La piel del tambor (42 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

BOOK: La piel del tambor
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—¿Le importa?

La monja le dirigió un vistazo de curiosidad desapasionada.

—¿Por qué había de importarme?… No soy lesbiana, padre Quart. Se lo digo por si le preocupa la naturaleza de mi amistad con Macarena —soltó una corta carcajada, apoyándose con desenvoltura en la vieja puerta de roble. Seguía teniendo, pensó Quart una vez más, a pesar del pelo gris como su nombre y los cercos de edad en torno a los ojos, un cuerpo de muchacha delgada y ágil, subrayado por los téjanos ceñidos y aquellas silenciosas zapatillas blancas—. En cuanto a los varones en general y los sacerdotes atractivos en particular, tengo cuarenta y seis años y soy virgen por votos y voluntad propia.

Quart miró hacia la plaza por encima del hombro de la mujer, incómodo.

—¿Qué le pasa a Macarena con su marido?

—Que ella lo ama —parecía un poco sorprendida, como si todo fuese tan evidente que sobraran las explicaciones. Después observó a Quart con atención, y en la boca se le dibujó una lenta sonrisa de ironía—. No ponga esa cara, padre. Salta a la vista que usted frecuenta poco el confesionario. No sabe nada de las mujeres.

Quart salió al exterior y el sol fue a caer sobre los hombros de su chaqueta negra como una manta de plomo. Gris Marsala lo siguió mientras sorteaba un montón de arena y gravilla y se detenía ante la hormigonera. El sacerdote miró la espadaña de la iglesia, entre los andamies de tablones y tubos atornillados, y al hacerlo su vista se detuvo en la Virgen decapitada sobre la puerta.

—Me gustaría visitar su casa, hermana Marsala.

El sonido de los pasos de la monja se detuvo sobre la gravilla.

—Me sorprende usted.

—No lo creo.

Hubo un silencio. Cuando Quart se giró hacia ella vio que lo observaba, entre molesta y divertida.

—Detesto eso de
hermana Marsala
. ¿O quizá sólo es una forma de darle tono oficial a la solicitud?… —ahora enarcaba las cejas, irónica—. Al fin y al cabo está proponiendo visitar la casa donde vive una monja sola. ¿No le preocupa el qué dirán? Monseñor Corvo, por ejemplo. O sus jefes en Roma… —se dio una exagerada palmada en la cadera, burlona, cual si acabara de caer en la cuenta—. Aunque, por supuesto, es usted quien informa a sus jefes de Roma.

Quart dudó un segundo entre fruncir el ceño o echarse a reír. Se echó a reír.

—Sólo es una sugerencia —dijo—. Una idea. Estoy reuniendo piezas de un rompecabezas —miró a su alrededor, otra vez la espadaña entre los andamies, la imagen mutilada, de nuevo a ella—. Ver cómo vive me ayudaría.

Ahora se enfrentaba directamente a sus ojos. Era sincero, y Gris Marsala se daba cuenta.

—Ya entiendo. Busca pistas del crimen, ¿verdad?

—Eso es.

—Ordenadores conectados con Roma y cosas así.

—Exacto.

—Y si me mego, ¿entrará de todos modos, igual que hizo en casa de don Príamo?

—¿Cómo sabe eso?

—El padre Óscar me lo dijo.

Demasiada información circulando, pensó Quart, irritado. Se lo contaban todo unos a otros en aquel extraño club, y el único que obtenía las cosas con sacacorchos era él. Sintió un gran cansancio con el sol despiadado en la cabeza y los hombros; la tentación de soltarse el alzacuello o quitarse la chaqueta. Pero siguió inmóvil, una mano en el bolsillo, aguardando.

Gris Marsala se movía lentamente en torno a la hormigonera, con una mano en el borde. Miraba dentro igual que si esperase encontrar algo olvidado. También sonreía, reflexiva.

