La peste (11 page)

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Authors: Albert Camus

Tags: #Clásico, Novela

BOOK: La peste
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En la nave alguien rebulló como un caballo impaciente. Después de una corta pausa, el padre recomenzó en un tono más bajo. "Se lee en la
Leyenda dorada
que en tiempos del rey Humberto, en Lombardía, Italia fue asolada por una peste tan violenta que apenas eran suficientes los vivos para enterrar a los muertos, encarnizándose sobre todo en Roma y en Pavía. Y apareció visiblemente un ángel bueno dando órdenes al ángel malo que llevaba un venablo de cazador, y le ordenaba pegar con él en las casas; y de las casas salían tantos muertos como golpes recibían del venablo."

Paneloux tendió en ese momento los brazos en la dirección del atrio, como si se señalase algo tras la cortina movediza de la lluvia: "Hermanos míos —dijo con fuerza—, es la misma caza mortal la que se corre hoy día por nuestras calles. Vedle, a este ángel de la peste, bello como Lucifer y brillante como el mismo mal. Erguido sobre vuestros tejados, con el venablo rojo en la mano derecha a la altura de su cabeza y con la izquierda señalando una de vuestras casas. Acaso en este instante mismo, su dedo apunta a vuestra puerta, el venablo suena en la madera, y en el mismo instante, acaso, la peste entra en vuestra casa, se sienta en vuestro cuarto y espera vuestro regreso. Está allí paciente y atenta, segura como el orden mismo del mundo. La mano que os tenderá, ninguna fuerza terrestre, ni siquiera, sabedlo bien, la vana ciencia de los hombres, podrá ayudaros a evitarla. Y heridos en la sangrienta era del dolor, seréis arrojados con la paja."

Aquí, el Padre volvió a tomar con más amplitud todavía la imagen patética del azote. Evocó el asta inmensa de madera girando sobre la ciudad, hiriendo al azar, alzándose ensangrentada, goteando la sangre del dolor humano, "para las sementeras que prepararán las cosechas de la verdad".

Al final de tan largo período, el Padre Paneloux se detuvo, el pelo caído sobre la frente, el cuerpo agitado por un temblor que sus manos comunicaban al pulpito y recomenzó más sordamente pero con tono acusador: "Sí, ha llegado la hora de meditar. Habéis creído que os bastaría con venir a visitar a Dios los domingos para ser libres el resto del tiempo. Habéis pensado que unas cuantas genuflexiones le compensarían de vuestra despreocupación criminal. Pero Dios no es tibio. Esas relaciones espaciadas no bastan a su devoradora ternura. Quiere veros ante Él más tiempo, es su manera de amaros, a decir verdad es la única manera de amar. He aquí por qué cansado de esperar vuestra venida, ha hecho que la plaga os visite como ha visitado a todas las ciudades de pecado desde que los hombres tienen historia. Ahora sabéis lo que es el pecado como lo supieron Caín y sus hijos, los de antes del diluvio, los de Sodoma y Gomorra, Faraón y Job y también todos los malditos. Y como todos ellos, extendéis ahora una mirada nueva sobre los seres y las cosas desde el día en que esta ciudad ha cerrado sus murallas en torno a vosotros y a la plaga. En fin, ahora, sabéis que hay que llegar a lo esencial."

Un viento húmedo se arremolinó entonces bajo la nave y las llamas de los cirios se inclinaban chisporroteando. Un espeso olor de cera, un estornudo, diversas toses subieron hacia el Padre Paneloux que, volviendo a su tema con una sutileza que fue muy apreciada, recomenzó con la voz serena. "Muchos de entre vosotros, ya lo sé, se preguntan adonde voy a parar. Quiero haceros llegar conmigo a la verdad y enseñaros a encontrar la alegría, a pesar de todo lo que acabo de decir. No estamos ya en el momento en que con consejos, con una mano fraternal hubiera podido empujaros hacia el bien. Hoy la verdad es una orden. Y es un venablo rojo el que os señala el camino de la salvación y os empuja hacia él. Es en esto, hermanos míos, en lo que se muestra la misericordia divina que en toda cosa ha puesto el bien y el mal, la ira y la piedad, la peste y la salud del alma. Este mismo azote que os martiriza os eleva y os enseña el camino.

"Hace mucho tiempo, los cristianos de Abisinia veían en la peste un medio de origen divino, eficaz para ganar la eternidad, y los que no estaban contaminados se envolvían en las sábanas de los pestíferos para estar seguros de morir. Sin duda este furor de salvación no es recomendable. Denota una precipitación lamentable muy próxima al orgullo. No hay que apresurarse más que Dios pues todo lo que pretende acelerar el orden inmutable que Él ha establecido de una vez para siempre, conduce a la herejía. Pero este ejemplo nos sirve al menos de lección. A nuestros espíritus, más clarividentes, les ayuda a valorar ese resplandor excelso de eternidad que existe en el fondo de todo sufrimiento. Este resplandor aclara los caminos crepusculares que conducen hacia la liberación. Manifiesta la voluntad divina que sin descanso transforma el mal en bien. Hoy mismo, a través de este tropel de muerte, de angustia y de clamores, nos guía hacia el silencio esencial y hacia el principio de toda vida. He aquí, hermanos míos, la inmensa consolación que quería traeros para que no sean sólo palabras de castigo las que saquéis de aquí, sino también un verbo que os apacigüe."

