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Authors: Arturo Pérez-Reverte

La piel del tambor (13 page)

BOOK: La piel del tambor
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—Tal vez sería útil que hablara usted con ella —le dijo a Quart—. Y con su madre, la vieja duquesa. En espera del expediente de ruina y la suspensión del párroco, si ellas retirasen su apoyo podríamos pararle un poco los pies a ese sacerdote.

Quart había sacado unas tarjetas del bolsillo para tomar notas; siempre utilizaba el dorso de tarjetas de visita propias o ajenas. Al arzobispo no le pasó inadvertido que la estilográfica fuese una Montbianc, pues la miró moverse con ojo crítico. Tal vez le parecía impropia de un clérigo.

—¿Desde cuándo está paralizado el expediente de ruina? — quiso saber Quart.

La mirada censora que monseñor Corvo dirigía a la estilográfica se trocó en inquietud.

—Desde las muertes —repuso, cauto.

—Muertes misteriosas, según cuentan.

El arzobispo, que se había llevado la pipa a la boca y acercaba un fósforo encendido a la cazoleta, torció el gesto. Nada había de misterioso, informó a Quart. Sólo dos casos de mala suerte. Un tal Peñuelas, arquitecto municipal, fue comisionado por el Ayuntamiento para elaborar el expediente de ruina. No era un hombre simpático, y protagonizó un par de agarradas notables con el padre Ferro, que distaba de ser modelo de mansedumbre En el curso de sus idas y venidas, a Peñuelas le cedió la barandilla de madera de un andamio y se cayó desde el tejado, con tan mala fortuna que fue a ensartarse en uno de los tubos metálicos a medio montar.

—¿Estaba solo o acompañado? — se interesó Quart

Captando el sentido de la pregunta, monseñor Corvo movió la cabeza Nada oscuro por ese lado. Otro funcionario acompañaba al fallecido. También el padre Óscar, el vicario, se encontraba allí. Fue quien le dio los últimos sacramentos.

—¿Y el secretario de Su Ilustrísima?

El arzobispo entornó los ojos tras una bocanada de humo, Hasta Quart llegaba el aroma del tabaco inglés

—Eso fue más doloroso. El padre Urbizu era mi colaborador desde hacia anos —hizo una pausa reflexiva, como si creyera necesario añadir algo en memoria del difunto—. Un hombre excelente

Quart asintió despacio con la cabeza, como si también él hubiera conocido a Urbizu y compartiese el dolor por su pérdida

—Un hombre excelente —repitió, con aire de meditar el adjetivo— Cuentan que andaba presionando al padre Perro en nombre de Su Ilustrísima.

Aquello no le gustó a monseñor Corvo. Se había quitado la pipa de la boca y miraba a su interlocutor con el ceño fruncido:

—Presionar es una palabra desagradable. Y excesiva —Quart observo que disimulaba su impaciencia golpeando la mano libre en el canto de la mesa— Yo no puedo ir llamando a la puerta de las iglesias para discutir con los párrocos. Así que Urbizu mantuvo en mi nombre conversaciones con el padre Ferro; pero éste siguió en sus trece. Algunos encuentros fueron un poco subidos de tono e incluso el padre Óscar llegó a amenazar a mi secretario.

—¿Otra vez el padre Óscar?

—Sí. Osear Lobato. Contaba con un buen currículum y lo destine a Nuestra Señora de las Lágrimas para que me ayudase en el relevo del viejo cura. como en aquella película de Bing Crosby


Siguiendo mi camino
—apuntó Quart.

—Pues éste lo siguió también. A la semana, mi caballo de Troya se pasó al enemigo. Por supuesto, he tomado medidas —el arzobispo hizo un gesto para barrer al vicario de encima de la mesa—… En cuanto a mi secretario, continuó visitando la iglesia y a los dos sacerdotes. Incluso consideré la posibilidad de retirarles la imagen de Nuestra Señora de las Lágrimas, que es una talla antigua, muy valiosa. Pero justo el día que el pobre Urbizu iba a plantear esa eventualidad, un trozo de cornisa se desprendió del techo y le abrió la cabeza.

