La peste (15 page)

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Authors: Albert Camus

Tags: #Clásico, Novela

BOOK: La peste
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Muchos nuevos moralistas en nuestra ciudad iban diciendo que nada servía de nada y que había que ponerse de rodillas. Tarrou y Rieux y sus amigos podían responder esto o lo otro, pero la conclusión era siempre lo que ya se sabía: hay que luchar de tal o tal modo y no ponerse de rodillas. Toda la cuestión estaba en impedir que el mayor número posible de hombres muriese y conociese la separación definitiva. Para esto no había más que un solo medio: combatir la peste. Esta verdad no era admirable: era sólo consecuente.

Por esto era natural que el viejo Castel pusiera toda su confianza y su energía en fabricar sueros, sobre el terreno, con el material que encontraba. Tanto Rieux como él esperaban que un suero fabricado con cultivos del microbio que infestaba la ciudad tendría una eficacia más directa que los sueros venidos de fuera, puesto que el microbio difería ligeramente del bacilo de la peste, tal como era clásicamente descrito. Castel esperaba obtener su primer suero con bastante rapidez.

Por todo esto era igualmente por lo que Grand, que no tenía nada de héroe, desempeñaba ahora una especie de secretaría de los equipos sanitarios. Parte de los equipos formados por Tarrou se consagraba a un trabajo de asistencia preventiva en los barrios excesivamente poblados. Trataban de introducir allí la higiene necesaria. Llevaban la cuenta de las guardillas y bodegas que la desinfección no había visitado. Otra parte de los equipos secundaba a los médicos en las visitas a domicilio, aseguraba el transporte de los pestíferos y con el tiempo, en ausencia del personal especializado, llegó a conducir los coches de los enfermos y de los muertos. Todo esto exigía un trabajo de registros y estadísticas que Grand se había prestado a hacer.

Desde este punto de vista, el cronista estima que, más que Rieux o Tarrou, era Grand el verdadero representante de esta virtud tranquila que animaba los equipos sanitarios. Había dicho sí sin titubeo, con aquella buena voluntad que le era natural. Solamente había pedido ser útil en pequeños trabajos. Era demasiado viejo para otra cosa. Desde las seis de la tarde hasta las diez podía dedicar su tiempo a ello. Y cuando Rieux le daba las gracias con efusión, él se asombraba. "Esto no es lo más difícil. Hay peste, hay que defenderse, está claro. ¡Ah!, ¡si todo fuese así de simple!"

Y volvía a su tema. Algunas veces, por la tarde, cuando el trabajo de las fichas estaba acabado, Rieux hablaba con Grand. Habían terminado por mezclar a Tarrou en sus conversaciones y Grand se confiaba a sus dos compañeros con una satisfacción cada vez más evidente. Ellos seguían con interés el paciente trabajo que Grand continuaba a través de la peste. También ellos lo consideraban como una especie de descanso.

"¿Cómo va la amazona?", preguntaba a veces, Tarrou. Y Grand respondía invariablemente: "Trotando, trotando", con una sonrisa difícil. Una tarde Grand dijo que había desechado definitivamente el adjetivo "elegante" para su amazona y que, de ahora en adelante, la calificaba de "esbelta". "Es más correcto", había añadido. Otro día leyó a sus dos auditores la primera frase modificada en esta forma: "En una hermosa mañana de mayo, una esbelta amazona, montada en una soberbia jaca alazana, recorría las avenidas floridas del Bosque de Bolonia."

—¿No es cierto —dijo Grand— que se la ve mejor? He preferido: "En una mañana de mayo" porque "mes de mayo" alargaba un poco el trote.

Después se mostró muy preocupado por el adjetivo "soberbia". Éste no expresaba bastante, según él, y buscaba el término que fotografiase de una sola vez la fastuosa jaca que imaginaba. "Opulenta" no servía, era concreto, pero resultaba algo peyorativo. "Reluciente" le había tentado un momento, pero tampoco era eso. Una tarde anunció triunfalmente que lo había encontrado. "Una negra jaca alazana." El negro siempre indicaba discretamente la elegancia, según él.

