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Authors: William Goldman

Tags: #Aventuras

La princesa prometida (34 page)

BOOK: La princesa prometida
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La escalera era recta y muy larga, pero eventualmente lograron llegar al final. Otra puerta. Fezzik le dio un empellón. Otro corredor flanqueado de jaulas, enormes jaulas, y dentro, unos enormes hipopótamos, un caimán de seis metros que se revolvía furioso en el agua poco profunda.

—Debemos darnos prisa —dijo Íñigo, apretando el paso—, aunque tengamos muchas ganas de quedarnos a curiosear —y casi echó a correr hacia un letrero que rezaba: «Al Nivel Tres», Íñigo abrió la puerta y miró hacia abajo mientras Fezzik espiaba por encima de su hombro—. Mmmm —masculló Íñigo.

Esa escalera era distinta. No era tan empinada y describía una pronunciada curva, de manera que desde lo alto resultaba imposible ver lo que había al pie, adonde ellos se disponían a bajar. En la parte alta de los muros, fuera del alcance de la mano, había unas extrañas velas encendidas. Las sombras que proyectaban eran muy largas y delgadas.

—Vaya si me alegro de no haberme criado aquí dentro —dijo Íñigo, tratando de hacer una broma.

—Tengo tanto miedo que no me concentro —replicó Fezzik, y la rima le salió antes de que él pudiera hacer nada para impedirlo.

Íñigo estalló:

—¡Es el colmo! ¡Si no puedes controlarte, te enviaré de vuelta arriba para que me esperes ahí tú solo!

—No me abandones; quiero decir, no me obligues a que te abandone. Por favor. Quería decir «encuentro», no sé cómo me salió «concentro».

—Fezzik, me estás haciendo perder la paciencia; muévete —le ordenó Íñigo, y comenzó a bajar la escalera curva.

Fezzik lo siguió de cerca al tiempo que la puerta se cerraba tras ellos; entonces ocurrieron dos cosas:

1) El pestillo se corrió solo.

2) Las velas que había en lo alto de los muros se apagaron.

—¡No te asustes! —gritó Íñigo.

—¡No estoy asustado! —gritó Fezzik a su vez. Y por encima de los ruidosos latidos de su corazón, logró preguntar—: ¿Qué vamos a hacer?

—E… e… es si… simple —respondió Íñigo al cabo de un rato.

—¿También tú tienes miedo? —inquirió Fezzik en la oscuridad.

—Ni… ni hablar —repuso Íñigo con mucho cuidado—. Y antes quise decir «quédate tranquilo», no sé cómo me salió lo de «es simple». Verás, no podemos volver, y está claro que no queremos quedarnos aquí, de modo que no nos queda más remedio que seguir bajando tal y como estábamos haciendo antes de que ocurrieran estas cosas. Hacia abajo. Hacia abajo nos dirigimos, Fezzik, pero he de decirte que te noto un poco alterado por todo esto, de manera que, de puro bondadoso que soy, no quiero que bajes detrás de mí, ni delante de mí, sino justo a mi lado, en el mismo escalón, paso a paso, y dejaré también que me pongas un brazo alrededor de los hombros, porque es muy posible que así te sientas mejor, y yo, para impedir que te sientas tonto, pondré un brazo alrededor de tus hombros, y de esta manera, seguros, protegidos y unidos, bajaremos.

—¿Desenvainarás tu espada con la mano que te queda libre?

—Ya lo he hecho. ¿Cerrarás bien el puño con la tuya?

—Ya está cerrado.

—Entonces, veamos el aspecto positivo: estamos viviendo una aventura, Fezzik, y la mayoría de la gente vive y muere sin tener la misma suerte que nosotros.

Bajaron un escalón. Y otro. Y otros dos, luego otros tres cuando le tomaron el ritmo.

—¿Por qué crees que se ha corrido el pestillo de la puerta? —inquirió Fezzik cuando empezaron a avanzar.

—Sospecho que para darle más sabor a nuestro viaje —repuso Íñigo.

Era, sin duda, una de sus respuestas menos ingeniosas, pero la mejor que se le ocurrió.

