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Authors: Albert Camus

Tags: #Clásico, Novela

La peste (14 page)

BOOK: La peste
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—¿Hoy no han ido bien las cosas? —dijo la señora Rieux.

—¡Oh!, como de ordinario.

¡Como de ordinario! Es decir que el nuevo suero mandado de París parecía menos eficaz que el primero y las estadísticas subían. No siempre había la posibilidad de inocular los sueros preventivos en personas no pertenecientes a las familias ya alcanzadas por la peste. Hubiera hecho falta grandes cantidades industrializadas para generalizar el empleo. La mayor parte de los bubones se oponían a ser sajados, como si les hubiese llegado la época de endurecerse, y torturaban a los enfermos. Desde la víspera había en la ciudad dos casos de una nueva forma de la epidemia. La peste se hacía pulmonar. Aquel mismo día, durante una reunión, los médicos abrumados, ante el prefecto, lleno de confusión, habían pedido y obtenido nuevas medidas para evitar el contagio que se establecía de boca a boca en la peste pulmonar. Como de ordinario, nadie sabía nada.

Rieux miró a su madre. Sus hermosos ojos castaños le hicieron revivir años de ternura.

—¿Tienes miedo, madre?

—A mi edad ya no se temen mucho las cosas.

—Los días son muy largos y yo no estoy aquí nunca.

—No me importa esperarte cuando sé que tienes que venir. Cuando no estás aquí pienso en lo que estarás haciendo. ¿Has tenido noticias?

—Sí, todo va bien, según el último telegrama. Pero yo sé que ella dice eso por tranquilizarme.

Sonó el timbre de la puerta. El doctor sonrió a su madre que fue a abrir. En la penumbra del descansillo Tarrou tenía el aspecto de un gran oso vestido de gris. Rieux lo hizo sentar delante de su mesa de escritorio y él se quedó de pie, detrás del sillón. Entre ellos estaba la única lámpara de la habitación, encendida sobre la mesa.

—Sé —dijo Tarrou, sin preámbulos— que con usted puedo hablar abiertamente. Dentro de quince días o un mes usted ya no será aquí de ninguna utilidad, los acontecimientos le han superado.

—Es verdad —dijo Rieux.

—La organización del servicio es mala. Le faltan a usted hombres y tiempo.

Rieux reconoció que también eso era verdad.

—He sabido que la prefectura va a organizar una especie de servicio civil para obligar a los hombres válidos a participar en la asistencia general.

—Está usted bien informado. Pero el descontento es grande y el prefecto está ya dudando.

—¿Por qué no pedir voluntarios?

—Ya se ha hecho, pero los resultados han sido escasos.

—Se ha hecho por la vía oficial, un poco sin creer en ello. Lo que les falta es imaginación. No están nunca en proporción con las calamidades. Y los remedios que imaginan están apenas a la altura de un resfriado. Si les dejamos obrar solos sucumbirán, y nosotros con ellos.

—Es probable —dijo Rieux—. Tengo entendido que están pensando en echar mano de los presos para lo que podríamos llamar trabajos pesados.

—Me parece mejor que lo hicieran hombres libres.

—A mí también, pero, en fin, ¿por qué?

—Tengo horror de las penas de muerte.

Rieux miró a Tarrou.

—¿Entonces? —dijo.

—Yo tengo un plan de organización para lograr unas agrupaciones sanitarias de voluntarios. Autoríceme usted a ocuparme de ello y dejemos a un lado la administración oficial. Yo tengo amigos por todas partes y ellos formarán el primer núcleo. Naturalmente, yo participaré.

—Comprenderá usted que no es dudoso que acepte con alegría. Tiene uno necesidad de ayuda, sobre todo en este oficio. Yo me encargo de hacer aceptar la idea a la prefectura. Por lo demás, no están en situación de elegir. Pero…

Rieux reflexionó.

—Pero este trabajo puede ser mortal, lo sabe usted bien. Yo tengo que advertírselo en todo caso. ¿Ha pensado usted bien en ello?

Tarrou lo miró en sus ojos grises y tranquilos.

