La profecía del abad negro (17 page)

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Authors: José María Latorre

Tags: #Terror

BOOK: La profecía del abad negro
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—¡Dese prisa, creo que ha dejado de llover del todo! —me urgió Camille.

Cuando por fin di con él, marqué el número, mas nadie atendió la llamada. Fue inútil que lo dejara sonar repetidamente. Estaba sucediendo lo mismo que en Londres los días de lluvia: resultaba imposible encontrar un taxi; noté cómo una creciente sensación de inquietud se iba apoderando de mí.

—¿Vuestra tía no tiene coche? —mi voz sonó histérica a mis propios oídos.

Los dos hermanos se intercambiaron una mirada entre recelosa y cómplice, como si en lugar de haberles preguntado eso hubiera querido enterarme de un secreto familiar.

—Sí, está en el garaje, pero hace meses que no lo usa porque tiene una grave avería —respondió Camille.

Me sentía como si estuviera encerrada en un sitio incomunicado con el resto del mundo, sin posibilidad alguna de moverme de él, y no sabía qué hacer. El silencio que había dejado la lluvia tras ella era exasperante: pesaba en el aire, tenía algo de amenazador. La impaciencia y el nerviosismo me empujaron de nuevo hacia la ventana. A pesar de que seguía relampagueando, no llovía y, aunque no había luna, se advertía el brillo húmedo de las plantas como una suerte de baba siniestra.

—Es posible que sólo deje de llover unos minutos —apuntó Geoffrey—, las tormentas suelen durar bastante por aquí.

Tuve que contenerme para no descargar mi ira contra ellos. ¿Qué demonios habían hecho en la abadía? ¿Cuándo y por qué se les había ocurrido la idea de volver a la vida al abad negro? ¿Y cómo lo habían logrado? ¡Todo era tan absurdo…, tan anómalo!

—Fue con la sangre de mi mano, me hice un corte…, necesita la sangre para vivir —me explicó el muchacho, quien parecía haber leído mi pensamiento.

—Dejemos eso para luego —dije—. Hay que hacer algo para marcharnos de esta casa. No llueve…, ¿es que no lo veis?

De manera impulsiva volví a marcar el número del servicio de taxis y esta vez tuve suerte, ya que recibí respuesta. El hombre que me atendió repitió la dirección que yo le había dado.

—Venga lo más rápido posible, por favor, es una urgencia —le insté.

A pesar del resultado positivo de la llamada, Geoffrey y Camille se miraron inquietos. No hacía falta estudiarlos mucho para percibir su preocupación.

La espera del taxi se hizo angustiosa. Habíamos apagado las luces de la casa con objeto de no delatar nuestra presencia en ella, y no nos atrevíamos a salir al porche ni, menos aún, a aguardar en la carretera la llegada del vehículo solicitado. Oprimidos por el espeso silencio que se había creado después de la lluvia, nos limitamos a asomarnos de vez en cuando a la ventana con temor y moviendo levemente la cortina para escrutar en las sombras. Nada alteraba la quietud que pesaba sobre la casa y el jardín, y la noche parecía tener años de vejez; yo tenía la impresión de que el tiempo había retrocedido hasta los días de Stanley Fenton, como si me encontrara viviendo en el siglo veintiuno una aterradora aventura del diecinueve.

Me esforcé por pensar en otras cosas; cualquier tema, siempre y cuando eludiera lo sucedido en el Hampton, cuyo recuerdo aún me llenaba de horror: la ausencia de la tía de los muchachos y las semejanzas y diferencias de aquella casa con respecto a la que me había asignado Mrs. Gregson; ambas eran curiosamente similares, pero si todo estaba en consonancia con las dimensiones del recibidor, las estancias de ésta debían de tener tres o cuatro veces el tamaño de las mías, lo cual constituía un signo del poderío económico de la familia Fenton. Geoffrey cortó mis pensamientos:

—Tengo una vara escondida en mi dormitorio, la he cortado esta mañana del fresno de nuestro jardín y le he sacado punta con la navaja.

Su hermana le chistó para que guardara silencio. El tictac del reloj de pared me crispaba los nervios, incitándome a mirar una y otra vez por la ventana, ya que no podía estar de pie, sólo pendiente del paso del tiempo, y sin hacer nada más que esperar la llegada del taxi. «No puede tardar mucho», me dije. Fuera seguía habiendo una rara quietud. El repentino sonido de un claxon me hizo dar un respingo.

—El taxi está aquí —dijo innecesariamente Camille; estaba claro que sentía la necesidad de expresarlo en voz alta.

Geoffrey se encargó de abrir pero no le permití que saliera delante. Lo hice yo, después de haberme asegurado de que no advertía ningún movimiento por la oscuridad del jardín. El taxista nos recordó con otra insistente llamada de claxon que estaba esperando. Los dos hermanos salieron detrás de mí, la muchacha cerró y en aquel momento sentí que el sonido de la puerta al ser cerrada significaba algo así como una despedida a la seguridad. Estábamos a poca distancia del taxi, por lo que llegar a él sólo era cuestión de dos o tres minutos, pero en cuanto puse los pies en el jardín me asaltó una impresión de lejanía: había algo en la atmósfera que inspiraba una profunda desconfianza, una especie de vaga hostilidad. Inmediatamente se manifestó el hedor que yo conocía tan bien; surgió al mismo tiempo que un estrépito llegaba a nuestros oídos, semejante al que produciría un coche al ser aplastado, seguido de unos gritos. Aquello reavivó en mí el recuerdo de lo acontecido en el Hampton y, con ello, el intenso miedo que había padecido.

