La profecía del abad negro

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Authors: José María Latorre

Tags: #Terror

BOOK: La profecía del abad negro
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Cuando Ada Boyle aceptó una oferta de trabajo en el Hampton College de Stoney, nunca pensó que esa decisión cambiaría su vida para siempre. No tardaría en arrepentirse de vivir lejos del ajetreo de la ciudad, junto al colegio y a una antigua abadía en ruinas, escenario de una inquietante leyenda local. El descubrimiento de un libro sobre la última profecía del abad negro, le abrirá las puertas del terror. ¿Te atreves a cruzarlas?

José María Latorre

La profecía del abad negro

ePUB v1.0

Jianka
03.10.12

Título original:
La profecía del abad negro

José María Latorre, 2006.

Diseño/retoque portada: Aritz Albaizar

Editor original: Jianka (v1.0)

ePub base v2.0

Antes que las del sol da las cinco la campana.

Oscuro espanto a las solitarias estremece.

El jardín en la tarde pútridos árboles mece.

El rostro del muerto se agita en la ventana.

(Georg Trakl)

Es medianoche,

y las impuras criaturas

salen de tumbas olvidadas, enterradas,

y observan añorantes

las velas del castillo y la luz de las cabañas.

(
Jens Peter Jacobsen
: «Cantos de Gurre»)

Prólogo

Cuando me ofrecieron trabajar como profesora de Literatura en el Hampton College, en Stoney, Cornualles, mi primer impulso fue no aceptar. Aunque en ese momento no había nada importante que me retuviera en Londres, no me atraía la idea de trasladarme lejos de la ciudad; por otra parte, el dinero que había heredado de mis padres, fallecidos cuatro años atrás en un accidente de tráfico, no era mucho, pero bastaba para permitirme vivir con cierta holgura, y tampoco sentía ninguna urgencia de volver a ejercer la enseñanza, después de haber disfrutado de un año sabático con objeto de terminar de escribir mi libro sobre literatos victorianos y tomar apuntes sobre otro a propósito de las leyendas celtas, cuya escritura pretendía afrontar en cuanto hubiera reunido el material suficiente. (Si al fin no me hubiera decidido a aceptarlo, en contra de lo que había sido mi intención, no habría vivido los días más aterradores de mi existencia, relacionados en parte con el tema que deseaba tratar en mi nuevo libro, y seguiría siendo una joven profesora que creía ingenuamente en la superioridad de las teorías sobre las experiencias personales.)

Pese a ello, estuve dudando durante varios días antes de dar mi respuesta, y confieso que en el fondo deseaba que la plaza hubiera sido cubierta mientras tanto, pero no sucedió así. Ignoro qué fue lo que me hizo aceptar, porque la oferta no era demasiado tentadora. El sueldo no se podía considerar malo, si bien tampoco deslumbrante —no suele serlo en el terreno de la enseñanza—, y lo más atractivo de ella consistía en el hecho de poder vivir unos meses en una pequeña casa de dos plantas con jardín, de la que me habían mostrado una tentadora fotografía, lo cual la hacía casi irresistible para quien, como yo, llevaba viviendo casi seis años en un apartamento urbano más bien modesto. Ahora creo que fue eso lo que me decidió.

Entonces no sabía nada de la leyenda del abad negro. No revelo un secreto si digo que las leyendas celtas abundan en el Reino Unido. Por supuesto, yo no conocía todas, si bien entre mis amigos pasaba por ser una experta en el tema, y es probable que si al recibir esa oferta de trabajo hubiera dispuesto de información sobre la leyenda del abad negro, la habría aceptado sin dudarlo, aunque sólo hubiera sido por incorporar otra a mi proyecto de libro. Pero, como he dicho, fue la casa lo que despertó mi interés, cansada como estaba de vivir en un espacio tan reducido.

Por lo que sabía, en aquella parte de Cornualles solía llover mucho y la zona era tan húmeda como Londres, pero ofrecía para mí la ventaja de poder mantenerme alejada durante un tiempo de las incomodidades de la vida en la ciudad. Así, pues, tras calibrar los pros y los contras, opté por arrinconar mi resistencia inicial y aceptar el trabajo, aunque no estaba convencida del todo.

—Verá como no se arrepiente; el Hampton es un buen colegio y Stoney un lugar tranquilo; en cuanto lleve un par de días allí, dejará de echar en falta Londres —me dijo Mr. Bradley, un funcionario calvo, vestido con traje gris, a quien no le debió de pasar inadvertida mi expresión de sorpresa al enterarme de que la plaza seguía libre después de varios días.

Me facilitó el número de teléfono de la directora del colegio, Nora Gregson, a pesar de que me aseguró que él mismo se encargaría de ponerse en contacto con ella para facilitarle mis datos personales.

—Los informes laborales los tiene desde el primer momento —carraspeó, como si se sintiera molesto por mencionar ese tema—. La llave de la casa se la entregará personalmente Mrs. Gregson… Permítame una pregunta: ¿tiene usted coche?

—Sí, pero no lo utilizo mucho, no soy una fanática del volante.

—Supongo que viajará por carretera… Se lo pregunto porque, en el caso de que pensara hacer el viaje en tren, le diría a Mrs. Gregson que se pusiera de acuerdo con usted para ir a buscarla a la estación.

—La verdad es que no he pensado en eso, y ya le he dicho que no me gusta demasiado el coche.

—Piénselo…, pero si finalmente decide ir en tren no se olvide de telefonear a Mrs. Gregson, porque la estación se encuentra bastante alejada del colegio y de la que será su casa.

A medida que se aproximaba el día del viaje y el final de mis días de placidez, descubrí que nada me apetecía menos que un largo desplazamiento por carretera, por lo que, al recordar lo que había dicho Mr. Bradley, consulté los horarios del ferrocarril y, una vez hube decidido qué tren tomaría, telefoneé a Nora Gregson para ponerla al tanto de mi llegada.

