Read La piel del tambor Online
Authors: Arturo Pérez-Reverte
Había un desconocido sentado en el vestíbulo, y se puso en pie cuando Quart salió del ascensor. Debía de rondar los cuarenta años y era grueso de cintura, con el pelo lacio lacado de peluquería escaseándole en la coronilla.
—Me llamo Bonafé —se presentó—. Honorato Bonafé.
Quart se dijo que pocos nombres contradecían con tanto descaro el aspecto de su propietario. Honorabilidad y buena fe eran los últimos conceptos asociables con aquella papada prematura que parecía prolongación de las mejillas, y los párpados abolsados en torno a unos ojos pequeños y astutos, que miraban a su interlocutor como preguntándose cuánto podrían obtener por su traje y sus zapatos, si lograban hacerse con ellos para venderlos de segunda mano.
—¿Podemos hablar un momento?
Era un sujeto desagradable, pero más lo era su sonrisa: una mueca fija, obsequiosa y encanallada a un tiempo, semejante a la de un clérigo de la vieja escuela que intentase ganar el favor de un obispo. A aquel individuo, pensó Quart, le habría ido bien la ropa talar en vez del arrugado traje beige y el bolso de cuero sujeto a la muñeca izquierda por su correa. Una muñeca de mano pequeña, gordezuela y fofa, de esas que al estrechar otra sólo ofrecen la punta de los dedos.
Se detuvo Quart reservado, dispuesto a escuchar, mirando por encima de la cabeza del visitante el reloj de pared que marcaba quince minutos para la cita con Macarena Bruner. El otro siguió la dirección de su mirada, dijo de nuevo que sólo sería un momento, y luego alzó la mano del bolso casi a punto de apoyarla en el brazo del sacerdote. Quart miró aquella mano desaconsejando el contacto. El tal Bonafé detuvo el gesto a la mitad, en el aire, mientras desarrollaba una confusa presentación de intenciones en un tono cómplice que acentuó más el desagrado de Quart. Pero fue el nombre de la revista Q+S lo que disparó sus alarmas profesionales:
—Resumiendo, padre. Que me tiene a su disposición para lo que guste.
Fruncía Quart el ceño, receloso y desconcertado. Que se condenara si aquel tipo no acababa de guiñarle un ojo.
—Se lo agradezco. Pero no veo la relación.
—No la ve —Bonafé movió la cabeza como si compartiera una broma ingeniosa—. Y sin embargo todo está muy claro, ¿verdad?… Lo que hace en Sevilla.
Sangre de Dios. Era justo lo que faltaba: un individuo de semejante catadura inmiscuido en lo que Roma pretendía discretísimo trabajo con pies de plomo. Conteniendo su malestar, Quart se preguntó cómo eran posibles tantas filtraciones por todas partes.
—No sé a qué se refiere.
Su interlocutor lo miraba con mal disimulada insolencia:
—¿De veras no lo sabe?
Era suficiente, así que Quart le echó una ojeada al reloj.
—Disculpe. Tengo una cita.
Anduvo por el vestíbulo hacia la calle, sin despedirse. Pero el otro caminó a su lado.
—¿Me permite acompañarlo?… Podríamos conversar mientras tanto.
—No tengo nada que decir.
Dejó la llave en recepción y salió a la calle con el periodista detrás. Había restos de claridad en el cielo, recortando la silueta oscura de la Giralda. En la plaza Virgen de los Reyes se encendían las luces en ese momento.
—Creo que no me entiende —insistió Bonafé, sacando un ejemplar de Q+S que llevaba doblado en el bolsillo— Trabajo para esta revista —hizo una pausa ofreciéndosela a Quart; pero al ver que no mostraba interés volvió a guardarla—. Sólo pido una pequeña charla amistosa: usted me cuenta un par de cosas y yo seré buen chico. Le aseguro que ambos saldríamos beneficiados de esta cooperación.
