Se desnudaron. Rieux se zambulló el primero. Fría al principio, el agua le fue pareciendo tibia a medida que avanzaba. Después de unas cuantas brazadas sintió que el mar de aquella noche era tibio, con la tibieza de los mares de otoño, que toman a la tierra el calor almacenado durante largos meses. Nadó acompasadamente. El golpeteo de sus pies dejaba atrás de él un hervidero de espuma, el agua se deslizaba a lo largo de sus brazos, para ceñirse a sus piernas. Un pesado chapoteo le anunció que Tarrou se había zambullido. Rieux se echó boca arriba y se quedó inmóvil de cara al cielo lleno de luna y de estrellas. Respiró largamente, fue oyendo cada vez más claro el ruido del agua removida, extrañamente claro en el silencio y la soledad del mar; Tarrou se acercaba, empezó a oír su respiración. Rieux se volvió, se puso al nivel de su amigo y nadaron al mismo ritmo. Tarrou avanzaba con más fuerza que él y tuvo que precipitar su movimiento. Durante unos minutos avanzaron con la misma cadencia y el mismo vigor, solitarios, lejos del mundo, liberados al fin de la ciudad y de la peste. Rieux se detuvo el primero y volvieron hacia la costa lentamente, excepto un momento en que entraron en una corriente helada. Sin decir nada precipitaron su marcha, azotados por esta sorpresa del mar.
Se vistieron y se marcharon sin haber pronunciado una palabra. Pero tenían el mismo ánimo y el mismo recuerdo dulce de esa noche. Rieux sabía que, como él, Tarrou pensaba que la enfermedad los había olvidado, que esto había sido magnífico y que ahora había que recomenzar.
Sí, había que recomenzar porque la peste no olvidaba a nadie mucho tiempo. Durante el mes de diciembre estuvo llameando en el pecho de nuestros conciudadanos, encendió el horno, pobló los campos de sombra con manos vacías. No cesó, en fin, de avanzar en su marcha paciente e irregular. Las autoridades habían contado con que los días fríos detendrían su avance, y, sin embargo, pasó sin decaer a través de los primeros rigores de la estación; había que esperar todavía. Pero a fuerza de esperar se acaba por no esperar nada, y nuestra ciudad entera llegó a vivir sin porvenir.
En cuanto al doctor, el fugitivo instante de paz y de amistad que le había sido dado no podía tener un mañana. Abrieron un hospital más y Rieux quedó cara a cara únicamente con los enfermos. Notó, al mismo tiempo, que en esta fase de la enfermedad, cuando la peste tomaba cada vez más la forma pulmonar, los enfermos parecían querer, en cierto modo, ayudar al médico. En vez de abandonarse a la postración, a las locuras del principio, parecía que se hacían una idea más justa de sus intereses y pedían ellos mismos lo que podía serles más favorable. Pedían de beber continuamente y todos querían calor. Aunque el cansancio fuera el mismo para el doctor, se sentía menos solo en estas ocasiones.
Hacia fines de diciembre, Rieux recibió del señor Othon, que se encontraba todavía en su campo, una carta diciendo que el tiempo de la cuarentena ya había pasado, que en la administración no encontraban la fecha de su ingreso y que seguramente le retenían en el campo de aislamiento por error. Su mujer, que había salido hacía tiempo, había ido a protestar a la prefectura, donde la recibieron de malos modos, diciéndole que no había nunca errores. Rieux hizo intervenir a Rambert y pocos días después vio llegar al señor Othon. Había habido, en efecto, un error y Rieux se indignó un poco. Pero el señor Othon, que había adelgazado mucho, levantó blandamente una mano y dijo, pesando sus palabras, que todo el mundo podía equivocarse. El doctor notó únicamente que algo había cambiado en él.
—¿Qué va usted a hacer ahora, señor juez? Le esperan sus legajos —dijo Rieux.