—Aquí es donde la escalera empieza a girar —dijo Fezzik, y aminoraron el paso; siguieron la pronunciada curva sin tropiezos y continuaron descendiendo—. ¿Y las velas se apagaron por el mismo motivo, para darle más sabor?

—Es lo más probable. No me aprietes tanto…

—Y tú tampoco…

Para entonces ya sabían que les había llegado su fin.

Entre los zoólogos especializados en animales de la jungla ha existido durante años una dura batalla por establecer cuál es la más grande de las víboras gigantes. Los partidarios de la anaconda no cesan de anunciar con bombos y platillos el espécimen del Orinoco que llegó a superar los doscientos veinticinco kilos, mientras que los sostenedores de la pitón no dudan en recordarles que la Roca Africana hallada en las afueras de Zambesi medía diez metros treinta y siete centímetros. Evidentemente, la discusión es muy tonta puesto que el concepto de «más grande» es un tanto ambiguo, y si se pretende ser serio, carece de valor.

Pero cualquier partidario entusiasta de las víboras, que además fuera serio, habría admitido, fuera cual fuese su formación, que la Garstini árabe, aunque más corta que la pitón y menos pesada que la anaconda, es más veloz y más voraz que cualquiera de esas dos, y este espécimen del príncipe Humperdinck no sólo resultaba notable por su rapidez y agilidad sino que, además, era mantenido permanentemente en un estado rayano en la inanición, de manera que la primera vuelta del ofidio les llegó como el relámpago desde lo alto y se enroscó alrededor de sus manos inutilizando la espada y el puño; la segunda vuelta aprisionó sus brazos e hizo gritar a Íñigo:

—¡Haz algo…!

—¡No puedo…, estoy atrapado…, haz algo tú…!

—Lucha, Fezzik…

—Es demasiado fuerte para mí…

El ofidio acababa de enroscarse por tercera vez, envolviendo la parte superior de los hombros; la vuelta siguiente, la definitiva, se enrollaría alrededor del cuello; Íñigo susurró aterrado, porque ya podía oír la respiración del animal, en realidad, alcanzaba a oler su aliento:

—Lucha…, me… me…

Fezzik tembló de miedo y susurró:

—Perdóname, Íñigo.

—Ay, Fezzik…, Fezzik…

—¿Qué…?

—Tenía para ti unas rimas tan bonitas…

—¿Qué rimas…?

Silencio.

La cuarta vuelta acababa de completarse.

—¿Qué rimas, Íñigo?

Silencio.

Aliento de víbora.

—Íñigo, quiero conocer esas rimas antes de morirme… Íñigo, quiero conocerlas de verdad… Íñigo, dime cuáles son esas rimas —suplicó Fezzik; se sentía muy frustrado, más que eso, sentía una rabia espectacular; entonces un brazo se zafó de una de las vueltas y así resultó menos difícil luchar y liberarse de la segunda vuelta; aquello implicaba que podía usar ese brazo para ayudar al otro, y entonces Fezzik gritó—: No te irás a ninguna parte si antes no me dices cuáles son esas rimas.

El sonido de su propia voz le resultó verdaderamente impresionante, profundo y resonante; además, ¿quién era esa víbora para interponerse en el camino de Fezzik cuando aún le quedaban rimas por aprender? Para entonces, no sólo había logrado liberar los dos brazos del fondo de las tres vueltas sino que estaba enfurecido por la interrupción; sus manos se dirigieron hacia el aliento de la víbora y, aunque no sabía si las víboras tenían cuello o no, se llamara como se llamase la parte que hay debajo de la boca, ésa era la parte que aferró entre sus manazas y comenzó a aporrearla contra la pared. La víbora siseó y escupió, pero la cuarta vuelta comenzó a soltarse, y Fezzik volvió a aporrearla dos, tres veces, y entonces bajó las manos un poco para encontrar el equilibrio y comenzó a usar a la bestia cual si fuera un látigo y a golpearla contra la pared, como si fuese una lavandera nativa aporreando una falda contra las piedras. Cuando la víbora estuvo muerta, Íñigo le dijo:

—En realidad no tenía en mente ninguna rima en especial, pero tenía que hacer algo para que entraras en acción.