—Eso no es posible —dijo Rieux.

—¿Por qué?

—Porque alazana no indica la raza sino el color.

—¿Qué color?

—Bueno, pues un color que, en todo caso, no es el negro.

Grand pareció muy afectado.

—Gracias —le dijo—, afortunadamente estaba usted ahí. Pero ya ve lo difícil que es.

—¿Qué pensaría usted de "suntuosa"? —dijo Tarrou.

Y fue aflorando a su cara una sonrisa.

Grand le miró y se quedó reflexionando.

—jSí! —dijo—; ¡sí!

Poco tiempo después confesó que la palabra "florida" le estorbaba. Además había una rima. Como no conocía más ciudades que Oran y Montélimar, preguntaba a veces a sus amigos en qué forma eran floridas las avenidas del Bosque de Bolonia. A decir verdad, ni a Rieux ni a Tarrou le había dado nunca la impresión de serlo, pero la convicción de Grand les hacía vacilar. Grand se asombraba de esta incertidumbre. "Sólo los artistas saben mirar." Pero un día el doctor lo encontró muy excitado. Había reemplazado "floridas" por "llenas de flores". Se frotaba las manos. "Al fin, se las ve, se las siente. ¡Hay que quitarse el sombrero, señores!" Leyó triunfalmente la frase. "En una hermosa mañana de mayo, una esbelta amazona, montada en una suntuosa jaca alazana recorría las avenidas llenas de flores del Bosque de Bolonia," Pero leídos en voz alta, los tres genitivos que terminaban la frase, resultaban pesados y Grand tartamudeó un poco, agotado. Después pidió al doctor permiso para irse. Necesitaba reflexionar.

Fue en esta época, más tarde se ha sabido, cuando empezó a dar en la oficina signos de distracción que resultaban lamentables en momentos en que el Ayuntamiento tenía que afrontar obligaciones aplastantes, con un personal disminuido. Su trabajo se resentía de ello y el jefe de la oficina se lo reprochó severamente haciéndole recordar que le pagaba para verificar una tarea con la que no cumplía. "Parece ser —había dicho el jefe— que hace usted voluntariamente un servicio en los equipos sanitarios, aparte de su trabajo. Eso a mi no me interesa. Lo que me interesa es su trabajo aquí. Y la mejor manera que puede usted encontrar de ser útil en estas terribles circunstancias es hacer bien su trabajo. Si no todo lo demás no sirve para nada."

—Tiene razón —decía Grand a Rieux.

—Sí, tiene razón —aprobó el doctor.

—Pero estoy distraído y no sé cómo salir del final de la frase. Había pensado en suprimir "de Bolonia" suponiendo que todo el mundo comprendía. Pero entonces la frase parecía darle a "flores" lo que en realidad correspondía a "avenida". Había tanteado también la posibilidad de escribir: "Las avenidas del Bosque llenas de flores" y un adjetivo, que arbitrariamente separaba, era para él una espina. Algunas tardes tenía, verdaderamente, más aspecto de cansado que Rieux.

Sí, estaba cansado por esa búsqueda que lo absorbía por completo, pero no dejaba de hacer, sin embargo, las sumas y las estadísticas que necesitaban los equipos sanitarios. Pacientemente, todas las tardes ponía fichas en limpio, las acompañaba de gráficos y se esmeraba en presentar las hojas lo más exactas posible. Muchas veces iba a encontrarse con Rieux en uno de los hospitales y le pedía una mesa en cualquier despacho o enfermería. Se instalaba allí con sus papeles, exactamente como se instalaba en su mesa del ayuntamiento, y en el aire pesado por los desinfectantes y por la enfermedad misma, agitaba sus papeles para hacer secar la tinta. En estos ratos procuraba no pensar en su amazona y no hacer más que lo que hacía falta.