Camille y Geoffrey también gritaron. Si yo no lo hice fue porque las náuseas lo impidieron.

—¡Tenemos que volver adentro! —dije; aunque había pretendido gritar, mis palabras sonaron como un murmullo.

Pero no habría hecho falta que lo dijera: los hermanos habían retrocedido hasta la puerta y Camille trataba de introducir con nerviosismo la llave en la cerradura. Geoffrey miraba continuamente hacia atrás, instándole a abrir. El ruido, también conocido por mí, de una respiración dificultosa se hizo oír desde allí y entendí que el abad negro ya había entrado en el jardín. La joven logró abrir por fin la puerta y nos precipitamos dentro. Lo último que vi antes de cerrarla fue una figura negra erguida entre las plantas: me recordó la representación icónica de la muerte en las antiguas estampas.

—Debemos bajar inmediatamente todas las persianas —ordené—. Como no conozco la casa, yo me encargaré de las de abajo…, vosotros podréis hacerlo mejor que yo con las de arriba. ¡Rápido, no perdáis tiempo! —añadí, elevando la voz al ver que no reaccionaban.

Se habían quedado paralizados en medio de la estancia, mudos de espanto, y tuve que repetírselo hasta que parecieron entender lo que les había dicho, y echaron a correr hacia la escalera. Evitando mirar afuera, bajé las persianas de las dos ventanas del recibidor y a continuación, tropezando con todo tipo de muebles, hice lo mismo en el resto de las habitaciones de la planta, extrañada por que pudiera hacerlo sin sufrir contratiempos; eso confirmaba que el abad negro no tenía prisa por entrar en la casa, ya que estaba seguro de su poder. Cuando fui a descolgar el teléfono con la idea de solicitar ayuda, descubrí con desaliento lo que temía: no había línea.

Camille y Geoffrey no tardaron en bajar. Estaban sobreexcitados, lo cual se hacía notar en su respiración y en la incoherencia con que se expresaban; más que hablar, balbuceaban. A duras penas conseguí entenderles cuando me informaron de que no había luz en la casa.

—Lo sé, y tampoco funciona el teléfono…, estamos aislados —les dije.

Después de tanta actividad nos quedamos de pie completamente inmóviles, como si eso nos hubiera vaciado y no supiéramos qué otras cosas podíamos hacer para protegernos. Si sólo nos hubiésemos dejado guiar por el silencio, habríamos imaginado que no sucedía nada y que en la casa y fuera de ella no había nadie más aparte de nosotros, pero los tres sabíamos que se trataba de una apariencia de calma. Un golpe contra una de las ventanas del recibidor confirmó que el abad negro se hallaba al otro lado. La reacción de Geoffrey y Camille fue acercarse a mí. Enseguida oímos crujir la madera, sonido al que siguió el de la rotura del cristal.

Mi reciente experiencia en el Hampton College me había enseñado que no había obstáculos para el abad negro a la hora de entrar en cualquier lugar; si la gruesa puerta de un aula no había servido de contención contra él, ¿qué no sucedería con una sencilla persiana y un frágil vidrio? Era mejor no pensar en ello.

—En el dormitorio de nuestra tía hay una pistola, es de papá —oí que decía el muchacho.

—Geoffrey…, sabes que con una pistola no podemos hacer nada…, no digas tonterías —le reprochó su hermana.

Los golpes sonaban de una forma terrible, cada vez más fuertes. La persiana parecía estar ya a punto de romperse y una lluvia de fragmentos de cristal iba adornando el suelo como las cuentas de una gargantilla rota.

—Tengo la boca seca, bebería un poco de agua… —dijo Geoffrey.

—¡Calla! —le ordenó Camille.

La queja del muchacho hizo que se me ocurriera una solución desesperada: si la lluvia había conseguido paralizar al abad negro, ¿no sucedería lo mismo con el agua?

—Abriremos los grifos de la cocina y del cuarto de baño —propuse—, a ver si tenemos tiempo de que el agua inunde el suelo del recibidor…, quizá eso le impida moverse por dentro de la casa. Luego, nos ocultaremos en alguna parte.

Aún no había acabado de exponer mi ocurrencia cuando Camille y Geoffrey se dirigieron hacia dos puertas del recibidor que permanecían cerradas; cada uno entró por una de ellas y no tardé en oír el ruido del agua saliendo por los grifos. Antes de ir a ayudarles, miré con desaliento en torno mío: la estancia era demasiado grande para poder inundarla en cuestión de minutos; pocos, porque el abad negro había aumentado la fuerza de sus embestidas y vi cómo una de sus manos enguantadas aparecía a través de la persiana y del cristal rotos.