—¿Por qué no? — dijo por fin—. Nunca ha ido un hombre a mi casa en estos tres años. No estará mal comprobar cómo se siente una —deslizó sobre Quart una larga ojeada valorativa e hizo una mueca—. Espero no arrojarme sobre usted apenas cierre la puerta… ¿Se defendería como Santa María Goretti, o está dispuesto a concederme alguna posibilidad? — con el dedo índice hizo un curioso gesto, un movimiento circular en torno a las patas de gallo que tenía alrededor de los ojos, y luego deslizó el dedo a lo largo de su nariz hasta la boca—. Aunque mucho me temo que a mi edad ya no soy una prueba para el celibato de nadie… Es duro, ¿sabe?, para cualquier mujer, darse cuenta de que ha perdido su atractivo para siempre —otra vez se endureció la expresión en los ojos claros, cuyas pupilas parecían desaparecer, contraídas por la luz cegadora de la plaza—. Sobre todo para una monja.

—Póngase cómodo —dijo Gris Marsala.

Era una ironía evidente. Las comodidades resultaban mínimas en el pequeño saloncito de la casa; un segundo piso cuyo estrecho balcón, adornado con macetas y protegido del calor y la luz por una estera de esparto, daba a la calle San José, en las proximidades de la Puerta de la Carne. Habían tardado sólo diez minutos en ir desde Nuestra Señora de las Lágrimas por calles que el sol convertía en hornos revocados de cal, con aquella claridad hiriente que penetraba hasta los más insospechados rincones. Sevilla era, sobre todo, luz. Paredes blancas y luz en todos sus matices, concluyó Quart, que había caminado junto a Gris Marsala en una especie de zigzag, buscando la sombra de los aleros y las esquinas como cuando en Sarajevo monseñor Pavelic y él se movían de resguardo en resguardo, a causa de los francotiradores.

Se detuvo en el centro de la habitación mientras guardaba las gafas de sol en el bolsillo interior de su chaqueta, y miró alrededor. Todo estaba inmaculadamente limpio y ordenado. Había un sofá tapizado en tela con tapetes de ganchillo en los brazos y el respaldo, un televisor, un pequeño mueble con libros y cintas musicales, una mesa de trabajo con lápices y bolígrafos dentro de jarras de cerámica, papeles y carpetas. Y un ordenador personal. Sintiendo los ojos de Gris Marsala, Quart fue hasta el PC: un 486 con impresora. Suficiente para
Vísperas
, aunque sin modem de conexión a la línea telefónica que estaba al otro extremo del cuarto. El teléfono, además, era de clavija antigua, directamente encastrada en la pared, incompatible con el ordenador.

Se acercó a mirar las cintas y los libros. En lo musical predominaba el barroco; pero encontró mucho flamenco clásico y moderno, con todo Camarón completo. Los libros eran tratados de arte y restauración, con manuales técnicos o estudios sobre Sevilla. Dos de ellos,
Arquitectura barroca sevillana
de Sancho Corbacho y la
Guía artística de Sevilla y su provincia
, estaban llenos de hojitas autoadhesivas con anotaciones, marcando páginas. El único libro religioso era una Biblia de Jerusalén en piel, de lomera muy gastada. En la pared, protegida por un cristal, había una lámina con la reproducción de un cuadro. Le echó un vistazo al pie impreso:
La partida de ajedrez
, de Pieter Van Huys.

—¿Culpable o inocente? — preguntó Gris Marsala, a espaldas de Quart.

—Inocente, de momento —repuso éste—. Por falta de pruebas.

La escuchó reír mientras se volvía hacia ella, sonriendo también. Al hacerlo vio reflejada su imagen en la pared opuesta, a espaldas de la mujer, sobre un antiguo y bello espejo enmarcado en madera muy oscura. Era el único objeto que desentonaba en la modesta vivienda, y a Quart le llamó la atención. Debía de ser un espejo muy caro.

La monja siguió la dirección de su mirada.