Se veía que Paneloux había terminado. Fuera había cesado la lluvia. Un cielo, entremezclado de agua y de sol, vertía el rumor de las voces, el deslizarse de los vehículos, todo el lenguaje de una ciudad que se despierta. Los oyentes disponían discretamente sus cosas para partir, removiéndose sin ruido, en lo posible. El Padre volvió, sin embargo, a tomar la palabra y dijo que después de haber demostrado el origen divino de la peste y el carácter punitivo de este azote no tenía más que decir y que para concluir no haría uso de una elocuencia que resultaría fuera de lugar tratándose de asunto tan trágico. Él creía que todo había quedado claro para todos. Quería recordar únicamente que cuando la gran peste de Marsella, el cronista Mathieu Marais se había lamentado de sentirse hundido en el infierno, al vivir así, sin ayuda y sin esperanza. ¡Pues bien, Mathieu Marais era ciego! Por el contrario nunca como este día el Padre Paneloux había sentido la ayuda divina y la esperanza cristiana que alcanzaba a todos. Esperaba, en contra de toda apariencia, que, a pesar del horror de aquellos días y de los gritos de los agonizantes, nuestros ciudadanos dirigiesen al cielo la única palabra cristiana; la palabra de amor. Dios haría el resto.

Si esta prédica tuvo algún efecto entre nuestros conciudadanos, es muy difícil decirlo. El juez Othon declaró al doctor Rieux que había encontrado la exposición del Padre Paneloux "absolutamente irrefutable". Pero no todo el mundo 'había sacado una opinión tan categórica. Simplemente, el sermón hacía más sensible para algunos la idea, vaga hasta entonces, de que por un crimen desconocido estaban condenados a un encarcelamiento inimaginable. Y mientras que unos continuaron su vida insignificante adaptándose a la reclusión, otros, por el contrario, no tuvieron más idea desde aquel momento que la de evadirse.

La gente había aceptado primero el estar aislada del exterior como hubiera aceptado cualquier molestia temporal que no afectase más que a alguna de sus costumbres. Pero de pronto, conscientes de estar en una especie de secuestro, bajo la cobertera del cielo donde ya empezaba a retostarse el verano, sentían confusamente que esta reclusión amenazaba toda su vida y, cuando llegaba la noche, la energía que recordaban con la frescura de la atmósfera les llevaba a veces a cometer actos desesperados.

Ante todo, fuese o no coincidencia, a partir de aquel domingo hubo en la ciudad una especie de pánico harto general y harto profundo como para poder suponer que nuestros conciudadanos empezaban verdaderamente a tener conciencia de su situación. Desde este punto de vista la atmósfera fue un poco modificada. Pero, en verdad, el cambio ¿estaba en la atmósfera o en los corazones? He aquí la cuestión.

Pocos días después del sermón, Rieux, que comentaba este acontecimiento con Grand, yendo hacia los arrabales, chocó en la oscuridad con un hombre que se bamboleaba delante de él sin decidirse a avanzar.

En ese momento, el alumbrado de nuestra ciudad, que se encendía cada día más tarde, resplandeció bruscamente. El foco que estaba colocado en alto, detrás de ellos iluminó súbitamente al hombre que reía en silencio con los ojos cerrados. Por su rostro blancuzco, distendido en una hilaridad muda, el sudor escurría en gruesas gotas. Pasaron de largo.

—Es un loco —dijo Grand.

Rieux, que le había cogido del brazo para alejarse de allí, sintió que temblaba de enervamiento.

—Pronto no habrá más que locos entre nuestras cuatro paredes —dijo Rieux.

Añadiendo a todo esto el cansancio, sintió que tenía la garganta seca.

—Bebamos algo.

En el pequeño café donde entraron, iluminado por una sola lámpara sobre el mostrador, las gentes hablaban en voz baja, sin razón aparente, en la atmósfera espesa y rojiza. En el mostrador, Grand, con sorpresa del doctor, pidió un alcohol que bebió de un trago, declarando que era fuerte. No quiso quedarse allí. Fuera le pareció a Rieux que la noche estaba llena de gemidos. En todas partes, en el cielo negro, por encima de los reflectores, un silbido sordo le hacía pensar en el invisible azote que abrasaba incansablemente el aire encendido.

—Felizmente, felizmente —decía Grand.

Rieux se preguntaba qué iría a decir.

—Felizmente —dijo el otro—, tengo mi trabajo.

—Sí —dijo Rieux—, es una ventaja.

Y decidido a no escuchar más aquel silbido preguntó a Grand si estaba contento de su trabajo.

—En fin, creo que voy por buen camino.

—¿Tiene usted todavía para mucho tiempo?

Grand pareció animarse; el calor del alcohol se comunicó a su voz.

—No lo sé. Pero la cuestión no está ahí, doctor, no es esa la cuestión, no.

