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Authors: William Goldman

Tags: #Aventuras

La princesa prometida (27 page)

BOOK: La princesa prometida
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Cuando los niños comenzaron a encontrarle gracioso, Fezzik empezó a considerar todo aquello como degradante, aunque en aquel momento ignoraba la palabra. Ya no hubo más gritos. Sólo risas. Risas, pensó Fezzik, y luego pensó, prisas… Para aquellos niños no era más que un payaso, una cosa enorme y graciosa que no hacía demasiado ruido. Risas, prisas, acaso payaso claudicante de ahora en adelante.

Fezzik se acurrucó en la cueva e intentó considerar los aspectos positivos de su situación. Al menos no le estaban lanzando cosas.

De momento.

Westley despertó encadenado en el interior de una jaula gigantesca. Comenzaba a supurarle el hombro a raíz de las mordeduras de los RAG. Momentáneamente pasó por alto su incomodidad e intentó acostumbrarse al sitio donde se encontraba.

Estaba claro que se encontraba bajo tierra. No era la falta de ventanas lo que le dio esa certeza, sino la humedad. Desde lo alto le llegaron unos sonidos animales: el rugido ocasional de un león, o el del leopardo.

Poco después de haber recuperado el sentido, apareció el albino exangüe, con la piel tan pálida como un abedul muerto. La luz de la vela que servía para iluminar la jaula hacía aparecer al albino como una criatura que jamás hubiera visto el sol. El albino llevaba una bandeja con muchas cosas: vendas, comida, polvos curativos y brandy.

—¿Dónde estamos? —inquirió Westley.

El albino se encogió de hombros.

—¿Quién eres?

Volvió a encogerse de hombros.

Al parecer ésa era toda la conversación de que era capaz el hombre. Westley le formuló una pregunta tras otra mientras el albino le curaba y le vendaba la herida. Después le dio de comer un plato caliente que encontró sorprendentemente bueno y abundante.

Se encogió de hombros de nuevo.

—¿Quién sabe que estoy aquí?

Volvió a encogerse de hombros.

—Miente si quieres, pero al menos di algo…, contéstame. ¿Quién sabe que estoy aquí?

Un susurro.

—Yo lo sé. Ellos lo saben.

—¿Ellos?

Otra vez encogimiento de hombros.

—¿Te refieres al príncipe y al conde?

Inclinación de cabeza.

—¿Nadie más?

Volvió a inclinar la cabeza.

—Cuando me trajeron aquí estaba medio inconsciente. El conde era quien daba las órdenes, pero me llevaban tres soldados. Ellos también lo saben.

Negación de cabeza. Un susurro.

—Lo sabían.

—Entonces, ¿voy a morir?

Encogimiento de hombros.

Westley se recostó en el suelo de la gigantesca jaula subterránea y se dedicó a observar cómo el silencioso albino volvía a colocarlo todo en la bandeja y desaparecía sin hacer ruido. Si los soldados estaban muertos, sin duda no sería irrazonable deducir que él no iba a tardar en seguir la misma suerte. Pero si deseaban eliminarlo, sin duda tampoco sería irrazonable deducir que no tenían la menor intención de hacerlo de inmediato; de lo contrario, ¿para qué iban a curar sus heridas, a devolverle sus fuerzas con esa comida deliciosa y caliente? No, no había llegado la hora de su muerte. Pero mientras tanto, considerando las personalidades de sus captores, no resultaba del todo irrazonable deducir que harían lo imposible por hacerle sufrir.

Mucho.

Westley cerró los ojos. Le esperaba todo tipo de dolores y tenía que estar preparado. Tenía que preparar su cerebro, tenía que controlar su mente y protegerla de sus esfuerzos, para que no lograsen quebrarlo. No permitiría que lo quebrasen. Se mantendría íntegro contra viento y marea. Si le daban el tiempo suficiente para prepararse, sabía que podría derrotar el dolor. Pero resultó que le concedieron tiempo suficiente (faltaban meses para que la Máquina estuviera lista).

Pero, de todos modos, lograron quebrarlo.

Finalizado el trigésimo día de festejos y cuando aún quedaban otros sesenta días de fiesta por disfrutar, a Buttercup la asaltó la genuina preocupación de que quizá le faltara la fuerza para soportarlo. Sonrisas, más sonrisas, estrechar manos, una reverencia y gracias, una y otra vez. Un solo mes la había dejado exhausta, ¿cómo iba a sobrevivir el doble de ese tiempo?

Al final, y debido a la precaria salud del rey, todo resultó fácil y triste a la vez. Cuando quedaban aún cincuenta y cinco días, Lotharon comenzó a debilitarse terriblemente.