Si es cierto que los hombres se empeñan en proponerse ejemplos y modelos que llaman héroes, y si es absolutamente necesario que haya un héroe en esta historia, el cronista propone justamente a este héroe insignificante y borroso que no tenía más que un poco de bondad en el corazón y un ideal aparentemente ridículo. Esto dará a la verdad lo que le pertenece, a la suma de dos y dos el total de cuatro, y al heroísmo el lugar secundario que debe ocupar inmediatamente después y nunca antes de la generosa exigencia de la felicidad. Esto dará también a esta crónica su verdadero carácter, que debe ser el de un relato hecho con buenos sentimientos, es decir, con sentimientos que no son ni ostensiblemente malos, ni exaltan a la manera torpe de un espectáculo.

Esta era, por lo menos, la opinión del doctor Rieux cuando leía en los periódicos o escuchaba en la radio las llamadas y las palabras de aliento que el mundo exterior hacía llegar a la ciudad apestada. Al mismo tiempo que los socorros enviados por el aire y por carretera, todas las tardes, por onda o en la prensa, comentarios llenos de piedad o admiración caían sobre la ciudad ya solitaria. Y siempre el tono de epopeya o el discurso brillante impacientaban al doctor. Sabía, ciertamente, que esta solicitud no era fingida. Pero veía que no eran capaces de expresarse más que en el lenguaje convencional con el que los hombres intentan expresar todo lo que les une a la humanidad. Y este lenguaje no podía aplicarse a los pequeños esfuerzos cotidianos de Grand, por ejemplo, pues nadie podía darse cuenta de lo que significaba Grand en medio de la peste.

A medianoche, a veces, en el gran silencio de la ciudad desierta, en el momento de irse a la cama para un sueño demasiado corto, el doctor hacía girar el botón de su radio, y de los confines del mundo, a través de miles de kilómetros, voces desconocidas y fraternales procuraban torpemente decir su solidaridad, y la decían en efecto, pero demostrando al mismo tiempo la terrible impotencia en que se encuentra todo hombre para combatir realmente un dolor que no puede ver: "¡Oran! ¡Oran!" En vano la llamada cruzaba los mares, en vano Rieux se mantenía alerta, pronto la elocuencia crecía y denotaba la separación esencial que hacía dos extraños de Grand y del orador. "¡Oran! Oran!" "Pero no, pensaba el doctor, amar o morir juntos, no hay otra solución. Están demasiado lejos."

Y justamente lo que queda por subrayar antes de llegar a la cúspide de la peste, mientras la plaga estuvo reuniendo todas sus fuerzas para arrojarse sobre la ciudad y apoderarse definitivamente de ella, son los continuados esfuerzos, desesperados y monótonos, que los últimos individuos, como Rambert, hacían por recuperar su felicidad y arrancar a la peste esa parte de ellos mismos que defendían contra toda acechanza. Esta era una manera de negarse a la esclavitud que les amenazaba, y aunque esta negativa no fuese tan eficaz como la otra, la opinión del cronista es que tenía ciertamente su sentido y que atestiguaba también, en su vanidad y hasta en sus contradicciones, lo que había de rebelde en cada uno de nosotros.

Rambert luchaba por impedir que la peste le envolviese. Habiendo adquirido la certeza de que no podía salir de la ciudad por medios legales, estaba decidido, se lo había dicho a Rieux, a usar los otros. El periodista empezó por los mozos de café. Un mozo de café está siempre al corriente de todo. Pero los primeros que interrogó estaban al corriente sobre todo de las penas gravísimas con que se sancionaba ese género de negocios. Incluso, en una ocasión, le tomaron por provocador. Le fue necesario encontrar a Cottard en casa de Rieux para avanzar un poco. Ese día estuvo hablando con Rieux de las gestiones vanas que había hecho en todas las oficinas. Días después, Cottard se encontró con Rambert en la calle y acogiéndole con la cordialidad que en el presente ponía en todas sus relaciones:

—¿Nada todavía? —le había dicho.

