La piel del tambor (12 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

BOOK: La piel del tambor
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El nuevo secretario de monseñor Corvo salió a su encuentro. Era un clérigo blandito, calvo, de aspecto muy limpio y modales suaves, con alzacuello y ropa gris. Sustituía al padre Urbizu, fallecido al caerle encima la cornisa de Nuestra Señora de las Lágrimas. Sin decir palabra lo condujo a través del salón cuyo techo, dividido en sesenta recuadros, contenía emblemas y escenas bíblicas destinadas, en principio, a alentar las virtudes de los prelados sevillanos en el gobierno de su diócesis. Había allí una veintena de frescos y lienzos, entre ellos cuatro Zurbarán, un Murillo y un Matia Preti con San Juan Bautista degollado; y mientras caminaba junto al secretario se preguntó Quart por qué en las antesalas de los obispos y de los cardenales era tan frecuente tropezarse con la cabeza de alguien sobre una bandeja. Aún tenía ese pensamiento cuando encontró a don Príamo Ferro. El párroco de Nuestra Señora de las Lágrimas estaba de pie en un extremo, obstinado y oscuro como el color de su vieja sotana. Conversaba con un clérigo muy joven, rubio y con lentes, a quien Quart identificó como el albañil que lo había estado observando en la puerta de la iglesia cuando conoció al padre Ferro y a Gris Marsala. Los dos sacerdotes se interrumpieron para mirarlo, impasibles los ojos del párroco, hosco y desafiante el joven. Quart les dirigió una leve inclinación de cabeza, pero ninguno hizo ademán de responder al saludo. Era evidente que llevaban tiempo esperando, y nadie les había ofrecido una silla.

Su Ilustrísima don Aquilino Corvo, titular de la sede hispalense, solía adoptar la pose de
El caballero de la mano en el pecho
que colgaba en una de las salas del museo del Prado. Sobre el traje negro apoyaba una mano blanca donde lucía el distintivo de su dignidad: anillo con una gran piedra amarilla. Las sienes escasas de pelo, el rostro largo y anguloso, el brillo de la cruz de oro, completaban una reminiscencia del personaje que el arzobispo se complacía en acentuar. Aquilino Corvo era un prelado de pura raza, procedente de una cuidada selección eclesiástica. Hábil, maniobrero, habituado a navegar bajo cualquier tipo de tormentas, su titularidad al frente de la sede sevillana no era fortuita. Tenía importantes apoyos en la Nunciatura de Madrid, contaba con el respaldo del Opus Dei, y sus relaciones eran óptimas con el Gobierno y la oposición en la Junta de Andalucía. Eso no le impedía ocuparse de aspectos marginales de su ministerio; incluso personales. Por ejemplo, era aficionado a los toros y ocupaba una barrera en la Maestranza cada vez que toreaban Curro Romero o Espartaco. Asimismo era socio de los dos clubs de fútbol locales, el Betis y el Sevilla, tanto por neutralidad pastoral como por prudencia eclesiástica: su undécimo mandamiento consistía en no poner todos los huevos en el mismo cesto. También odiaba a Lorenzo Quart con toda su alma.