En aquellos labios sonrosados, la palabra cooperación adquiría connotaciones obscenas. Quart hizo un esfuerzo por contener su repugnancia:
—Le ruego que no insista.
—Venga, hombre —despuntaba la grosería bajo el tono amistoso—. El tiempo de tomar algo.
Habían llegado a la esquina del palacio arzobispal, bajo la luz de una farola. De pronto Quart se detuvo y giró sobre sus talones.
—Escuche, Buenafé.
—Bonafé —puntualizó el otro.
—Bonafé o como se llame. Lo que yo hago en Sevilla no es asunto suyo. Y en cualquier caso, nunca se me ocurriría ir contándolo por ahí.
Protestó el periodista, frunciendo la boca con aire mundano mientras barajaba tópicos del oficio: deber de la información, búsqueda de la verdad, etcétera. El público tenía derecho a saber.
—Además —añadió, tras pensarlo un instante— para ustedes es mejor estar dentro que fuera.
Aquello sonaba a amenaza críptica, y Quart empezó a impacientarse.
—¿Ustedes?
… ¿Se refiere a algún tipo de club?
—No, hombre. Ya sabe: ustedes —de nuevo sonreía viscoso, conciliador—. El clero y todo eso.
—Ya. El clero.
—Ajá.
—El clero y todo eso.
La papada hizo tres pliegues cuando Bonafé asintió de nuevo, esperanzado:
—Veo que nos entendemos.
Ahora Quart lo miraba con calma, las manos cruzadas a la espalda:
—¿Y qué desea saber, exactamente?
—Bueno. Un poco de todo —Bonafé se rascaba una axila bajo la chaqueta—. Qué opinan en Roma de esa iglesia, por ejemplo. Cuál es la situación canónica del párroco… Y lo que usted pueda contarme sobre su cometido aquí —acentuó la sonrisa medio servil, medio cómplice—. Se lo pongo facilito.
—¿Y qué pasará si me niego?
El periodista chasqueó la lengua, como si a tales alturas de su relación eso quedara fuera de lugar.
—Pues que terminaré escribiendo el reportaje de todos modos. Y quien no está conmigo está contra mí —al hablar se balanceaba sobre la punta de los pies—… ¿No dice eso el Evangelio?
—Escuche, Buenafé…
—Bonafé —alzaba un índice, preciso—. Honorato Bonafé.
Quart lo observó un instante en silencio. Después miró a derecha e izquierda antes de acercársele un paso con aire confidencial. Pero había algo en su gesto, tal vez la diferencia de estatura o la expresión en los ojos del sacerdote, que hizo al otro retroceder hasta la pared.
—En realidad me importa un bledo cómo se llame —dijo Quart en voz baja—, porque espero no volver a encontrármelo nunca —se aproximó un poco más, hasta que vio a Bonafé parpadear, incómodo—. Lo que quiero decirle es que ignoro si es un insolente, un chantajista, un imbécil o todas esas cosas a la vez. En cualquier caso, y a pesar de mi condición eclesiástica, soy propenso al pecado de ira; así que le aconsejo desaparezca de mi vista. Inmediatamente.
La luz del farol ponía trazos verticales en la cara del otro. Esfumada la sonrisa, miraba a Quart con despecho.
—Es impropio de un cura —protestó, temblorosa la papada—. Me refiero a su actitud.
—¿Se lo parece? — ahora le llegaba a Quart el turno de sonreír, y lo hizo de forma muy poco amistosa—… Le sorprendería la cantidad de impropiedades de que soy capaz.
