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Authors: Arturo Pérez-Reverte
—¿Qué hay del padre Urbizu? — preguntó Quart.
El subcomisario se rascaba una oreja. Pareció decepcionado al terminar y mirarse el dedo.
—Tres cuartos de lo mismo, páter. Esta vez no hubo testigos, pero mi gente revisó la iglesia centímetro a centímetro. Tal vez quiso apoyarse en un andamio, o lo movió de forma accidental —se puso a balancear las manos igual que un andamio oscilante, con tanto realismo que él mismo se detuvo, como si aquello le diera vértigo—… El extremo superior del andamiaje tocó, e hizo saltar, un gran trozo de escayola de la cornisa que hay arriba; posiblemente ya estaba suelto y sostenido de milagro, si me permite la frase, por la misma estructura metálica. Con tan mala suerte que en cuanto ésta se movió un poco, los diez kilos largos fueron a caerle encima de la cabeza. Imagino que oyó ruido, miró arriba, y zaca.
El relato iba acompañado de la mímica correspondiente, que el subcomisario concluyó volcando una mano hacia arriba sobre la mesa, como si se tratase del padre Urbizu en el momento de pasar a mejor vida. Después se quedó mirando pensativo su propia mano agonizante, y alargó la otra hacia el botellín.
—También es mala suerte —dijo, reflexivo, tras liquidar la cerveza.
Quart, que había sacado un par de tarjetas para tomar notas, sostuvo en alto la estilográfica:
—Pero ¿por qué se cayó la cornisa?
—Depende —Navajo miraba con recelo las tarjetas. Después empezó a sacudirse miguitas de tortilla de la camisa—. Según Newton, porque como resultante de la atracción terrestre y de la fuerza centrífuga en el movimiento de rotación, cualquier objeto abandonado a sí mismo en las proximidades de la superficie de la tierra adquiere una aceleración vertical, directa, sobre la cabeza de los secretarios de arzobispo que se levantan con el pie izquierdo —miró a Quart, como preguntándole qué tal—. Espero que lo haya anotado bien. Eso para que luego digan que la policía no trabaja según bases científicas.
Quart advertía el mensaje. Se echó a reír, guardando de nuevo tarjetas y estilográfica. El subcomisario lo miraba hacer con ojos inocentes.
—¿Y según usted?
Navajo encogió los hombros bajo la holgada camisa roja. Nada de aquello era importante, ni secreto, pero saltaba a la vista que deseaba mantener el carácter oficioso. Una vez establecidos los resultados de muerte accidental, Nuestra Señora de las Lágrimas seguía siendo asunto exclusivamente eclesiástico. Corrían rumores sobre las presiones especulativas del ayuntamiento y los bancos, y los jefes del subcomisario eran partidarios de mantenerse al margen. A fin de cuentas, aunque español de origen, sacerdote y viejo conocido del subcomisario, Quart era agente de un Estado extranjero.
—Según nuestros expertos —respondió Navajo— la cornisa se cayó porque el fragmento ya estaba dañado, como lo demostró un estudio pericial posterior. Detectamos una bolsa de humedad detrás, en la pared, filtrada por unas junturas del tejado durante años y años.
—¿De veras descartan por completo la intervención humana?
El subcomisario puso cara de guasa, pero se contuvo. Al fin y al cabo, estaba en deuda con Quart.
—Oiga, páter. Aquí, en la policía, al ciento por ciento no descartamos ni que Judas fuera asesinado por alguno de sus once colegas; así que dejémoslo en un noventa y cinco. De cualquier modo es improbable que alguien le dijera a ese infeliz: oye, espera aquí un momento; y después trepase al andamio, arrancara un trozo de cornisa, y se lo dejase caer encima, fiuuuuu, mientras el otro miraba hacia arriba —los dedos del subcomisario habían trepado al andamio, descendido en forma de objeto contundente, y ahora estaban, como se veía venir, inertes sobre la mesa esperando al forense—. Eso sólo pasa en los dibujos animados.
