Read La piel del tambor Online
Authors: Arturo Pérez-Reverte
Caminaban por la acera del puente junto a la barandilla de hierro, hombro con hombro igual que en las viejas películas americanas, con la Niña en el centro y ellos dos, don Ibrahim y el Potro del Mantelete, flanqueándola como leales gentilhombres. Y en el reflejo azul, ocre y blanco de la mañana sobre el río, mecido en los vapores suaves del fino La Ina que había templado generosamente sus espíritus, sonaba un rasgueo de guitarra andaluza que sólo ellos podían escuchar. Una música imaginaria, o tal vez real, que daba a su paso corto y algo precipitado, a la forma en que dejaban a su espalda la familiar Triana para adentrarse en la otra margen del Guadalquivir, la firmeza y decisión de un paseíllo entre sol y sombra a las cinco de la tarde. Don Ibrahim, el Potro y la Niña iban a entrar en campaña; a buscarse la vida en territorio hostil, abandonando la seguridad de sus pastos habituales. Había sido por tanto inevitable que el ex falso letrado, en el bar Los Parientes, creían recordar, levantara el sombrero panamá —que en una ocasión se quitó para abofetear a Jorge Negrete cuando preguntaba aquello de si es que en España no hay machos— y citara solemne a un tal Virgilio. O quizás fuese Horacio. En resumen, un clásico:
Entonces, como lobos rapaces en la oscura tiniebla,
emprendimos camino
hacia el centro
de la flamígera Hispalis.
O algo así. El sol reverberaba en el agua mansa del río. Bajo el puente, una joven de cabello negro y largo remaba en una barquita o una piragua, su estela recta cortando a contraluz aquel destello de orilla a orilla. Al pasar frente a la Virgen de la Esperanza, la Niña Puñales hizo la señal de la cruz ante la mirada, agnóstica pero considerada, de don Ibrahim, que incluso se quitó el puro de la boca por respeto. En cuanto al Potro del Mantelete, también se persignó rápida y furtivamente con la cabeza baja, igual que cuando escuchaba el clarín en plazas miserables de polvo, miedo y moscas, o la campana lo obligaba a separar la espalda del rincón y salir a cuerpo descubierto al centro del ring, mirando las gotas de su propia sangre sobre la lona. Pero en este caso el gesto no iba dirigido a la Virgen, sino al perfil de bronce, el capote y la montera de Juan Belmonte.
—Debiste cuidar más de tu mujer.
El viejo Machuca movió un poco la cabeza de arriba abajo, mirando a la gente que pasaba ante la terraza de La Campana. Había sacado del bolsillo un pañuelo de batista blanca con sus iniciales bordadas en hilo azul, y se tocaba la punta de la nariz. Pencho Gavira observó las manchas de vejez en las manos como garras del anciano. Todo en él recordaba al ave de presa. Una vieja águila inmóvil y malvada, observando.
—Las mujeres son complicadas, don Octavio. Y su ahijada mucho más.
El banquero doblaba meticulosamente el pañuelo. Parecía meditar sobre aquello, pues asintió despacio.
—Macarena —dijo, como si aquel nombre lo resumiera todo Y esta vez tue Gavira quien asintió.
La amistad de Octavio Machuca con los duques del Nuevo Extremo tenía cuarenta años de solera. El Cartujano había financiado, casi a fondo perdido, varios ruinosos negocios con los que el difunto Rafael Guardiola y Fernández—Garvey. duque consorte y padre de Macarena, liquidó los últimos restos del patrimonio familiar. Mas tarde, tras la ruina definitiva planteada con el fallecimiento del duque —una angina de pecho en plena juerga gitana en paños menores y a las cuatro de la madrugada—, el viejo Machuca en persona se había encargado de satisfacer a los acreedores y vender las escasas propiedades no embargadas a fin de conseguir algo de liquidez, puesta en su banco al más alto interés posible. Así pudo conservar para la viuda y la hija la residencia de la Casa del Postigo, y una renta anual que, sin excesivos lujos, permitió a la duquesa viuda. Cruz Bruner, envejecer con el decoro adecuado a su apellido. En la Sevilla que importaba se conocía todo el mundo, y no faltaba quien afirmara que la mencionada renta anual era inexistente, y que el dinero salía directamente de los fondos personales de Octavio Machuca. También coma la sospecha de que el banquero honraba con ello una relación algo mas que amistosa, hilvanada en vida del difunto duque. Incluso, en lo referente a Macarena, algunos comentaban que ciertas abadas se aprecian cual si fuesen hijas propias; pero nadie ofreció jamás pruebas del asunto, ni tuvo el valor necesario para plantearle al viejo la cuestión. En cuanto a Cánovas, que llevaba el papeleo, los secretos y las cuentas privadas del banquero era sobre aquel particular, como sobre muchos otros, tan expresivo como un plato de lengua estofada.
