La piel del tambor (53 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

BOOK: La piel del tambor
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—Don Príamo nunca haría una cosa así.

Quart movió la cabeza, pero no dijo nada. Pensaba en Honorato Bonafé muerto en el confesionario, fulminado por la cólera implacable del Todopoderoso. Era precisamente al padre Ferro a quien él imaginaba haciendo una cosa así.

Un cuarto para las once. Apoyado en un farol bajo el puente de Triana, Celestino Peregil oyó las campanadas del reloj sin levantar la vista de las luces reflejadas en el agua negra del río. Los faros de los automóviles que pasaban por encima corrían a lo largo de la barandilla de hierro, sobre los arcos remachados y los pilares de piedra, y también más allá del parapeto de jardines y terrazas que se levantaba en el paseo de Cristóbal Colón, junto a la Maestranza. Pero abajo, en la orilla, todo estaba tranquilo.

Echó a andar por la explanada bajo el puente, hacia los antiguos muelles del Arenal. La brisa de Sanlúcar empezaba a rizar suavemente la superficie oscura del Guadalquivir, y el fresquito de la noche levantó el ánimo del sicario. Tras las emociones de las últimas horas, todo iba de vuelta a la normalidad. Incluso la úlcera parecía dispuesta a dejarlo en paz. La cita estaba prevista a las once junto al barco donde aguardaban don Ibrahim y sus secuaces, y el propio Gavira le había dado toda clase de instrucciones y seguridades a Peregil para evitar fallos: irían la señora y el cura alto, y él debía limitarse a efectuar la entrega sin problemas. Al párroco lo iban a sacar del
Canela Fina,
y la pareja se haría cargo en uno de los antiguos almacenes del muelle, cuya llave llevaba Peregil en el bolsillo. En cuanto al dinero de los tres malandrines, al asistente le había costado un poco convencer a su jefe de que aflojase lo necesario; pero la urgencia del caso y las ganas del banquero por quitarse de encima al párroco facilitaron las cosas. Con una íntima sonrisa, el esbirro se tocó la barriga: llevaba los cuatro millones y medio en billetes de diez mil escondidos bajo la camisa, en el elástico de los calzoncillos; y en su casa tenía otras quinientas mil que había conseguido colarle de clavo a su jefe a última hora, so pretexto de gastos imprescindibles para llevar la cosa a buen término. Tanta viruta en la cintura lo obligaba a caminar rígido, igual que si llevara un corsé.

Empezó a silbar, optimista. Salvo alguna pareja de novios o un pescador aislado, el paseo hasta los muelles se veía desierto. Unas ranas croaban entre los juncos de la orilla, y Peregil las escuchó, complacido. Asomaba la luna sobre Triana y el mundo era maravilloso. Las once menos cinco. Apretó el paso. Estaba deseando terminar con el sainete para irse derecho al Casino, a ver lo que el medio kilo daba de sí. Reservándose cinco mil duros para un homenaje con Dolores la Negra.

—Hombre, Peregil. Qué sorpresa.

Se paró en seco. Dos siluetas sentadas en uno de los bancos de piedra se habían incorporado a su paso. Una delgada, alta, siniestra: el Gitano Mairena. Otra menuda, elegante, con movimientos precisos de bailarín: el Pollo Muelas. Una nube ocultó la luna, o quizá lo que ocurrió fue que los ojos de Peregil se nublaron de pronto. Tenía puntitos negros bailándole ante los ojos, y la úlcera se le despertó de un modo salvaje. Le flaquearon las piernas. Una lipotimia, pensó. Me voy a caer redondo de una lipotimia.

—Adivina qué día es hoy.

—Miércoles —la voz le salía desmayada, apenas audible, en un amago de protesta—. Me queda un día.

Las dos sombras se acercaron. En cada una de ellas, una más arriba que otra, relucía la brasa de un pitillo.