—¿Qué piensa usted del sermón del Padre Paneloux, doctor?

La pregunta había sido formulada con naturalidad y Rieux respondió con naturalidad también.

—He vivido demasiado en los hospitales para gustarme la idea del castigo colectivo. Pero, ya sabe usted, los cristianos hablan así a veces, sin pensar nunca realmente. Son mejores de lo que parecen.

—Usted cree, sin embargo, como Paneloux, que la peste tiene alguna acción benéfica, ¡que abre los ojos, que hace pensar!

—Como todas las enfermedades de este mundo. Pero lo que es verdadero de todos los males de este mundo lo es también de la peste. Esto puede engrandecer a algunos. Sin embargo, cuando se ve la miseria y el sufrimiento que acarrea, hay que ser ciego o cobarde para resignarse a la peste.

Rieux había levantado apenas el tono, pero Tarrou hizo un movimiento con la mano como para calmarlo. Sonrió.

—Sí —dijo a Rieux alzando los hombros—, pero usted no me ha respondido. ¿Ha reflexionado bien?

Tarrou se acomodó un poco en su butaca y dijo:

—¿Cree usted en Dios, doctor?

También esta pregunta estaba formulada con naturalidad, pero Rieux titubeó.

—No, pero, eso ¿qué importa? Yo vivo en la noche y hago por ver claro. Hace mucho tiempo que he dejado de creer que esto sea original.

—¿No es eso lo que le separa de Paneloux?

—No lo creo. Paneloux es hombre de estudios. No ha visto morir bastante a la gente, por eso habla en nombre de una verdad. Pero el último cura rural que haya oído la respiración de un moribundo pensará como yo. Se dedicará a socorrer las miserias más que a demostrar sus excelencias.

Rieux se levantó, ahora su rostro quedaba en la sombra.

—Dejemos esto —dijo—, puesto que no quiere usted responder.

Tarrou sonrió sin moverse de la butaca.

—¿Puedo responder con una pregunta?

El doctor sonrió a su vez.

—Usted ama el misterio, vamos.

—Pues bien —dijo Tarrou—, ¿por qué pone usted en ello tal dedicación si no cree en Dios? Su respuesta puede que me ayude a mí a responder.

Sin salir de la sombra, el doctor dijo que había ya respondido, que si él creyese en un Dios todopoderoso no se ocuparía de curar a los hombres y le dejaría a Dios ese cuidado. Pero que nadie en el mundo, ni siquiera Paneloux, que creía y cree, nadie cree en un Dios de este género, puesto que nadie se abandona enteramente, y que en esto por lo menos, él, Rieux, creía estar en el camino de la verdad, luchando contra la creación tal como es.

—¡Ah! —dijo Tarrou—, entonces, ¿esa es la idea que se hace usted de su oficio?

—Poco más o menos —dijo el doctor volviendo a la luz.

Tarrou se puso a silbar suavemente y el doctor se le quedó mirando.

—Sí —dijo—, usted dice que hace falta orgullo, pero yo le aseguro que no tengo más orgullo del que hace falta, créame. Yo no sé lo que me espera, lo que vendrá después de todo esto. Por el momento hay unos enfermos a los que hay que curar. Después, ellos reflexionarán y yo también. Pero lo más urgente es curarlos. Yo los defiendo como puedo.

—¿Contra quién?

Rieux se volvió hacia la ventana. Adivinaba a lo lejos el mar, en una condensación más oscura del horizonte. Sentía un cansancio inmenso y al mismo tiempo luchaba contra el deseo súbito de entregarse un poco a este hombre singular en el que había algo fraternal, sin embargo.

—No sé nada, Tarrou, le juro a usted que no sé nada. Cuando me metí en este oficio lo hice un poco abstractamente, en cierto modo, porque lo necesitaba, porque era una situación como otra cualquiera, una de esas que los jóvenes eligen. Acaso también porque era sumamente difícil para el hijo de un obrero, como yo. Y después he tenido que ver lo que es morir. ¿Sabe usted que hay gentes que se niegan a morir? ¿Ha oído usted gritar: "¡Jamás!" a una mujer en el momento de morir? Yo sí. Y me di cuenta en seguida de que no podría acostumbrarme a ello. Entonces yo era muy joven y me parecía que mi repugnancia alcanzaba al orden mismo del mundo. Luego, me he vuelto más modesto. Simplemente, no me acostumbro a ver morir. No sé más. Pero después de todo….

