La piel del tambor (55 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

BOOK: La piel del tambor
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—¿Por qué había de hacerlo?

Lo miró Quart, irritado por lo obvio de todo aquello:

—Pues qué quiere que le diga. Es la única versión creíble. Será más difícil sostener su inocencia si les cuenta que cerró la iglesia sabiendo que había un muerto dentro.

Don Príamo Ferro se mantuvo inexpresivo, igual que si nada fuera con él. Entonces Quart, en tono áspero, le recordó que habían pasado los tiempos en que las autoridades aceptaban como artículo de fe la palabra de un sacerdote; y menos cuando a éste le aparecían cadáveres en el confesionario. Pero el párroco no prestaba atención a sus palabras, limitándose a dirigirle largas y silenciosas miradas a Macarena. Después se quedó otro rato callado, de nuevo sumido en la contemplación del río:

—Dígame una cosa… ¿Qué es lo que conviene a Roma?

Aquello era lo último que esperaba oír Quart. Se movió en su asiento, impaciente.

—Olvídese de Roma —dijo con mal humor—. No es usted tan importante. De todos modos habrá un escándalo. Imagínese: un sacerdote sospechoso de asesinato, y en su propia iglesia.

Si se lo imaginaba, no lo dijo. Se había llevado una mano a la cara y se rascaba la barba. Por alguna extraña razón parecía expectante. Casi divertido.

—Bien —asintió al fin—. Parece que lo ocurrido conviene a todo el mundo. Usted se libra de la iglesia —le dijo a Gavira, que guardó silencio— y ustedes —a Quart— se libran de mí.

Macarena se puso en pie con una exclamación de protesta.

—No diga eso, don Príamo. Hay gente que necesita esa iglesia, y lo necesita a usted. Yo lo necesito. La duquesa también —miró a su marido, desafiante—. Y mañana es jueves, no lo olvide.

Por un momento el duro perfil del padre Ferro pareció dulcificarse un poco.

—No lo olvido —dijo. De nuevo la linterna dibujaba el relieve de la piel tallada a buril—. Pero hay cosas que ya no están en mis manos… Dígame una cosa, padre Quart: ¿Usted cree en mi inocencia?

—Yo sí creo —dijo Macarena, y sus palabras sonaron a súplica. Pero los ojos del párroco seguían fijos en Quart.

—No lo sé —repuso éste—. De veras no lo sé. Aunque lo que yo crea o deje de creer no importa. Usted es un clérigo; un compañero. Mi deber es ayudarlo cuanto pueda.

Príamo Ferro miró a Quart de un modo singular, como no lo había hecho nunca hasta entonces. Una mirada por una vez desprovista de dureza. Agradecida, tal vez. El mentón del anciano tembló un momento, cual si fuese a pronunciar palabras que se resistían en sus labios. De pronto parpadeó apretando los dientes, todo aquello fue borrado en el acto de su rostro, y sólo quedó el pequeño y desabrido párroco que paseó alrededor una mirada hostil, antes de fijarla de nuevo en Quart:

—Usted no puede ayudarme —dijo—. Ni nadie puede hacerlo… No necesito coartadas, ni testimonios, porque cuando yo cerré la puerta de la sacristía, ese hombre estaba muerto dentro del confesionario.

Quart cerró los ojos un segundo. Aquello no dejaba salida.

—¿Cómo puede estar seguro? — preguntó, aunque conocía la respuesta.

—Porque yo lo maté.

Macarena dio bruscamente la vuelta, conteniendo un gemido, y se agarró a la barandilla sobre el río. Pencho Gavira encendió otro cigarrillo. En cuanto al padre Ferro, se había puesto en pie abotonándose con dedos torpes la sotana.

—Y ahora —le dijo a Quart— es mejor que me entregue a la policía.

La luna se iba despacio por el Guadalquivir, al encuentro de la Torre del Oro que se reflejaba a lo lejos, en la corriente. Sentado en la orilla, con los pies colgando a poca distancia del agua, don Ibrahim inclinaba la cabeza, abatido, restañándose con el pañuelo la sangre que le goteaba de la nariz. Tenía los faldones de la camisa fuera, descubriendo la gruesa barriga manchada de café y grasa del barco. Tumbado junto a él, boca abajo igual que si le hubieran contado hasta diez y ya diese lo mismo, el Potro del Mantelete miraba también el agua negra, silencioso, enarcada una ceja; perdido en lejanos ensueños de plazas de toros y tardes de gloria, de aplausos bajo los focos, en la lona de un ring. Inmóvil como un lebrel cansado y fiel que aguardara junto a su amo.

Y le dicen los madrugadores:

María Paz qué es lo que esperas…

Al pie de la escalinata de piedra que bajaba hasta el mismo río, la Niña Puñales mojaba la punta de su vestido entre los juncos de la orilla y se la pasaba por las sienes, canturreando bajito una copla. Sonaba queda en el rumor del agua su voz ronca de manzanilla y derrota. Y las luces de Triana hacían guiños desde el otro lado, mientras la brisa que venía de Sanlúcar y del mar, y —contaban— de América, rizaba un poquito el río para aliviar las penas de los tres compadres:

…Quien te dio juramento de amores

ya es soldao de otra bandera.