—¿Le gusta? — preguntó.

—Mucho.

—Pasé varios meses comiendo mortadela y pan Bimbo para poder pagarlo —se miró un momento en el espejo y encogió los hombros. Después fue a la cocina y vino con dos vasos de agua fresca.

—¿Qué tiene de especial? — preguntó Quart una vez hubo dejado el vaso vacío en la mesa.

—¿El espejo?… —Gris Marsala dudó un instante—. Puede considerarlo una especie de revancha personal. Un símbolo. Es el único lujo que me he permitido desde que vivo en Sevilla —miró a Quart con malicia burlona—. Eso, y dejar que un hombre, aunque sea cura, entre en mi casa —ladeó la cabeza, echando cuentas respecto a sí misma—. No son muchas debilidades, ¿verdad?, para tres años.

—Pero no me ha saltado encima —dijo Quart—. Se autocontrola bien.

—Es que las monjas veteranas somos gente dura.

Suspiró con exagerada tristeza antes de unir su sonrisa a la del sacerdote. Aún sonreía cuando cogió los dos vasos y los llevó a la cocina. Se oyó correr el agua del grifo y regresó un momento después, secándose las manos en el polo, el aire pensativo. Miró el espejo, el saloncito, y por fin de nuevo a Quart.

—Desde que eres novicia te enseñan que en la celda de una religiosa los espejos son peligrosos —dijo—. Tu imagen, según la regla, debe reflejarse en el rosario y el devocionario. No posees nada tuyo: el vestido, la ropa interior, incluso las compresas higiénicas, debes recibirlas de manos de la comunidad. La salvación de tu alma no tolera individualismos ni decisiones personales.

Se quedó callada como si ya hubiese dicho cuanto quería decir, y dio unos pasos hacia la ventana, alzando un poco la estera de esparto. La claridad inundó la habitación, deslumhrando a Quart.

—He sido fiel a las reglas durante toda mi vida —añadió ella—. Y aquí en Sevilla lo soy también, a pesar de esta pequeña infracción del voto de pobreza —fue hasta el espejo y se miró largamente el rostro—. Tuve un problema. Usted lo conoce, pues Macarena me ha dicho que se lo contó. Un problema de enfermedad del espíritu, más que físico. Yo era directora de un colegio de universitarias, en Santa Bárbara. Jamás cambié una palabra con el obispo de mi diócesis que no fuese para cuestiones profesionales. Pero me enamoré de él, o creí estarlo, que es lo mismo… Y el día que me vi ante un espejo, maquillándome discretamente los ojos a mis cuarenta años porque él tenía anunciada una visita, comprendí lo que estaba ocurriendo —se miró la cicatriz de la muñeca antes de mostrársela a Quart a través del reflejo en la superficie de cristal—. No fue un intento de suicidio como sospecharon mis compañeras, sino un acceso de cólera. De desesperación. Y cuando salí del hospital y pedí consejo a mis superioras, todo lo que se les ocurrió fue recomendarme oraciones, disciplina y el ejemplo de nuestra hermana Santa Teresita de Lisieux.

Se quedó un poco callada, frotándose las muñecas como si intentara borrar la cicatriz.

—¿Recuerda a Teresa de Lisieux, padre? — añadió mientras el sacerdote asentía en silencio—. A pesar de padecer tuberculosis y dormir en una celda helada, nunca pidió una manta para combatir el frío de la noche, sino que fue capaz de soportar humildemente los dolores de su enfermedad… ¡Y el buen Dios recompensó tanto sufrimiento llevándosela consigo a la edad de veinticuatro años!

Parecía reír muy quedo, entre dientes, entornando los ojos cual si observara algo muy lejos de allí, con todas aquellas pequeñas arrugas acusándose más en su cara. Había sido una mujer atractiva, pensó Quart. En cierto modo lo seguía siendo. Se preguntó cuántos religiosos, hombres o mujeres, hubieran tenido el valor de hacer lo que ella hizo.

