La profecía del abad negro (9 page)

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Authors: José María Latorre

Tags: #Terror

BOOK: La profecía del abad negro
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Pero las anotaciones proseguían en la página siguiente.

En contra de mis temores, he podido reanudar la escritura de este cuaderno. Una vez tomada mi decisión, al día siguiente me procuré una vara de fresno bien afilada y un frasco de agua bendita. Debo decir que me resultó más fácil obtener lo primero que lo segundo, pues en las afueras de Stoney hay unos fresnos, y para llenar el frasco me vi obligado a entrar en la iglesia aprovechando la ausencia del pastor, ya que si éste me hubiera sorprendido allí, me habría sido imposible explicarle mi conducta, teniendo en cuenta que también él estaba dominado por el abad negro. Cuando tuve en mi poder ambas cosas, eché una mirada a los cadáveres de mi esposa y de mi hija, a los que había cubierto piadosamente con una sábana, cerré la casa y emprendí el camino de la abadía. En el fondo de mí, una voz me susurraba que aquella mirada podía ser la última, pero eso no me arredró: esta vez disponía de los medios para enfrentarme a él.

Mi dolor y mi afán por acabar con el monstruo me hacía ver rojas todas las cosas, como si la sangre de Helen y Susan se interpusiera entre mis ojos y el resto del mundo; veía roja la tierra y rojos los árboles, el cielo y el edificio de la abadía; no me habría extrañado que hasta mis lágrimas fueran rojas… La noche no iba a tardar en caer, y por ello sabía que debía darme prisa. Por lo menos, tenía la ventaja de que, al estar la abadía habitada sólo por el abad negro, ningún rumor podría distraerme de mi objetivo ni habría nadie que le ayudara.

Tuve que saltar por encima de la tapia de la abadía, a la que encontré poseída por un silencio de muerte. Tal como esperaba, el claustro estaba desierto y, a pesar de que el viento continuaba soplando con fuerza, no se oía su silbido ni se movía una brizna de hierba. Eran tales el silencio y la inmovilidad en aquel lugar maldito, que por un momento tuve la sensación de que me había introducido mágicamente dentro de un cuadro en el que yo era la única figura dotada de vida. Dadas sus dimensiones, no sabía por dónde empezar la búsqueda y me dejé llevar por el instinto, que me decía que el abad negro debía de hallarse en algún sitio apartado, oculto a la luz del sol. A cada paso que daba y a cada estancia que recorría miraba con angustia al exterior a través de los ventanucos, confiando en tener suerte en mi búsqueda antes del descenso de la noche. Todas las celdas estaban abandonadas y la única cosa que hacía recordar que alguna vez habían estado ocupadas eran unos camastros en los que ya empezaba a acumularse el polvo. Pronto adquirí la convicción de que debía de ocultarse en un sitio más distante de los seres humanos, más próximo a la tierra, más alejado de la vida.

Encontré al abad negro en uno de los rincones de la bodega, tumbado en otro camastro; me acerqué sigilosamente a él, pidiendo al Señor que me permitiera hacer lo que deseaba, sin darle tiempo a abrir los ojos. El frío era excesivo, e iba en aumento a medida que me aproximaba al yacente. Tenía el rostro semicubierto por la capucha negra y sus manos seguían enfundadas con guantes. Para poder clavarle la vara de fresno era necesario desprenderlo de la capucha, pero la sola idea de tener que acercar mi mano a su rostro me paralizaba.