El príncipe Humperdinck mandó llamar a otros médicos. (Quedaba aún con vida el último de los taumaturgos, un tal Max, pero como lo habían despedido hacía mucho, no se consideró oportuno solicitarle que volviese a tomar el caso; si entonces había sido un incompetente, cuando Lotharon sólo estaba grave, ¿cómo podría, ahora que Lotharon agonizaba, ser la panacea?) Los nuevos médicos estuvieron de acuerdo en utilizar diversos medicamentos ya probados, y transcurridas cuarenta y ocho horas de su intervención en el caso, el rey murió.

La fecha de la boda no experimentó alteraciones —no todos los días un país celebraba el quingentésimo aniversario—, pero los festejos o bien fueron reducidos o del todo y ampliamente cancelados. Y cuarenta y cinco días antes de la boda, el príncipe Humperdinck se convirtió en rey de Florin, y eso lo cambió todo, porque antes nunca se había tomado nada en serio, aparte de la cacería, y a partir de ese momento, tuvo que aprender, aprender de todo, a gobernar un país; se encerró, sepultado en libros y rodeado de sabios, y cómo se aplica este impuesto y cuándo debería aplicarse y cómo marchan las relaciones exteriores y en quién se puede confiar, cuánto se puede confiar y hasta qué punto. Y ante los hermosos ojos de Buttercup, Humperdinck se convirtió de temible hombre de acción en un ser de frenética sabiduría, porque era preciso que lo comprendiera todo bien ahora, antes de que ningún otro país se atreviera a entrometerse en el futuro de Florin. De modo que la boda, cuando tuvo lugar, fue un acontecimiento breve y sin importancia, programado entre una reunión de ministros y una crisis del tesoro, y Buttercup se pasó su primera tarde como reina vagando por el castillo, sin saber qué hacer. Sólo cuando el rey Humperdinck salió al balcón en compañía de Buttercup para saludar a la inmensa turba que había esperado pacientemente durante todo el día, logró la muchacha darse cuenta de que ya había acontecido todo, de que ya era reina, y que su vida, si alguna vez había tenido algún valor, pertenecía ahora al pueblo.

La real pareja se detuvo en el balcón del castillo y recibió los vítores, los gritos, los interminables y tronantes «vivas» hasta que Buttercup dijo:

—Por favor, ¿puedo volver a caminar entre ellos?

El rey asintió, y ella volvió a bajar, igual que hiciera el día en que anunciaron la boda, radiante y sola; una vez más, la gente se apartó para cederle el paso, llorando y dando vivas y haciendo reverencias y…

… y entonces fue cuando alguien la abucheó.

Desde el balcón, Humperdinck, que lo presenciaba todo, reaccionó al instante y ordenó a los soldados que se dirigieran al lugar de donde había provenido el sonido, envió luego más tropas para que rodearan a la reina y, de inmediato, Buttercup estuvo a salvo, y la autora del abucheo fue aprehendida y sacada de allí.

—Un momento —ordenó Buttercup, sorprendida aún por lo inesperado de los hechos—. Traedla ante mí.

En un instante, la autora del abucheo se encontró ante ella.

Era una mujer vieja, gastada y torcida, y Buttercup pensó en todos los rostros que había visto en su vida, pero de aquél no lograba acordarse.

—¿Nos hemos conocido? —inquirió la reina.

La vieja negó con la cabeza.

—Entonces, ¿por qué? ¿Por qué en este día? ¿Por qué insultas a la reina?

—Porque no os merecéis estos vítores —repuso la anciana, y de pronto se puso a gritar a voz en grito—: ¡Teníais el amor en vuestras manos y renunciasteis a él a cambio de un puñado de oro! —Y dirigiéndose a la multitud, agregó—: Lo que os digo es la verdad… Junto a ella, en el Pantano de Fuego, iba el amor y ella lo lanzó lejos de sí como si fuera basura… eso es lo que es, la reina de la basura.

—Había dado mi palabra al príncipe… —comenzó a explicar Buttercup, pero no hubo manera de hacer callar a la anciana.

—Preguntadle cómo logró atravesar el Pantano de Fuego. Preguntadle si lo hizo sola. Renunció al amor para convertirse en reina de la mugre, en reina del estiércol… Yo soy vieja y para mí la vida no significa nada, por eso soy la única persona de toda esta multitud que se atreve a gritar la verdad, y la verdad os dicta que debéis inclinaros ante la reina de la fetidez si lo deseáis, pero yo no lo haré. Vitoread a la reina del fango y de las heces si lo deseáis, pero yo no lo haré. ¡No lo haré!

Dicho esto, comenzó a avanzar hacia Buttercup.