—¿Hubo investigación?

El arzobispo observó a Quart en silencio, la pipa entre los dientes. Parecía no haber oído la pregunta.

—Sí —dijo al cabo de un momento—. Porque en este caso todo ocurrió sin testigos, y además yo lo tomé como… Bueno. Un asunto personal —volvió a situar una mano sobre el pecho mientras Quart recordaba las palabras de monseñor Spada: «Ha jurado no dejar piedra sobre piedra»—… Pero la investigación coincidió en que tampoco había indicios de homicidio.

—¿El informe excluía una muerte provocada y no probada?

—No, pero técnicamente era casi imposible. La piedra cayó del techo. Nadie pudo tirarla desde allí.

—Salvo la Providencia.

—No diga estupideces, Quart.

—No es mi intención, Monseñor. Sólo constato la veracidad del informe de Vísperas, cuando afirma que al padre Urbizu lo mató la propia iglesia. Como al otro.

—Eso es una atrocidad sin sentido. Y precisamente lo que temo: que empiecen con las tonterías sobrenaturales y nos metan de por medio a nosotros, como si esto fuese una novela de Stephen King. Ya nos ronda un periodista, un tipo desagradable que anda fastidiando con la historia. Si lo encuentra en su camino, cuídese de él. Dirige una revista de escándalos llamada Q+S, y es quien publica esta semana la foto de Macarena Bruner en situación comprometida con un torero. Se llama, y no es un chiste, Honorato Bonafé.

Quart encogió los hombros.


Vísperas
acusaba a la iglesia. El edificio mata para defenderse, dijo.

—Ya. Muy espectacular. Ahora dígame para defenderse de quién. ¿De nosotros? ¿Del banco? ¿Del Maligno?… Yo tengo

mis ideas sobre
Vísperas
.

—Podríamos compartirlas, Monseñor.

Cuando bajaba la guardia, a los ojos de Aquilino Corvo asomaba el desprecio que sentía por Quart. Ahora le enturbió la mirada unos segundos, antes de ocultarse tras el humo de la pipa.

—Gánese el sueldo. Para eso ha venido.

Sonrió de nuevo Quart. Cortés, disciplinado:

—Hábleme entonces Su Ilustrísima del padre Ferro.

Durante cinco minutos, entre chupada y chupada a la pipa y con muy escaso sentido de la caridad pastoral, monseñor Corvo se despachó a gusto con la biografía del párroco. Tosco cura rural durante casi toda su vida: desde los veintitantos a los cincuenta y cuatro años, en un pueblo perdido del Alto Aragón; un lugar olvidado de Dios donde se le fueron muriendo los feligreses, uno por uno, hasta que se quedó sin parroquia. Después, diez años en Nuestra Señora de las Lágrimas. Cerril, fanático, inculto y reaccionario como una muía de varas. Sin el menor sentido de lo posible, del
tipo omnia sunt possibilia credenti
, esa gente que confunde su punto de vista con la realidad que los rodea. Quart, aconsejó el prelado, tendría que asistir a una de sus homilías dominicales. Todo un espectáculo. El padre Ferro manejaba las penas del infierno con el mismo desahogo que un predicador de la Contrarreforma, y tenía en vilo a la parroquia con esa cantinela del fuego eterno que ya nadie osaba utilizar. Cada vez que terminaba el sermón, un suspiro de alivio recorría las filas de los feligreses.

—Y sin embargo —concluyó el arzobispo— en otras cosas resulta de lo más contradictorio y avanzado. Inoportunamente avanzado, diría yo.

—¿Por ejemplo?

—Su postura sobre los anticonceptivos, sin ir más lejos: descaradamente a favor. O los sacramentos a homosexuales, divorciados y adúlteros. Hace un par de semanas bautizó a un niño al que el titular de otra parroquia había negado las aguas porque sus padres no estaban casados. Cuando su colega fue a pedirle explicaciones, respondió que él bautizaba a quien le daba la gana.