Cuando me disponía a hacerlo, tratando de vencer mi horror y mi repugnancia, me detuvo un largo sonido emitido por su garganta, algo así como un ronco estertor, y su cuerpo se agitó como si intuyera mi presencia. Aparté a un lado la capucha. Su rostro habría sido semejante al de cualquier otra persona de no ser porque tenía los labios muy rojos, igual que si acabara de beber sangre, y porque sus ojos carecían de pupilas y eran tan negros como el fondo de un pozo; su mirada era como la mirada del abismo. Su mano derecha aferró con violencia la mía izquierda, pero aunque sentía lo mismo que si me la hubiera apresado una tenaza, clavé la vara en uno de sus ojos. Lanzó un grito parecido al de un animal salvaje herido de muerte, y noté que la presión de su mano se aflojaba; a continuación, hice lo mismo en el otro ojo y me soltó. Su sangre me había salpicado las manos; era fría y tan negra como sus ojos y su capucha. Entonces sucedió lo más extraño: su cuerpo cesó de convulsionarse y oí con claridad una risa, y su voz, que yo conocía tan bien, porque se había quedado marcada a fuego en mi mente, llenó el ámbito de la bodega:

—Estúpido humano…, tus muertas estarán muertas por los siglos de los siglos, pero yo volveré a existir: la inocencia me devolverá la vida cuando ni de ti ni de ellas quede más que polvo.

No dijo nada más. También había dejado de moverse. Yo estaba solo en la bodega de la abadía, con la única compañía de un cadáver. Sentía curiosidad por saber la razón de que el abad negro hubiese llevado ocultas sus manos con guantes, mas no me atreví a quitárselos. ¿Qué significaban esas enigmáticas palabras? Por el bien de mis semejantes, yo esperaba que eso no sucediera nunca.

El silencio, aunque ominoso, me ayudó a tranquilizarme y pronto me sentí liberado. Era cierto que nada podría devolverme a Helen, a Susan y a Shaverin, idos para siempre, convertidos ya para mí en recuerdos, pero había impedido que les sucediera lo mismo a tantos otros de mis convecinos. Estaba convencido de que habían sido víctimas de una experiencia mesmérica colectiva, de la que probablemente despertarían tras la muerte de quien la había provocado.

Así, concluida mi tarea, me dispuse a abandonar para siempre aquel lugar de horror; sin volver la mirada atrás, con las manos todavía manchadas de sangre y el frío que me llegaba hasta los huesos, alcancé la escalera y, dando gracias a Dios por haberme ayudado, no tardé en volver a verme, aunque solo, en los pasillos y en el claustro de la abadía. A pesar de que había terminado con la vida del abad negro, me parecía detectar una amenaza a mi alrededor, como si la influencia de aquel ser perverso siguiera existiendo dentro de los muros de la abadía…

El viento se pasea libremente por las calles desiertas, poniendo extraños sonidos en la oscuridad de la noche. Mi casa me ha parecido solitaria y triste; la única nota de vida que he encontrado en ella han sido los lastimeros maullidos del gato, y me he dicho que en lo sucesivo deberé habituarme a esa soledad, que ya ha reclamado mi atención por los pasillos y el claustro de la abadía. Solo…, solo para siempre…, solo mientras viva, me he repetido a mí mismo una y otra vez. Helen y Susan yacen en el lecho, cubiertas con la sábana que arrojé sobre ellas ayer por la noche… Con el nuevo día llegará la ingrata tarea de notificar su muerte al médico y organizar el doble entierro: entonces notaré aún más el peso de la soledad. He estado velándolas un largo rato sin reprimir las lágrimas que afluían a mis ojos, y más tarde he experimentado el sobresalto que había tenido a flor de piel mientras abandonaba la abadía. Ha sucedido al entrar en la biblioteca. No sé por qué, en ese momento me he acordado del libro quemado del abad Martens y he tenido la sensación de que había olvidado seguir uno de los ritos para acabar con el vampiro tras haberle perforado los ojos. Algo se me había escapado y no conseguía recordar de qué se trataba, quizá porque cada vez que me ponía a pensar en ello surgían en mi mente las últimas palabras de aquel ser, enigmáticas y oscuras como una profecía: «La inocencia me devolverá la vida». Era la amenaza de una resurrección. Pero ¿dónde encontrar inocencia en Stoney?

