La princesa prometida (33 page)

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Authors: William Goldman

Tags: #Aventuras

BOOK: La princesa prometida
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Humperdinck le gritó entonces, se abalanzó sobre ella y le tiró de los cabellos color del otoño, la levantó en volandas y la condujo a lo largo del curvo corredor hasta su alcoba, donde abrió la puerta de una patada y la arrojó dentro. Luego la encerró con llave y echó a correr hacia la entrada subterránea del Zoo de la Muerte; bajó la escalera como un torbellino, una zancada gigantesca tras otra y cuando abrió de par en par la puerta de la jaula del quinto nivel, hasta el conde Rugen se sorprendió de la pureza de la emoción que se reflejaba en los ojos de su señor. El príncipe se acercó a Westley y le gritó:

—Te ama. Sigue amándote y tú también la amas, piensa en ello…, y medita acerca de esto: podrías haber sido feliz, verdaderamente feliz. No ha habido una sola pareja en un siglo que haya tenido esa oportunidad, por más que los libros digan lo contrario; pero podrías haberlo logrado, por eso creo que nadie sufrirá una pérdida tan grande como la que tú sufrirás ahora —dicho lo cual, aferró el mando y lo empujó hasta el fondo.

—¡Hasta el veinte, no! —le gritó el conde, pero ya era demasiado tarde; el grito de muerte había comenzado.

Fue mucho peor que el grito del perro salvaje. En primer lugar, en el caso del perro, el mando había llegado sólo al seis, mientras que ahora se había triplicado esa cifra. Por ello, naturalmente, fue tres veces más largo. Y tres veces más fuerte. Pero ninguno de estos motivos explica por qué fue peor.

La diferencia consistía en que el grito salía de una garganta humana.

Buttercup, que estaba en sus aposentos, lo oyó y se asustó, pero no tenía la más mínima idea de qué se trataba.

Yellin, que se encontraba junto a la puerta principal del castillo, lo oyó y también se asustó, aunque no pudo imaginar qué podía ser.

Los cien Brutos y luchadores que formaban fila junto a la puerta principal también lo oyeron, inquietándose hasta el último de ellos, y se pasaron hablando de aquel grito un buen rato, pero ninguno conocía lo suficiente de sonidos como para dilucidar qué podía haber sido.

La Gran Plaza estaba llena de gente corriente entusiasmada por la inminente boda y el aniversario, que también oyó el grito, y nadie fingió no estar asustado, pero ninguno tuvo la menor idea de qué podía haber sucedido.

El grito de muerte se elevó agudo en la noche.

Todas las calles que confluían en la Plaza también estaban llenas de ciudadanos que trataban de llegar a la Plaza misma: ellos también lo oyeron, pero una vez que reconocieron estar petrificados de miedo, se dieron por vencidos y ya no trataron de adivinar qué podía haber sido.

Íñigo lo supo al instante.

Se detuvo en el pequeño callejón por el que trataba de abrirse paso en compañía de Fezzik, e intentó recordar. El callejón conducía a las calles que confluían en la Plaza, y también estaba atestado.

—No me gusta ese sonido —dijo Fezzik con la piel erizada de frío.

Íñigo se agarró al gigante y las palabras fluyeron a su boca:

—Fezzik…, Fezzik…, es el sonido del Sufrimiento Postrero…, lo conozco…, fue el sonido que sentí en mi corazón cuando el conde Rugen asesinó a mi padre y lo vi caer…, es el hombre de negro quien lo lanza ahora.

—¿Crees que es él?

—¿Quién tendría si no motivos para el Sufrimiento Postrero esta noche de fiesta?

Dicho esto, se puso a seguir el sonido. Pero la muchedumbre se interponía en su camino, y él era fuerte pero delgado. Entonces gritó:

—Fezzik…, Fezzik…, debemos seguir ese sonido, debemos rastrear hasta llegar a su origen, y no puedo moverme. Por eso te pido que me guíes. Vuela, Fezzik. Íñigo te lo ruega, ábrete paso…, ¡por favor!