Como era de prever tras el recibimiento del secretario, la primera parte de la entrevista transcurrió fría pero correcta. Quart hizo entrega de sus credenciales —una carta del cardenal Secretario de Estado y otra de monseñor Spada—, dio al arzobispo detalles generales y de sobra conocidos por éste sobre su misión, y su interlocutor le ofreció apoyo incondicional, pidiéndole que lo mantuviera informado. En realidad, Quart sabía que el arzobispo iba a hacer todo lo posible por sabotear su misión, y monseñor Corvo, que no tenía la menor esperanza de que Quart le diese cuenta de nada, estaba dispuesto a cambiar un año de Purgatorio por una silla de pista si el enviado especial de Roma pisaba una piel de plátano. Pero eran profesionales y conocían las reglas a observar, al menos en cuestión de apariencias. Ninguno mencionó, tampoco, la causa de que se mirasen desde uno y otro lado de la mesa igual que esgrimistas cuya falsa despreocupación desaparecería, como un rayo, en cuanto uno de ellos descubriera un hueco donde asestarle al otro una estocada. Sobre ambos planeaba la sombra de su último encuentro en aquel despacho, un par de años atrás y recién llegado Su Ilustrísima a la dignidad arzobispal, cuando Quart le entregó copia de un grueso informe con los fallos de seguridad en torno a la visita del Santo Padre a Sevilla, durante el último Año Eucarístico. Un cura casado, relapso y suspendido
a divinis
, había estado a punto de pegarle un navajazo al Pontífice con el pretexto de entregarle un memorándum sobre el celibato. También fue hallado un artefacto explosivo en el convento de monjas donde debía pernoctar Su Santidad, en uno de los cestos de ropa limpia bordada primorosamente para la ocasión por las hermanas. Y en las agendas de todos los terroristas islámicos del Mediterráneo figuraban con escalofriante detalle las horas e itinerarios de la visita papal, merced a las continuas filtraciones del Arzobispado a la prensa. Fue el IOE, y Quart en concreto, quien tomó con urgencia cartas en el asunto, poniendo patas arriba el plan de seguridad original de Su Ilustrísima, para rechifla de la Curia y desesperación del Nuncio. Que por cierto llegó a comentar el caso ante Su Santidad, en términos que a monseñor Corvo estuvieron a punto de costarle, amén de la recién estrenada sede hispalense, un ataque de apoplejía. Con el tiempo, superado el tropiezo, el arzobispo se consolidó como un excelente prelado; pero aquella crisis de novicio, su humillación y el papel jugado por Quart en ella roían su corazón y mansedumbre de una manera muy poco pastoral. Detalle que Su Ilustrísima había confiado aquella misma mañana a su atribulado confesor, un anciano clérigo de la catedral con quien reconciliaba los primeros viernes de cada mes.

—Esa iglesia está sentenciada —dijo el arzobispo. Tenía una voz de las que parecen expresamente hechas para el sermón del domingo, nítida y clerical—. Sólo es cuestión de tiempo.

Hablaba con la firmeza de su dignidad eclesiástica, quizá cargando un poco el tono por hallarse en presencia de Quart. Aunque en Roma no significara nada, un prelado en su propia sede resultaba algo a considerar. Monseñor Corvo era consciente de ello, y le gustaba ponerle acentos a la autonomía de su poder local. Solía alardear de no conocer de Roma más que el Anuario Pontificio, y de no abrir nunca el listín telefónico del Vaticano.

—Nuestra Señora de las Lágrimas —continuó el arzobispo— se encuentra en estado de ruina. Para conseguir esa declaración oficial luchamos con una serie de trabas administrativas y técnicas… Las primeras parecen a punto de resolverse, porque la Consejería del Patrimonio Cultural ha renunciado a la conservación del edificio alegando falta de presupuestos; y la alcaldía de Sevilla está a punto de refrendarlo. Si no se ha cerrado ya el expediente es a causa del suceso que costó la vida al arquitecto municipal. Un caso de mala suerte.

Monseñor Corvo hizo una pausa para contemplar la docena de pipas inglesas que tenía alineadas en un soporte de madera de cerezo. A su espalda, tras los visillos, se adivinaban la torre de la Giralda y los arbotantes de la catedral. Había un rectángulo de sol en la piel verde que tapizaba el tablero de la mesa, y el prelado puso allí la mano del anillo con gesto en apariencia casual. La luz arrancó un reflejo a la piedra amarilla y una leve sonrisa a Lorenzo Quart.

—Su Ilustrísima ha mencionado problemas técnicos —dijo.

