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Authors: William Goldman

Tags: #Aventuras

La princesa prometida (35 page)

BOOK: La princesa prometida
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—Me llamo Íñigo Montoya y sigo siendo el maestro, venid por mí.

Cuando oyó que se abalanzaban sobre él tres a la vez, por un instante deseó haber sido más modesto pero ya no había tiempo para arrepentimientos, de modo que echó mano del elemento sorpresa: cambió de postura ante las bestias, se irguió del todo y las atravesó mucho antes de lo que esperaban. Ahora llevaba siete murciélagos reales clavados y su espada había perdido por completo el equilibrio; ese detalle, en sí mismo, habría sido muy negativo, algo peligroso, salvo por un aspecto importante: en la oscuridad ya reinaba el silencio. El aleteo había cesado.

—Vaya gigante más inútil —dijo entonces Íñigo, bajándose de encima de Fezzik.

A toda prisa descendió el resto de la oscura escalera.

Fezzik se puso en pie y lo siguió a trompicones, diciéndole:

—Íñigo, escúchame, antes me equivoqué, no me mentiste, sino que me engañaste, y mi papá decía siempre que engañar no estaba mal, o sea que ya no estoy enfadado contigo, ¿te parece bien? A mí me lo parece.

Giraron el pomo de la puerta que había al pie de la oscura escalera y se encontraron en el cuarto nivel.

Íñigo miró a Fezzik y le preguntó:

—¿Quieres decir que me perdonarás por haberte salvado la vida a ti, si yo te perdono por haberme salvado la vida a mí?

—Eres mi amigo, mi único amigo.

—Patéticos, eso es lo que somos —dijo Íñigo.

—Atléticos.

—Muy bien, pero que muy bien —dijo Íñigo.

Fezzik supo entonces que todo había vuelto a la normalidad. Se encaminaron hacia el cartel que rezaba: «Al Nivel Cinco», pasando delante de extrañas jaulas.

—Esto es peor que lo anterior —comentó Íñigo, y tuvo que retroceder de un salto, porque detrás de una caja de cristal pálido, un águila sangrienta se estaba comiendo algo que parecía un brazo.

Al otro lado había un enorme estanque negro, y fuera lo que fuese que había dentro era oscuro y tenía muchos brazos, y el agua parecía arremolinarse hacia abajo en la parte central del estanque, donde se encontraba la boca de la criatura.

—Date prisa —dijo Íñigo, y se echó a temblar ante la sola idea de ser arrojado al negro estanque.

Abrieron la puerta y miraron hacia abajo, donde se encontraba el quinto nivel.

Asombroso.

En primer lugar, la puerta que abrieron carecía de cerrojo, de modo que no podían quedar atrapados. En segundo lugar, la escalera estaba brillantemente iluminada. En tercer lugar, la escalera era absolutamente recta. Y en cuarto lugar, no era un tramo demasiado largo.

Y, ante todo, no había nada dentro. Todo estaba reluciente y limpio y, sin lugar a la menor duda, completamente vacío.

—No puedo creérmelo —dijo Íñigo, y con la espada en ristre, bajó el primer escalón—. Quédate junto a la puerta…, las velas se apagarán en cualquier momento.

Bajó el segundo escalón.

Las velas se mantuvieron encendidas.

El tercer escalón. El cuarto. En total había solamente una docena de escalones, e Íñigo bajó dos más, deteniéndose en la mitad. Cada escalón tendría al menos unos treinta centímetros de ancho, de manera que se encontraba a un metro ochenta de Fezzik, a un metro ochenta de la puerta enorme, de verde picaporte ornamentado que daba al último nivel.

—¿Fezzik?

—¿Qué? —le contestó el gigante desde la puerta de arriba.

—Tengo miedo.

—Pero parece todo en orden.

—No. Sólo lo parece; es para engañarnos. No importa lo que acabamos de pasar, esto debe de ser peor.

—Pero no se ve nada, Íñigo.

Éste asintió y repuso:

—Por eso estoy tan asustado.