Aguijoneado insistentemente por esa sensación de olvido, me he sentado en un sillón frente a la chimenea apagada, contemplando las cenizas del libro, y me he preparado con manos temblorosas una pipa y un vaso de whisky para que me ayudaran a reflexionar. El gato, ronroneante, ha buscado acomodo en mi regazo, fijando su mirada en mí, y al fin he logrado recordar lo que deseaba: en mi precipitación había olvidado rociar con agua bendita la vara de fresno. El abad Martens insistió en la necesidad de cumplir ese detalle. Y el frasco con agua bendita seguía en uno de los bolsillos de mi sobretodo… Sin pensarlo más, me he preparado para regresar a la abadía con el fin de concluir, esta vez definitivamente, el ritual destructivo y purificador.

Después de escribir cuanto antecede, dejo este cuaderno en uno de los cajones de la mesa de mi despacho, asaltado de nuevo por la duda de si algún día podré volver a escribir en él…

Stanley Fenton ya no había podido hacerlo: las anotaciones terminaban ahí.

La lectura de aquel cuaderno me había producido un efecto similar al de un buen cuento de terror, y como tal lo habría recibido si no hubiera visitado yo misma las ruinas de la abadía. ¿Sería cierto lo que había escrito Stanley Fenton? Hasta entonces sólo había oído hablar de él a los dos hermanos y al hombre de la estación; a aquéllos les gustaban tanto las leyendas y eran tan imaginativos que podían haberla sobredimensionado con la ayuda del relato de su antepasado, y en cuanto al individuo de la Biblia y la botella de
whisky
, parecía poco fiable. Pero tampoco podía olvidar que alguien había estado en mi jardín durante la noche anterior.

Por otro lado, al cerrar el cuaderno me había quedado con ganas de conocer si se había sabido algo más de aquel antepasado de los Fenton o si las señales de su existencia terminaban en la última página. Eso me incitaba a mantener una conversación al respecto con la tía de Camille y Geoffrey, pero pensé que si lo hacía descubriría que me habían dejado el cuaderno y probablemente los muchachos no me lo perdonarían nunca. Lo cierto era que la lectura me había dejado deseosa de hacer otra visita a la abadía. Y también me habría gustado entrar en la casa de aquel bibliófilo, Shaverin (por cierto, ¿qué suerte habrían corrido sus libros?), y en la de Stanley Fenton, así como buscar sus tumbas en el viejo cementerio y hasta tratar de saber dónde yacía el cadáver del abad negro, pero me faltaban datos para poder localizarlas. Quizá podría encontrar las sepulturas a la luz del día, apartando con paciencia la maraña vegetal que recubría las lápidas para leer una por una las inscripciones, mas no las casas en las que habían vivido. Era innegable que la lectura del cuaderno me había impresionado.

Tuve que retirar la mano del auricular del teléfono cuando ya me disponía a llamar a los Fenton para preguntarles cuáles eran las dos casas a las que se hacía referencia en el cuaderno, porque me arriesgaba a que respondiera la tía y yo no sabría cómo justificar mi llamada a una hora tan intempestiva. No sin desgana, dejé el cuaderno en un cajón y salí al porche.

Esa noche no llovía ni hacía viento; en su lugar había surgido una niebla invasora, aún más densa que la de los peores días londinenses, que impedía ver nada incluso a corta distancia, y me llamó la atención el mal olor que desprendía, como si hubiese nacido del seno de un mefítico pantano. Pero por aquellos parajes no había ninguno. Imaginando el espectáculo que debían de ofrecer el barrio abandonado, el viejo cementerio y la abadía cubiertos por la niebla, miré mi reloj: disponía de tiempo de sobra para acercarme allí. Algo me impulsaba a hacerlo —quizá la frustración que me había causado la brusca interrupción del relato, como si creyera que en esos lugares podía encontrar su continuidad—, si bien no era una noche agradable para pasear, aunque fuera por un lugar cercano.