Rieux se calló y volvió a sentarse. Sentía que tenía la boca seca.

—¿Después de todo? —dijo suavemente Tarrou.

—Después de todo… —repitió el doctor y titubeó nuevamente mirando a Tarrou con atención—, esta es una cosa que un hombre como usted puede comprender. ¿No es cierto, puesto que el orden del mundo está regido por la muerte, que acaso es mejor para Dios que no crea uno en él y que luche con todas sus fuerzas contra la muerte, sin levantar los ojos al cielo donde Él está callado?

—Sí —asintió Tarrou—, puedo comprenderlo. Pero las victorias de usted serán siempre provisionales, eso es todo.

Rieux pareció ponerse sombrío.

—Siempre, ya lo sé. Pero eso no es una razón para dejar de luchar.

—No, no es una razón. Pero me imagino, entonces, lo que debe de ser esta peste para usted.

—Sí —dijo Rieux—, una interminable derrota.

Tarrou se quedó mirando un rato al doctor, después se levantó y fue pesadamente hacia la puerta. Rieux le siguió. Cuando ya estaba junto a él, Tarrou, que iba como mirándose los pies, le dijo:

—¿Quién le ha enseñado a usted todo eso, doctor?

La respuesta vino inmediatamente.

—La miseria.

Rieux abrió la puerta del despacho y ya en el pasillo dijo a Tarrou que él bajaba también, iba a ver a uno de sus enfermos en los barrios extremos. Tarrou le propuso acompañarlo y el doctor aceptó. En el fondo del pasillo se encontraron con la madre del doctor y éste le presentó a Tarrou.

—Un amigo —le dijo.

—¡Oh! —dijo la señora Rieux—, me alegro mucho de conocerlo.

Cuando ella se alejó, Tarrou volvió a mirarla. En el descansillo, el doctor intentó en vano hacer funcionar el conmutador de la luz. Las escaleras estaban sumergidas en la sombra. El doctor se preguntaba si sería una nueva medida de economía. Pero ¿quién podía saber? Desde hacía cierto tiempo todo empezaba a descomponerse en las casas. Era probablemente que los porteros y la gente en general ya no tenían cuidado de nada. Pero el doctor no tuvo tiempo de seguir interrogándose a sí mismo, porque la voz de Tarrou sonó detrás de él.

—Quiero decirle algo, aunque le parezca a usted ridículo: tiene usted enteramente razón.

Rieux alzó los hombros para sí mismo, en la oscuridad.

—No sé, verdaderamente. Pero usted, ¿cómo lo sabe?

—¡Oh! —dijo Tarrou sin alterarse—. A mí no me queda nada por aprender.

El doctor se detuvo y detrás de él Tarrou resbaló en un escalón. Se sostuvo agarrándose al hombro de Rieux.

—¿Cree usted conocer todo en la vida? —preguntó Rieux.

La respuesta sonó en la oscuridad con la misma voz tranquila.

—Sí.

Cuando salieron a la calle comprendieron que era ya muy tarde, acaso las once. La ciudad estaba muda, poblada solamente de rumores. Se oyó muy lejos el timbre de una ambulancia. Subieron al coche y Rieux puso el motor en marcha.

—Es preciso que venga usted mañana al hospital para la vacuna preventiva. Pero, para terminar y antes de entrar de lleno en esto, hágase a la idea de que tiene una probabilidad sobre tres de salir con bien.

—Esas evaluaciones no tienen sentido, doctor, lo sabe usted tan bien como yo. Hace cien años una epidemia de peste mató a todos los habitantes de una ciudad de Persia excepto, precisamente, al que lavaba a los muertos, que no había dejado de ejercer su profesión.