Don Ibrahim se llevó una mano maquinalmente al pecho y luego la hizo caer en el regazo. Se había dejado atrás, a bordo del
Canela Fina,
el reloj de don Ernesto Hemingway, y el mechero de García Márquez, y el sombrero panamá, y los puros. Y con los últimos jirones de dignidad y vergüenza, aquellos nunca vistos cuatro millones y medio con los que iban a ponerle un tablao a la Niña. Había hecho muchos negocios ruinosos en su vida; pero como aquél, ninguno.

Suspiró muy hondo, un par de veces, y apoyándose en el hombro del Potro se puso torpemente en pie. La Niña Puñales ya subía del río, recogiéndose con gracia la falda húmeda de lunares y volantes, y a la luz de las farolas del Arenal el ex falso letrado contempló con ternura el caracolillo deshecho sobre su frente, las greñas del moño desordenadas en las sienes, el rímmel corrido de los ojos y aquella boca marchita de la que se había borrado el carmín. El Potro se levantaba también, con su camiseta blanca de tirantes, y hasta don Ibrahim llegó su olor a sudor masculino y honrado. Y entonces, disimulada en la oscuridad, por la mejilla del indiano —aún chamuscada por la botella de Anís del Mono—, se fue abajo una lágrima redonda, gruesa, que le quedó colgando en la barbilla donde ya empezaba a azulear la barba de noche tan infausta.

Pero estaban los tres a salvo, y aquello era Sevilla. Y el domingo toreaba Curro Romero en La Maestranza. Y Triana se erguía iluminada al otro lado del río, como un refugio, custodiada cual centinela impasible por el perfil de bronce de Juan Belmonte. Y había once bares en trescientos metros, en el Altozano. Y la sabiduría, el tiempo cambiante y la piedra inmutable aguardaban en el fondo de botellas de cristal negro y manzanilla rubia. Y en algún sitio una guitarra rasgueaba impaciente, en espera de la voz que le templara una copla. Y después de todo, nada era tan importante. Un día, don Ibrahim, el Potro, la Niña, el rey de España y el papa de Roma, todos ellos estarían muertos. Pero aquella ciudad seguiría allí, donde siempre estuvo, oliendo a azahar y naranjas amargas, y a dama de noche, y a jazmín en primavera. Mirándose en el río por el que habían llegado y se habían ido tantas cosas buenas y malas, tantos sueños y tantas vidas:

Paraste el caballo,

yo lumbre te di

y fueron dos verdes

luceros de mayo

tus ojos pa mí…

Cantó la Niña. Y como si el cantar fuera una señal, un lejano redoble de tambor o un suspiro tras una reja, los tres compadres se pusieron en marcha, el uno junto al otro, sin mirar atrás. Y la luna los fue siguiendo silenciosamente por el agua del río, hasta que se alejaron entre las sombras y sólo quedó atrás, muy bajito, el eco de la última copla de la Niña Puñales.

XIV. La misa de ocho

Hay personas —entre las que me cuento— que detestan los finales felices.

(Vladimir Nabokov.
Pnin
)

Detrás de su mampara de vidrio blindado, el policía de guardia miraba con curiosidad el traje negro y el alzacuello de Lorenzo Quart. Al cabo de un rato dejó su puesto ante los cuatro monitores del circuito cerrado que vigilaba el exterior de la Jefatura de Policía y le trajo una taza de café. Quart dio las gracias, reconfortado por el líquido caliente, viendo alejarse la espalda con esposas y dos cargadores de balas junto a la culata de la pistola. Los pasos del guardia, y después la puerta de la garita al cerrarse, resonaron en el silencio del vestíbulo, que era frío, luminoso y blanco, de una limpieza obsesiva. La luz de neón daba un tono aséptico, de hospital, al mármol del suelo y a la escalera con pasamanos de acero inoxidable. En la pared, junto a una puerta cerrada, un reloj digital marcaba, rojo sobre negro, las tres y media de la madrugada.

Llevaba casi dos horas allí. Al desembarcar del
Canela Fina,
Pencho Gavira se había ido directamente a su casa, tras cambiar unas palabras con Macarena y extender a Quart una mano que estrechó éste en silencio. Estamos en paz, padre. Lo dijo sin sonreír, mirándolo con fijeza antes de girar sobre sus talones y alejarse, la chaqueta sobre los hombros, camino de la escalinata que conducía al Arenal. Era imposible saber si se refería al asunto del párroco, o a Macarena. De un modo u otro, aquel gesto deportivo le salía al banquero muy barato. Atenuada su responsabilidad en el secuestro gracias a la intervención de última hora, seguro de que ni Macarena ni Quart iban a plantearle problemas, inquieto sólo por la suerte de su asistente y el dinero del rescate, Gavira había tenido el detalle de no alardear de la posición en que los acontecimientos lo dejaban respecto a Nuestra Señora de las Lágrimas. Tras la confesión del padre Ferro, el vicepresidente del Banco Cartujano era sin duda gran triunfador de la noche. Difícil imaginar que alguien se interpusiera todavía en su camino.

