La princesa de hielo (37 page)

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Authors: Camilla Läckberg

Tags: #Policíaco

BOOK: La princesa de hielo
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—¿Qué van a pensar mis hijas?

Le dio la impresión de que Pernilla no había pensado que, aparte de Dan y ella, había más personas afectadas por la situación.

—Lo sabrá todo el mundo, ¿verdad? Me refiero a lo del niño. ¿Qué van a pensar las niñas?

La sola idea parecía infundirle pánico y Erica se esforzaba por calmarla.

—La policía tiene que saber que era Dan quien se veía con Alex, pero eso no significa que todo el mundo tenga que saberlo. Vosotros decidiréis qué le contáis a las niñas. Tú aún conservas el control.

Al parecer, sus palabras tranquilizaron a Pernilla que tomó un par de tragos de café. A aquellas alturas, debía de estar frío, pero a ella no pareció importarle. Erica sintió, por primera vez, una intensa furia contra Dan. Le sorprendía que hubiese tardado tanto, pero ahora la sentía crecer en su interior. ¿Cómo podía ser tan estúpido? ¿Cómo había podido tirar por la borda lo que tenía, con o sin atracción? ¿No comprendía lo afortunado que era? Cruzó las manos sobre la rodilla e intentó, sin palabras, comunicarle a Pernilla que estaba con ella; pero no supo si recibía o no el mensaje.

—Gracias por escucharme. De verdad que aprecio que lo hayas hecho.

Sus miradas se cruzaron. No había pasado ni una hora desde que Pernilla llamó a la puerta, pero Erica había aprendido mucho en ese tiempo, y, sobre todo, de sí misma.

—¿Podrás arreglártelas? ¿Tienes adónde ir?

—Pienso ir a casa —dijo Pernilla con voz clara y resuelta—. No voy a permitir que ella me aleje de mi casa y de mi familia. No pienso darle esa satisfacción. Pienso irme a casa con mi marido para solucionar esto. Pero no será sin condiciones. A partir de ahora, las cosas se harán de otro modo.

Erica no pudo evitar esbozar una sonrisa, pese a lo trágico de la situación. Dan tendría que vérselas con más de un obstáculo, eso estaba claro. Pero se lo tenía merecido.

Se abrazaron brevemente junto a la puerta. Mientras Pernilla, ya sentada al volante, se alejaba de allí, Erica deseó de corazón que Dan y ella fuesen felices. Sin embargo, no podía evitar sentir cierto desasosiego. La imagen de la mirada de Pernilla, llena de odio, no abandonaba su memoria. En aquella mirada no había lugar para la compasión.

T
enía todas las fotografías extendidas ante sí sobre la mesa. Lo único que le quedaba de Anders eran las fotografías. Casi todas antiguas y amarillentas. Hacía muchos años que no había motivo para hacerle una foto. Los retratos de cuando era un bebé eran en blanco y negro y, cuando fue creciendo, pasaron a ser en color. Anders fue un niño feliz. Algo indómito, pero siempre alegre. Considerado y amable. Se había ocupado de ella y se había tomado en serio su papel de hombre de la casa. A veces, demasiado en serio, tal vez; pero ella lo dejaba hacer. Lo hizo, bien o mal. ¡Era tan difícil saberlo! Tal vez hubiese debido hacerlo todo de otro modo, o tal vez el modo no hubiese importado lo más mínimo. Quién sabe.

Vera sonrió al ver una de sus fotos favoritas. Anders en su bicicleta, orgulloso como un gallo. Ella había trabajado muchas noches y fines de semana haciendo horas extra para poder comprársela. Era una bicicleta de color azul oscuro y tenía un asiento, de esos que llamaban de gota, que según Anders era lo único que le pediría en toda su vida. Había suspirado por aquella bicicleta más que por ninguna otra cosa en el mundo y Vera no olvidaría jamás la expresión de su cara cuando se la regaló el día de su octavo cumpleaños. Paseaba en ella siempre que podía y, en aquella foto, había conseguido captarlo justo cuando pedaleaba a toda velocidad. Su cabello largo se rizaba sobre el cuello de la ajustada sudadera Adidas con sus rayas blancas en las mangas. Así era como quería recordarlo. Antes de que todo empezara a torcerse.

