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Authors: Albert Camus

Tags: #Clásico, Novela

La peste (12 page)

BOOK: La peste
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—Ya verá usted lo que yo haré de esto —decía Grand, y volviéndose hacia la ventana, añadía—: cuando todo esto termine.

Pero el ruido de pasos precipitados se repitió. Rieux bajaba ya y dos hombres pasaron delante de él cuando llegó a la calle. Algunos de nuestros conciudadanos, perdiendo la cabeza entre el calor y la peste, se habían dejado llevar por la violencia e intentaron engañar a los vigilantes de las barreras para escapar de la ciudad.

Había muchos que, como Rambert, intentaban huir de esta atmósfera de pánico naciente, con más obstinación y más habilidad, pero no con más éxito. Rambert había continuado al principio sus gestiones oficiales. Según él, la obstinación acababa por triunfar de todo y, desde un cierto punto de vista, su oficio le exigía ser desenvuelto. Había visitado a un gran número de funcionarios y de gentes cuya competencia no se discutía generalmente. Pero, para el caso, esta competencia no le servía de modo alguno. Eran, en su mayor parte, hombres que tenían ideas muy concretas y bien ordenadas sobre todo lo que concierne a la banca, a la exportación, a los frutos cítricos y hasta al comercio de vinos; que poseían indiscutibles conocimientos en problemas de lo contencioso, en seguros, sin contar los diplomas más sólidos y una buena voluntad evidente.

Incluso, lo más asombroso que había en todos ellos era la buena voluntad. Pero en materia de peste, sus conocimientos eran nulos, poco más o menos.

Ante cada uno de ellos, sin embargo, y cada vez que había sido posible, Rambert había defendido su causa. La base de su argumentación consistía siempre en decir que él era extraño a la ciudad y que, por lo tanto, su caso debía ser especialmente examinado. En general los interlocutores del periodista admitían de buena gana este punto. Pero le advertían que este era también el caso de cierto número de gentes y que, en consecuencia, su asunto no era tan singular como imaginaba. A lo cual Rambert podía contestar que ello no tenía nada que ver con el fondo de su argumentación, y le respondían que ello, sin embargo, tenía algo que ver con las dificultades administrativas que se oponían a toda medida de favor que amenazase con sentar lo que llamaban, con expresión de gran repugnancia, un precedente. Según la clasificación que Rambert propuso al doctor Rieux, este género de razonadores constituía la categoría de los formalistas. Junto a éstos se podía encontrar a los elocuentes, que aseguraban al demandante que nada de todo aquello podía durar y que, pródigos en buenos consejos cuando se les pedía decisiones, consolaban a Rambert afirmando que se trataba de una contrariedad momentánea. Había también los importantes, que le rogaban que les dejase una nota resumiendo su situación y notificando quién le había informado de que ellos estatuirían sobre tal caso; había también los triviales, que le ofrecían bonos de alojamiento o direcciones de pensiones económicas; los metódicos, que hacían llenar una ficha y la archivaban, en seguida; los desbordantes, que levantaban los brazos en alto, y los impacientes, que se volvían a mirar a otro lado; había, en fin, los tradicionales, mucho más numerosos que los otros, que indicaban a Rambert otra dependencia administrativa o una gestión distinta.

El periodista se había agotado en estas visitas y había adquirido una idea justa de lo que puede ser un ayuntamiento o una prefectura, a fuerza de esperar sentado en una banqueta de hule, ante grandes carteles que invitaban a suscribirse a bonos del Tesoro exentos de impuesto o a engancharse en la armada colonial, a fuerza de entrar en despachos donde los rostros humanos se dejaban tan fácilmente prever como el fichero de los estantes de legajos. La ventaja, como le decía Rambert a Rieux con un dejo de amargura, era que todo esto le encubría la verdadera situación. Los progresos de la peste, prácticamente, le escapaban. Sin contar que los días pasaban así más rápidos y en la situación en que se encontraba la ciudad entera se podía decir que cada día pasado acercaba a cada hombre, siempre que no muriese, al fin de sus sufrimientos. Rieux tuvo que reconocer que este punto era verdadero, pero que se trataba, sin embargo, de una verdad un poco demasiado general.

En un momento dado Rambert concibió esperanzas. Había recibido de la prefectura una hoja de inscripción en blanco que se le rogaba llenar exactamente. La hoja preguntaba por su identidad, su situación familiar, sus recursos económicos anteriores y actuales y por eso que se llama su
curriculum vitae
. Tuvo la impresión de que se trataba de una información destinada a revisar los casos de personas susceptibles de ser enviadas a su residencia habitual. Algunos informes confusos recogidos en una oficina le confirmaron esta impresión. Pero después de algunas gestiones acertadas consiguió encontrar la oficina pública de donde se había salido la hoja y allí le dijeron que esas informaciones habían sido tomadas "por si acaso".