—No —dijo el juez—, quisiera pedir una licencia.
—Efectivamente, necesita usted descansar.
—No, no es eso, quisiera volver al campo.
Rieux se extrañó.
—Pero, ¡si sale usted de allí!
—Me he explicado mal. Me han dicho que hay voluntarios en la administración en ese campo.
El juez revolvía un poco sus ojos redondos y trataba de asentar uno de sus tufos.
—Comprende usted, así tendría una ocupación. Y además, aunque es tonto decirlo, me sentiría menos separado de mi hijo.
Rieux le miró. No era posible que en aquellos ojos duros y sin relieves brotase de pronto algo de dulzura. Pero se habían tornado como brumosos, habían perdido su pureza de metal.
—Muy exacto —dijo Rieux—, voy a ocuparme de ello ya que usted lo quiere.
El doctor se ocupó, en efecto, y la vida de la ciudad apestada siguió su curso hasta Navidad. Tarrou siguió llevando a todas partes su tranquilidad eficaz. Rambert confió al doctor que había logrado establecer, gracias a los muchachos que hacían la guardia, una correspondencia clandestina con su mujer. Recibía cartas de cuando en cuando. Propuso a Rieux que aprovechase su sistema y éste aceptó. Escribió por primera vez, después de muchos meses, pero con las mayores dificultades. Era un lenguaje que había perdido. La carta partió, la respuesta tardó en venir. Por su parte Cottard prosperaba y sus pequeñas especulaciones lo enriquecían. En cuanto a Grand, el período de las fiestas no debió darle resultado.
La Navidad de aquel año fue más bien la fiesta del Infierno que la del Evangelio. Los comercios vacíos y sin luz, los chocolates artificiales o las cajas vacías en los escaparates, los tranvías llenos de caras sombrías, no había nada que pudiera recordar las Navidades pasadas. En esta fiesta, en la que todo el mundo, rico o pobre, se regocijaba en otro tiempo, no había lugar más que para las escasas diversiones solitarias y vergonzosas que algunos privilegiados se procuraban a precio de oro en el fondo de alguna trastienda grasienta. Las iglesias estaban llenas de lamentaciones en vez de acciones de gracias. En la ciudad hosca y helada, algunos niños corrían de un lado para otro, ignorantes de lo que les amenazaba. Pero nadie se atrevía a hablarles del Dios de otros tiempos, cargado de ofrendas, antiguo como el dolor humano, pero nuevo como la joven esperanza. No había sitio en el corazón de nadie más que para una vieja y tibia esperanza, esa esperanza que impide a los hombres abandonarse a la muerte y que no es más que obstinación de vivir.
El día antes, Grand había faltado a su cita. Rieux, inquieto, había pasado por su casa a primera hora de la mañana, sin encontrarlo. Todo el mundo estaba alarmado. Hacia las once, Rambert vino al hospital a decir al doctor que había visto a Grand desde lejos, vagando por las calles, con la cara descompuesta, pero que lo había perdido de vista. El doctor y Tarrou se fueron en el coche en su busca.
A mediodía, helando, Rieux saltó del coche al ver de lejos a Grand, pegado a un escaparate lleno de juguetes toscamente tallados en madera. Por las mejillas del viejo funcionario corrían las lágrimas sin interrupción. Y esas lágrimas trastornaban a Rieux, porque las comprendía y las sentía él también en su garganta. Recordó los esponsales del desgraciado, ante un escaparate de Navidad, y creyó ver a Jeanne volviéndose hacia él para decirle que estaba contenta. Desde el fondo de aquellos años lejanos, en el corazón mismo de la locura actual, la voz fresca de Jeanne llegaba hasta Grand, era seguro. Rieux sabía lo que estaba pensando en aquel momento el pobre viejo que lloraba, y también como él pensaba que este mundo sin amor es un mundo muerto, y que al fin llega un momento en que se cansa uno de la prisión, del trabajo y del valor, y no exige más que el rostro de un ser y el hechizo de la ternura en el corazón.
