba con los ojos abiertos ser asesinado. Era el agujero en el pecho. Y yo me decía, mientras tanto, que por mi parte me negaré siempre a dar una sola razón, una sola, lo oye usted, a esta repugnante carnicería. Sí, me he decidido por esta ceguera obstinada mientras no vea más claro.
"Desde entonces no he cambiado. Hace mucho tiempo que tengo vergüenza, que me muero de vergüenza de haber sido, aunque desde lejos y aunque con buena voluntad, un asesino yo también. Con el tiempo me he dado cuenta de que incluso los que eran mejores que otros no podían abstenerse de matar o de dejar matar, porque está dentro de la lógica en que viven, y he comprendido que en este mundo no podemos hacer un movimiento sin exponernos a matar. Sí, sigo teniendo vergüenza, he llegado al convencimiento de que todos vivimos en la peste y he perdido la paz. Ahora la busco, intentando comprenderlos a todos y no ser enemigo mortal de nadie. Sé únicamente que hay que hacer todo lo que sea necesario para no ser un apestado y que sólo eso puede hacernos esperar la paz o una buena muerte a falta de ello. Eso es lo único que puede aliviar a los hombres y si no salvarlos, por lo menos hacerles el menor mal posible y a veces incluso un poco de bien.
"Por eso me he decidido a rechazar todo lo que, de cerca o de lejos, por buenas o por malas razones, haga morir o justifique que se haga morir.
"Por esto es por lo que no he tenido nada que aprender con esta epidemia, si no es que tengo que combatirla al lado de usted. Yo sé a ciencia cierta (sí, Rieux, yo lo sé todo en la vida, ya lo está usted viendo) que cada uno lleva en sí mismo la peste, porque nadie, nadie en el mundo está indemne de ella. Y sé que hay que vigilarse a sí mismo sin cesar para no ser arrastrado en un minuto de distracción a respirar junto a la cara de otro y pegarle la infección. Lo que es natural es el microbio. Lo demás, la salud, la integridad, la pureza, si usted quiere, son un resultado de la voluntad, de una voluntad que no debe detenerse nunca. El hombre íntegro, el que no infecta a casi nadie es el que tiene el menor número posible de distracciones. ¡Y hace falta tal voluntad y tal tensión para no distraerse jamás! Sí, Rieux, cansa mucho ser un pestífero. Pero cansa más no serlo. Por eso hoy día todo el mundo parece cansado, porque todos se encuentran un poco pestíferos. Y por eso, sobre todo, los que quieren dejar de serlo llegan a un extremo tal de cansancio que nada podrá librarlos de él más que la muerte.
"Desde ese tiempo sé que yo ya no sirvo para el mundo y que a partir del momento en que renuncié a matar me condené a mí mismo en un exilio definitivo. Los otros serán los que harán la historia. Sé también que no puedo juzgar a esos otros. Hay una condición que me falta para ser un razonable asesino. Por supuesto, no es ninguna superioridad. Me avengo a ser lo que soy, he conseguido llegar a la modestia. Sé únicamente que hay en este mundo plagas y víctimas y que hay que negarse tanto como le sea a uno posible a estar con las plagas. Esto puede que le parezca un poco simple y yo no sé si es simple verdaderamente, pero sé que es cierto. He oído tantos razonamientos que han estado a punto de hacerme perder la cabeza y que se la han hecho perder a tantos otros, para obligarle a uno a consentir en el asesinato, que he llegado a comprender que todas las desgracias de los hombres provienen de no hablar claro. Entonces he tomado el partido de hablar y obrar claramente, para ponerme en buen camino. Así que afirmo que hay plagas y víctimas, y nada más. Si diciendo esto me convierto yo también en plaga, por lo menos será contra mi voluntad. Trato de ser un asesino inocente. Ya ve usted que no es una gran ambición.
"Claro que tiene que haber una tercera categoría: la de los verdaderos médicos, pero de éstos no se encuentran muchos porque debe ser muy difícil. Por esto decido ponerme del lado de las víctimas para evitar estragos. Entre ellas, por lo menos, puedo ir viendo cómo se llega a la tercera categoría, es decir, a la paz."