—Lleváosla —ordenó Buttercup.

Pero los soldados no lograron detenerla y la anciana siguió avanzando y gritando cada vez más fuerte. Más fuerte. ¡Y más fuerte! ¡Y mucho más fuerte! Y…

Buttercup despertó gritando.

Se encontraba en la cama. Sola. A salvo. Todavía faltaban dos meses para la boda.

Pero sus pesadillas habían comenzado.

A la noche siguiente soñó que daba a luz a su primer hijo, y…

Interrupción. ¿Qué os parece si le reconocemos al viejo Morgenstern sus méritos como impostor de primera? Lo digo porque imagino que al menos por un instante os habréis creído que se habían casado de veras. Yo me lo creí.

Es uno de los recuerdos que guardo con mayor fidelidad de cuando mi padre me leyó el libro. Tenía pulmonía, ¿os acordáis? Pero a estas alturas ya me encontraba un poquito mejor y completamente enganchado al libro; a los diez años si hay algo que se sabe es que pase lo que pase habrá un final feliz. Los autores podrán sudar la gota gorda para asustarte, pero, en el fondo, sabes, no te cabe duda alguna de que a la larga imperará la justicia. Y que Westley y Buttercup, aunque tuvieran sus más y sus menos, acabarían casándose y viviendo felices para siempre. Habría apostado la fortuna de mi familia si hubiera encontrado a alguien lo bastante primo como para aceptar mi apuesta.

Pues bien, cuando mi padre terminó de leerme la oración en la que se dice que la boda fue un acontecimiento programado entre una reunión de ministros y una crisis de no sé qué, recuerdo que le dije: «Lo has leído mal».

Mi padre era un hombre pequeñito, calvo, barbero de oficio, ¿os acordáis? Y más bien inculto. Pues bien, no se puede provocar a un tipo que lee con dificultad diciéndole que ha leído algo mal, porque la verdad es toda una osadía. Mi padre me contestó: «Aquí el que lee soy yo».

«Ya lo sé, pero es que te has equivocado. No se casó con el desgraciado de Humperdinck. Se casa con Westley».

Algo mosqueado, mi padre volvió a leérmelo todo.

«Entonces es que te has saltado una página o algo. Trata de leérmelo bien, ¿eh?».

A esas alturas ya estaba algo más que molesto. «No me he saltado nada. He leído lo que pone aquí. He leído las palabras. Buenas noches», y se marchó.

«Eh, papá, no te vayas», le grité yo, pero mi padre era tozudo, acto seguido, entró mi madre y me dijo: «Dice tu padre que tiene la garganta irritada; ya le había dicho yo que no leyera tanto». Me arropó bien y por más guerra que di, se había acabado. No más novela hasta el día siguiente.

Me pasé aquella noche convencido de que Buttercup se había casado con Humperdinck. Estaba destrozado. No sé cómo explicarlo, pero el mundo no funcionaba así. Los buenos se atraían entre sí, y el mal era algo que uno echaba en el retrete, tiraba de la cadena, y todos en paz. Pero esa boda era algo que no cuajaba. ¡Dios mío, cuántas vueltas le di! Primero se me ocurrió que Buttercup ejerció en Humperdinck un fantástico efecto y lo convirtió en una especie de Westley, o tal vez Westley y Humperdinck resultaban ser hermanos que habían sido separados al nacer, y como Humperdinck se alegraba tanto de haber recuperado a su hermano, le decía: «Verás, Westley, cuando me casé con ella yo no sabía quién eras tú, de modo que me divorciaré para que podáis casaros y para que todos podamos ser felices». Creo que nunca en mi vida he vuelto a ser más creativo.

Pero la cosa no cuajaba. Había algo que no funcionaba y no sabía qué. De repente sentí un descontento que comenzó a carcomerme hasta que logró hacerse un lugar lo bastante grande como para instalarse y, entonces, se acomodó bien y se quedó allí. Y sigue aquí, dentro de mí, acechándome incluso ahora mientras escribo.

A la noche siguiente, cuando mi padre continuó leyendo y resultó que lo de la boda lo había soñado Buttercup, grité: «Ya lo sabía, lo supe desde el principio». Mi padre me comentó: «Ahora que estás contento y que todo está bien, ¿podemos continuar, por favor?». Yo le contesté: «Adelante». Y él prosiguió con la lectura.

Pero yo no estaba satisfecho. Bueno, supongo que mis oídos sí, mi sentido de la narración también, mi corazón igual, pero en el fondo de… supongo que deberíamos llamarle «alma», estaba ese maldito descontento meneando su negra cabeza y diciéndome que no.