Fezzik jadeaba ruidosamente como consecuencia del esfuerzo.

—Me estás diciendo que me has mentido. El único amigo que tengo en la vida resulta ser un mentiroso.

Dicho esto, comenzó a bajar la escalera a grandes zancadas, mientras Íñigo lo seguía con dificultad.

Fezzik llegó a la puerta que había al final del tramo de escalera y la abrió de golpe; Íñigo logró trasponerla justo antes de que se cerrara sonoramente.

El pestillo se corrió de inmediato.

Al final de aquel corredor, el cartel que rezaba: «Al Nivel Cuatro» se veía claramente, y Fezzik se dirigió con rapidez hacia él. Íñigo lo siguió, pasando veloz delante de las serpientes venenosas, de las cobras, de las víboras de Gabón, y del más veloz y letal de todos, el hermoso espécimen tropical de pez pétreo, oriundo del océano índico.

—Te pido perdón —le dijo Íñigo—. Una sola mentira en tantos años no es un mal promedio, sobre todo si tienes en cuenta que nos salvó la vida.

—Para que lo sepas, existe algo que se llama principios —fue lo único que respondió Fezzik, y abrió la puerta que conducía al cuarto nivel—. Mi padre me hizo prometer que jamás mentiría, y ni una sola vez en mi vida me he sentido siquiera tentado de hacerlo —y comenzó a bajar la escalera.

—¡Detente! —le gritó Íñigo—. Al menos fíjate por dónde vas.

Se trataba de un tramo de escalera recto pero sumido en la oscuridad total. No se veía el vano del final.

—No puede ser peor que donde ya hemos estado —le espetó Fezzik, y se lanzó escalera abajo.

En cierto modo, tenía razón. Para Íñigo los murciélagos nunca fueron la gran pesadilla. Claro que les tenía miedo, como todo el mundo, y se echaría a correr y gritaría si se le acercaban; aunque su idea del infierno no incluía a los murciélagos. Pero Fezzik era un muchacho turco, y la gente sostiene que el murciélago frugívoro de Indonesia es el más grande del mundo; pues tratad de decírselo alguna vez a un turco. Tratad de decírselo a cualquiera que haya oído a su madre gritar: «¡Ahí vienen los murciélagos reales!», seguido de un venenoso batir de alas.

—¡Ahí vienen los murciélagos reales! —gritó Fezzik, y se quedó literalmente paralizado de miedo, de pie, en medio del oscuro tramo de escalera.

Tras él, haciendo lo imposible por luchar contra la oscuridad, iba Íñigo; jamás había oído aquel tono, al menos no en Fezzik, pero como Íñigo tampoco quería que los murciélagos se le enredaran en el pelo, aunque sabía que no era para tanto, empezó a preguntar:

—¿Qué…?

Iba a preguntar qué tienen de malo los murciélagos reales, pero sólo logró pronunciar el «qué» antes de que Fezzik gritara:

—¡La rabia! ¡La rabia!

Fue todo lo que Íñigo necesitó saber.

—¡Abajo, Fezzik! —le aulló.