Eran muy raras las ocasiones en las que alguien le rogaba algo a Fezzik, y mucho menos Íñigo, y cuando así ocurría, se hacía lo que se podía; de modo que sin perder un instante, Fezzik comenzó a empujar. Hacia adelante. Montones de gente. Fezzik empujó con más fuerza. Un montón de personas comenzaron a moverse. Se apartaron del camino de Fezzik. Deprisa.

El grito de muerte comenzaba a acallarse ya, apagándose entre las nubes.

—¡Fezzik! —gritó Íñigo—. Usa toda tu fuerza, ¡ahora mismo!

Fezzik corrió callejón abajo mientras la gente gritaba y se lanzaba hacia los lados para apartarse de su camino; Íñigo lo seguía de cerca, y al final del callejón nacía una calle desde donde el grito se oía más apagado. Pero Fezzik giró a la izquierda y enfiló por el centro de la calzada como si fuera dueño de la calle; nadie se interponía en su camino, nada se atrevía a bloquearle el paso, y ya empezaba a resultar difícil oír el grito, por eso Fezzik rugió con todas su fuerzas:

—¡Silencio!

Y la calle enmudeció repentinamente mientras Fezzik continuaba avanzando veloz, seguido de Íñigo; el grito seguía oyéndose débilmente, se internó en la Gran Plaza misma y en el castillo que se alzaba tras ella, y después, se apagó…

Westley yacía muerto junto a la Máquina. El príncipe mantuvo el mando en el veinte mucho más tiempo del necesario, hasta que el conde le dijo:

—Ya está hecho.

El príncipe se marchó entonces sin volver a mirar a Westley. Subió la escalera secreta de cuatro en cuatro escalones.

—Me ha tachado de cobarde —dijo, y desapareció.

El conde Rugen comenzó a tomar notas. Al cabo de nada dejó la pluma. Examinó brevemente a Westley y meneó la cabeza. La muerte no presentaba para él ningún interés intelectual; los muertos no reaccionan al dolor.

—Deshazte del cadáver —ordenó el conde.

Aunque no veía al albino, sabía que estaba allí. Era una pena, pensó mientras subía la escalera tras el príncipe. No todos los días se encontraban víctimas como Westley.

Cuando se marcharon, el albino salió, le quitó las ventosas al cadáver y decidió que quemaría el cuerpo en la pira de la basura que había detrás del castillo. Para ello debía usar una carretilla. Subió a toda prisa la escalera subterránea, salió por la entrada secreta, y se dirigió raudo al cobertizo principal de herramientas; todas las carretillas estaban sepultadas junto a la pared del fondo, detrás de azadas, rastrillos y tijeras de podar. El albino lanzó un sonido siseante de disgusto y comenzó a abrirse paso entre todas aquellas herramientas. Siempre le ocurrían esas cosas cuando tenía prisa. El albino volvió a sisear, trabajo extra, trabajo extra, siempre tenía trabajo extra. ¿Acaso no lo sabía?

Cuando por fin logró sacar la carretilla y se disponía a trasponer la falsa entrada principal, supuestamente mortal, que conducía al Zoo, oyó lo siguiente:

—Me está costando sangre, sudor y lágrimas seguir ese grito.

El albino se volvió en redondo y se encontró con que allí, allí, en los terrenos del castillo, había un extraño, delgado como la hoja de un arma blanca, que empuñaba una espada. La espada se abrió rápidamente paso hacia la garganta del albino.

—¿Dónde está el hombre de negro? —le preguntó entonces el espadachín.

Dos larguísimas cicatrices le marcaban cada una de las mejillas y tenía todo el aspecto de no ir con rodeos.

—No conozco a ningún hombre de negro —susurró el albino.

—¿Provino el grito de este lugar? —El hombre indicó la entrada principal.

El albino asintió.

—¿De qué garganta salió? ¡Busco a ese hombre, date prisa!