Cuando terminó, Tarrou se quedó balanceando una pierna y dando golpecitos con el pie en el suelo de la terraza. Después de un silencio, el doctor se enderezó un poco y preguntó a Tarrou si tenía una idea del camino que había que escoger para llegar a la paz.
—Sí, la simpatía.
Dos timbres de ambulancia sonaron a lo lejos. Las exclamaciones que se oían confusas poco tiempo antes, se reunieron en un extremo de la ciudad junto a la colina rocosa. Se oyó al mismo tiempo algo que pareció una detonación. Después volvió el silencio. Rieux contó dos parpadeos del faro. La brisa pareció hacerse más fuerte y al mismo tiempo llegó del mar como un soplo con olor a sal. Ahora se oía claramente la sorda respiración de las olas que venían a chocar con el acantilado.
—En resumen —dijo Tarrou con sencillez—, lo que me interesa es cómo se puede llegar a ser un santo.
—Pero usted cree en Dios.
—Justamente. Puede llegarse a ser un santo sin Dios; ese es el único problema concreto que admito hoy día.
Bruscamente, un gran resplandor surgió del lado de donde se habían oído los gritos y remontando la corriente del viento un clamor oscuro llegó hasta los dos hombres. El resplandor desapareció en seguida y lejos, al final de las terrazas, no quedó más que un poco enrojecido el espacio. En una ráfaga de viento llegaron gritos de hombres, después el ruido de una descarga y el clamor de una multitud. Tarrou se levantó y escuchó. Ya no se oía nada.
—Otra vez están peleándose en las puertas.
—Ya ha terminado —dijo Rieux.
Tarrou murmuró que eso no terminaría nunca y que seguiría habiendo víctimas porque esa era la norma.
—Es posible —respondió el doctor—, pero, sabe usted, yo me siento más solidario con los vencidos que con los santos. No tengo afición al heroísmo ni a la santidad. Lo que me interesa es ser hombre.
—Sí, los dos buscamos lo mismo, pero yo soy menos ambicioso.
Rieux creyó que Tarrou bromeaba y lo miró, pero a la vaga claridad del cielo vio una cara triste y seria.
El viento se levantó de nuevo, Rieux lo sintió sobre su piel casi tibio, Tarrou se desperezó.
—¿Sabe usted —dijo— lo que debiéramos hacer por la amistad?
—Lo que usted quiera —dijo Rieux.
—Darnos un baño de mar. Hasta para un futuro santo es un placer digno.
Rieux sonrió.
—Con nuestros pases podemos ir hasta la escollera. Después de todo, es demasiado tonto no vivir más que en la peste. Es evidente que un hombre tiene que batirse por las víctimas. Pero si por eso deja de amar todo lo demás, ¿de qué sirve que se bata?
—Sí —dijo Rieux—, vamos allá.
Un momento después, el auto se detenía junto a las verjas del puerto. La luna había salido. Un cielo lechoso proyectaba por todas partes sombras pálidas. Detrás de ellos quedaba la ciudad como estancada y de allí dimanaba un soplo caliente y enfermizo que los empujaba hacia el mar. Enseñaron sus papeles a un guardia que los examinó largo rato. Pasaron, y por los terraplenes cubiertos de toneles, entre el olor a vino y a pescado, tomaron la dirección de la escollera. Poco antes de llegar, el olor a yodo y a las algas les anunció el mar. Después empezaron a oírlo.
El mar zumbaba suavemente al pie de los grandes bloques de la escollera. Cuando bajaron los escalones apareció a su vista espeso, como de terciopelo, flexible y liso como un animal. Se acomodaron en las rocas, de cara a la extensión. Las aguas se hinchaban y se abismaban lentamente. Esta respiración tranquila del mar hacía nacer y desaparecer reflejos oleosos en la superficie del agua. Ante ellos la noche no tenía límites. Rieux, que sentía bajo sus dedos la cara áspera de las rocas, estaba lleno de una extraña felicidad. Se volvió a mirar a Tarrou y adivinó en la expresión tranquila y grave de su amigo aquella misma felicidad que no olvidaba nada, ni siquiera el asesinato.