En cuanto a Macarena, parecía moverse por el umbral de una pesadilla. En la cubierta del
Canela Fina,
vuelta hacia el río, Quart había visto estremecerse sus hombros mientras ella decía adiós, entre lágrimas, al sueño que se hundía en las aguas negras, a sus pies. Ya no pronunció una sola palabra. Después que condujeron al párroco a la Jefatura de Policía, Quart la acompañó en un taxi hasta su casa; y tampoco entonces Macarena dijo nada. La dejó sentada en el patio junto a la fuente de azulejos, a oscuras, y cuando murmuró una indecisa despedida antes de irse, ella miraba la torre apagada del palomar. En el rectángulo de cielo negro, la noche seguía pareciendo un telón de teatro pintado de puntitos luminosos sobre la Casa del Postigo.

Sonaron una puerta, voces y pasos al extremo del vestíbulo blanco, y Quart se mantuvo alerta, la taza de café todavía en la mano. Pero nadie apareció, y al cabo de un momento sólo quedaba otra vez el silencio bajo el neón, y la imagen estática, en blanco y negro, de la calle deformada por el objetivo gran angular en los monitores del policía. Se levantó Quart dando unos pasos sin rumbo, y cuando estuvo frente al panel de vidrio blindado el agente le sonrió con embarazosa simpatía. Compuso otra sonrisa similar y se asomó a la puerta de la calle. Había otro guardia allí, con chaleco antibalas azul oscuro y un subfusil colgado del hombro, paseando aburrido bajo las grandes palmeras de la entrada. La Jefatura estaba situada en la parte moderna de la ciudad, y en el cruce de calles, desierto a aquellas horas, los semáforos iban lentamente del rojo al verde, del verde al ámbar.

Se esforzaba en no pensar. Es decir: reflexionaba sólo sobre las circunstancias técnicas del caso. La nueva situación del padre Ferro, los aspectos judiciales, los informes que debía mandar a Roma apenas amaneciese… Y procuraba que todo lo demás —sensaciones, incertidumbres, intuiciones— no se adueñara de él, quitándole la serenidad necesaria en su trabajo. Tras el tenue límite de todo aquello, al acecho del menor resquicio para adueñarse del panorama, sus viejos fantasmas pugnaban por unirse a los nuevos; con la diferencia de que esta vez el sacerdote Lorenzo Quart sentía los redobles en su propia piel. Era fácil quedar al margen cuando algo —aunque sólo fuera una cierta idea de uno mismo— se interponía entre la acción y sus consecuencias; pero ya no lo era tanto mantener el pulso firme cuando se escuchaba la respiración de la víctima. O cuando se la reconocía como álter ego, y los conceptos del bien y el mal, lo justo y lo inconveniente, difuminaban sus contornos en aquella terrible certeza.

Se contempló un largo rato en el reflejo oscuro del cristal de la puerta. El pelo gris muy corto de quien en otro tiempo había sido buen soldado. El rostro delgado que reclamaba una cuchilla y espuma de afeitar. El alzacuello negro y blanco que ya no podía mantenerlo a salvo de nada. Era un largo camino para encontrarse de nuevo en el rompeolas batido por la lluvia, con las gotas de agua cayendo por la mano fría, tan desamparada como la del niño que se aferraba a ella. Como los brazos que descendían de la cruz a un Cristo de vidrio inexistente, reducido a un hueco silueteado de plomo en la ventana que Gris Marsala se obstinaba en recomponer.

Una puerta se abrió al otro lado del vestíbulo, y el ruido de voces llegó hasta Quart. Al volverse vio que Simeón Navajo venía hacia él; su camisa roja garibaldina era un brochazo de color en la aséptica blancura del vestíbulo. Así que le devolvió la taza vacía al guardia de la garita y fue a su encuentro. El subcomisario se secaba las manos con una toalla de papel. Acababa de salir de los lavabos, y el pelo húmedo estaba tenso hacia atrás, recién sujeto en su nuca por la coleta. Tenía cercos de fatiga en torno a los ojos, y las gafas redondas le resbalaban hacia la punta de la nariz.

—Ya está —dijo, arrojando la toalla a una papelera—. Acaba de firmar su declaración.

—¿Sostiene que mató a Bonafé?

—Sí —Navajo encogía los hombros casi excusándose por aquello. Son cosas que pasan, decía el gesto; ni usted ni yo tenemos la culpa—. Y preguntado por las otras dos muertes, cosa que hemos hecho por puro trámite, resulta que ni las afirma ni las niega. Es un fastidio, porque eran casos cerrados, y ahora nos obliga a reabrir la investigación…

Metió las manos en los bolsillos, dio unos pasos en dirección a la puerta y se detuvo allí, mirando las luces de la calle desierta.

—La verdad —añadió— es que su colega no resulta muy comunicativo. Se ha limitado a responder sí o no casi todo el rato, o a guardar silencio como le aconsejaba el abogado.

—¿Sólo eso?

—Sólo eso. Ni siquiera cuando hemos hecho el careo con la señora, o señorita… o hermana Marsala, como se diga, lo he visto pestañear.

Quart miró hacia la puerta:

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