—Llevas mal las cuentas —dijo el Gitano Mairena—. Te queda una hora, porque el jueves empieza a las doce en punto de esta noche —encendió un fósforo y su llamarada iluminó la mano con su meñique amputado y la esfera de un reloj—. Una hora y cinco minutos.

—Voy a pagar —dijo Peregil—. Os lo juro.

Sonó la risa simpática del Pollo Muelas:

—Pues claro. Por eso vamos a sentarnos los tres juntos, en este banco. Para hacerte compañía mientras llega el jueves.

Ciego de pánico, Peregil echó una ojeada alrededor. Las aguas del río no le ofrecían amparo alguno, y las mismas posibilidades iba a encontrar en una carrera desesperada por el muelle desierto. En cuanto a un arreglo negociado, lo que llevaba encima podía resolver temporalmente el asunto, con dos objeciones: ni cubría la totalidad de la deuda con el prestamista, ni él podía justificar su pérdida ante Pencho Gavira, con quien el montante ascendía ya a once millones como once cañonazos. Eso, sin contar el secuestro del párroco que tenía colgado como una soga al cuello, la cita con la señora y el cura alto, y la cara que iban a poner don Ibrahim, el Potro del Mantelete y la Niña Puñales si los dejaba en la estacada con aquel marrón. A lo que podía sumarse el muerto de la iglesia, la policía, y toda la otra ruina que llevaba encima. De nuevo observó la corriente negra del río. Igual le salía más barato saltar al agua y ahogarse.

Suspiró hondo, muy hondo, y sacó un paquete de cigarrillos. Después miró a la sombra alta y luego a la baja, resignado ante lo inevitable. Quién dijo miedo, pensó. Habiendo hospitales.

—¿Tenéis fuego?

Aún no había prendido un fósforo el Gitano Mairena cuando Peregil ya estaba corriendo a toda mecha a lo largo del muelle, de vuelta hacia el puente de Triana, como si le fuera la vida en ello. Que era exactamente lo que le iba.

Por un momento se creyó a salvo. Apretaba la carrera respirando acompasado, uno, dos, uno, dos, con la sangre golpeándole muy fuerte en las sienes y el corazón, y los pulmones quemaban igual que si se los estuvieran sacando del pecho para volverlos del revés. Corría casi a ciegas en la oscuridad, oyendo detrás las zancadas de los otros, las imprecaciones del Gitano Mairena, el resuello del Pollo Muelas. Un par de veces creyó que le rozaban la espalda o las piernas, y enloquecido de terror apretó el galope, sintiendo que aumentaba la distancia entre él y sus perseguidores. Las luces de los automóviles sobre el puente se acercaban con rapidez. La escalera, se dijo atropelladamente, ofuscado por el esfuerzo. Había una escalera en algún lugar a la izquierda, y arriba calles, luces, coches, gente. Torció a la derecha acercándose al muro en diagonal, algo golpeó su espalda, aceleró de nuevo mientras dejaba escapar un grito de angustia. Allí estaba la escalera: la adivinó, más que vio, en las sombras. Hizo un último esfuerzo, pero cada vez resultaba más difícil coordinar el movimiento de las piernas. Se desacompasaban, perdía terreno, el cuerpo se iba hacia adelante, en el vacío. Sus pulmones eran una llaga dolorosa y no encontraban aire que respirar. De ese modo llegó al pie de la escalera y pensó, fugazmente, que tal vez iba a conseguirlo. Entonces le fallaron las fuerzas y cayó de rodillas, encogido, como si lo hubieran abatido de un escopetazo.

Estaba hecho polvo. Bajo la camisa, los billetes se le pegaban al cuerpo con el sudor. Giró hasta quedar tumbado boca arriba sobre el primer peldaño, y todas las estrellas del cielo se le movían alrededor, igual que en una atracción de feria. Dónde se han llevado todo el oxígeno, pensó, una mano conteniendo los saltos del corazón para que éste no escapara por la boca abierta. A su lado, resoplando, apoyados en la pared, el Gitano Mairena y el Pollo Muelas intentaban recobrar el aliento.