Vera llevaba mucho tiempo esperando aquel día. Cada llamada telefónica, cada toque en la puerta, le traía el miedo. Aquella llamada o aquel toque en la puerta podía ser el que le trajera lo que ella tanto había temido durante tanto tiempo. Y, a pesar de todo, nunca creyó del todo que ese día llegaría al fin. Iba en contra de las leyes de la naturaleza el que un hijo muriese antes que sus progenitores y quizá por eso fuese tan difícil imaginar esa posibilidad. La esperanza es lo último que se pierde y, en cierto modo, ella confiaba en que todo se arreglaría de alguna manera. Aunque fuese mediante un milagro. Pero no había milagros. Ni esperanza. Lo único que le quedaba era la desesperanza y un montón de viejas fotos amarillentas.

El tic tac del reloj de la cocina resonaba estridente en medio del silencio. De repente, tomó conciencia de hasta qué punto su casa estaba descuidada. No había reparado nada durante años, y se notaba. Había mantenido a raya la suciedad, pero no había logrado limpiar los residuos de la indiferencia, que parecía adherida a paredes y techo. Todo era gris, sin vida. Desaprovechado. Eso era lo que más la apesadumbraba. Que todo estaba desaprovechado, malgastado.

El alegre rostro que Anders lucía en las fotos se burlaba de ella. Era la prueba más evidente de que ella había fracasado. Su misión consistía en mantener esa sonrisa en su semblante, darle algo en lo que creer, esperanza y, ante todo, amor para el futuro. En cambio, ella se había quedado callada mientras veía cómo le arrebataban todo aquello. Había descuidado su labor de madre, una vergüenza que jamás conseguiría lavar de su conciencia.

Le sorprendió comprobar lo escasas que eran las pruebas de que Anders hubiese estado vivo. Los cuadros habían desaparecido, los pocos muebles que tenía en el apartamento acabarían en la basura, si nadie los quería. En su casa no quedaba ninguna de sus pertenencias, que él había vendido o destrozado con el uso a lo largo de los años. La única evidencia de que había existido era aquel puñado de fotografías que ella tenía sobre la mesa. Y sus recuerdos. Claro que existiría también en el recuerdo de otras personas, pero como un desgraciado borracho, no como alguien a quien añorar ni por quien llorar. Ella era la única que conservaba buenos recuerdos de él. En ocasiones, resultaba difícil dar con ellos, pero existían y, en un día como aquél, eran los únicos que le venían a la memoria. Los demás quedaban prohibidos.

Los minutos se convirtieron en horas y Vera seguía sentada ante la mesa de la cocina mirando las fotografías. Empezó a sentir rígidas las articulaciones y a sus ojos cansados les costaba distinguir los detalles de las fotos a medida que la oscuridad del invierno ahogaba la casa, pero eso daba igual. Ahora, ya estaba completa e implacablemente sola.

E
l timbre de la puerta retumbó en la casa. Le llevó tanto tiempo oír que alguien se movía dentro, que ya estaba a punto de volver al coche, pero, tras un rato de espera, oyó que alguien se acercaba despacio. La puerta se abrió lentamente y allí estaba Nelly, que lo miraba inquisitiva. Se asombró al ver que abría ella misma. En efecto, se había imaginado que un adusto mayordomo enfundado en reluciente librea le mostraría el camino hacia el interior de la casa. Claro que ya no habría quien tuviera mayordomos.

—Hola, soy Patrik Hedström, de la policía de Tanumshede. Quería ver a su hijo, Jan.