Fumé un pitillo apoyada en la pared del porche, expulsando pausadamente el humo en busca del abrazo de la niebla mientras consideraba si debía ir o no. Desde mi llegada a Stoney no había escrito una sola línea y ni siquiera había repasado mis apuntes para mi próximo libro, pero me apetecía mucho más volver a visitar aquellos lugares que sentarme a leer, escribir o escuchar música hasta que el sueño me venciera. Casi mecánicamente, me puse encima una chaqueta recia y, luego de anudarme una bufanda al cuello, salí de la casa.

En cuanto cerré la puerta del jardín me di cuenta de que había guardado el cuaderno dentro de un cajón, igual que había hecho Stanley Fenton antes de encaminarse por segunda vez a la abadía para destruir al abad negro. Si hubiera sido supersticiosa, eso habría bastado para hacerme desistir de mi excursión; cualquier persona imaginativa habría visto en la coincidencia un mal presagio, pero no me provocó más que una sonrisa. «A diferencia de lo que le sucedió a Stanley Fenton, espero volver a tener el cuaderno en mis manos», pensé.

A causa de la niebla tuve que atravesar con cautela la carretera, prestando atención no sólo a las luces de los vehículos sino también a los sonidos de la noche; llegué al otro lado sin sobresaltos y sin haber tenido que esperar el paso de ningún coche. La luz del porche del Hampton College era más débil de lo habitual, difuminada como estaba por la bruma; hacía recordar el fanal de un barco fantasma perdido en la inmensidad del océano, con la salvedad de que las aguas eran, allí, niebla. Ningún ruido venía a turbar la quietud y el silencio. Tampoco surgía rumor alguno del colegio. Todo parecía dormir bajo el manto de la noche.

El olor de la niebla era nauseabundo y no se me ocurría ninguna explicación para ello, pero habría sido suficiente para instar a cualquiera a no salir de su casa. Casi a tientas, di la vuelta al edificio del colegio y emprendí el camino hacia el barrio abandonado, el cual brotó ante mí al cabo de unos minutos a partir de las manchas oscuras de las primeras casas, que se perfilaban como la avanzadilla de un ejército fantasmal. Pronto me vi inmersa en aquel espacio muerto, y no pude menos que preguntarme cuáles de esos edificios, que no parecían atraer ni a un vagabundo, habrían pertenecido al bibliófilo Shaverin y al atribulado Stanley Fenton. Cada una de aquellas casas abría para mí una incógnita que, lamentablemente, no estaba en condiciones de despejar: para seguir avanzando, tuve que decirme a mí misma que no era el momento para ello.

Sin duda fue la humedad lo que me hizo sentir un escalofrío en cuanto dejé atrás lo que fuera la primitiva Stoney y miré con aprensión el descampado cubierto por la niebla que se abría ante mí. El viejo cementerio estaba cerca de allí y, un poco más lejos, las ruinas de la abadía. ¿Qué habría querido decir el abad negro al afirmar de modo categórico que la inocencia le devolvería la vida?

La niebla convertía aquel cúmulo de antiguos sepulcros en la réplica de un cementerio gótico. La bruma había ocultado más aún las fechas y los nombres de las lápidas. Si lo que había leído era cierto, en aquel lugar se hallaban enterrados el anciano Shaverin, la esposa y la hija de Stanley Fenton, y tal vez también éste, personas a las que sentía próximas a mí después de haberlas conocido a través de las anotaciones en el cuaderno. Y eso, más el hecho de que estuvieran allí, tan cerca pero al mismo tiempo tan lejos, me provocó una punzante melancolía, como sucede cuando hallas entre las amarillentas páginas de un libro antiguo los pétalos secos de una flor o unos cabellos humanos de alguien que ya no se encuentra en el mundo de los vivos. ¡Cuántos secretos debía de ocultar aquella tierra!

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