Volvió la espalda alejándose, mientras se preguntaba cuánto iba a pagar por aquella pequeña victoria. Lo único claro era la necesidad de concluir la investigación antes de que todo empezara a complicarse demasiado, si eso no había ocurrido ya. Un periodista husmeando en las sacristías era la gota que desbordaba el vaso. Absorto en ello, Quart cruzó la plaza Virgen de los Reyes sin prestar atención a una pareja sentada en un banco; un hombre y una mujer que se pusieron en pie y caminaron detrás, a cierta distancia. Él era gordo, con traje blanco y sombrero panamá, y ella vestía de lunares, con un curioso caracolillo repeinado sobre la frente. Seguían a Quart cogidos del brazo, como cualquier matrimonio apacible que disfrutara del templado anochecer; pero al pasar frente a un hombre con suéter de cuello de cisne y chaqueta a cuadros, que masticaba un palillo apoyado en la puerta del bar Giralda, cambiaron con él una mirada de inteligencia. En ese momento las torres de Sevilla empezaron a dar campanadas, despertando a las palomas que ya dormitaban en la penumbra de los aleros.
Cuando el cura alto entró en La Albahaca, don Ibrahim mandó al Potro del Mantelete con una moneda de cinco duros a la cabina telefónica más próxima, para darle el parte a Peregil. Menos de una hora después, el esbirro de Pencho Gavira se dejaba caer por allí, a echarle un vistazo al panorama. Tenía aspecto cansado e iba con una bolsa de Marks Spencer en la mano. Encontró a sus huestes estratégicamente distribuidas por la plaza de Santa Cruz, frente a la antigua mansión del siglo xvn convertida en restaurante: el Potro inmóvil contra la pared, cerca de la salida que daba a la muralla árabe, y la Niña Puñales haciendo punto sentada en el zócalo de la cruz de hierro del centro de la plaza. En cuanto a don Ibrahim, movía su imponente sombra de un lado a otro mientras balanceaba el bastón, con la brasa de un Montecristo bajo el ala ancha del sombrero de paja blanca.
—Está dentro —le dijo a Peregil—. Con la dama.
Después resumió su informe, consultando a la luz de un farol el reloj que extrajo del chaleco. Veinte minutos antes había enviado en descubierta a la Niña, con el pretexto de vender unas flores, y después él mismo llegó a cambiar algunas palabras con los camareros aprovechando la adquisición, en el estanco del restaurante, del habano que ahora tenía en la boca. La pareja ocupaba el mejor rincón en uno de los tres pequeños salones del local —pocas mesas y clientela exclusiva—, bajo una razonable copia de
Los borrachos
de Velázquez. Habían encargado ensalada de vieiras con albahaca y trufas, la señora, y foie de oca fresco salteado sobre salsa de vinagre con miel, el reverendo padre. El agua mineral era sin gas, de Lanjarón, y el vino un tinto Pesquera de la ribera del Duero, del que don Ibrahim se excusaba por no haber podido averiguar la añada; pero, como le matizó a Peregil retorciéndose un extremo del mostacho, un interés excesivo habría infundido, quizás, sospechas a la servidumbre.
—¿Y de qué hablan? — preguntó Peregil.
El ex falso letrado hizo un gesto de solemne impotencia.
—Eso —puntualizó— está fuera de mi ámbito.
Peregil consideraba el asunto. La situación seguía bajo control; don Ibrahim y sus dos secuaces se estaban portando, y las cartas que le ponían en la mano mostraban buen aspecto. En su mundo, como en la mayor parte de los mundos posibles, la información siempre era dinero; todo consistía en sacar el mejor partido, eligiendo el postor idóneo. Por supuesto, él hubiera preferido que todo revirtiese en última instancia a su jefe natural, Pencho Gavira, principal interesado por su doble condición de banquero y de marido. Pero el agujero de los seis millones y la deuda con el prestamista Rubén Molina seguían impidiéndole ver las cosas con claridad. Llevaba varios días durmiendo fatal, y la úlcera hacía otra vez de las suyas. Por las mañanas, al situarse ante el espejo del cuarto de baño para ocultar su cráneo bajo la compleja arquitectura del peinado con raya en la oreja izquierda, Peregil sólo encontraba desolación en el malhumorado careto que lo miraba desde el espejo. Se estaba quedando calvo, tenía el estómago hecho polvo, debía seis kilos a su propio jefe y casi el doble al prestamista, y albergaba además la sospecha de que su último espasmo glorioso con Dolores la Negra le había dejado un alarmante picorcillo en el aparato genitourinario. Justo lo que le faltaba. Y es que la vida era una puñetera mierda.
