La piel del tambor (43 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

BOOK: La piel del tambor
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—¿Qué puede hacer —añadió Gris Marsala— una monja que a los cuarenta años comprende que sigue siendo la misma niña dominada por su padre?… Una criatura que, por afán de no desagradarle, de no cometer ningún pecado, cargó con el pecado más grande: el de no haber vivido jamás una vida verdaderamente propia… ¿Hizo bien o fue una irresponsable y una estúpida cuando, con dieciocho años, renunció al amor terrenal que incluye palabras como confianza, entrega, o sexo? — observó a Quart cual si de veras esperase de éste una respuesta—. ¿Qué hacer cuando esas reflexiones vienen demasiado tarde?

—No lo sé —dijo él, amistoso y sincero—. Sólo soy un cura de infantería, sin demasiadas respuestas —paseó la vista por la habitación, los modestos muebles y el ordenador, y al retornar a ella esbozó una sonrisa—. Quizá romper un espejo, y después comprarse otro —hizo una pausa—. Se necesita mucho coraje para eso.

Gris Marsala estuvo un rato sin responder nada. Después desdobló despacio el tapetito, colocándolo cuidadosamente sobre el brazo del sofá.

—Quizá —dijo al fin—. Pero el reflejo ya no es el mismo —había una desesperada ironía en sus ojos claros cuando de nuevo los alzó hasta Quart—. Pocas cosas hay tan trágicas en la vida como descubrir algo a destiempo.

Estaban esperándolo en Casa Cuesta, puntuales en torno a la mesa bajo el anuncio de vapores Sevilla-Sanlúcar-Mar, como una banda de facinerosos contritos en torno a una botella de La Ina.

—Sois un desastre —dijo Celestino Peregil—. Me estáis haciendo quedar fatal.

Don Ibrahim miraba la ceniza de su puro, a punto de desplomársele sobre el chaleco blanco. Tenía el ceño fruncido y se pasaba, molesto, un dedo por las cerdas del bigote chamuscado mientras Peregil les leía la cartilla. A su lado, el Potro del Mantelete mantenía los ojos fijos en la superficie de la mesa, en un lugar indeterminado que más o menos estaba entre su mano izquierda, aún vendada con gasa y pomada para las quemaduras, y el rodal húmedo de vino dejado por la copa que en ese momento se llevaba a la boca. La Niña Puñales era la única que parecía ajena a la vergüenza general, con sus ojos negros de copla ausentes, fijos en un cartel amarillento de la pared —
Plaza de toros de Linares, 1947, Gitanillo de Triana, Manolete y Dominguín
—, y las manos largas, morenas y descarnadas, de uñas tan rojas como sus labios y sus pendientes de coral, con las pulseras de plata en torno a las muñecas tintineando a cada viaje de ida y vuelta entre su copa y la botella. Ella sola se había bebido más de la mitad.

—En mala hora os encargué este negocio —añadió Peregil.

Estaba furioso, en baja forma, con el nudo de la corbata torcido y un tono grasiento en la piel y en la calva, deshecha la complicada arquitectura del pelo apelmazado con fijador desde la oreja izquierda. Menos de una hora antes, Pencho Gavira le había echado una bronca. Resultados, imbécil. Te pago para que me proporciones resultados, y llevas una semana mareando la perdiz. Seis millones te di para el asunto, y seguimos igual, y encima está ese periodista, el tal Bonafé, queriendo mojar la magdalena. Que por cierto, Peregil, cuando tengamos un rato vas a contarme qué tienes tú que ver con ese fulano, ¿verdad? Me lo vas a contar muy despacito, porque huelo que aquí hay gato encerrado. En cuanto a lo otro, tienes hasta el miércoles para solucionarme la papeleta. ¿Me oyes? Hasta el miércoles. Porque el jueves no quiero que en esa iglesia entre ni Dios. De lo contrario vas a cagar los seis kilos gramo por gramo. Subnormal. Que eres un subnormal.

—Las cosas de curas traen muy mal fario —apuntó don Ibrahim.

Peregil lo miró con dureza:

—El mal fario lo tenéis vosotros.