—¿Por si acaso qué? —preguntó Rambert.

Le explicaron entonces que había sido sólo para poder, en caso de que cayese con la peste y muriese, prevenir a su familia, y además para saber si había que cargar los gastos al hospital, al presupuesto de la ciudad o si se podía esperar que los reembolsasen sus parientes. Evidentemente eso probaba que no estaba tan separado de la que le esperaba, pues la sociedad se ocupaba de ella. Pero esto no era un consuelo. Lo más notable era, y Rambert lo notó, en efecto, la manera en que en el momento de una catástrofe una oficina podía continuar su servicio y tomar iniciativas como en otros tiempos, generalmente a espaldas de las autoridades superiores, por la única razón de que estaba constituida para ese servicio.

Para Rambert, el período que siguió a esto fue el más fácil y más difícil a la vez. Fue un período de embrutecimiento. Había visitado todos los despachos, hecho todas las gestiones posibles, las salidas por ese lado estaban totalmente cerradas. Vagaba de café en café. Se sentaba por la mañana en una terraza delante de un vaso de cerveza tibia, leía un periódico con la esperanza de encontrar en él signos de un próximo fin de la enfermedad, miraba las caras de la gente que pasaba, apartándose con repugnancia de su expresión de tristeza, y después de haber leído por centésima vez las muestras de los comercios de enfrente, la publicidad de los grandes aperitivos que ya no se servían, se levantaba y andaba al azar por las calles amarillentas de la ciudad. De los paseos solitarios a los cafés, de los cafés a los restaurantes, iba, así, esperando la noche.

Rieux lo encontró una tarde, precisamente a la puerta de un café donde estaba dudando si entraría. Pareció decidirse y se fue a sentar al fondo de la sala. Era la hora en que, por orden superior, retardaban en los cafés el momento de dar la luz. El crepúsculo invadió la sala como un agua gris, el rosa del poniente se reflejaba en los vidrios y los mármoles de las mesas relucían débilmente en la oscuridad que aumentaba. En medio de la sala desierta Rambert parecía una sombra perdida y Rieux pensó que aquélla era la hora de su abandono. Pero era también el momento en que todos los prisioneros de la ciudad sentían también el suyo y era preciso hacer algo para apresurar la liberación. Rieux se fue de allí.

Rambert pasaba también largos ratos en la estación. El acceso a los andenes estaba prohibido, pero las salas de espera que se alcanzaban a ver desde el exterior seguían abiertas y algunas veces había mendigos que se instalaban allí los días de calor, porque eran sombrías y frescas. Rambert venía de leer los antiguos horarios, los carteles que prohibían escupir y el reglamento de la policía de los trenes. Después se sentaba en un rincón. La sala era oscura. Una vieja estufa de hierro colado, fría desde hacía meses, permanecía rodeada por las huellas de numerosos riegos que habían trazado ochos en el suelo. En las paredes algunos anuncios que brindaban una vida dichosa y libre en Bandol o en Cannes. Rambert encontraba allí esa especie de espantosa libertad que se encuentra en el fondo del desasimiento. Las imágenes que se le hacían más penosas de llevar eran, según le decía Rieux, las de París. Un paisaje de viejas piedras y agua, las palomas del Palais Royal, los barrios desiertos del Panteón y algunos otros lugares de una ciudad que no sabía que amaba tanto le perseguían entonces impidiéndole hacer nada útil. Rieux pensaba que estaba identificando aquellas imágenes con las de su amor. Y el día en que Rambert le contó que le gustaba despertarse a las cuatro de la mañana y ponerse a pensar en su ciudad, el doctor tradujo con facilidad, según su propia experiencia, que lo que le gustaba imaginar era la mujer que había dejado allí. Ésta era, en efecto, la hora en que podía apoderarse de ella. En general, hasta las cuatro de la mañana no se hace nada y se duerme aunque la noche haya sido una noche de traición. Sí, se duerme a esa hora y esto tranquiliza, puesto que el gran deseo de un corazón inquieto es el de poseer interminablemente al ser que ama o hundir a este ser, cuando llega el momento de la ausencia, en un sueño sin orillas que sólo pueda terminar el día del encuentro.