Patrik había llamado antes a la oficina, pero allí le habían comunicado que Jan trabajaba hoy desde casa.

La anciana no pestañeó siquiera, sino que se hizo a un lado y lo dejó pasar.

—Un momento, voy a llamarlo.

Con paso lento pero elegante, Nelly se dirigió a una puerta que resultó ocultar una escalera que conducía hacia abajo. Patrik había oído decir que Jan habitaba el piso del sótano de la lujosa casa, y concluyó que allí era donde desembocaba la escalera.

—Jan, tienes visita. La policía.

Patrik se preguntó si la débil voz quebrada de Nelly se oiría en el fondo, pero unos pasos en la escalera le confirmaron que, en efecto, así fue. Cuando Jan llegó al descansillo, madre e hijo cruzaron una mirada cómplice cargada de mensajes secretos. Después, Nelly se retiró a sus habitaciones, con un gesto de asentimiento a modo de saludo hacia Patrik, mientras Jan se le acercaba con la mano extendida y una sonrisa que dejaba ver un montón de dientes. Patrik pensó en un aligátor. Un aligátor sonriente.

—Hola. Soy Patrik Hedström, de la comisaría de Tanumshede.

—Jan Lorentz. Encantado.

—Estoy trabajando en la investigación del asesinato de Alex Wijkner y quisiera hacerte unas preguntas, si no te importa.

—Por supuesto. No veo cómo podría ayudar, pero ése es vuestro trabajo, no el mío, ¿verdad?

De nuevo la sonrisa de aligátor. Patrik sintió que se le iban los dedos: se moría de ganas de borrar aquella sonrisa que lo sacaba de quicio.

—Si no te importa, podemos bajar a mi apartamento. Así no molestaremos a mi madre.

—Claro, ningún inconveniente.

A Patrik le resultaban extraños aquellos arreglos de vivienda. En primer lugar, no soportaba a los hombres adultos que aún vivían en casa de su madre; en segundo lugar, le costaba entender que Jan aceptase verse relegado a un oscuro sótano, mientras que la anciana vivía en la magnificencia de aquellos doscientos metros cuadrados, como mínimo. Habría sido lógico que Jan pensase que, de haber estado con ellos, a Nils no le habría tocado vivir en el sótano.

Patrik lo acompañó escaleras abajo y tuvo que admitir que, para ser un sótano, no estaba nada mal. No habían escatimado en ningún gasto y el apartamento había sido decorado por alguien que deseaba mostrar su poder adquisitivo. Por todas partes había cordones dorados, terciopelo y brocados, de las mejores marcas, seguramente; aunque, por desgracia, la falta de luz natural no le hacía justicia a tan rica decoración. Por el contrario, el conjunto recordaba ligeramente al ambiente de un burdel. Patrik sabía que Jan estaba casado y se preguntaba si sería su esposa quien había insistido en aquella decoración o si había sido él mismo. Según su propia experiencia, se inclinaba por la esposa.

Jan le indicó el camino hasta un pequeño despacho donde, además del escritorio y un ordenador había un sofá. Se sentaron cada uno en un extremo y Patrik sacó su bloc de notas del maletín. Había decidido esperar al máximo antes de mencionar la muerte de Anders Nilsson y no decirle a Jan nada al respecto hasta que fuese absolutamente necesario. La estrategia y la oportunidad eran factores importantes si quería sacarle a Jan Lorentz alguna información útil.

Miró al hombre que tenía frente a sí examinándolo. Su aspecto era, sencillamente, demasiado perfecto. La camisa y el traje no presentaban una sola arruga y el nudo de la corbata era ejemplar. Jan estaba recién afeitado, no tenía ni un cabello fuera de lugar y todo su ser irradiaba sosiego y confianza. También en este caso, la experiencia le decía a Patrik que todas las personas a las que interrogaba la policía se conducían con más o menos nerviosismo, aunque no tuviesen nada que ocultar. Una apariencia de total tranquilidad indicaba que la persona en cuestión tenía algo que ocultar: así rezaba la teoría de Patrik, de confección absolutamente casera. Y había resultado ser cierta con una frecuencia extraordinaria.

