Read La piel del tambor Online
Authors: Arturo Pérez-Reverte
—Esas casualidades no ocurren —murmuró Gavira, abismado, muy lejos de allí.
Después, con aspecto de moverse en el límite impreciso de lo real y de un sueño, miró a Quart y luego a Macarena, casi esperando que confirmaran sus pensamientos no expresados. Abría la boca a punto de decir algo, o necesitando, quizás, más aire para respirar. Se mantenía firme, pero su aplomo había desaparecido. De pronto, un semáforo pasó del rojo al verde y el desfile de parabrisas de automóviles los deslumbró a todos con una sucesión de destellos y ráfagas de sol. Gavira parpadeó, enrojeciendo con violencia. Sacudido por una ola de calor inesperado.
—Ahora deben disculparme —dijo—. Tengo una comida de trabajo.
Apretaba un puño llevándoselo hasta la barbilla, como si fuese a golpearse a sí mismo. Y al ponerse en pie, derramó el vaso de cerveza.
Ah, Watson —dijo Holmes—. Puede que tampoco usted se comportara muy elegantemente si se encontrara privado en un instante de esposa y de fortuna.
(A. Conan Doyle.
Aventuras de Sherlock Holmes
)
Un altavoz amplificaba la charla del guía; algo sobre los ocho siglos de la Torre del Oro, con música de fondo de un pasodoble. Al cruzarse, el motor de la lancha de turistas resonó afuera, en las aguas del río, y al cabo de unos instantes el movimiento de su oleaje llegó hasta los costados del
Canela Fina,
balanceando la embarcación atracada al muelle. La cámara olía a rancio y a sudor, entre los mamparos de madera repintada y las manchas de óxido en las planchas de hierro. Mientras motor y música se alejaban, don Ibrahim vio cómo el rayo de sol que entraba por el portillo abierto se desplazaba lentamente a estribor sobre la mesa con restos de comida, haciendo brillar las pulseras de plata en las muñecas de la Niña Puñales antes de retornar lentamente a babor, para inmovilizarse en la calva mal disimulada de Peregil.
—Podíais haber elegido —dijo éste— un sitio que se moviera menos.
Tenía el pelo desordenado sobre el cráneo húmedo de sudor, y se enjugaba la frente con un pañuelo. Lo suyo no eran las superficies oscilantes: ojos de brillo mortecino, semejantes a los de los toros mansos esperando el descabello; piel con ese inconfundible tinte pálido que traen consigo las angustias del mareo. Los barcos de turistas eran muchos, y el aguaje de cada uno lo desencajaba un poco más.
Don Ibrahim no dijo nada. Su propia vida le había enseñado a considerar a los hombres y a ser piadoso con sus miserias y sus vergüenzas. A fin de cuentas la existencia era un sube y baja, y el que más y el que menos terminaba tropezando en un peldaño. Así que retiró silenciosamente la vitola de un Montecristo para acariciar con delicadeza la superficie suave, ligeramente nervuda, de las prietas hojas de tabaco. A continuación lo horadó con la navajita de Orson y se lo llevó a los labios, haciéndolo girar voluptuosamente mientras humedecía el extremo. Saboreando el aroma de aquella perfecta obra de arte.
—¿Qué tal se porta el cura? — preguntó Peregil.
Había cesado el balanceo y mostraba un poco más de entereza, aunque seguía tan pálido como uno de los cirios de la parroquia que sus tres mercenarios habían dejado, temporalmente, sin titular. Con el puro aún sin encender en la boca, don Ibrahim asintió con mucha gravedad. Un gesto apropiado a la materia que los ocupaba, pues se refería a un digno hombre de iglesia; a un santo varón. Y hasta donde alcanzaba, un secuestro no tenía por qué estar reñido con el respeto. Eso lo había aprendido en Hispanoamérica, donde la gente se fusilaba hablándose todo el rato de usted.
—Se porta bien. Muy entero y tranquilo. Como si no fuera con él.