—¡Llenad un par de botellas de agua o dadme dos de agua mineral, si hay! —les grité a los Fenton.

Geoffrey, asomado a la puerta de la cocina, me entregó dos botellas de agua mineral desprecintadas. Reprimiendo mi pánico, fui a la ventana, por la cual habían surgido ya las dos manos enfundadas en guantes negros, y derramé sobre ellas el contenido de los recipientes. Las manos desaparecieron en el acto, pero no tardé en oír cómo aquel ser arremetía contra la persiana de la otra ventana.

El suelo del recibidor seguía estando seco.

—Ahora empieza a desbordarse la bañera —me informó Camille saliendo del cuarto de baño.

Yo dudaba de que fuéramos a tener tiempo suficiente para ejecutar mi plan, pues los golpes del abad negro eran todavía más fuertes que los anteriores. Los dos hermanos miraron hacia allí.

—Arriba hay otros servicios —me informó Geoffrey—. ¿Le parece bien que suba a abrir los grifos?

—Ya no podemos esperar más —les dije—. Dejad que el agua siga saliendo y vamos a refugiarnos en otra parte…, bajemos al sótano.

—¡No, al sótano no! —gritó Geoffrey.

Al asomarme a la cocina y al cuarto de baño vi que el agua había rebasado el límite del fregadero, la bañera y el lavabo, y, después de llegar al suelo, buscaba salir al recibidor, aunque lo hacía de un modo excesivamente lento, teniendo en cuenta la premura con que necesitábamos que se expandiera. El muchacho había puesto en funcionamiento la lavadora dejándola abierta, y el agua surgía por la portezuela igual que un vómito. En la ventana, los golpes se habían recrudecido y sonaban a mis oídos como un maligno concierto de percusión.

—Dejadlo, vamos al sótano —insistí.

—No podemos ir al sótano —contestó Geoffrey, con el rostro enrojecido por la tensión a la que se estaba viendo sometido.

—¿Por qué demonios no podemos? ¿Se baja por alguna puerta o hay alguna trampilla? —pregunté.

—Nuestro padre suprimió la puerta hace muchos años porque la bodega no se utilizaba, pero en la cocina hay una trampilla —explicó el muchacho con evidente desgana.

—En tal caso, estamos perdiendo el tiempo hablando —dije entrando en la cocina, de donde el agua seguía saliendo en abundancia; de reojo advertí que llegaba ya al recibidor.

Geoffrey señaló una trampilla enrejada que se hallaba situada en un rincón de la cocina.

—Preferiríamos no bajar al sótano; sería una ratonera porque no podríamos movernos de allí; no hay otra salida —dijo Camille, que había entrado detrás de mí.

—¡Escuchadme! ¡Por si no lo sabéis, ese demonio es capaz de desplazarse por el aire! —grité mientras me agachaba para levantar la rejilla, bajo la cual, comprobé, nacía una estrecha escalera de madera; inspiraba poca confianza, y en otras circunstancias no me habría decidido a bajar por ella, por temor a que se rompiera algún peldaño podrido por la humedad—. Ahora, la bodega es el lugar más seguro de esta casa, el único en el que no podrá entrar porque se lo impedirá el agua; si fuéramos arriba, podría llegar hasta nosotros sin tener necesidad de poner los pies en el suelo.

Les indiqué autoritariamente que bajaran delante de mí al oscuro agujero que acababa de abrirse en el suelo de la cocina, y me sorprendió advertir que accedían a regañadientes, como si la bodega les asustara más que la presencia del abad negro. Geoffrey alegó que padecía claustrofobia y Camille se quejó de que no veía nada y de que en aquel lugar había ratas. Para ayudarles, le pasé mi encendedor al muchacho para que iluminara los peldaños y, en cuanto ambos bajaron, lo hice yo, volviendo a colocar después la rejilla tal como estaba. El cierre de la trampilla coincidió con un estrépito y un rugido, los cuales nos advirtieron de que el abad negro había entrado en la casa. Me humedecí los labios secos; también noté reseco el paladar, como le sucedía a Geoffrey. Algunos peldaños crujieron de forma amenazadora bajo mi peso.

—Está aquí —les dije.

El muchacho me entregó el encendedor.

—El plástico quema —comentó.

No tuve ocasión de ver las dimensiones de la bodega, porque la oscuridad era tan densa que no lo permitía, pero apestaba a humedad, a cerrado y a descomposición orgánica. Seguramente Camille tenía razón y aquello debía de estar infestado de ratas. En cambio, sí oía la agitada respiración de los dos hermanos y el sonido del agua saliendo por los grifos encima de nosotros, convertido en un rumor de fondo. Poco después me di cuenta de que también estaba cayendo a mi cabeza a través de la rejilla, y recomendé a Geoffrey y a Camille que se alejaran de allí. Estar en aquel lugar era tanto como hallarnos encerrados en la bodega inundada de un barco, sin posibilidad de salida y rodeados de ratas —cuyos chillidos estaba empezando a oír—, y a pesar de que el agua nos favorecía, tuve la sensación de estar tomando una repugnante ducha de agua sucia.

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