Nadie me explicó todo esto hasta que no llegué a la adolescencia y conocí a Edith Neisser, una gran mujer que vivía en mi ciudad natal, y que ya ha fallecido. Escribía unos libros estupendos sobre cómo echamos a perder a nuestros hijos.
Hermamos y hermanas
era uno de sus libros.
El primogénito
era otro de sus títulos. Ambos publicados por Harper. Edith no necesita que le hagan publicidad porque, como ya he dicho, ha muerto, pero si a alguno de los lectores le preocupara la idea de no ser un padre o una madre perfectos, le aconsejo que lea uno de los libros de Edith mientras todavía esté a tiempo. Yo la conocía porque mi padre le cortaba el pelo a Ed, hijo de Edith, y ella era la escritora, y yo, de adolescente, pensaba que aquél también sería mi oficio, sólo que nunca había podido contárselo a nadie. Era demasiado incómodo… El hijo de un barbero, si se daba maña, podía llegar a ser vendedor de IBM, pero ¿escritor?, ni hablar. No me preguntéis cómo ocurrió, pero con el tiempo, Edith descubrió mi ambición shhhh y a partir de aquel momento, en algunas ocasiones, hablábamos del tema. Recuerdo que una vez estábamos tomando té helado en el porche de los Neisser mientras hablábamos, y justo delante del porche se encontraba su campo de badminton. Yo estaba mirando cómo jugaban a badminton unos niños; Ed acababa de derrotarme y cuando yo me dirigía hacia el porche, me dijo: «No te preocupes, todo saldrá bien, la próxima vez me ganarás tú». Yo asentí, y Ed agregó: «Y si no me ganas, me derrotarás en cualquier otro juego».

Me fui al porche a beber té helado; Edith estaba leyendo un libro pero no lo dejó cuando me dijo: «No es del todo cierto, ¿sabes?».

Yo le pregunté: «¿A qué te refieres?».

Fue entonces cuando dejó el libro y me miró. Y me lo dijo: «Bill, la vida no es justa. Les decimos a nuestros hijos que sí lo es, pero eso es una barbaridad. No sólo es una mentira, sino que es una mentira cruel. La vida no es justa, nunca lo ha sido y nunca lo será».

Os juro que me ocurrió lo mismo que le ocurre a Mandrake, el mago, en los tebeos cuando se le enciende una bombilla encima de la cabeza. «¡No, no lo es!», exclamé en voz tan alta que la asusté. «Tienes razón, no es justa». Me sentía tan feliz que si hubiese sabido bailar, lo habría hecho allí mismo. «¿No es genial, no es estupendo?». Creo que fue en aquel momento cuando Edith debió de pensar que yo iba camino de perder la chaveta.

Pero para mí significó tanto haber oído aquello en voz alta, notarlo libre y volando…, ése era el descontento que me torturó la noche en que mi padre dejó de leer. Fue entonces cuando lo supe. Ésa era la reconciliación que trataba de conseguir y no podía.

A mi juicio, de eso trata este libro. Todos esos expertos de Columbia podrán discursear todo lo que quieran sobre la sátira deliciosa; están locos. Este libro dice que la vida no es justa, y os lo repito de una vez y para siempre, será mejor que os lo creáis. Tengo un hijo obeso y caprichoso…, no le echará el guante a la señorita Rheingold. Y siempre será gordo, pues aunque adelgace seguirá siendo gordo y seguirá siendo caprichoso y no se conformará con la vida para ser feliz, y quizá yo tenga la culpa de todo; culpadme a mí de todo, si queréis. La cuestión es que no hemos sido creados iguales, porque hasta los ricos sostienen que la vida no es justa. Tengo una esposa fría; es brillante, estimulante, estupenda, pero no hay amor; aunque da igual, con tal de que no esperemos que todo se iguale de algún modo antes de morirnos.

Veréis. (Los adultos se pueden saltar este párrafo.) No voy a deciros que este libro tiene un final trágico, pues ya os he dicho en la primera línea que éste es mi libro preferido. Pero ocurrirán muchas cosas malas; de la tortura ya os he advertido, pero hay cosas peores. Hay muertes, y será mejor que entendáis algo:
que mueren algunas personas que no deberían morir.
Preparaos, pues. Esto no es un cuento infantil. A mí nadie me lo advirtió y la culpa fue mía (dentro de poco entenderéis por qué os lo digo), y el error fue mío, de manera que no quiero que os pase lo mismo. Mueren algunas personas que no deberían morir, y la razón es ésta: la vida no es justa. Olvidaos de todas las tonterías que os dicen vuestros padres. Acordaos de Morgenstern. Seréis mucho más felices.

Basta ya. Hasta la próxima. Volvamos a las pesadillas.

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