Apoyado en la mesa y procurando mantener los ojos apartados de los restos de comida, Peregil tuvo fuerzas para componer una desmayada sonrisa:
—Es duro el viejo.
—Ozú —dijo la Niña—. De cojones.
Hacía ganchillo, cuatro al aire y dejo dos, moviendo las manos con rapidez entre el tintineo de las pulseras; y de vez en cuando dejaba sobre la falda aguja y labor para darle un tiento a la caña de manzanilla que tenía cerca, junto a la botella más que mediada. El calor le extendía la mancha oscura de maquillaje en torno a los ojos, agrandándoselos, y la manzanilla le había corrido un poco el carmín. Cuando la embarcación se balanceaba lo hacían también sus largos zarcillos de coral.
Don Ibrahim refrendó el comentario de la Niña Puñales enarcando las cejas. En lo tocante al párroco no exageraba ni tanto así. Habían ido a su encuentro pasada la medianoche, en el callejón al que daba la puerta del jardín de la Casa del Postigo, y llevó un rato echarle una manta por la cabeza y maniatarlo camino de la furgoneta —alquilada por veinticuatro horas— que tenían apostada en la esquina. En la refriega, a don Ibrahim se le partió el bastón de María Félix, el Potro tuvo un ojo a la funerala, y a la Niña le saltaron los empastes de dos dientes. Parecía mentira hasta qué punto un abuelete pequeñajo y reseco, cura por más inri, podía defender su pellejo.
Además de mareado, Peregil estaba inquieto. Echarle mano a un sacerdote y mantenerlo un par de días alejado de la circulación no era precisamente la clase de delito que vuelve comprensivos a los jueces. Tampoco don Ibrahim las gozaba todas consigo; pero tenía plena conciencia de que era tarde para envainársela. Además, se trataba de una idea suya; y los hombres como él iban, sin pestañear, a las duras y a las maduras. Amén de que cuatro kilos y medio, sumando lo correspondiente a cada uno de los compadres, era una pasta flora.
Peregil se había quitado, como don Ibrahim, la americana. Pero a diferencia de las sobrias mangas de camisa blanca del indiano, con elásticos sobre los codos, las del asistente de Pencho Gavira lucían un devastador conjunto de rayas blancas y azules con cuello color salmón y una corbata de crisantemos verdes, rojos y malvas que le colgaba en mitad del pecho igual que un manojo marchito. Un cerco de sudor le humedecía el cuello:
—Espero que os atengáis al plan.
Don Ibrahim lo miró con reprobación, ofendido. Él y sus compadres eran precisos cual bisturíes —se pasó un dedo cauto por las cerdas del bigote y la piel churruscada—, salvo imprevistos aleatorios como el del Potro y la gasolina, o la propensión de ciertos carretes fotográficos a velarse cuando les daba la luz. Además, tampoco el plan operativo era como para saltarle a uno los plomos. Todo consistía en retener al párroco día y medio más, y después darle puerta. Algo fácil, bonito y barato, con un toque, un no sé qué de elegante en la ejecución. Stewart Granger y James Mason, incluso Ronald Colman y Douglas Fairbanks junior —don Ibrahim, el Potro y la Niña habían ido a una videoteca para alquilar ambas versiones y documentar debidamente el asunto—, lo hubieran encontrado impecable.
—En cuanto a nuestros emolumentos…
Dejó el ex falso abogado la frase en el aire, por delicadeza, concentrándose en encender el puro. Hablar de dinero entre gente honorable estaba fuera de lugar. Peregil era tan honorable como podía serlo un cojón de pato, pero eso no era óbice para que le concediesen, al menos en lo formal, el beneficio de la duda. Así que aplicó la llama del mechero a un extremo del Montecristo, llenándose boca y fosas nasales con la primera y deliciosa bocanada, y esperó que el otro completara la sugerencia.
—En el momento en que soltéis al cura —apuntó Peregil, un poco más desenvuelto— os pago a los tres. Millón y medio a cada uno, sin IVA.