—Nada.

—No se puede esperar nada de las oficinas. No están hechas para comprender.

—Es verdad. Pero yo ahora busco otra cosa. Es muy difícil.

—¡Ah! —dijo Cottard—, ya comprendo.

Él conocía una pista, y le explicaba a Rambert, llenándolo de asombro, que desde hacía cierto tiempo frecuentaba todos los cafés de Oran, que tenía amigos y que estaba informado de la existencia de una organización que se ocupaba de ese género de operaciones. La verdad era que Cottard hacía gastos que sobrepasaban sus ingresos y había tenido que meterse en negocios de contrabando de los productos racionados. Revendía también cigarrillos y alcohol malo, cuyos precios subían sin cesar, y esto estaba produciéndole una pequeña fortuna.

—¿Está usted bien seguro? —preguntaba Rambert.

—Sí, puesto que ya me lo han propuesto.

—¿Y usted no lo ha aprovechado?

—No sea usted desconfiado —dijo Cottard con aire bonachón—: no lo he aprovechado porque yo no tengo ganas de irme. Tengo mis razones.

Y añadió después de un silencio:

—¿No me pregunta usted cuáles son mis razones?

—Supongo —dijo Rambert— que eso no me incumbe.

—En cierto sentido, no le incumbe, en efecto, pero en otro… En fin, lo único evidente es que yo me encuentro mucho mejor aquí desde que tenemos la peste con nosotros.

Rambert acortó el discurso.

—¿Cómo ponerse en contacto con esa organización?

—¡Ah! —dijo Cottard—, no es fácil, pero venga usted conmigo.

Eran las cuatro de la tarde. La ciudad se asaba lentamente bajo un cielo pesado. Todos los comercios tenían las cortinas echadas. Las calles estaban desiertas. Cottard y Rambert tomaron ciertas calles de soportales y fueron largo rato sin hablar. Era una de esas horas en que la peste se hacía invisible. Aquel silencio, aquella muerte de los colores y de los movimientos podían ser igualmente efecto del verano que de la peste. No se sabía si el aire estaba preñado de amenazas o de polvo y de ardor. Había que observar y que reflexionar para descubrir la peste, pues no se traicionaba más que por signos negativos. Cottard, que tenía afinidades con ella, hizo notar a Rambert, por ejemplo, la ausencia de los perros que normalmente hubieran debido estar tumbados en los umbrales de los corredores, jadeantes, en busca de una frescura imposible.

Tomaron el bulevar de las Palmeras, atravesaron la plaza de Armas y descendieron hacia el barrio de la Marina. A la izquierda, un café pintado de verde se escondía bajo un toldo oblicuo de lona amarilla. Al entrar, Cottard y Rambert se secaron la frente con el pañuelo. Se sentaron en unas sillas plegadizas de jardín, ante las mesas de chapa verde. La sala estaba absolutamente desierta. Zumbaban moscas en el aire. En una jaula amarilla colgada sobre la caja, un loro medio desplumado yacía agobiado en su palo. Viejos cuadros que representaban escenas militares colgaban de la pared, cubiertos de mugre y de telarañas en tupidos filamentos. Encima de todas las mesas, y en la de Rambert también, había excrementos de gallina resecos, de los que no se explicaba bien el origen, hasta que de un rincón oscuro, después de un pequeño alboroto, salió dando saltitos un magnífico gallo.

El calor en aquel momento parecía seguir aumentando, Cottard se quitó la chaqueta y dio golpes en la chapa. Un hombrecillo, perdido en un largo mandil azul, salió del fondo, saludó a Cottard desde lejos, avanzó separando al gallo con un vigoroso puntapié y preguntó entre los cloqueos del ave lo que tenía que servir a aquellos señores. Cottard le pidió vino blanco y le dijo que si sabía dónde andaba un tal García. El renacuajo dijo que hacía ya muchos días que no se le veía por el café.

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