Con un agravante. Peregil le echó un vistazo a la redonda silueta blanca de don Ibrahim, que aguardaba instrucciones, y luego a la Niña Puñales haciendo punto a la luz de las farolas, y al Potro del Mantelete apoyado en la esquina. A lo mucho que se complicaba su vida, venía a añadirse ahora una situación complementaria e incómoda: la información obtenida merced a los tres socios ya circulaba en el mercado, pues Peregil necesitaba liquidez con urgencia. Honorato Bonafé, director de Q+S, le había pasado aquella misma tarde otro cheque al portador, esta vez como pago por algunas confidencias sobre el cura de Roma, la ex —o lo que fuera— de su jefe, y el asunto de Nuestra Señora de las Lágrimas. Con ese precedente, la próxima tentación era obvia: Macarena Bruner y el cura elegante significaban otra primera página en cualquier revista sevillana. Y aquella cena en La Albahaca y sus eventuales derivaciones, por muy descafeinadas que llegaran a ser, eran el
cling
de una caja registradora sonando en las intenciones de Peregil. Pero Bonafé, aunque pagara bien, resultaba un tipo imprevisible y peligroso. Venderle un cura, o varios, tenía su pase. Mas añadir al lote la mujer del jefe por segunda vez, eso iba de la golfería a la alta traición institucionalizada. Y algunos billetes de mil los pintaba de verde el diablo.
Nada se perdía, sin embargo, con prever toda eventualidad. De sus años como investigador privado, Peregil recordaba aquello de que el plan se hace según la hipótesis más probable, y la seguridad conforme a la más peligrosa. Y lo más peligroso era no ligar ni una pareja cuando todo el mundo andaba con poker de ases y escaleras de color; así que, en lo que a supervivencia se refería, acumular información era su particular seguro de vida. Con tal pensamiento se volvió hacia el rostro grave de don Ibrahim, que aguardaba en la sombra con su habano humeando bajo el mostacho, el bastón al brazo y los pulgares en las sisas del chaleco. Estaba satisfecho de él y de sus colegas, y aquello le inyectó un poco de optimismo, hasta el punto de meterse la mano en el bolsillo para pagarle el Montecristo del restaurante; pero se contuvo a tiempo. No era cosa de acostumbrarlos mal. Además, igual lo del cigarro era mentira.
—Buen trabajo —dijo.
Don Ibrahim no respondió al elogio, limitándose a dar un par de chupadas al habano mientras miraba hacia la Niña Puñales y al Potro, dándole a entender a Peregil que era de justicia compartir con ellos la gloria correspondiente.
—Quiero que sigáis así —añadió el esbirro de Pencho Gavira—. Que el cura no vaya a mear sin que yo lo sepa.
—¿Y qué hay de la dama?
Aquello eran aguas mayores. Peregil se mordía el labio inferior, inquieto.
—Discreción absoluta —concluyó por fin—. Sólo me interesa lo que ella tenga que ver con este cura, o con el más viejo. De eso no quiero que se os escape detalle.
—¿Y de lo otro?
—¿Qué es lo otro?
—Pues no sé. Ejem. Lo otro.
Don Ibrahim miraba alrededor, incómodo. Era lector diario de
ABC
, pero también solía echarle de vez en cuando un vistazo a Q+S, que la Niña Puñales compraba con el
Hola
, el
Semana
y el
Diez Minutos
; aunque en opinión del ex falso abogado aquélla era mucho más sensacionalista y de peor gusto que el resto.