Rió entre dientes su propia broma mientras sacaba otra vez el pañuelo para secarse la frente, y la Niña Puñales apartó un momento los ojos del ganchillo para echarle una mirada entre las pestañas postizas espesadas con rímmel. También don Ibrahim le dirigió al esbirro una ojeada entre el humo habano, pero en su caso fue de preocupación. No le gustaba el individuo y mucho menos aquella risa, y por un momento se estremeció con la sospecha de si Peregil tendría dinero suficiente para abonar honorarios, o jugaba de farol. Con un suspiro fatalista le dio otra chupada al puro, y de la americana colgada en el respaldo de la silla sacó el reloj al extremo de su cadena. No era fácil ser jefe, pensaba. Nada cómodo aparentar seguridad, dar órdenes o sugerir comportamientos procurando que no te falle la voz, disimulada la incertidumbre tras un gesto, una mirada, una sonrisa oportuna. Igual Jenofonte, el de los quinientos mil aquéllos, o Colón, o Pizarro cuando trazó la raya en el suelo con su espada y dijo de aquí para allá oro y un par de huevos, habían experimentado, también, aquella incómoda sensación de estar pintando el techo y quedarse sujetos a la brocha mientras desaparecía la escalera bajo sus pies, como en los tebeos de Mortadelo.
Don Ibrahim miró con ternura a la Niña Puñales. Lo único que le preocupaba en la posibilidad de ir a la cárcel era que allí se tendrían que separar… ¿Quién iba entonces a cuidar de ella? Sin el Potro, sin él mismo para decirle
ole
cuando tararease una copla, alabar su cocido de los domingos, llevarla a la Maestranza las tardes de buen cartel, darle el brazo cuando se le iba la mano en los bares con la prima rubia de Sanlúcar, la pobre se moriría como un pajarito fuera de su jaula. Y además estaba aquel tablao que debían conseguir a toda costa, para tenerla como a una reina.
—Releva al Potro, Niña.
La Niña contó un par de vueltas de aguja más hasta completar la serie. Movió silenciosamente los labios al hacerlo; y luego, apurando de camino el resto de la caña de manzanilla, se puso en pie para alisarse la falda del vestido de lunares mientras echaba un vistazo por el portillo. Tras los geranios plantados en latas vacías de atún Albo, mustios aunque el Potro del Mantelete los regaba cada noche, se veía el antiguo muelle, un par de embarcaciones amarradas y, al fondo, la Torre del Oro y el puente de San Telmo.
—No hay moros en la costa —dijo.
Después, llevándose la labor de ganchillo, cruzó la cámara con revuelo de falda de volantes almidonados, dejando un espeso aroma a Maderas de Oriente que Peregil acusó de modo visible a su paso. Al abrirse la puerta del camarote, don Ibrahim entrevió por un momento al párroco: de espaldas, sentado en una silla, con los ojos vendados por un pañuelo de seda de la Niña, atadas las muñecas al respaldo con esparadrapo ancho comprado la tarde anterior en una farmacia de la calle Pureza. Seguía tal y como lo habían puesto: quieto, hermético, sin decir esta boca es mía salvo cuando le preguntaban si quería un bocadillo, una copita, o echar una meada; y en esos casos se limitaba a mandarlos a tomar por saco.
Entró la Niña y salió el Potro del Mantelete, cerrando la puerta a su espalda.
—¿Cómo lo lleva? — preguntó Peregil.
—¿Quién?
El Potro se había parado junto a la mesa, el aire perplejo, un ojo maltrecho del zipizape nocturno. Bajo la camiseta de tirantes se le moldeaban los duros y enjutos pectorales aceitados de sudor. Aún lucía una venda en el antebrazo izquierdo. En el hombro opuesto, junto a la marca de la vacuna, llevaba una cabeza de mujer tatuada en azul, con gorro legionario y un nombre ilegible debajo. Don Ibrahim nunca había preguntado si aquel nombre era el de la hembra infiel causa de su ruina, ni el Potro la mencionó jamás. Igual ni se acordaba. De cualquier modo, la vida de cada uno era la vida de cada uno.