Estaba sentado en una incómoda silla frente a la mesa del arzobispo, a un lado de la habitación con paredes cubiertas por las obras de los padres de la Iglesia y las encíclicas papales, todo encuadernado con las armas arzobispales en el lomo. Al otro extremo de la estancia había un reclinatorio bajo un crucifijo de marfil, y un pequeño sofá con dos sillones y una mesita baja donde monseñor Corvo dispensaba recibimientos más cordiales a personas de su aprecio. Era evidente que el enviado especial del IOE no figuraba entre ellas.

—La secularización del edificio, requisito previo a su demolición, se nos ha complicado mucho —la gravedad del arzobispo no bastaba para disimular su recelo frente a Quart. Elegía con sumo cuidado las palabras, calculando las implicaciones de cada una—. Hay un antiguo privilegio de 1687, otorgado con sanción papal ese mismo año por mi ¡lustre antecesor en esta sede hispalense, que es terminante: mientras se diga misa cada jueves en la iglesia por el alma de Gaspar Bruner de Lebrija, su benefactor, ésta conservará sus fueros.

—¿Por qué los jueves?

—Por lo visto murió ese día. Los Bruner eran poderosos, así que imagino que don Gaspar debía de tener a mi ilustre antecesor bien agarrado por el pescuezo.

—Y el padre Ferro, por supuesto, dice una misa cada jueves…

—La dice cada día de la semana —confirmó el arzobispo—. A las ocho de la mañana, salvo domingos y festivos que dice dos.

Quart se inclinó un poco hacia la mesa, con falsa inocencia:

—Pero Su Ilustrísima posee autoridad para llamarlo al orden.

El arzobispo lo miró torvamente. El anillo se le movía en la mano impaciente, estropeando el bello efecto de luz.

—No me haga reír —no parecía propenso a la risa en lo más mínimo, y el tono se hizo desabrido—. Usted sabe que no es un problema de autoridad. ¿Cómo va a impedirle un arzobispo a un párroco que diga misa?… Lo que hay es un problema de disciplina. Aunque sea un hombre de edad, ultraconservador incluso en algunos aspectos de su ministerio, el padre Ferro mantiene posturas muy personales. Entre otras, se pone por montera todas mis pastorales y llamadas al orden.

—¿Ha considerado Su Ilustrísima la suspensión de ese sacerdote?

—He considerado, he considerado… —monseñor Corvo miraba a Quart con irritación—. Las cosas no son tan simples. Pedí a Roma la suspensión
ab officio
del padre Ferro, pero tales cosas van despacio. Me temo además que, desde esa desafortunada infiltración informática en el Vaticano, esperan a que usted regrese con su informe de cazador de cabelleras.

Quart pasó por alto la ironía. No te quieres mojar, pensaba. Por eso nos pasas la patata caliente. Es mejor que los verdugos sean otros y conservar las manos limpias.

—¿Y mientras tanto, Monseñor?

—Pues todo en el aire. El Banco Cartujano tiene a punto una operación para utilizar el solar, de la que mi diócesis —monseñor Corvo pareció reflexionar sobre aquel posesivo y rectificó suavemente—: esta diócesis, saldría muy beneficiada. Aunque no tengamos otro derecho sobre ese terreno que el moral, fruto de tres siglos de culto, el Cartujano nos cede una generosa compensación. Buena en estos tiempos en que los cepillos de cualquier parroquia crían telarañas —el arzobispo se permitió una leve sonrisa a cuenta de su chiste, que Quart puso buen cuidado en no secundar—. Además, el banco se compromete a financiar una iglesia en uno de los barrios más pobres de Sevilla, y a crear una fundación de apoyo a nuestra obra social entre la comunidad gitana… ¿Qué le parece?

—Convincente —repuso Quart, ecuánime.

—Pues ya ve. Todo paralizado por la obstinación de un cura a punto de jubilarse.

—Pero es muy querido en su parroquia. Al menos eso cuentan.

Monseñor Corvo puso de nuevo en juego la mano del anillo. Esta vez la alzó, adversativa, antes de situarla junto a la cruz de oro que le colgaba del pecho.