Bajó otro escalón hacia la última puerta de verde picaporte ornamentado. Otro más. Quedaban cuatro escalones. Un metro veinte.

Ciento veinte centímetros para llegar a la muerte.

Íñigo bajó otro escalón. Se puso a temblar de un modo casi incontrolable.

—¿Por qué te sacudes tanto? —inquirió Fezzik desde lo alto.

—La muerte está aquí. La muerte está aquí.

Bajó otro escalón. La muerte se encontraba a noventa centímetros.

—¿Puedo bajar contigo ahora?

Íñigo meneó la cabeza y repuso:

—No tiene sentido que mueras tú también.

—Pero esto está vacío.

—No. La muerte está aquí. —Había perdido el control—. Si pudiera verla, podría luchar contra ella.

Fezzik no sabía qué hacer.

—¡Me llamo Íñigo Montoya, el maestro; ven por mí!

Dio vueltas y más vueltas, con la espada en ristre, estudiando la escalera brillantemente iluminada.

—Me estás asustando —le dijo Fezzik.

Dejó que la puerta se cerrara tras él y comenzó a bajar la escalera.

—No —le dijo Íñigo, y comenzó a subir.

Se encontraron en el sexto escalón.

La muerte se encontraba a ciento ochenta centímetros.

La anacoreta de motas verdes no destruye tan rápidamente como el pez pétreo. Y muchos creen que la mamba provoca más sufrimientos, por las úlceras y demás. Pero a igualdad de pesos, no hay nada en el universo que se asemeje ni por asomo a la anacoreta de motas verdes; comparada con la anacoreta de motas verdes, la viuda negra, entre otras arañas, era una muñeca de trapo. La anacoreta del príncipe Humperdinck vivía detrás del verde picaporte ornamentado de la puerta del último nivel. Rara vez se movía de su sitio, a menos que el picaporte se moviera. Entonces, atacaba como el rayo.

En el sexto escalón, Fezzik abrazó a Íñigo y le dijo:

—Bajaremos juntos, escalón por escalón. Aquí no hay nada, Íñigo. Quinto escalón.

—Tiene que haber.

—¿Por qué?

—Porque el príncipe es un bellaco. Y Rugen es su hermano gemelo en maldad. Y ésta es la obra de ambos.

Bajaron al cuarto escalón.

—Es una maravillosa deducción, Íñigo —dijo Fezzik con voz clara y tranquila; pero la procesión iba por dentro.

Porque allí estaba él, en aquel lugar bonito e iluminado, y el único amigo que tenía en el mundo se estaba viniendo abajo por el esfuerzo. Y si uno era Fezzik, y no disponía de mucha materia gris, y se encontraba cuatro pisos debajo de la tierra, en un Zoo de la Muerte, buscando al hombre de negro y no estaba muy seguro de que estuviera allí abajo, y el único amigo que uno tenía en todo el mundo se estaba volviendo loco a toda velocidad, ¿qué era lo que se podía hacer?

Faltaban tres escalones.

Si uno era Fezzik, a uno le entraba el pánico, porque si Íñigo enloquecía, eso quería decir que el jefe de aquella expedición era uno, y si uno era Fezzik, uno sabía que lo último que podía ser en este mundo era jefe. Así que Fezzik hizo lo que hacía siempre cuando le entraba el pánico.

Salió disparado.

Lanzó un grito, se abalanzó sobre la puerta y la abrió con todo el peso de su cuerpo, sin molestarse siquiera con sutilezas tales como subir el bonito picaporte verde. Y cuando la puerta cedió bajo su fuerza, él siguió corriendo hasta llegar a la gigantesca jaula, en cuyo interior yacía el cuerpo inerte del hombre de negro. Fezzik se detuvo entonces, enormemente aliviado, porque ver aquel cuerpo silencioso significaba una sola cosa: que Íñigo tenía razón, y si Íñigo tenía razón, no podía estar loco, y si no estaba loco. Fezzik no tendría que dirigir a nadie a ninguna parte, y cuando ese pensamiento se le instaló en el cerebro. Fezzik sonrió.