Cuando se despidió del subcomisario, Quart tenía la impresión de que
Vísperas
había exagerado las cosas. O quizás aquello de que la iglesia matara para defenderse resultaba —en versión libre, singular y simbólica— rigurosamente cierto. Otra cosa era cuantificar la capacidad de liquidar gente molesta que podía tener, intrínsecamente o con auxilio del azar o la Providencia, un decrépito edificio con tres siglos de antigüedad. Pero, llegadas a ese punto, las cosas ya no afectaban a Quart; ni siquiera al IOE. Los aspectos conflictivos de lo sobrenatural corrían por cuenta de otro tipo de especialistas, más próximos a la cofradía siniestra del cardenal Iwaszkiewicz que al rudo centurión encarnado en monseñor Spada. En cuyo mundo —que era el del buen soldado Quart— uno y uno sumaban dos desde que en principio fue el Verbo.
Reflexionaba sobre eso camino de la iglesia, cuando le pareció escuchar pasos a su espalda al internarse en las callejas estrechas de Santa Cruz; pero aunque se detuvo un par de veces no pudo comprobar nada sospechoso. Continuó, procurando mantenerse cerca de la exigua sombra que brindaban los aleros de las casas. El sol caía fuerte en Sevilla, y las fachadas blancas y ocres reverberaban igual que las paredes de un horno, haciendo que la chaqueta negra pesara en los hombros como plomo candente. Si de veras resultaba haber algo al otro lado, se dijo Quart, los sevillanos que fueran en pecado mortal iban a encontrarse como en casa: el infierno ya lo conocían varios meses al año, en la tierra. Al llegar a la pequeña plaza de la iglesia se detuvo junto a la reja de los geranios, envidiando al canario que, en su jaula y a la sombra, mojaba el pico en una ampollita de agua. No había un soplo de aire y todo colgaba inmóvil: los visillos de la ventana, las hojas de las macetas y de los naranjos. Velas en el mar de los Sargazos.
Fue un alivio cruzar el umbral de Nuestra Señora de las Lágrimas. Los muros albergaban un oasis de sombra fresca con olor a cera y humedad: exactamente lo que Quart necesitaba con urgencia. Así que se detuvo a recobrar aliento junto a la puerta, deslumhrado aún por la claridad exterior. Había allí una pequeña talla de Jesús Nazareno; un atormentado Cristo barroco después de pasar por el tercer grado del patio del Pretorio: cuántos sois, dónde guardas el oro y los denarios de tus seguidores, qué es esa murga de que te llamas Hijo del Padre, adivina quién te dio. Tenía las muñecas atadas por una soga y gruesos goterones de sangre corriéndole desde la frente coronada de espinas, que alzaba hacia lo alto esperando que alguien echase una mano y lo sacara de allí acogiéndose al
habeas corpus
. Quart nunca había sentido, al contrario que la mayor parte de sus iguales, la certidumbre del parentesco divino del hombre cuya imagen tenía delante; ni siquiera en el seminario, durante lo que llamaba sus años de adiestramiento, cuando los profesores de Teología desmontaban y volvían a montar minuciosamente los mecanismos de la fe en la mente de los jóvenes destinados a ser sacerdotes. «
Abba, Abba, ¿por qué me has abandonado?
», constituía la pregunta crítica que era preciso evitar a toda costa. A él, que llegó al seminario con la pregunta hecha y convencido de la ausencia de respuesta, el formateo del disquete teológico vino a lloverle sobre mojado; pero era un joven prudente, y supo guardar silencio. En los años de aprendizaje, lo importante para Quart había sido el descubrimiento de una disciplina; unas normas según las que ordenar su vida, manteniendo a raya la certeza del vacío experimentado en el rompeolas frente al mar, cuando la tormenta. Igual habría podido ingresar en el ejército, en una secta o, como bromeaba monseñor Spada —en realidad no bromeaba en absoluto—, en una orden medieval de monjes soldados. Al huérfano del pescador perdido en un naufragio le bastaban su propio orgullo, su autodisciplina y un reglamento.