—¡Qué lugar más agradable! —comentó Patrik pensando que no podía hacer ningún mal mostrándose educado.

—Sí, fue Lisa, mi esposa, quien eligió la decoración. Y, en mi opinión, lo hizo con bastante acierto.

Patrik miró a su alrededor observando el pequeño y oscuro despacho, decorado hasta la saciedad con cojines con lazos dorados y reluciente mármol. Un excelente ejemplo de lo que podía lograrse con poco gusto y mucho dinero.

—¿Están ya cerca de alguna solución?

—Hemos obtenido bastante información y empezamos a forjarnos una idea de lo que pudo suceder.

No del todo cierto, pero debía intentar amedrentarlo un poco.

—¿Conocías a Alex Wijkner? Por ejemplo, tengo entendido que tu madre acudió al funeral.

—No, en realidad, mentiría si dijera que la conocía. Claro que sabía quién era, aquí en Fjällbacka todo el mundo se conoce más o menos. Pero su familia dejó el pueblo hace muchos años. Si nos veíamos por la calle, nos saludábamos, pero poco más. En cuanto a mi madre…, no puedo responder por ella. Tendrás que preguntárselo directamente.

—Durante la investigación hemos sabido, por ejemplo, que Alex Wijkner mantenía…, ¿cómo decirlo?…, una relación con Anders Nilsson. Supongo que sabes quién es, ¿no?

Jan sonrió. Una sonrisa torcida, despreciativa.

—Sí, claro, nadie que viviera aquí podía evitar conocer a Anders. Más que conocido, podría decirse que era célebre. ¿Y dices que Alex y él tenían una aventura? Perdona, pero me cuesta imaginarlo. Una pareja algo desigual, por lo menos. Entiendo lo que él pudo ver en ella, pero no se me ocurre por qué le habría interesado a ella relacionarse con él. ¿Estás seguro de que no habéis malinterpretado algo?

—Estamos seguros de que es así. Y a Anders, ¿lo conocías?

De nuevo aquella sonrisa de superioridad en los labios de Jan, pero en esta ocasión aún más manifiesta. El joven negó burlón con la cabeza.

—Pues no, qué quieres que te diga. No nos movíamos exactamente en los mismos círculos, a decir verdad. A veces lo veía en la plaza con los otros borrachos, pero conocerlo, desde luego que no.

Era evidente que la sola idea le parecía absurda.

—Nosotros nos codeamos con gente de una clase social muy distinta y los borrachines del pueblo no se cuentan entre los de nuestro círculo de amigos.

Jan despachó la pregunta de Patrik como si fuese una broma, pero ¿no había visto un atisbo de inquietud en sus ojos? De ser así, tal indicio se borró tan rápido como había aparecido, pero Patrik estaba convencido de haberlo notado. A Jan le incomodaban las preguntas sobre Anders. Bien, pues, en tal caso, Patrik podía dar por cierto que iba por buen camino. Se permitió el lujo de disfrutar de su siguiente pregunta antes de haberla formulado, e hizo una pausa dramática antes de decir, con inocente sorpresa:

—Pero entonces ¿cómo es que últimamente Anders realizó un montón de llamadas telefónicas a este número?

Con enorme satisfacción, vio que la sonrisa de Jan se esfumaba de su rostro. Evidentemente, la pregunta lo había hecho perder el control y, por un instante, Patrik pudo ver a través del escudo de dandy que Jan tanto se esforzaba en cultivar. Detrás de la fachada vio un miedo auténtico. Jan recobró por fin el temple, pero intentó ganar tiempo mientras, con gran parsimonia, encendía un puro y se esforzaba por no mirar a Patrik a los ojos.

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