Por su parte, Íñigo se quedó pasmado al ver el extraño comportamiento de Fezzik. Lo encontraba totalmente injustificado, y se disponía a llamarlo cuando vio una arañita de motas verdes salir veloz de debajo del picaporte, de modo que se limitó a darle un pisotón con la bota y se apresuró a entrar en la jaula.

Fezzik ya se encontraba dentro, arrodillado junto al cuerpo.

—No me lo digas —dijo Íñigo al entrar.

Fezzik intentó no hacerlo, pero se le leía en la cara: «Muerto».

Íñigo examinó el cuerpo. A lo largo de su vida había visto muchos cadáveres.

—Muerto —dijo, y abatido, se sentó en el suelo, se abrazó las rodillas y comenzó a mecerse hacia adelante y hacia atrás como un crío.

Hacia adelante y hacia atrás, hacia adelante y hacia atrás.

Era demasiado injusto. El solo hecho de respirar le hacía esperar a uno injusticias, pero aquélla se llevaba la palma. El, Íñigo, que no era precisamente un pensador, había pensado… ¿acaso no había encontrado al hombre de negro? Él, Íñigo, a quien asustaban las bestias y los animales rastreros y todo lo que picara, había logrado bajar al último nivel del Zoo, y guiar al gigante, sin sufrir daños. Se había despedido de la cautela y había sobrepasado todos los límites que jamás creyera poseer. Y ahora, después de semejante esfuerzo, después de haberse reunido otra vez con Fezzik en aquel día, con ese fin predeterminado, para encontrar al hombre que lo ayudaría a idear un plan que le permitiera vengar a Domingo, su difunto padre…, perdido. Todo perdido. ¿Las esperanzas? Perdidas. ¿El futuro? Perdido. Todas las fuerzas impulsoras de su vida. Perdidas. Aniquiladas. Destrozadas. Muertas.

—Soy Íñigo Montoya, hijo de Domingo Montoya, y me niego a aceptar esto. —Se puso en pie de un salto y comenzó a subir la escalera subterránea, demorándose sólo lo necesario para dar una serie de órdenes—. Sígueme y trae el cadáver. —Buscó en sus bolsillos durante un momento, pero estaban vacíos; el brandy—. Fezzik, ¿tienes dinero?

—Algo. En la Brigada Brutal pagan bien.

—Espero que alcance para comprar un milagro, es todo.

Cuando empezaron a llamar a la puerta de su choza, Max estuvo a punto de no contestar. «Marchaos», quiso decirles, porque últimamente los únicos que llamaban a su puerta eran los niños para burlarse de él. Aunque en esta ocasión era un poco tarde para que los niños estuvieran levantados —era casi medianoche—; además, llamaban de un modo insistente, fuerte, y al mismo tiempo, «tactictac», como si el cerebro le dijese al puño: «Deprisa; quiero ver un poco de acción».

De modo que Max abrió la puerta un poquitín.

—No te conozco.

—¿Eres Max Milagros, el que trabajó durante todos estos años para el rey? —inquirió el hombre flacucho.

—Me despidieron, ¿o no te has enterado? Es un tema desagradable, y no deberías habérmelo mencionado. Buenas noches, la próxima vez a ver si aprendes un poco de buenos modales.

Dicho esto, cerró la puerta de la choza.

«Tac tac taaaaac»

—Ya te he dicho que te marcharas o llamaré a la Brigada Brutal.

—Yo trabajo en la Brigada Brutal —dijo otra voz desde el otro lado de la puerta, una voz potente, profunda, que más valía tener como amiga.

—Necesitamos un milagro, es muy importante —dijo el hombre flacucho desde afuera.

—Me he retirado —repuso Max—. De todos modos, supongo que no ibais a querer a alguien al que el rey despidió, ¿no? Podría matar a quienquiera que me traigáis para hacerle el milagro.

—Ya está muerto —le explicó el hombre flacucho.

—¿Ah, sí? —dijo Max, y en su voz se apreció un ligero interés. Volvió a abrir la puerta un poquitín—. Los muertos se me dan bien.