—Lo salvó su tercera probabilidad, eso es todo —dijo Rieux, con una voz de pronto más sorda—. Pero la verdad es que no sabemos nada de todo esto.

Llegaban a los arrabales. Los faros brillaban en las calles desiertas. Se detuvieron. Cuando aún estaban delante del coche, Rieux preguntó a Tarrou si quería entrar y él dijo que sí. Un reflejo de cielo iluminaba un poco su rostro. Rieux dijo con una sonrisa amistosa:

—Vamos, Tarrou, ¿qué es lo que le impulsa a usted a ocuparse de esto?

—No sé. Mi moral, probablemente.

—¿Cuál?

—La comprensión.

Tarrou se volvió hacia la casa y Rieux no vio más su cara hasta que estuvieron en el cuarto del viejo asmático.

Desde el día siguiente, Tarrou se puso al trabajo y reunió un primer equipo al que debían seguir otros.

La intención del cronista no es dar aquí a estas agrupaciones sanitarias más importancia de la que tuvieron. Es cierto que, en su lugar, muchos de nuestros conciudadanos cederían hoy mismo a la tentación de exagerar el papel que representaron. Pero el cronista está más bien tentado de creer que dando demasiada importancia a las bellas acciones, se tributa un homenaje indirecto y poderoso al mal. Pues se da a entender de ese modo que las bellas acciones sólo tienen tanto valor porque son escasas y que la maldad y la indiferencia son motores mucho más frecuentes en los actos de los hombres. Esta es una idea que el cronista no comparte. El mal que existe en el mundo proviene casi siempre de la ignorancia, y la buena voluntad sin clarividencia puede ocasionar tantos desastres como la maldad. Los hombres son más bien buenos que malos, y, a decir verdad, no es esta la cuestión. Sólo que ignoran, más o menos, y a esto se le llama virtud o vicio, ya que el vicio más desesperado es el vicio de la ignorancia que cree saberlo todo y se autoriza entonces a matar. El alma del que mata es ciega y no hay verdadera bondad ni verdadero amor sin toda la clarividencia posible.

Por esto nuestros equipos sanitarios que se realizaron gracias a Tarrou deben ser juzgados con una satisfacción objetiva. Por esto el cronista no se pondrá a cantar demasiado elocuentemente una voluntad y un heroísmo a los cuales no atribuye más que una importancia razonable. Pero continuará siendo el historiador de los corazones desgarrados y exigentes que la peste hizo de todos nuestros conciudadanos.

Los que se dedicaron a los equipos sanitarios no tuvieron gran mérito al hacerlo, pues sabían que era lo único que quedaba, y no decidirse a ello hubiera sido lo increíble. Esos equipos ayudaron a nuestros conciudadanos a entrar en la peste más a fondo y los persuadieron en parte de que, puesto que la enfermedad estaba allí, había que hacer lo necesario para luchar contra ella. Al convertirse la peste en el deber de unos cuantos se la llegó a ver realmente como lo que era, esto es, cosa de todos.

Esto está bien; pero nadie felicita a un maestro por enseñar que dos y dos son cuatro. Se le felicita, acaso, por haber elegido tan bella profesión. Digamos, pues, que era loable que Tarrou y otros se hubieran decidido a demostrar que dos y dos son cuatro, en vez de lo contrario, pero digamos también que esta buena voluntad les era común con el maestro, con todos los que tienen un corazón semejante al del maestro y que para honor del hombre son más numerosos de lo que se cree; tal es, al menos, la convicción del cronista. Éste se da muy bien cuenta, por otra parte, de la objeción que pueden hacerle: esos hombres arriesgan la vida. Pero hay siempre un momento en la historia en el que quien se atreve a decir que dos y dos son cuatro está condenado a muerte. Bien lo sabe el maestro. Y la cuestión no es saber cuál será el castigo o la recompensa que aguarda a ese razonamiento. La cuestión es saber si dos y dos son o no cuatro. Aquellos de nuestros conciudadanos que arriesgaban entonces sus vidas, tenían que decidir si estaban o no en la peste y si había o no que luchar contra ella.

BOOK: La peste
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