—Westley —susurró.

—¿Un marinero? ¿Traído hasta aquí por Rugen? —indagó Íñigo.

El albino afirmó.

—¿Dónde puedo encontrarlo?

El albino vaciló, señaló en dirección de la entrada mortal y luego susurró:

—Está en el último nivel. Cinco niveles para llegar al último.

—Entonces ya no te necesito. Hazlo callar, Fezzik.

El albino notó que a sus espaldas se movía una sombra gigantesca. «Raro —pensó, y fue lo último que recordó—, creía que era un árbol».

A Íñigo lo quemaba el entusiasmo. Ya no había manera de detenerlo. Fezzik titubeó junto a la puerta principal.

—¿Por qué iba a decirnos la verdad?

—Es el cuidador de un zoo al que amenazaban de muerte. ¿Por qué iba a mentir?

—Eso no tiene sentido.

—¡No me importa! —repuso Íñigo de mal talante, y la verdad era que no le importaba.

En lo más profundo de su corazón sabía que el hombre de negro se encontraba allá abajo. No existía ninguna razón que justificara el que Fezzik hubiese dado con él, que se hubiera enterado del paradero de Rugen, que todo encajase tan bien después de tantos años de espera. Como que existía un Dios que el hombre de negro lo estaba esperando. Íñigo lo sabía. Lo sabía. Y, por supuesto, estaba absolutamente en lo cierto. Pero, también por supuesto, había muchas cosas que ignoraba. Ignoraba, por ejemplo, que el hombre de negro estaba muerto. Que la entrada que iban a utilizar no era la correcta, sino una falsa, puesta allí para engañar a aquellos que, como él mismo, no pertenecían a aquel lugar. Allá abajo había cobras venenosas, aunque lo que iba a ocurrirle en realidad sería mucho peor. Y de estas cosas tampoco estaba al tanto.

Pero su padre debía ser vengado. Y el hombre de negro le ayudaría a planificar esa venganza. Para Íñigo aquello bastaba.

Y así, con una urgencia que no tardaría en convertirse en profundo arrepentimiento, él y Fezzik se internaron en el Zoo de la Muerte.

7
LA BODA

Íñigo permitió que Fezzik abriera la puerta, no porque deseara escudarse tras la fuerza del gigante, sino más bien porque la fuerza del gigante resultaba de crucial importancia para que pudieran entrar: alguien tendría que arrancar la pesada puerta de sus goznes, y era aquélla una tarea para la cual Fezzik se encontraba perfectamente preparado.

—Está abierta —dijo Fezzik girando el pomo y asomándose para espiar dentro.

—¿Que está abierta? —Íñigo vaciló—. Ciérrala pues. Aquí hay algo que no funciona. ¿Por qué razón iba a permanecer abierto algo tan valioso como el zoológico privado del príncipe?

—Ahí dentro hay un nauseabundo olor a animales —comentó Fezzik—. ¡Vaya vaharada me ha venido!

—Déjame pensar —dijo Íñigo—, que ya lo descifraré.

Se esforzó al máximo, pero aquello no tenía sentido. Uno no se dejaba los diamantes esparcidos sobre la mesa del desayuno, y el Zoo de la Muerte tenía por fuerza que haber estado cerrado a cal y canto. Por lo tanto, tenía que haber una razón; se trataba simplemente de ejercitar la fuerza mental y la respuesta ya vendría. (La razón por la que la puerta estaba sin llave era en realidad la siguiente: por seguridad. Todo aquel que había entrado por la puerta principal no había sobrevivido para volver a salir. La idea se le había ocurrido básicamente al conde Rugen, quien ayudó al príncipe a proyectar el lugar. El príncipe escogió la ubicación —el extremo más alejado de los terrenos del castillo, apartado de todo, para que los rugidos no molestasen a la servidumbre—, pero el conde diseñó la entrada. La verdadera entrada se encontraba junto a un gigantesco árbol, donde una raíz se elevaba y dejaba al descubierto una escalera por la que se descendía directamente hasta el quinto nivel. La entrada falsa, llamada entrada verdadera, permitía descender del modo corriente, es decir, del primer nivel al segundo, del segundo al tercero, o mejor dicho, del segundo a la muerte.)