Inclinaba un poco la cabeza el Potro, del mismo modo que cuando era amonestado por el arbitro o aguantaba, estoico, broncas del público en plazas de polvo y sol.

—Lo de la gasolina —dijo la Niña Puñales— fue un aviso del Cielo. Las llamas del Purgatorio.

Seguía mirando, ausente, el último cartel de Manolete, y una mosca que había estado bebiendo en los rodales de vino de la mesa se paseaba por sus pulseras de plata. Don Ibrahim observó con ternura su perfil gitano, el maquillaje que se le cuarteaba en torno a las patas de gallo y sobre el carmín de la boca, y una vez más sintió la incómoda carga de la responsabilidad. El Potro levantó la cabeza para lanzarle una de esas miradas suyas de perro fiel. Sin duda había digerido ya el «tenéis mal fario» de Peregil, y aguardaba alguna señal para saber en qué plan iban a tomarse aquello. Don Ibrahim lo tranquilizó con una ojeada, que de nuevo paseó después por la ceniza de su cigarro antes de fijarla, llena de melancolía, en el sombrero panamá, colgado en el respaldo de la silla contigua junto al bastón que le había regalado María Félix. Y qué ocurre, se dijo tristemente clásico, cuando Ulises, de noche en la terrible lucidez del puente de su nave, oye romper arrecifes por la proa y siente, al mismo tiempo, fijos en él los ojos confiados de sus argonautas pelágicos. Atadme esa mosca por el rabo. De adivinar sus pensamientos, hasta el último argonauta saltaría por la borda. Y don Ibrahim, el primero.

—Un aviso del Cielo —admitió, dándole respaldo a la tesis de la Niña por respeto y a falta de otra cosa, mientras intentaba conferir a su semblante la adecuada gravedad homérica—. Al fin y al cabo no se puede luchar contra los elementos.

—Ozú.

Peregil resumió su parecer sobre los avisos celestiales con una blasfemia larga y barroca — relacionada con las hipotéticas bragas de la Virgen— que hizo levantar la cabeza, interesado, al camarero que fregaba vasos detrás del mostrador.

—¿Eso —inquirió Peregil al recobrar aliento— quiere decir que os rajáis?

Don Ibrahim se puso en el pecho la mano del sello de oro falso, con dignidad ejemplar. Al hacerlo le cayó, por fin, la ceniza del habano sobre la barriga.

—Aquí no se raja nadie.

—Nadie —repitió el Potro como un eco, mirando ensimismado la lona del ring.

—Pues ya me contaréis vosotros —dijo Peregil—. El tiempo se acaba. En esa iglesia no puede haber misa el próximo jueves.

Alzó el ex falso letrado la mano:

—Descartado el continente —sugirió—, ocupémonos del contenido. Aunque por razones de conciencia hayamos decidido no atentar contra un recinto sagrado, no hay obstáculo, u óbice, para que nos ocupemos del elemento humano —le dio una chupada al cigarro, viendo alejarse el aro de humo habanero—. Me refiero al cura.

—¿A cuál de los tres?

—Al párroco —don Ibrahim sonrió a medias, confidencial—. Según los informes obtenidos por la Niña en la vecindad y entre las feligresas, el vicario joven se marcha de viaje mañana martes, con lo que el titular de la parroquia queda solo ante el peligro —sus ojos enrojecidos y tristes, desprovistos de pestañas desde el episodio de la gasolina, se posaron en el sicario de Pencho Gavira—. ¿Me sigues, amigo Peregil?

—Te sigo —Peregil cambiaba de postura en la silla, interesado—. Pero no sé a dónde.

—Tú, o quien sea, no queréis que haya misa el jueves… ¿Correcto?

—Correcto.

—Pues si no hay cura, no hay misa.

—Claro. Pero el otro día me dijisteis que os daba escrúpulo de conciencia romperle una pierna al viejo. Y yo, dicho sea de paso, estoy de vuestra conciencia hasta los cojones.

—No hay que llegar tan lejos —el indiano miró alrededor y luego al Potro y a la Niña, antes de bajar el tono, cauto—. Imagínate que ese digno sacerdote, ese venerable ministro del Señor, desaparece dos o tres días sin menoscabo físico.