—El cura —insistía Peregil con voz desmayada—. Que cómo lo lleva.
El ex torero y ex boxeador consideró largamente la cuestión. Arrugaba el entrecejo balanceándose un poco sobre las piernas, y por fin miró a don Ibrahim igual que un lebrel recibiendo la orden de un extraño, vuelto al amo en busca de confirmación.
—Lo lleva bien —respondió por fin, al no encontrar objeción en los ojos de su jefe y compadre—. Está quieto y no dice nada.
—¿No ha hecho preguntas?
El Potro se restregaba con dos dedos la aplastada nariz mientras hacía memoria, voluntarioso. El calor no aguzaba sus reflejos.
—Ninguna —repuso por fin—. Le desabotoné un poco la sotana para que respire, y tampoco dijo ni pío — reflexionó largamente sobre todo aquello—. Ni que fuera mudo.
—Natural —terció don Ibrahim—. Se trata de un hombre de iglesia. Es la dignidad ofendida.
Se sacudió un poco el faldón de la camisa, pues ya le caía sobre la barriga la primera ceniza del puro, mientras el Potro asentía lento con la cabeza, mirando hacia la puerta cerrada como si acabase de resolver algo que lo hubiera intrigado mucho rato. Será eso, repitió dos veces. La dignidad.
Peregil boqueaba, pálido y sudoroso. Tenía el pañuelo como para escurrirlo en un cubo.
—Me voy —dijo. El humo del habano, con el balanceo, le daba a todas luces la puntilla—. Así que manteneos atentos a mis instrucciones.
Empezó a incorporarse, arreglando maquinalmente el pelo sobre su calva. En ese momento el
Canela Fina
se balanceó al paso de otro barco de turistas, y la mirada de Peregil siguió, con fijeza obsesiva, el movimiento de estribor a babor del rayo de sol que entraba por el portillo de los geranios. La piel se le puso más grasienta y pálida, y aspiró aire igual que un jurel recién pescado, mirando a don Ibrahim y al Potro con ojos de extravío.
—Perdonad —murmuró, la voz ahogada, antes de precipitarse camino de la puerta y la escala.
Fue la peor comida de su vida. Pencho Gavira apenas probó las habas tiernas con chipirones y el salmón a la plancha, y sólo recurriendo a toda su sangre fría llegó a los postres con la sonrisa intacta y sin saltar de la mesa cada cinco minutos para telefonear a su secretaria, que buscaba afanosa a Peregil por toda Sevilla. A veces, en plena conversación con los consejeros del Cartujano, el banquero se quedaba en blanco, pendientes los otros de lo que estaba a medio exponer; y sólo con un inaudito esfuerzo de voluntad era capaz de rematar la cuestión de modo airoso. Habría necesitado todo aquel tiempo para pensar, trazando planes y soluciones a las alternativas que la ausencia del sicario iba haciendo sucederse en su mente; pero no disponía de esa tregua. También esa reunión resultaba decisiva para su futuro, por lo que no podía descuidar a sus comensales. Se batía, por tanto, en dos frentes: como Napoleón contra un ejército inglés y otro prusiano en Waterloo. Una sonrisa, un sorbo de rioja, un planteamiento, una reflexión oculta justo el tiempo de encender un cigarrillo. Poco a poco los consejeros iban entrando por el aro; mas la falta de noticias por parte de Peregil empezaba a ser angustiosa. Gavira tenía la certeza de que su asistente estaba relacionado con la desaparición del cura, y —eso daba sudores fríos— también podía estarlo con la muerte de Bonafé. Aquello le hacía correr estremecimientos por la espina dorsal; pero a pesar de todo el banquero tenía cuajo y aguantaba el tipo. En su lugar, otro con menos arrestos se habría echado a llorar sobre el mantel.