Pero Grand lo vio en el cristal. Sin dejar de llorar se volvió y apoyó la espalda en el escaparate hasta que llegó junto a él.
—¡Ah!, doctor. ¡Ah!, doctor —le dijo.
Rieux movió la cabeza como afirmando, incapaz de hablar. Aquella angustia era la suya y lo que le oprimía el corazón en aquel momento era esa inmensa cólera que envuelve al hombre ante el dolor que todos los hombres comparten.
—Sí, Grand —dijo.
—Quisiera tener tiempo para escribirle una carta. Para que sepa… y para que pueda ser feliz sin remordimiento. —Con una especie de violencia, Rieux hizo avanzar a Grand. Él se dejó arrastrar, murmurando trozos de frases.— Hace ya demasiado tiempo que dura esto. Tiene uno ganas de no preocuparse más, es forzoso. ¡Ah!, doctor, soy hombre de aspecto tranquilo, pero siempre he necesitado hacer un gran esfuerzo para ser siquiera normal. Ahora, ya esto es demasiado.
Se paró, temblaba y tenía la mirada enloquecida.
Rieux le tomó la mano, abrasaba.
Pero Grand se escapó y echó a correr unos cuantos pasos, después se separó, abrió los brazos y empezó a oscilar de atrás adelante, dio media vuelta y cayó sobre la acera helada, con la cara mojada por las lágrimas que seguían corriéndole. Los que pasaban lo miraron de lejos deteniéndose bruscamente sin atreverse a avanzar. Rieux tuvo que llevarlo en sus brazos.
Ya en la cama, Grand se ahogaba: los pulmones estaban atacados. Rieux pensó que Grand no tenía familia, ¿para qué transportarlo? Se quedaría allí, con Tarrou para cuidarlo.
Grand estaba hundido en la almohada, la piel verdosa, los ojos apagados. Miraba fijamente un miserable fuego que Tarrou trataba de encender en la chimenea con los restos de un cajón. "Esto va mal", decía, y del fondo de sus pulmones en llamas salía un extraño crepitar que acompañaba sus palabras. Rieux le recomendó que se callase y le prometió volver. Grand se sonrió extrañamente y una especie de ternura le inundó la cara. Guiñó un ojo con esfuerzo, "Si salgo de ésta, ¡hay que quitarse el sombrero, doctor!" Pero en seguida cayó en una gran postración.
Unas horas después, Rieux y Tarrou encontraron al enfermo medio incorporado en la cama y Rieux vio con espanto en su cara los progresos del mal, que le abrasaba. Pero él parecía más lúcido y en seguida, con voz extrañamente cavernosa, les rogó que le dieran el manuscrito que tenía metido en un cajón. Tarrou le dio las hojas que él apretó contra su pecho sin mirarlas y se las entregó al doctor, indicándole con el gesto que las leyese. Era un corto manuscrito, de unas cincuenta palabras. El doctor las hojeó y vio que todas aquellas páginas no contenían más que la misma frase indefinidamente copiada, retocada, enriquecida o empobrecida. Sin cesar, el mes de mayo, la amazona y las avenidas del Bosque se confrontaban y se disponían de maneras diversas. Pero al final de la última página una mano atenta había escrito con tinta que aún estaba fresca: "Mi muy querida Jeanne, hoy es Navidad…" Debajo, con esmerada caligrafía, figuraba la última versión de la frase. "Lea", dijo Grand, y Rieux leyó:
"En una hermosa mañana de mayo, una esbelta amazona, montada en una suntuosa jaca alazana, recorría entre flores las avenidas del Bosque…"
—¿Está? —dijo el viejo con voz de fiebre.
Rieux no levantó los ojos.
—¡Ah! —dijo él, agitándose—, ya lo sé, hermosa, hermosa no es la palabra exacta.