Gris Marsala fue a sentarse en el sillón y Quart permaneció de pie, la chaqueta abierta y las manos en los bolsillos, apoyado en el mueble de los libros y la música, mirándola. Ella le dirigió una sonrisa extraordinariamente amarga:

—¿Ha visitado alguna vez un cementerio de monjas, padre Quart?… Filas de pequeñas lápidas alineadas, todas iguales. Y grabado en ellas, el nombre de religión; no el de bautismo. Lo que fueron consiste exclusivamente en su pertenencia a una orden; lo demás no cuenta ante Dios. Imposible encontrar sepulturas que inspiren más tristeza. Es como esas necrópolis de guerra con miles de cruces que llevan la inscripción «desconocido». Provocan una insufrible sensación de soledad. Y también la pregunta millonaria: ¿De qué ha servido todo esto?

Jugueteaba con uno de los tapetitos de ganchillo puestos sobre los brazos del sofá, y de pronto parecía muy desamparada, lejos de aquel aplomo que reforzaba cada una de sus palabras y gestos. Quart contuvo el impulso de sentarse junto a ella; no se trataba de piedad, sino de oportunidad operativa. Quizá no tuviese mejor ocasión para iluminar los ángulos de sombra de Gris Marsala. Habló con mucho cuidado, pescador que no tensa demasiado el sedal para que el pez no se asuste y escape:

—Son las normas. Usted lo sabía cuando profesó.

Ella lo miró igual que si hubiera hablado en otro idioma.

—Cuando profesé desconocía el sentido de palabras como represión, intolerancia, o incomprensión —sacudió la cabeza—. Ésa es la norma real. Igual que en el
1984
de Orwell, con el ojo de la Gran Hermana sobre ti. Y cuanto más joven y atractiva eres, peor. Comadrees, grupitos, amigas preferidas, celos, envidias… Ya conoce el viejo dicho: se juntan sin conocerse, viven sin amarse, mueren sin llorarse… Si alguna vez dejo de creer en Dios, espero seguir creyendo en el Juicio Final. ¡Cómo me gustaría encontrar allí a algunas de mis compañeras y a todas mis superioras!

—¿Por qué se hizo monja?

—Esto se parece cada vez más a una confesión general. No lo traje aquí para descargar mi conciencia… ¿Por qué se hizo cura?… ¿La vieja historia del padre opresivo y la madre excesivamente afectuosa?

Negó Quart con la cabeza, incómodo. No era ése el terreno al que pretendía llevar la conversación.

—Mi padre murió siendo yo muy niño —dijo.

—Ya. Otro caso de proyección edípica, que diría ese viejo cochino de Freud.

—No creo. También llegué a pensar en hacerme militar.

—Qué literario. El rojo y el negro —había puesto el tapetito sobre sus rodillas y lo doblaba cuidadosamente una y otra vez, con gesto distraído—. Mi padre era celoso, dominante. Y yo temía decepcionarlo. Si analiza a fondo ciertas vocaciones femeninas, sobre todo de chicas que fueron guapas, descubrirá con insospechada frecuencia una angustia de años bajo el acoso continuo de un padre: todos los hombres buscan lo mismo, etcétera. A muchas religiosas, como es mi caso, nos enseñaron desde niñas a tener cuidado con los hombres y a no perder el control frente a ellos… Le sorprendería saber cuántas fantasías sexuales de monjas giran en torno al tema de la bella y la bestia.

Se miraron largamente, sin necesitar palabras. Flotaba ahora entre los dos, percibió el sacerdote, la más grata sensación extraíble del oficio que ambos, de un modo u otro, desempeñaban. Aquella solidaridad singular y dolorosa que sólo era posible entre clérigos reconociéndose unos a otros en un mundo difícil. Una camaradería hecha de rituales, sobreentendidos, intuición, instinto de grupo y soledades paralelas, comprensibles. Soledades compartidas.

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