En la oscuridad Rieux adivinaba que agitaba los brazos. Parecía prepararse a decir algo y al fin empezó, con volubilidad.

—Mire usted, doctor, lo que yo quiero es que el día que mi manuscrito llegue a casa del editor, éste se levante después de haberlo leído, y diga a sus colaboradores: "Señores, hay que quitarse el sombrero."

Esta brusca declaración sorprendió a Rieux. Le parecía que su acompañante hacía el movimiento de descubrirse, llevándose la mano a la cabeza y poniendo después el brazo horizontal. En lo alto el silbido caprichoso parecía recomenzar con más fuerza.

—Sí —decía Grand—, es necesario que sea perfecto.

Aunque poco impuesto de las costumbres literarias, Rieux tenía sin embargo la impresión de que las cosas no debían ser tan sencillas y que, por ejemplo, los editores en sus despachos debían de estar sin sombrero. Pero, de hecho, nunca se sabe, y Rieux prefería callarse. A pesar suyo ponía el oído en los rumores de la peste. Se acercaban al barrio de Grand y como aquél quedaba un poco en alto, una ligera lluvia les refrescaba y al mismo tiempo barría todos los ruidos de la ciudad. Grand seguía hablando y Rieux no captaba todo lo que decía el buen hombre. Comprendía solamente que la obra en cuestión tenía ya muchas páginas, pero que el trabajo que su autor se tomaba en llevarla a la perfección le era muy penoso. "Noches, semanas enteras sobre una palabra…, a veces una simple conjunción." Aquí Grand se detuvo. Sujetó al doctor por un botón del abrigo. Las palabras salían a tropezones de su boca desmantelada.

—Compréndame bien, doctor. En rigor, es fácil escoger entre el
mas
y el
pero
. Ya es más difícil optar entre el
mas
y el
y
. La dificultad aumenta con el
pues
y el
porque
. Pero seguramente lo más difícil que existe es emplear bien el cuyo.
[1]

—Sí —dijo Rieux—, comprendo.

Echó a andar, Grand pareció confuso y procuró ponerse a su paso.

—Excúseme —balbuceó—. ¡No sé lo que me pasa esta noche!

Rieux le dio un golpecito suave en el hombro y le dijo que bien quisiera poder ayudarlo y que su historia le interesaba mucho. El otro pareció tranquilizarse y cuando llegaron delante de su casa propuso al doctor subir un momento. Rieux aceptó.

En el comedor Grand le invitó a sentarse ante una mesa cubierta de papeles llenos de tachaduras sobre una letra microscópica.

—Sí, esto es —dijo Grand al doctor, que le interrogaba con la mirada—. Pero ¿quiere usted beber algo? Tengo un poco de vino.

Rieux rehusó y se puso a mirar los papeles.

—No mire usted —dijo Grand—. Es la primera frase. Me está dando trabajo. Mucho trabajo.

Él también contemplaba todas las hojas y su mano pareció invenciblemente atraída por una de ellas, que levantó para mirarla al trasluz, ante la lámpara sin pantalla. La hoja temblaba en su mano. Rieux observó que la frente del empleado estaba húmeda.

—Siéntese —le dijo y léamela.

Grand lo miró y le sonrió con una especie de agradecimiento.

—Sí —dijo—, creo que tengo ganas de leerla.

Esperó un poco, sin dejar de mirar la hoja. Rieux escuchaba al mismo tiempo el bordoneo confuso que en la ciudad parecía responder al silbido de la plaga. En ese preciso momento tenía una percepción extraordinaria, agudizada, de la ciudad que se extendía a sus pies, del mundo cerrado que componía, y de los terribles lamentos que ahogaba por las noches. La voz de Grand se elevó sordamente. "En una hermosa mañana del mes de mayo, una elegante amazona recorría, en una soberbia jaca alazana, las avenidas floridas del Bosque de Bolonia." Se hizo el silencio y con él volvió el rumor de la ciudad atormentada. Grand había dejado la hoja y seguía contemplándola. Después de un momento levantó los ojos.

—¿Qué le parece?

Rieux respondió que aquel comienzo le inspiraba la curiosidad de conocer el resto. Pero Grand dijo con animación que ese punto de vista no era acertado. Daba sobre sus papeles con la palma de la mano, y decía:

—Esto no es más que una aproximación. Cuando haya llegado a transcribir el cuadro que tengo en la imaginación, cuando mi frase tenga el movimiento mismo de este paseo al trote, un, dos, tres, un, dos, tres, entonces el resto será más fácil y sobre todo la ilusión será tal desde el principio que hará posible que digan: "Hay que quitarse el sombrero."

Pero para esto tenía aun mucho que roer. Nunca consentiría en entregar esta frase tal como estaba al impresor. Pues a pesar de la satisfacción que a veces le causaba, se daba cuenta de que no se ajustaba enteramente a la realidad y de que, en cierto modo, tenía una ligereza de tono que le daba un carácter, vago, por supuesto, pero con todo perceptible, de clisé. Este era al menos el sentido de lo que estaba diciendo cuando oyeron que unos hombres pasaban corriendo bajo la ventana.

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