Poco después del sermón empezaron los calores. Estábamos a fines del mes de junio. Al día siguiente de las lluvias tardías que habían señalado el domingo del sermón, el verano estalló, de golpe, en el cielo y sobre las casas. Se levantó primero un gran viento abrasador que sopló durante veinticuatro horas y resecó las paredes. El sol se afincó. Olas ininterrumpidas de calor y de luz inundaron la ciudad a lo largo del día. Fuera de las calles de soportales y de los departamentos, parecía que no había un solo punto en la ciudad que no estuviese situado en medio de la reverberación más cegadora. El sol perseguía a nuestros conciudadanos por todos los rincones de las calles, y si se paraban, entonces les pegaba fuerte. Como aquellos calores coincidieron con un aumento vertical del número de víctimas que alcanzó a cerca de setecientas por semana, una especie de abatimiento se apoderó de la ciudad. Por los barrios extremos, por las callejuelas de casas con terrazas, la animación decreció y en aquellos barrios en los que las gentes vivían siempre en las aceras, todas las puertas estaban cerradas y echadas las persianas, sin que se pudiera saber si era de la peste o del sol de lo que procuraban protegerse. De algunas casas, sin embargo, salían gemidos. Al principio cuando esto sucedía se veía a los curiosos detenerse en la calle a escuchar. Pero después de tan continuada alarma pareció que el corazón de todos se hubiese endurecido, y todos pasaban o vivían al lado de aquellos lamentos como si fuesen el lenguaje natural de los hombres.

Las peleas en las puertas de la ciudad, en las cuales los agentes habían tenido que hacer uso de sus armas, crearon una sorda agitación. Seguramente había habido heridos, pero hablaban de muertos en la ciudad, donde todo se exageraba por efecto del calor y del miedo. Es cierto, en todo caso, que el descontento no cesaba de aumentar, que nuestras autoridades habían temido lo peor y encarado seriamente las medidas que habrían de tomar en el caso de que esta población, mantenida bajo el azote, llegara a sublevarse. Los periódicos publicaron decretos que renovaban la prohibición de salir y amenazaban con penas de prisión a los contraventores. Había patrullas que recorrían la ciudad. De pronto, en las calles desiertas y caldeadas se veían avanzar, anunciados primero por el ruido de las herraduras en el empedrado, guardias montados que pasaban entre dos filas de ventanas cerradas. Cuando la patrulla desaparecía, un pesado silencio receloso volvía a caer sobre la ciudad amenazada. De cuando en cuando centelleaban los escopetazos de los equipos especiales, encargados por una ordenanza vigente de matar los perros y los gatos que podían propagar las pulgas. Estas detonaciones secas contribuían a tener a la ciudad en una atmósfera de alerta.

En medio del calor y del silencio, para el corazón aterrorizado de nuestros conciudadanos todo tomaba una importancia cada vez más grande. Los colores del cielo y los olores de la tierra que marcan el paso de las estaciones eran, por primera vez, sensibles para todos. Cada uno veía con horror que los calores favorecían la epidemia y al mismo tiempo cada uno veía que el verano se instalaba. El grito de los vencejos en el cielo de la tarde se hacía más agudo sobre la ciudad. Ya no estaba en proporción con los crepúsculos de junio que hacen lejano el horizonte en nuestro país. Las flores ya no llegaban en capullo a los mercados, se abrían rápidamente y, después de la venta de la mañana, sus pétalos alfombraban las aceras polvorientas. Se veía claramente que la primavera se había extenuado, que se había prodigado en miles de flores que estallaban por todas partes, a la redonda, y que ahora iban a adormecerse, a aplastarse lentamente bajo el doble peso de las pestes y del calor. Para todos nuestros conciudadanos este cielo de verano, estas calles que palidecían bajo los matices del polvo y del tedio, tenían el mismo sentido amenazador que la centena de muertos que pesaba sobre la ciudad cada día. El sol incesante, esas horas con sabor a sueño y a vacaciones, no invitaban como antes a las fiestas del agua y de la carne. Por el contrario, sonaban a hueco en la ciudad cerrada y silenciosa. Habían perdido el reflejo dorado de las estaciones felices. El sol de la peste extinguía todo color y hacía huir toda dicha.

Esta era una de las grandes revoluciones de la enfermedad. Todos nuestros conciudadanos acogían siempre el verano con alegría. La ciudad se abría entonces hacia el mar y desparramaba a su juventud por las playas. Este verano, por el contrario, el mar tan próximo estaba prohibido y el cuerpo no tenía derecho a sus placeres. ¿Qué hacer en estas condiciones? Es también Tarrou el que da una imagen más perfecta de lo que era nuestra vida de entonces. Él seguía en sus apuntes los progresos de la peste, en general, anotando justamente que una fase de la epidemia había sido señalada por la radio cuando, en vez de anunciar cientos de defunciones por semana, había empezado a dar las cifras de noventa y dos, ciento siete y ciento veinte al día. "Los periódicos y las autoridades quieren ser más listos que la peste. Se imaginan que le quitan algunos puntos porque ciento treinta es una cifra menor que novecientos diez…" Evocaba también aspectos patéticos o espectaculares de la epidemia, como el de aquella mujer que en un barrio desierto, con todas las persianas cerradas, había abierto bruscamente una ventana cuando él pasaba y había lanzado dos gritos enormes antes de cerrar los postigos sobre la oscuridad espesa del cuarto. Pero, además, anotaba que las pastillas de menta habían desaparecido de las farmacias porque muchas gentes las llevaban en la boca para precaverse contra un contagio eventual.

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