—Ese torero… —dijo Machuca al cabo de un rato— Maestral ¿no es cierto?
Gavira sentía un amargo sabor en la boca. Dejó caer el cigarrillo, cogió el vaso de cerveza y bebió un largo trago, pero aquello no mejoró las cosas. Puso de nuevo el vaso sobre la mesa y se quedó mirando la gota que le había caído en la raya del pantalón. Una blasfemia sonora, castiza, le rondó los labios como una tentación.
El viejo seguía mirando pasar gente, igual que si estuviera al acecho de un rostro familiar. Había sostenido a Macarena Bruner en la pila de bautismo de la catedral, y fue él quien la condujo del brazo bajo la misma nave, vestida de raso blanco y bellísima, hasta el pie del altar donde aguardaba Pencho Gavira. Un matrimonio que las malas lenguas sevillanas habían definido como hechura del viejo banquero, pues garantizaba el patrimonio y el futuro de su ahijada y daba, a cambio, el espaldarazo social a su protegido, por entonces joven y ambicioso abogado que subía como un meteoro en la jerarquía del Cartujano.
—Habría que hacer algo —añadió Machuca, pensativo.
A pesar de la humillación y la vergüenza que sentía, Gavira se echó a reír:
—No querrá usted que vaya y le pegue un tiro al torero.
—Claro que no —el banquero se volvió a medias, con una mirada exageradamente curiosa en sus ojos ladinos—… ¿Serías capaz de pegarle un tiro al amante de tu mujer?
—De hecho es mi ex mujer, don Octavio.
—Ya. Es lo que dice ella.
Gavira sacudió con un dedo la manchita de humedad antes de estirarse la raya del pantalón. Por supuesto que era capaz, y ambos lo sabían. Pero no iba a hacerlo.
—Eso no cambiaría las cosas —dijo.
De cualquier modo era cierto. Desde que ella volvió a la Casa del Postigo, al torero lo habían precedido un banquero de la competencia y un famoso bodeguero jerezano. Iban a necesitarse muchas balas, de recurrir a ese método. Y Sevilla no era Palermo. Además, el propio Gavira se consolaba en las últimas semanas con una conocida modelo sevillana, especialista en lencería fina. Así que el viejo Machuca estuvo de acuerdo con una doble y lenta inclinación de cabeza. Había otros sistemas.
—Yo conozco a un par de directores de sucursal —Gavira sonreía, templado y peligroso—. Y usted a unos cuantos empresarios de plazas de toros… Quizá ese chico, Maestral, lo tenga difícil la próxima temporada.
Los párpados de rapaz se arrugaron sobre los ojos del presidente del Cartujano. Casi era una sonrisa.
—Qué lástima —se lamentaba el viejo—. No parece mal torero.
—Pero es guapito —apuntó Gavira, con rencor—. Siempre le quedará el recurso de dedicarse a las telenovelas.