Rieux le cogió la mano.
—Déjelo usted, doctor. Ya no tendré tiempo…
Su pecho se hinchaba con esfuerzo y de pronto gritó:
—¡Quémelo!
El doctor dudó, pero Grand repitió la orden con un acento tan terrible y tal sufrimiento en la voz que Rieux echó los papeles en el fuego ya casi apagado. La habitación se iluminó rápidamente y una breve llamarada la caldeó un momento. Cuando el doctor fue hacia el enfermo, éste se había vuelto del otro lado y su cara tocaba casi la pared. Tarrou miraba por la ventana, como extraño a la escena. Después de haberle inyectado el suero, Rieux dijo a su amigo que Grand no pasaría de la noche, y Tarrou propuso quedarse con él. El doctor aceptó.
Toda la noche le persiguió la idea de que Grand iba a morir. Pero a la mañana siguiente Rieux encontró a Grand sentado en la cama hablando con Tarrou. La fiebre había desaparecido. No le quedaban más que las huellas de un agotamiento general.
—¡Ah!, doctor —decía Grand—, hice mal. Pero lo volveré a empezar. Me acuerdo de todo, ya verá usted.
—Esperaremos —dijo Rieux a Tarrou.
Pero al mediodía no había cambiado nada. Por la noche, Grand podía considerarse como salvado. Rieux no podía comprender esta resurrección.
Poco más o menos en la misma época le llevaron una enferma que le pareció un caso desesperado y que hizo aislar desde su llegada al hospital. La muchacha estaba en pleno delirio y presentaba todos los síntomas de la fiebre pulmonar. Pero al día siguiente la fiebre había bajado. El doctor creyó reconocer, como en el caso de Grand, la tregua matinal, que la experiencia lo había acostumbrado a considerar como un mal síntoma. Al mediodía, sin embargo, la fiebre no había vuelto a subir. Por la tarde aumentó unas décimas solamente y al otro día había desaparecido. La muchacha, aunque débil, respiraba libremente en su cama. Rieux dijo a Tarrou que se había salvado contra todas las reglas. Pero durante la semana se presentaron cuatro casos semejantes en la asistencia del doctor.
A fines de la misma semana, el viejo asmático acogió al doctor y a Tarrou con muestras de una gran agitación.
—Ya está —decía—, vuelven a salir.
—¿Quién?
—¿Quién va a ser? ¡Las ratas!
Desde el mes de abril no se había vuelto a ver una rata muerta.
—¿Es que esto va a recomenzar? —dijo Tarrou a Rieux.
El viejo se frotaba las manos.
—¡Hay que ver cómo corren!, da gusto.
Había visto dos ratas vivas entrar por la puerta de calle. Algunos vecinos le habían contado que también en sus casas los bichos habían hecho su reaparición. En algunas tarimas se volvía a oír su trajinar, olvidado ya desde hacía meses. Rieux esperaba las estadísticas generales que salían al principio de cada semana. Revelaron un descenso de la enfermedad.
A pesar de este brusco e inesperado retroceso de la enfermedad, nuestros conciudadanos no se apresuraron a estar contentos. Los meses que acababan de pasar, aunque aumentaban su deseo de liberación, les habían enseñado a ser prudentes y les habían acostumbrado a contar cada vez menos con un próximo fin de la epidemia. Sin embargo, el nuevo hecho estaba en todas las bocas y en el fondo de todos los corazones se agitaba una esperanza inconfesada. Todo lo demás pasaba a segundo plano. Las nuevas víctimas de la peste tenían poco peso al lado de este hecho exorbitante: las estadísticas bajaban. Una de las nuevas muestras de que la era de la salud, sin ser abiertamente esperada, se aguardaba en secreto, sin embargo, fue que nuestros ciudadanos empezaron a hablar con gusto, aunque con aire de indiferencia, de la forma en que reorganizarían su vida después de la peste.