Un rayo de esperanza iluminaba la sonrisa del esbirro:

—¿Podéis encargaros de eso?

—Claro —don Ibrahim le dio otra chupada al puro—. Algo limpio, sin complicaciones ni fracturas de por medio. Sólo te costará un poco más.

Peregil lo miró con desconfianza:

—¿Cuánto más?

—Nada, poca cosa —don Ibrahim miró fugazmente a sus compadres y aventuró una cifra—: Medio kilo por barba en concepto de alojamiento y dietas.

Cuatro millones y medio no eran nada a tales alturas, así que Peregil hizo un gesto para indicar que la cuestión carecía de importancia. En aquel momento estaba más tieso que la mojama; pero si resultaba, no era eso lo que iba a regatear Pencho Gavira.

—¿Qué habéis pensado?

Miraba don Ibrahim por la ventana, hacia el estrecho arco blanco del callejón de la Inquisición, dudando si dar detalles. Sentía calor, mucho calor a pesar del vino fresco, y también el deseo de quedarse en mangas de camisa y respirar hondo. Cogió el abanico de la Niña y se dio aire. A saber cómo podía terminar aquello.

—Hay un sitio en el río —adelantó—. Un barco donde vive el Potro. Podemos retener allí al cura hasta el viernes, si quieres.

Peregil miró los ojos inexpresivos del Potro y enarcó las cejas:

—¿Saldría bien?

Otra vez asintió, grave y seguro, don Ibrahim. De todas formas, se decía en ese instante, hay momentos de la vida en que los hombres se vuelven prisioneros de sus propios pasos; como Cortés cuando dijo aquello de a Tenochtitlán se va por ahí, o sea, sus y a ellos. Se abanicó alzando un poco la cabeza en busca de más aire, cual si ventease a su espalda el olor a humo de las naves ardiendo en las playas de Veracruz.

—Saldrá bien.

Como todos los hombres cuando desean ser tranquilizados, a Peregil se le veía más tranquilo. Sacó un paquete de rubio americano y encendió uno.

—¿Seguro que no le haréis daño al viejo?… Porque imagínate que se resiste.

—Por favor —don Ibrahim lanzó una inquieta mirada de soslayo a la Niña y después colocó la mano del cigarro puro en el hombro del Potro—. Un anciano sacerdote. Un santo varón.

Seguía mostrándose de acuerdo Peregil. Pero era necesario mantener también, les recordó, la vigilancia sobre el cura de Roma y la, ejem, señora. Y las fotos. Sobre todo que no se olvidaran de las fotos.

—¿Sabéis que la idea no es mala? — añadió después, volviendo al asunto del párroco—, ¿Cómo se os ocurrió?

Mientras se acariciaba los restos de bigote, don Ibrahim compuso una sonrisa entre halagada y modesta:

—De una película que pasaron ayer en la tele:
El prisionero de Zenda
.

—Me parece que la he visto —Peregil se tocaba el pelo colgante sobre la oreja, intentando camuflarse de nuevo la calva. Su humor era otro. Hasta había hecho una señal al camarero para que trajese una segunda botella, que la Niña Puñales veía acercarse con ojos impasibles de azabache, mientras sus uñas largas, descascarilladas, acariciaban el cristal de la copa vacía—… ¿Ésa del fulano al que los amigos meten en la cárcel, y luego encuentra un tesoro y se venga de ellos?

Don Ibrahim movió de un lado a otro la cabeza. El camarero había descorchado la botella, y el fino canturreaba al llenar las copas mientras la Niña lo acompañaba moviendo los labios, en silencio.

—No —dijo—. Esa es
El conde de Montecristo
. La nuestra es la del hermano malvado que secuestra al rey para coronarse él, pero entonces llega Stewart Granger y lo salva.

—Hay que ver —Peregil asentía, complacido, mirando al Potro—. La verdad es que con la tele se aprende un huevo.