A Su Ilustrísima se le había apagado la pipa. Encendió otro fósforo y miró a Quart por encima de la llama.

—En resumen —añadió—. Una misa en Nuestra Señora de las Lágrimas es como viajar en un túnel del tiempo que pegue saltos hacia adelante y hacia atrás.

Quart disimuló una sonrisa.

—Me lo imagino —dijo.

—No. Le aseguro que no se lo imagina. Espere a verlo en acción. Reza parte de la misa en latín, porque dice que eso impone más respeto —la pipa ya tiraba, y monseñor Corvo se reclinó en el sillón, satisfecho—. El padre pertenece a una especie casi desaparecida: viejos curas campesinos que se ordenaban sin disciplina y sin vocación, con el único objeto de escapar a la miseria y la pobreza, y que todavía se asilvestraban más en parroquias rurales dejadas de la mano de Dios. Añada a eso un tremendo orgullo que lo vuelve incontrolable, y que ha terminado por hacerle perder el sentido del mundo en que vive… En otro tiempo lo habríamos fulminado en el acto, o enviado a América, a ver si Dios Nuestro Señor lo llamaba a su seno merced a unas fiebres en el Dañen, mientras convertía indígenas a golpes de crucifijo en el lomo. Pero ahora hay que tener mucho tiento, con los periodistas y la política que lo complican todo.

—¿Por qué no se le ha suspendido
ex informata conscientia
? Eso permite a Su Ilustrísima apartarlo del ministerio por causas reservadas, sin publicidad.

—Tendría que haber cometido un delito de orden civil o eclesiástico, y no es el caso. Además, nadie garantiza que eso no empeorase su resistencia. Prefiero que todo siga sus cauces ordinarios
ab officio
.

—Dicho de otro modo. Monseñor: que sea Roma quien cargue con el muerto.

—Eso lo ha dicho usted.

—¿Y el padre Óscar?

Entre los dientes que sostenían la pipa asomó una mueca muy desagradable. No me gustaría estar en la piel del vicario, se dijo Quart.

—Oh, ése es diferente —puntualizó el arzobispo—. Buen bagaje cultural, seminario en Salamanca. Un futuro prometedor que ha tirado por la borda. De todos modos, su caso sí está resuelto. Tiene hasta mediados de la semana que viene para abandonar la parroquia. Lo trasladamos a una diócesis de Almería, un desierto rural junto al cabo de Gata, para que se dedique a la oración y medite sobre el peligro de dejarse llevar por entusiasmos juveniles.

—¿Podría ser
Vísperas
?

—Podría. Da el perfil, si es a lo que se refiere. Pero husmear en la basura no es trabajo de un arzobispo —monseñor Corvo guardó un silencio cargado de intención—. Eso lo dejo para el IOE y

para usted.

Quart no se dio por enterado:

—¿Cuáles son sus actividades?

—Pues las habituales en un vicario: ayuda en el culto, dice misa, se encarga del rosario de la tarde… También hace de albañil para la hermana Marsala en sus ratos libres.

Quart se quedó rígido en la silla. Había piezas sueltas moviéndose por todas partes.

—Disculpe Su Ilustrísima. ¿Ha dicho la hermana Marsala?

—Sí. Gris Marsala, una monja norteamericana que lleva en Sevilla una eternidad. Es experta, o eso dicen, en restauración de monumentos religiosos… ¿Todavía no la conoce?

Atento al chasquido de las piezas al encajar en su cerebro, Quart apenas prestaba atención a las palabras del prelado. Así que era eso, se dijo. La nota discordante.

—La conocí ayer. Aunque ignoraba que fuese monja.