—Sí —dijo Íñigo finalmente.

—¿Ya lo has solucionado?

—El motivo por el que la puerta estaba sin cerrar es el siguiente: el albino habría echado la llave, no habría sido nunca tan estúpido como para no hacerlo, pero, Fezzik, amigo mío, nosotros le alcanzamos antes de que él llegase a
la puerta
. Está claro que al acabar de empujar la carretilla, hubiera cerrado con llave la puerta. No hay ningún problema, puedes dejar de preocuparte, andando.

—Me siento tan seguro contigo —dijo Fezzik, y abrió la puerta por segunda vez.

Al hacerlo, no sólo notó que la puerta no estaba cerrada con llave, sino que ni siquiera tenía cerradura, y se preguntó si no debería comentárselo a Íñigo, pero decidió no hacerlo, porque Íñigo tendría que haberse detenido para pensar otro poco y ya habían hecho bastante de las dos cosas, pues aunque había dicho que se sentía seguro con Íñigo, la verdad era que estaba asustadísimo. Había oído comentar cosas muy extrañas acerca de aquel lugar; los leones no le molestaban, y tampoco le importaban los gorilas, no eran nada. Lo que realmente le provocaba aprensión eran los animales rastreros. Y los babosos. Y los que picaban. Y los…, todos, decidió Fezzik, para ser completamente sincero. Las arañas, las víboras, los insectos, los murciélagos; en fin, lo cierto era que ninguno de aquellos animales le hacía demasiada gracia.

—Sigue oliendo a animal —dijo, y aguantó la puerta para que Íñigo pasara.

Juntos, paso a paso, entraron en el Zoo de la Muerte, mientras la enorme puerta se cerraba tras ellos sin hacer ruido.

—Un sitio muy extraño —comentó Íñigo, dejando atrás varias jaulas espaciosas llenas de leopardos, colibríes y otras criaturas veloces.

Al final del pasillo se encontraron ante otra puerta en lo alto de la cual había un cartel que rezaba: «Al Nivel Dos». La abrieron y descubrieron un tramo de escalera que conducía hacia abajo.

—Ten cuidado —dijo Íñigo—, no te separes de mí y vigila el equilibrio.

Comenzaron a bajar al segundo nivel.

—¿Si te confieso una cosa, me prometes que no te reirás de mí, ni te burlarás ni me tratarás mal? —inquirió Fezzik.

—Te doy mi palabra —respondió Íñigo.

—Estoy asustado de muerte —le dijo Fezzik.

—Pues procura que cese porque de ello depende nuestra suerte —le sugirió Íñigo rápidamente.

—Oh, qué maravillosa rima…

—Calla, que me da grima —contestó Íñigo componiendo otra más y sintiéndose brillantísimo, pues notaba que Fezzik se relajaba mientras iban descendiendo.

Sonrió y palmeó a Fezzik en el enorme hombro porque era un tipo realmente bueno. Pero en el fondo, muy en el fondo, Íñigo tenía el estómago hecho un nudo. Estaba completamente consternado y asombrado de que un hombre con fuerza ilimitada estuviera asustado de muerte; hasta que Fezzik no habló, Íñigo tenía la certeza de que él era el único que en realidad estaba asustado de muerte; el hecho de que los dos se encontraran en las mismas condiciones no era nada bueno en caso de que llegara el momento del pánico. Alguien tendría que conservar el juicio, y dado que Fezzik tenía tan poco, había deducido automáticamente que no le resultaría nada difícil conservar ese poco que tenía, Íñigo pensó que estaban apañados. Tendría que esforzarse por impedir que se produjeran situaciones de pánico, no había otra solución.

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