Pero Fezzik no lograba moverse, de modo que Íñigo tanteó en la oscuridad para encontrarlo, mientras el aleteo se hacía cada vez más audible, y con todas sus fuerzas golpeó al gigante en el hombro y le gritó otra vez su orden; en esta ocasión, Fezzik cayó obedientemente de rodillas, pero eso no bastaba, de modo que Íñigo volvió a golpearlo y le ordenó que se tendiera en el suelo, hasta que Fezzik; tembloroso, se tendió sobre la oscura escalera; entonces Íñigo se montó encima de él y se hincó de rodillas. La enorme espada con empuñadura para seis dedos volaba en sus manos, y aquello sería una prueba que le permitiría comprobar cuan nefastos habían sido los tres meses de brandy, y cuánto quedaba del gran Íñigo Montoya, porque, sí, había estudiado esgrima, era verdad, se había pasado media vida y más aprendiendo el ataque de Agrippa y la defensa Bonetti, y por supuesto había practicado a Thibault, pero también, en cierta ocasión desesperada, había pasado un verano con el único escocés que había logrado entender las espadas: el lisiado MacPherson; y fue MacPherson quien se burló de todo lo que Íñigo sabía, fue MacPherson quien le dijo: «Thibault, Thibault está bien para la esgrima de salón, pero ¿qué pasa si te enfrentas a tu enemigo en un terreno inclinado y tú te encuentras por debajo de él?». E Íñigo se pasó estudiando durante una semana los movimientos desde abajo, y entonces MacPherson lo colocó en una colina, en la parte superior, y cuando ya dominaba esos movimientos, MacPherson siguió adelante, porque estaba lisiado, le faltaban las piernas de la rodilla para abajo, de manera que tenía una intuición especial para la adversidad. «¿Y qué pasa si tu enemigo te ciega? —le preguntó MacPherson en cierta ocasión—. Supón que te arroja ácido a los ojos y que lanza el ataque definitivo, el de la muerte, ¿qué haces tú? Dímelo, español, a ver si logras sobrevivir a eso, español». En aquellos momentos, mientras esperaba a que los murciélagos reales atacaran, Íñigo recordó los movimientos que le enseñara MacPherson, uno debía confiar en el oído, encontrar el corazón del enemigo siguiendo sus latidos, y en aquel momento, mientras esperaba, Íñigo logró sentir por encima de su cabeza cómo se apiñaban los murciélagos reales, mientras debajo de él Fezzik temblaba como un gatito mojado.

—¡No te muevas! —le ordenó Íñigo, y fue el último ruido que hizo, porque necesitaba de sus oídos.

Inclinó la cabeza hacia el aleteo, con la enorme espada firmemente empuñada en la mano derecha, la punta letal giraba lentamente en el aire, Íñigo nunca había visto un murciélago real, no sabía nada de ellos; ¿cuán veloces eran, cómo atacaban, desde qué ángulo, cuántos se lanzaban en cada carga? El aleteo se oía ya justo encima de su cabeza, quizá a unos tres metros, tal vez más, ¿podrían ver de noche los murciélagos? ¿Poseían también ese arma? «¡Vamos!», estuvo a punto de exclamar Íñigo, pero no fue necesario, porque con un batir de alas que había previsto y un chillido agudo que no había previsto, el primer murciélago real se abalanzó sobre él.

Íñigo esperó y esperó; el aleteo siguió hacia la izquierda, pero eso no cuadraba, porque sabía dónde se encontraba él y las bestias también lo sabían, de modo que eso tenía que significar que le preparaban una trampa, algo repentino, y con todo el control que le quedaba en el cerebro mantuvo la espada tal como estaba, dando vueltas lentamente, sin seguir el sonido hasta que el aleteo cesó y el murciélago real viró silencioso hacia el rostro de Íñigo.

La espada atravesó a la bestia corno si fuese mantequilla.

El chillido de muerte del murciélago real fue casi humano, aunque un poco más agudo y breve; Íñigo mostró un interés menos que pasajero, porque oyó un doble aleteo; se lanzaban sobre él desde dos flancos y una estocada a la derecha y otra a la izquierda (MacPherson siempre le había enseñado a dosificar la fuerza de mayor a menor), de modo que Íñigo lanzó una estocada primero a la derecha, y después a la izquierda: se produjeron otros dos sonidos casi humanos que no tardaron en desaparecer. La espada le pesaba, pues tres bestias muertas modificaban el equilibrio; Íñigo quiso quitarlos de su acero, pero otro aleteo, uno solo, sin viraje esta vez, enfilaba directo y mortal hacia su cara; se agachó y tuvo suerte; la espada se movió hacia arriba y atravesó el corazón de aquella criatura mortífera; llevaba ya cuatro bestias atravesadas en la espada legendaria, e Íñigo sabía que no iba a perder aquella pelea, por eso de su garganta surgieron estas palabras:

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