A juzgar por su voz, me dije que debía de ser una mujer de mediana edad; se expresaba de forma tan engolada que resultaba desagradable. Cuando me di a conocer, no expresó ninguna satisfacción por hablar conmigo, aunque se mantuvo correcta. Le informé de que llegaría el veintinueve de septiembre en el expreso de las diez de la noche.

—¿No hay otro tren? Creo que hay uno que llega aquí en torno al mediodía —dijo.

—Tendría que madrugar mucho para poder tomarlo, no lo creo necesario… —repuse.

—Comprendo —creí detectar en su voz un cierto tono de reproche—. Haré lo posible por ir a recibirla; si no fuera así, enviaré a alguien en mi lugar.

—No me gustaría causar ninguna molestia. Puedo tomar un taxi para ir a la casa…, dígame la dirección, por si acaso.

—Necesitará la llave —contestó con sequedad—. No se preocupe, insisto en que, si no puedo ir a la estación, habrá alguien del colegio… ¿No tiene coche?

Parecía decepcionada. Era la segunda vez que alguien me preguntaba eso desde que había aceptado el trabajo.

—Oh, sí, sí que tengo, pero no me apetece ir con él desde Londres, soy una conductora de vuelo corto —le contesté.

—Habitualmente, los profesores que han venido de fuera han utilizado su coche…, hay muchas cosas que ver por los alrededores —hizo una pausa que se me antojó excesiva—. Bueno, querida, pronto nos veremos por aquí. Estoy segura de que esto le va a gustar…, no lo digo porque sea la directora, pero el Hampton es un excelente colegio y el ambiente de lo más agradable.

—Yo también estoy segura de eso —repuse, cortés.

Al colgar el teléfono ya estaba arrepentida de haber aceptado aquel trabajo, pero era demasiado tarde para echarme atrás. Imaginé un ambiente sórdido y una sociedad cerrada, regida por convencionalismos sociales de todo tipo, y me angustió pensar que debería vivir unos meses allí. Sin embargo, traté de animarme diciéndome a mí misma que al menos dispondría de tiempo para dedicarme a repasar las galeradas de mi libro y preparar el nuevo.

No sabía cuánto me equivocaba, porque ese viaje a Stoney iba a significar para mí un tenebroso descenso al mundo de los muertos; y el expreso que me disponía a tomar, lo más parecido a la barca de Caronte.

Un rumor en el armario

Como si la meteorología se hubiera empeñado en confirmar mis previsiones, llegué a Stoney bajo una intensa lluvia. El temporal había acompañado al tren durante, más o menos, una hora de su camino, y era tan fuerte que yo no alcanzaba a divisar ni una luz desde la ventanilla de mi compartimento: sólo un paisaje ocluido por la oscuridad. Y probablemente no me habría enterado de que había llegado a mi destino de no haber sido por el revisor, un hombre amable que tuvo a bien decirme que arribaríamos a Stoney en diez minutos.

Por suerte, sólo llevaba conmigo dos maletines, ya que el día anterior había facturado el resto del equipaje en una agencia de transportes por carretera, y salvé rápidamente la distancia que me separaba del vestíbulo, seguida por el ruido de la lluvia golpeando la techumbre metálica. Ante mi consternación, descubrí que se trataba del lugar más sórdido que había tenido ocasión de ver en mis viajes por el país. Era la única pasajera del tren que había bajado en aquella estación, y me encontré en una sala oscura y desierta que apestaba a suciedad. En el suelo había charcos y huellas de pisadas. Para contribuir a mi negativa primera impresión, el bar se hallaba cerrado y no vi rastro de Mrs. Gregson ni de ningún enviado de ella. Enseguida me di cuenta de que había alguien más allí: un hombre increíblemente delgado, de poblada barba negra y cubierto con un sombrero de ala ancha, sentado en una de las butacas de la zona más oscura del vestíbulo, con la compañía de una Biblia y una botella de
whisky
. En cuanto lo vi, di por supuesto que no era un enviado de la directora, a pesar de que no apartó su mirada de mí desde el momento en que entré en la sala.

Dejé las maletas en el suelo para consultar la hora en mi reloj. El tren había llegado con puntualidad y me pareció una descortesía que no hubiera nadie para recibirme, después de haber avisado con tiempo suficiente a la directora del colegio. Impaciente, me encaminé hacia la puerta de salida para mirar al exterior. Una cortina de lluvia aislaba el edificio de la estación del resto de la ciudad y apenas se divisaba la agónica luz de algunas farolas. Fue entonces cuando oí por primera vez las palabras «abad negro».

—Bienvenida a la tierra del abad negro —dijo una voz detrás de mí.

No tuve necesidad de volverme para saber que quien acababa de hablar era el extraño individuo de la Biblia y la botella: estábamos solos en el vestíbulo.

—Yo me lo pensaría cuatro veces antes de salir ahí fuera y cogería el primer tren que me llevara lejos de aquí —continuó diciendo.

Su voz no era la de un borracho; al contrario, denotaba firmeza y serenidad. Sin que mi mutismo pareciera importarle, el desconocido prosiguió:

—Éste no es un lugar adecuado para una joven tan bonita como usted…, es feo y perverso, y sólo se puede sobrevivir en él con ayuda de una Biblia, pero apuesto lo que sea a que usted no viaja con una Biblia…; estamos viviendo en una época materialista y descreída.

Aunque había empezado a hablar con suavidad, noté que se iba acalorando por momentos y su voz se hizo casi chillona, mas no quise volverme, a pesar de que acababa de oír el crujido de una silla y el sonido de unas pisadas a mi espalda.

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