—Pues lo es —no había un ápice de simpatía en el tono de monseñor Corvo—. Con el padre Óscar y Macarena Bruner forma las huestes de don Príamo Ferro. Su presencia en Sevilla es a título particular, pues goza de las dispensas de su orden y está fuera de mi jurisdicción. No tengo derecho a obligarla a retirarse de allí. Tampoco puedo exagerar, persiguiendo a curas y monjas. Todo se ha desbordado un poco.

Soltaba bocanadas de humo como un calamar escudándose tras su tinta. Por fin le echó un último vistazo a la pluma de Quart y encogió los hombros.

—Voy a hacer entrar al párroco. Lo convoqué para esta mañana, pero antes quería tener una conversación privada con usted. Creo que ya es hora de que pongamos las cosas en su sitio. ¿No le parece? Una especie de careo.

El arzobispo miró, sin tocarlo, un timbre que tenía sobre la mesa, junto a un manoseado ejemplar de La imitación de Cristo, de Tomás Kempis.

—Una última advertencia, Quart. Usted no me cae simpático, pero es un sacerdote de carrera, y sabe tan bien como yo que incluso en esta profesión abundan los mediocres. El padre Ferro es uno de ellos —se quitó la pipa de la boca para señalar los volúmenes encuadernados que cubrían las paredes del despacho—. Ahí está el pensamiento de la Iglesia: de San Agustín a Santo Tomás, y las encíclicas de todos los pontífices. Todo se encuentra entre estas cuatro paredes, y yo soy su administrador temporal. Eso me obliga a manejar valores cotizables en bolsa y al mismo tiempo a mantener voto de pobreza, a pactar con enemigos y a condenar en ocasiones a los amigos… Cada mañana me siento a esta mesa para gobernar con la ayuda de Dios Nuestro Señor a sacerdotes intelectuales, estúpidos, fanáticos, honestos, políticos, opuestos al celibato, malvados, santos y pecadores. El asunto del padre Ferro lo habríamos solucionado con el tiempo, poco a poco. Ustedes se han metido por medio, haciendo sonar una música diferente; así que báilenla.
Roma locuta, causa finita
. Yo me limito a ser observador a partir de ahora. Que el Todopoderoso sea indulgente conmigo, pero me lavo las manos y dejo el campo libre a los verdugos —pulsó el timbre e hizo un gesto en dirección a la puerta—. No hagamos esperar más al padre Ferro.

Quart enroscó despacio el capuchón de la estilográfica y se la guardó en el bolsillo, con las tarjetas llenas de su letra apretada y minuciosa. Se mantenía tenso en el borde de la silla, con la inmovilidad de un soldado.

—Yo tengo mis órdenes, Monseñor —dijo, sereno— Y las cumplo a rajatabla.

Su Ilustrísima lo miraba de arriba abajo, con extrema dureza.

—No me gustaría hacer su trabajo, Quart —dijo por fin—. Le aseguro, por la salvación de mi alma, que no me gustaría en absoluto.

IV. Azahar y naranjas amargas

Ya ha visto a un héroe —comentó—. Y eso vale algo.

(Eckermann.
Conversaciones con Goethe
)

—Creo que ya se conocen —dijo Su Ilustrísima.

Estaba recostado en el sillón con la actitud del arbitro que procura mantenerse a distancia para que la sangre no salpique sus zapatos. Quart y el padre Ferro se miraban en silencio. El párroco de Nuestra Señora de las Lágrimas no había aceptado la silla que con un gesto le ofreció monseñor Corvo, y estaba de pie en medio del despacho, pequeño y obstinado, con su cara que parecía tallada a golpes de buril, el pelo blanco recortado a trasquilones y la sotana vieja, raída, bajo la que asomaban los enormes zapatos sin lustrar.

—El padre Quart desea hacerle unas preguntas —añadió el arzobispo.

Las arrugas y cicatrices del párroco se mantuvieron impasibles. Miraba hacia un punto indefinido del espacio sobre el hombro del prelado, a la ventana cuyos visillos difuminaban la silueta ocre de la Giralda:

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