Contempló de nuevo la imagen. En todo caso, aquel Nazareno los tenía bien puestos. Nadie podía avergonzarse de enarbolar su cruz como bandera. A menudo sentía nostalgia de aquella otra clase de fe, o tan sólo de la fe a secas; cuando hombres negros de polvo y de sol bajo una cota de malla gritaban el nombre de Dios y entraban en combate impulsados por la esperanza de abrirse caminó a mandobles hacia el Cielo y la vida eterna. Vivir y morir era más simple; el mundo era mucho más sencillo unos cuantos siglos atrás.
Se santiguó mecánicamente. En torno al Cristo, protegido por una urna de cristal, colgaba medio centenar de polvorientos exvotos: manos, piernas, ojos, cuerpos de niños de latón y cera, trenzas de cabello, cartas, cintas, notas y placas agradeciendo tal curación o cual remedio. Incluso una vieja medalla militar de la guerra de África atada con las flores secas de un ramo de novia. Como cada vez que tropezaba con semejantes muestras de devoción, Quart se preguntó cuántas angustias, noches en vela junto a un lecho de enfermo, oraciones, historias de dolor, esperanza, muerte y vida, había en cada uno de aquellos objetos que, a diferencia de otros párrocos más a tono con los tiempos, don Príamo Ferro conservaba junto al Jesús Nazareno de su pequeña iglesia. Era la religión de antes, la de siempre, la del sacerdote de sotana y latín, intermediario imprescindible entre el hombre y los grandes misterios. La iglesia del consuelo y la fe, cuando las catedrales, las vidrieras góticas, los retablos barrocos, las imágenes y las pinturas que mostraban la gloria de Dios cumplían la misión desempeñada ahora por las pantallas de los televisores: tranquilizar al hombre ante el horror de su propia soledad, de la muerte y del vacío.
—Hola —dijo Gris Marsala.
Se había deslizado hasta él por la estructura de tubos de un andamio y ahora lo miraba, expectante, con las manos en los bolsillos traseros de los téjanos. Vestía las mismas ropas manchadas de yeso que la vez anterior.
—No me dijo que era monja —le reprochó Quart.
La mujer contuvo una sonrisa, tocándose el pelo encanecido. Seguía llevándolo sujeto en una corta trenza.
—Es cierto. No lo hice —los ojos claros y amistosos lo estudiaron de arriba abajo, como si quisieran confirmar algo—. Creí que un sacerdote sería capaz de olfatear esas cosas sin ayuda de nadie.
—Soy un sacerdote muy lerdo.
Hubo un corto silencio. Gris Marsala sonreía:
—Pues no es eso lo que cuentan de usted.
—Vaya. ¿Quién lo cuenta?
—Ya sabe: arzobispos, párrocos enfurecidos —el acento norteamericano se hacía más intenso entre tanta ere y erre—. Mujeres guapas que lo invitan a cenar.
Quart se echó a reír.
—Es imposible que usted sepa eso.
—¿Por qué? Existe un invento llamado teléfono. Una lo descuelga y habla. Macarena Bruner es amiga mía.
—Extraña amistad. Una monja y la mujer de un banquero que escandaliza a Sevilla…
Gris Marsala lo miró con dureza:
—Eso tiene muy poca gracia.
Se había revuelto, tenso el rostro, y él movió la cabeza, conciliador, seguro de haber ido demasiado lejos. Más allá del puro interés táctico, sentía la injusticia de su propia reflexión. No juzguéis y no seréis juzgados.
—Tiene razón. Disculpe.
Apartó la vista. Incómodo, preocupado por el desliz, intentaba aclarar las causas de su propia impertinencia. Los reflejos de miel y el collar de marfil sobre la piel de Macarena Bruner rondaban su memoria, inquietantes. De nuevo afrontó a Gris Marsala. Ahora ya no parecía furiosa, sino apenada:
—No la conoce como yo.
—Desde luego.