—Tampoco hay que exagerar. Los vecinos lo saludan y una veintena de beatas va a misa. Aunque eso no significa nada. La gente grita «bendito el que viene en nombre del Señor», y al rato se aburre y te crucifica —el arzobispo miraba, indeciso, las pipas alineadas sobre la mesa; por fin eligió una curva, con anillo de plata—. He buscado algo disuasorio. Incluso consideré alterar su prestigio entre los feligreses, tras sopesar mucho el bien y el mal que de ello se desprendería. Pero temo ir demasiado lejos, y que el remedio sea peor que la enfermedad. También nos debemos a esa gente, y el padre Ferro es un hombre obstinado pero sincero —golpeaba un poco la cazoleta de la pipa contra la palma de la mano—. Quizá usted, que tiene más práctica en llevar a la gente de Caifás a Pilatos…

Era un insulto evangélico formulado de modo impecable, así que Quart no tuvo nada que objetar. Su Ilustrísima abrió un cajón de la mesa para extraer una lata de tabaco inglés y se puso a llenar la cazoleta, dejando a cargo de su interlocutor el trabajo de proseguir la conversación. Quart inclinó un poco la cabeza; sólo mirándole directamente los ojos era posible percibir su sonrisa. Pero el arzobispo no lo miraba.

—Naturalmente, Monseñor. El Instituto para las Obras Exteriores hará lo posible por aclarar este desorden —comprobó con satisfacción que se crispaba el gesto de Su Ilustrísima—. Aunque tal vez desorden no sea la palabra adecuada…

Monseñor Corvo estuvo a punto de perder la compostura, pero se rehizo admirablemente. Durante cinco segundos permaneció en silencio, introduciendo el tabaco en la pipa. Cuando por fin habló, el despecho era perceptible en su tono de voz:

—Usted es de esos a quienes las sandalias del Pescador les vienen pequeñas, ¿verdad?… Con sus mafias en Roma y todo lo demás. Jugando a policías de Dios.

Quart sostuvo la mirada del arzobispo con irreprochable calma:

—Son muy duras las palabras de Su Ilustrísima.

—Déjese de ilustrísimas y de pepinillos en vinagre. Sé a qué ha venido a Sevilla, y sé lo que su jefe. el arzobispo Spada, se juega en esto.

—Todos nos jugamos mucho, Monseñor.

Era cierto, y el matiz no pasó inadvertido al prelado. El cardenal Iwaszkiewicz era peligroso, pero Paolo Spada y el propio Quart también lo eran. En cuanto al padre Ferro, se trataba de una bomba de relojería ambulante que alguien debía desactivar. La tranquilidad de la Iglesia depende a menudo de las formas, y en el caso de Nuestra Señora de las Lágrimas las formas estaban seriamente amenazadas.

—Oiga, Quart —de mala gana. Aquilino Corvo suavizaba el tono—. Yo no deseo complicarme la vida, y este asunto se enreda demasiado. Le confieso que la palabra escándalo me da pavor, y no quiero aparecer ante la opinión pública como el prelado que chantajea a un pobre párroco para enriquecerse con la venta del solar… ¿Comprende?

Quart comprendía, e hizo un leve gesto aceptando la tregua.

—Además —prosiguió el arzobispo— al Cartujano le puede salir el tiro por la culata, precisamente a causa de la esposa o ex esposa, que no estoy muy seguro, de quien lleva la operación: Pencho Gavira. Un hombre influyente, en alza. Él y Macarena Bruner tienen problemas personales graves. Y ella toma partido abierto por el padre Ferro.

—¿Es una mujer religiosa?

Al arzobispo se le escapó una carcajada seca, entre dientes. No era ésa la palabra, matizó. No exactamente. En los últimos tiempos tenía en un válgame Dios a toda la buena sociedad sevillana; que tampoco se escandalizaba por cualquier cosa.

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