—Qué hijoputa —oyó decir al Gitano, entrecortada la voz
—.
Corre como una bala.

El Pollo Muelas se había puesto en cuclillas, respirando igual que una gaita llena de agujeros. La luz de un farol del puente iluminaba media sonrisa simpática.

—Has estado cojonudo, Peregil, de verdad —dijo casi con ternura, palmeándole la cara en suaves cachetes—. Nos has impresionado un huevo. Palabra.

Después se puso en pie con dificultad, y sin dejar de sonreír le dio otro par de cachetitos amistosos en la mejilla. Luego saltó sobre su brazo derecho, partiéndoselo con un crujido. Así le rompió el primero de los huesos que iban a romperle aquella noche.

Macarena Bruner miró el reloj por enésima vez. Pasaban cuarenta minutos de las once.

—Algo va mal —dijo en voz baja.

Quart estaba seguro de eso, pero no comentó nada. Aguardaban en la oscuridad, junto a la verja cerrada de un embarcadero de patines acuáticos. Sobre sus cabezas, más allá de las palmeras y las buganvillas, tras las terrazas desiertas del Arenal, se veía la cúpula iluminada del teatro de la Maestranza y un ángulo del edificio del Banco Cartujano. Unos trescientos metros orilla abajo, la Torre del Oro iluminada montaba guardia junto al puente de San Telmo. Y justo en la mitad, amarrado al muelle, estaba el
Canela Fina.

—Algo ha salido mal —insistió Macarena.

Llevaba un suéter con las mangas anudadas sobre los hombros. Estaba tensa, inquieta, pendiente del muelle donde tenía que presentarse el hombre de Pencho Gavira. La embarcación en la que según su marido, o ex marido, estaba el padre Ferro, se veía silenciosa y a oscuras, sin rastro de vida. Durante un rato —disponían de tiempo— Quart consideró para sus adentros la posibilidad de que el banquero les hubiese hecho una mala jugada; pero tras darle vueltas descartó la idea. Tal como estaban las cosas, había engaños que Gavira no podía permitirse.

Un soplo de brisa hizo crujir las tablas del embarcadero. El agua chapaleó débilmente en los pilares del muelle. Fuera lo que fuese, algo había alterado el plan; y las cosas amenazaban con desarrollarse de modo menos tranquilizador que el previsto. El instinto de Quart decía que aquel punto muerto auguraba nuevos problemas. Suponiendo que el párroco estuviera en el barco —de lo que no tenían más indicio que la palabra de Gavira—, su rescate iba a complicarse mucho si no hacía acto de presencia el presunto mediador. Quart miró el perfil oscuro y vigilante de Macarena, y luego pensó en el subcomisario Navajo. Tal vez estaban llegando demasiado lejos.

—Quizá fuera conveniente —dijo, con suavidad— llamar a la policía.

—Ni lo pienses —ella no apartaba su atención del muelle desierto y del barco—. Antes tenemos que hablar con don Príamo.

Quart miró a uno y otro lado, bajo las acacias que bordeaban la orilla.

—Pues no viene nadie.

—Ya vendrá. Pencho sabe lo que se juega en esto.

Pero nadie acudió a la cita. Pasaron las doce y la tensión se hizo insoportable. Macarena se paseaba nerviosa junto a la verja del embarcadero. Además, había olvidado sus cigarrillos. Quart se quedó vigilando el
Canela Fina
mientras ella iba hasta una cabina telefónica del paseo, a llamar a su marido. Volvió sombría. El banquero aseguraba que Peregil se comprometió a acudir a las once en punto, con dinero para el rescate. No se explicaba lo ocurrido, pero se reuniría con ellos en quince minutos.

Apareció al cabo de un rato, caminando bajo las acacias hasta unírseles junto al embarcadero. Vestía un polo bajo la americana, pantalón ligero y calzado deportivo. En la oscuridad parecía mucho más moreno que de costumbre.