Después miró hacia el kiosco de periódicos, y la nube negra que lo rondaba volvió a ensombrecer la mañana. Porque Curro Maestral no era el problema. Había algo más importante que la portada del Q+S donde escoltaba a Macarena Bruner, ambos difuminados por efecto de la escasa luz y del teleobjetivo del fotógrafo. Y la cuestión no afectaba al honor matrimonial de Gavira, sino a su propia supervivencia en el Cartujano y a la sucesión del viejo Machuca en la presidencia del consejo. La maniobra inmobiliaria en torno a Nuestra Señora de las Lágrimas tenía todos los cabos atados, excepto uno: existía cierto antiguo privilegio familiar documentado en 1687, estipulando una serie de condiciones que, de no cumplirse, originarían la devolución a los Bruner del terreno cedido para la iglesia. Pero una ley posterior, aprobada en el siglo xix durante la desamortización eclesiástica del ministro Mendizábal, hacía revertir la propiedad del terreno, en caso de secularización, a la municipalidad de Sevilla. El asunto era legalmente complejo y, si la duquesa y su hija interponían una demanda judicial, todo podía paralizarse durante un tiempo. Sin embargo el proyecto estaba en fase avanzada, había demasiadas inversiones y compromisos de por medio, y un fracaso obligaría a Octavio Machuca a desautorizar a su delfín ante el consejo de administración —donde Gavira tenía buenos y sólidos enemigos—justo cuando el joven vicepresidente del Cartujano estaba a punto de hacerse con el poder absoluto. Eso significaba poner su cabeza en el tajo del verdugo. Pero, según sabían la revista Q+S, media Andalucía y toda Sevilla, la cabeza de Pencho Gavira no era algo que Macarena Bruner apreciara mucho en los últimos tiempos.
Cuando Lorenzo Quart salió del hotel Doña María, en vez de recorrer los escasos treinta metros que lo separaban de la puerta del Arzobispado caminó un poco hacia el centro de la plaza Virgen de los Reyes y se detuvo un instante, observando el panorama. Era la encrucijada de tres religiones: el viejo barrio judío a su espalda, los muros blancos del convento de La Encarnación a un lado, el Palacio Arzobispal a otro, y al fondo, junto al muro de la antigua mezquita árabe, el minarete transformado en campanario para la catedral cristiana: la Giralda. Había coches de caballos, vendedores de tarjetas postales, gitanas con churumbeles pidiendo una limosna para la leche del niño, y turistas que miraban hacia lo alto, asombrados, mientras hacían cola para visitar la torre. Una jovencita extranjera con acento norteamericano se apartó de un grupo para formularle a Quart cierta pregunta banal sobre alguna dirección próxima a la plaza; un pretexto para observar de cerca su rostro bronceado, tranquilo, que contrastaba poderosamente con el pelo gris muy corto y el alzacuello negro y blanco. Quart dio una respuesta superficial y cortés antes de desentenderse de la muchacha, que regresó junto a sus compañeras entre un coro de risas contenidas, cuchicheos y miradas sobre el hombro. Alcanzó a escuchar las palabras
he's gorgeous
, o sea, guapísimo. Aquello habría, sin duda, motivado la hilaridad de monseñor Spada. El recuerdo del director del IOE y sus consejos técnicos en la escalinata de la plaza de España, cuando la última conversación en Roma, lo hicieron sonreír. Después, todavía con la sonrisa en la boca, recorrió con la vista la torre de la Giralda, desde la base hasta la veleta que daba nombre al conjunto. Levantaba al cielo sus ojos azul—grises como un insólito turista, las manos en los bolsillos del traje negro cortado a medida por un excelente sastre romano casi tan prestigioso como Cavalleggeri e Hijos. España, el sur, la vieja cultura de la Europa mediterránea, sólo podían intuirse desde lugares como aquél. Sevilla era una superposición de historias, de vínculos imposibles de explicar unos sin otros. Rosario de tiempo, y sangre, y rezos en lenguas diferentes bajo un cielo azul y un sol sabio que todo lo igualaban en el transcurso de los siglos. Piedras supervivientes a las que aún era posible oír hablar. Bastaba olvidarse un momento de las cámaras de vídeo, las postales, los autocares cargados de turistas y jovencitas impertinentes, y acercar el oído a ellas, escuchando.