—Por favor —insistió el hombre flacucho.

—Entradlo. No os prometo nada —respondió Max Milagros al cabo de un momento de reflexión.

Un hombre enorme y el tipo flacucho entraron a otro tipo grande y lo depositaron sobre el suelo de la choza. Max le dio unos golpecitos al cadáver.

—No está tan tieso como otros —dijo.

—Tenemos dinero —dijo el hombre flacucho.

—Entonces, ¿por qué no vais a buscar a algún genio especialista? ¿Para qué perdéis el tiempo conmigo, un tipo al que el rey despidió?

A punto había estado de morir del disgusto cuando ocurrió. Durante los dos primeros años, deseó haber muerto. Se le cayeron los dientes de tanto apretarlos; la rabia le hizo arrancar los pocos mechones leales que le quedaban en la cabeza.

—Eres el único taumaturgo vivo que queda en Florin —le dijo el hombre flacucho.

—Ah, entonces, ¿es por eso que has venido a verme? Uno de vosotros se preguntó: «¿Qué haremos con este cadáver?». Y el otro le contestó: «Pues vamos a arriesgarnos con ese taumaturgo que el rey despidió», y el otro probablemente le dijo: «No tenemos nada que perder; no podrá matar un cadáver», y el otro probablemente replicó…

—Fuiste un taumaturgo maravilloso —dijo el tipo flacucho—. Si te despidieron fue por motivos políticos.

—No me insultes calificándome de maravilloso…, era genial…, soy genial…, no ha habido nunca, nunca, ¿me oyes, hijo?, nunca ha habido un taumaturgo que estuviese a mi altura, que inventara la mitad de las técnicas milagrosas que yo inventé…, y entonces me despidieron…

La voz se le fue apagando de repente. Era muy viejo y estaba muy débil, y el esfuerzo de aquella perorata apasionada lo había dejado exhausto.

—Señor, por favor, siéntate… —dijo el tipo flacucho.

—No me llames señor, hijo —le pidió Max Milagros. De joven había sido muy duro, y seguía siéndolo—. Tengo trabajo que hacer. Le estaba dando de comer a mi bruja cuando entrasteis; tengo que acabar con eso.

Seguidamente, levantó la puerta trampilla de la choza y bajó por la escalera al sótano, cerrando la puerta trampilla tras él. Cuando hubo hecho esto, se llevó el índice a los labios y corrió hasta la anciana que estaba preparando chocolate caliente sobre el hornillo de carbón. Max se había casado con Valerie hacía un millón de años —al menos eso parecía— en la Escuela de Taumaturgos, donde se encargaba de distribuir las pócimas con cucharón. Evidentemente no era una bruja, pero cuando Max comenzó a practicar su oficio, todos los taumaturgos debían tener una, y como a Valerie no le importaba, la llamaba bruja en público y ella aprendió lo suficiente de brujería como para hacerse pasar por una bruja en casos de apuro.

—¡Escucha, escucha! —le susurró Max señalando repetidas veces en dirección a la choza—. No adivinarás nunca lo que tengo allá arriba…, un gigante y un español.

—¿Un gigante en pañol? —inquirió Valerie, llevándose las manos al corazón; su oído ya no era lo que había sido.

—¡Un español! ¡Un español! Con cicatrices y todo, un tipo duro.

—Deja que roben lo que quieran. No tenemos nada por lo que merezca la pena luchar.

—No vienen a robar, sino a comprar algo. A mí. Tienen un cadáver allá arriba y quieren un milagro.

—Siempre se te dieron bien los muertos —le recordó Valerie.

Desde que el despido estuvo a punto de acabar con él, que no lo veía hacer semejante esfuerzo para ocultar su entusiasmo. Por ello procuró controlar su propio entusiasmo. Ojalá volviese a trabajar. Su Max era tan genial, todos regresarían, hasta el último de sus pacientes. Max volvería a ser respetado, y por fin podrían abandonar aquella choza. En otras épocas, era allí donde probaban sus experimentos. Y ahora era su casa.

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