—No me explico lo de Peregil —dijo a modo de saludo.

No hubo excusas, ni comentarios inútiles. En pocas palabras lo pusieron al tanto de la situación. El banquero estaba muy preocupado por la ausencia de su asistente, y dispuesto a todo con tal de que no mezclaran a la policía. Una cosa era que ésta se las hubiese con el párroco en libertad, y otra muy distinta que los agentes tuvieran que rescatarlo de un secuestro más o menos imputable a Gavira. Mientras hablaban, Quart admiró su sangre fría: no hacía aspavientos, ni protestas de inocencia, ni intentaba convencer a nadie. Había traído cigarrillos, y él y Macarena fumaron con las brasas protegidas en el hueco de la mano. El banquero escuchaba más que hablaba, inclinada la cabeza, dueño de sí. Lo único que parecía preocuparle era que todo se resolviese a gusto de todos. Por fin miró directamente a Quart:

—¿Usted qué opina?

Esta vez no había suspicacia, ni chulería en el tono. Era objetivo y tranquilo: sota, caballo y rey, una consulta técnica antes de pasar a la acción. Su pelo peinado con brillantina reflejaba las luces del río.

Quart sólo dudó un instante. Tampoco a él lo hacía feliz que el párroco pasara de manos de sus secuestradores a las del subcomisano Navajo, sin tiempo para un largo cambio de impresiones. Miró el
Canela Fina.

—Habría que entrar —opinó.

—Pues vamos —dijo Macarena, resuelta.

—Un momento —opuso Quart—. Antes conviene saber qué vamos a encontrar ahí.

Gavira se lo dijo. Según los informes de Peregil, la banda la formaban tres. Un tipo gordo, grande, cincuentón, era el jefe. Había también una mujer y un ex boxeador. Este último podía ser peligroso.

—¿Conoce el barco por dentro? — le preguntó Quart.

Gavira dijo que no, aunque era del tipo común para turistas: una cubierta superior con varias filas de asientos, un puente a proa y un interior con media docena de camarotes, cuarto de máquinas y una cámara. Ése, en concreto, llevaba mucho tiempo fuera de servicio, casi abandonado. Alguna vez se fijó en él mientras tomaba copas en las terrazas del Arenal.

A medida que iba definiéndose la acción, los fantasmas que en las últimas horas habían turbado a Quart se alejaban poco a poco. La noche, el barco a oscuras, la inminencia de un enfrentamiento, lo llenaban de una expectativa casi gozosa, un poco infantil. Era jugar de nuevo, recobrar los viejos gestos conocidos, el control de sí mismo. Recorrer las casillas del sorprendente juego de la Oca que era la vida. Reconocía por fin su territorio, el paisaje incierto del mundo en que se movía habitualmente; y de ese modo retornaba a ser él mismo. De pronto la presencia de Macarena se acotaba de modo tranquilizador en el orden exacto de las cosas, y el templario inseguro podía recobrar la paz del buen soldado. Descubría incluso en Pencho Gavira —y eso era lo singular de aquella situación— a un inesperado camarada de campaña, traído por la brisa del mar y las aguas del río que se deslizaba despacio y manso a sus pies, diluyendo la antipatía que había podido sentir antes, y que sin duda volvería a experimentar mañana. Pero, al menos por una noche, todos los amigos muertos de un templario no estaban muertos. Y le complacía que aquél, inesperado, hubiese venido a pie, sin escolta, caminando solo bajo las acacias oscuras de la orilla en lugar de atrincherarse tras su miedo y todo lo que tenía por perder, y ahora se dispusiera a abordar el
Canela Fina
sin otras palabras que las imprescindibles.

—Vamos de una vez —se impacientó Macarena. En ese momento le daban lo mismo el uno que el otro. Sólo tenía ojos para el barco amarrado en el muelle.

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