Faltaba media hora para su cita en el Arzobispado, así que subió por la calle Mateos Gago a tomar un café en la cervecería Giralda. Le apetecía sentarse cerca de la barra, disfrutando del suelo ajedrezado en blanco y negro, los azulejos y los grabados de la antigua Sevilla en las paredes. Sacó del bolsillo el Elogio de la milicia templario de Bernardo de Claraval, para leer unas páginas al azar. Era un viejísimo volumen en octavo cuya lectura alternaba cada día con los maitines, laudes, vísperas y completas del breviario; uso que cumplía rigurosamente, con aquella minuciosa disciplina suya que no apelaba a la piedad, sino al orgullo. A menudo, en las muchas horas pasadas en hoteles, cafeterías y aeropuertos, entre dos citas o viajes profesionales, el sermón medieval que durante doscientos años fue guía espiritual de los monjes soldados que combatían en Tierra Santa le ayudaba a soportar la soledad del oficio. A veces se dejaba llevar por el estado de ánimo que su lectura le producía, imaginándose último superviviente de la derrota de Hattin, la Torre maldita de Acre, los calabozos de Chinon o las hogueras de París: un templario solitario y muy cansado cuyos amigos estuvieran todos muertos.
Leyó unas líneas que en realidad podía recitar de memoria —«
Se tonsuran el cabello, van cubiertos de polvo, negros por el sol que los abrasa y la malla que los protege
…»— y alzó después el rostro para mirar la luz de la calle, los transeúntes que pasaban bajo las hojas verdes de los naranjos. Una mujer joven, esbelta, de aspecto extranjero, se detuvo un momento para recogerse el cabello, ayudándose con el reflejo del cristal en la ventana entreabierta. Lo hizo alzando los brazos desnudos con un gesto de extrema gracia, bellísima y concentrada en la propia imagen, hasta que sus ojos fueron un poco más allá y encontraron los de Quart. Por un instante sostuvo la mirada, sorprendida y curiosa, antes de que la naturalidad del gesto quedara destruida. Entonces, un joven con una cámara fotográfica al cuello y un mapa en la mano llegó a su lado y, pasándole el brazo por la cintura, se la llevó consigo.
Puede que la palabra no fuera exactamente envidia, o tristeza. No había un término exacto para definir la desolación familiar a cualquier clérigo ante el contacto próximo de parejas; hombres y mujeres a quienes era legítimo desarrollar el antiguo ritual de la intimidad, gestos que permitían acariciar la curva de una nuca hasta los hombros, la línea suave de unas caderas, los dedos de una mujer sobre la boca de un hombre. Y en el caso de Quart, al que en principio no hubiera resultado difícil acortar distancias con buena parte de las mujeres hermosas que se cruzaban en su camino, era más intensa aquella certidumbre de autodisciplina desconsolada, dolorosa, semejante a los amputados que aseguran sentir el hormigueo, el malestar de manos o piernas ya inexistentes como si todavía estuvieran ahí.
Miró el reloj, guardó el libro y se puso en pie. Al salir casi estuvo a punto de tropezar con un caballero muy gordo, vestido de blanco, que se disculpó cortésmente quitándose el sombrero panamá. El gordo se quedó mirando a Quart cuando éste anduvo despacio en dirección a la plaza y al edificio rojizo de fachada barroca que quedaba a la derecha, tras una fila de naranjos. Un conserje se acercó a identificar al recién llegado, pero a la vista del alzacuello le cedió inmediatamente el paso bajo las dos columnas dobles que sostenían el balcón principal, con el emblema heráldico de los arzobispos hispalenses tallado en piedra. Quart salió al patio, donde se proyectaba la sombra de la Giralda, y luego ascendió por la suntuosa escalera bajo la bóveda de Juan de Espinal, desde la que ángeles y querubines observaban a los recién llegados con aire aburrido, matando el tiempo en su inmovilidad de siglos. Arriba había pasillos con despachos, sacerdotes atareados que iban de un lado para otro con el aplomo de quien conoce el terreno. Casi todos vestían trajes con cuello redondo, pecheras y camisas oscuras o grises, y algunos llevaban corbatas o polos bajo la chaqueta; parecían más funcionarios que sacerdotes. Quart no vio ninguna sotana.