Honorato Bonafé poseía ciertas cualidades porcinas, y no sólo en el aspecto moral de su carácter. Cuando llegó a la penumbra fresca del atrio, el sudor le corría generosamente por la papada color de rosa, encharcándole el cuello de la camisa. Sacó un pañuelo del bolsillo y fue enjugándoselo poco a poco, con toquecitos de sus manos blandas y pequeñas, mientras miraba los exvotos colgados en la pared, la mitad de los bancos arrinconados a un lado de la nave, los andamies contra los muros y sobre el altar mayor. Atardecía en Santa Cruz. La última luz que entraba por las incompletas vidrieras era dorada y rojiza, dándole un halo de misterio a las figuras desconchadas y polvorientas en la madera tallada. Dos ángeles fijaban su mirada en el vacío, y las tallas orantes de los duques del Nuevo Extremo parecían figuras reales, agazapadas en las sombras del retablo.

Dio unos pasos inseguros mirando la bóveda, el pulpito y el confesionario, cuya puerta estaba abierta. No había nadie allí ni tampoco en la sacristía. Anduvo hasta la verja de hierro de la cripta, miró los escalones que bajaban a la oscuridad y luego se volvió hacia el altar. La talla de la Virgen estaba en su hornacina, rodeada por los tubos y las plataformas de los andamies. Bonafé la estuvo contemplando desde abajo y después, con la decisión de quien ejecuta movimientos bien meditados, fue a la escalera del andamio y subió hasta la imagen, unos cinco metros sobre el piso. La luz rojiza que entraba por las vidrieras iluminaba los escorzos de la talla barroca, el corazón traspasado por puñales sobre el pecho, los ojos de Dolorosa alzados al cielo. Y en las mejillas, en el manto azul y en la corona de estrellas que circundaba su cabeza, relucían las perlas del capitán Xaloc.

Bonafé extrajo otra vez el pañuelo del bolsillo, secó más sudor de su frente y su papada, y luego se sirvió de él para quitar el polvo que cubría las perlas, observándolas con mucha atención. Se volvió a mirar la nave desierta de la iglesia, antes de sacar del bolsillo una pequeña navaja que abrió con cuidado. Después raspó ligeramente una de las perlas engarzadas en el manto de la talla y la estudió un rato, pensativo. Al cabo de unos momentos de indecisión introdujo la punta de la navaja en el engarce con mucho tiento, presionando hasta desprender la perla de su alvéolo. Era gruesa, del tamaño de un garbanzo, y la tuvo un rato en la palma de la mano antes de metérsela en el bolsillo de la chaqueta con sonrisa satisfecha.

La luz crepuscular entraba a través del Cristo sin cuerpo de la vidriera rota, tiñendo de rojo las gotas de sudor en el blando perfil de Bonafé. Aún recurrió otra vez al pañuelo para enjugarse la cara. Y en ese momento oyó un suave roce a su espalda, mientras una ligera vibración estremecía la estructura del andamio.

XI. El baúl de Carlota Bruner

Toda la sabiduría del mundo está en los ojos de esos muñecos de cera.

(Valéry Larbaud.
Poemas
)

El reloj inglés dio diez campanadas cuando terminaban los postres, así que Cruz Bruner propuso tomar café al fresco, en el patio. Lorenzo Quart ofreció su brazo a la duquesa para salir del comedor de verano, donde habían cenado entre bustos de mármol traídos cuatro siglos atrás de las ruinas de Itálica con el mosaico que adornaba el suelo del patio principal. En el corredor que lo circundaba, antepasados de expresión grave, gola blanca y oscuros ropajes, los miraron pasar desde sus lienzos bajo el artesonado mudejar. La anciana dama, que vestía de seda negra con pequeñas flores blancas en el cuello y los puños, se los iba mostrando a Quart, apoyada en su brazo: un almirante de la Mar Océana, un general, un gobernador de los Países Bajos, un virrey de las Indias Occidentales. Al pasar junto a los faroles cordobeses, la delgada sombra del sacerdote se proyectaba junto a la menuda y encorvada de la duquesa, entre los arcos de la galería. Y tras ellos, con sandalias, un vestido oscuro y ligero hasta los tobillos, un almohadón para su madre entre los brazos y una sonrisa silenciosa en los labios, caminaba Macarena Bruner.

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