Quart asintió despacio, a modo de disculpa, y dio unos pasos en busca de tregua. Se adentró así en la nave para observar una vez más los andamies contra los muros, la mayor parte de los bancos corridos y puestos en un rincón, la pintura del techo, ennegrecida entre cercos de humedad. Al fondo, junto al retablo en penumbra, brillaba la lamparilla del Santísimo.
—¿Qué tiene usted que ver con esto?
—Ya se lo dije: trabajo aquí. Soy arquitecto—restauradora de verdad. Titulada. Universidades de Los Ángeles y Sevilla.
Los pasos de Quart resonaban en la nave. Gris Marsala caminó a su lado, silenciosa con sus zapatillas de tenis. Entre las manchas de humedad y humo que ennegrecían la bóveda asomaban restos de pinturas: las alas de un ángel, la barba de un profeta.
—Se han perdido para siempre —dijo la mujer—. Imposible restaurarlas ya.
Quart miraba la grieta que partía la frente de un querubín como un hachazo.
—¿Es verdad que la iglesia se está cayendo?
Gris Marsala hizo un gesto de fatiga. Parecía haber oído demasiadas veces esa pregunta.
—Es lo que dicen en el Ayuntamiento, el banco y el Arzobispado para justificar el derribo —alzó una mano, abarcando la nave con el gesto—. El edificio está mal y no ha sido cuidado en los últimos ciento cincuenta años; pero su estructura sigue sólida. Ni en los muros ni en la bóveda hay grietas irreversibles.
—Pero al padre Urbizu —objetó Quart— le cayó encima un trozo del techo.
—Sí. Fue ahí, ¿lo ve? — la mujer indicaba un desperfecto de casi un metro de longitud, en la cornisa que circundaba la nave a diez metros de altura—. Ese fragmento de escayola dorada que falta sobre el pulpito. Un caso de mala suerte.
—El
segundo
caso de mala suerte.
—El arquitecto municipal se cayó del tejado por su cuenta. Nadie le dijo que podía subir allí.
Para tratarse de una monja, el tono de Gris Marsala resultaba poco piadoso al referirse a los difuntos. Lo andaban buscando, parecía el mensaje implícito. Quart reprimió una mueca sarcástica, preguntándose si también ella obtenía oportunas absoluciones del padre Ferro. Pocas veces encontraba uno rebaños tan fíeles al pastor.
—Imagínese —Quart miraba los andamios, suspicaz— que usted no tiene nada que ver con esta iglesia, y yo le digo: hola, buenas, hágame el informe técnico.
La respuesta llegó inmediata, sin la menor vacilación:
—Vieja y descuidada, pero no en ruina. Casi todos los daños están en los revestimientos, por la humedad filtrada a través del mal estado de las cubiertas. Pero eso ya lo hemos resuelto retejando con cal, cemento y arena; casi diez toneladas de material subidas a quince metros de altura, con estas manos —Gris Marsala las agitaba ante Quart: encallecidas, fuertes, con uñas cortas, rotas, incrustadas de yeso y pintura— y las del padre Óscar. A su edad, don Príamo ya no está para andar por los tejados.
—¿Y el resto del edificio?
La monja se encogió de hombros:
—Puede sostenerse si logramos terminar las obras esenciales. Una vez eliminadas las goteras estaría bien consolidar las vigas de madera, que en algunos sitios están podridas por ataques de termitas a causa de la humedad. Lo ideal sería sustituirlas, pero carecemos de presupuesto —hizo el gesto de contar dinero con el pulgar y el índice y lo concluyó con un suspiro de desaliento—… Eso en cuanto al edificio. Respecto a la ornamentación, es cosa de restaurar poco a poco las partes más dañadas. Para las vidrieras, por ejemplo, he encontrado un recurso. Un amigo químico que trabaja en un taller de vidrio artesanal se ha comprometido a fabricar gratis piezas de color que sustituyan a las que se perdieron. El procedimiento es lento, porque aparte de la fabricación debemos restaurar el emplomado. Pero no hay prisa.