La profecía del abad negro (8 page)

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Authors: José María Latorre

Tags: #Terror

BOOK: La profecía del abad negro
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Aunque estaba cansado, esa noche me dediqué a leer el libro que me había entregado el anciano Shaverin. El alba me sorprendió entre sus páginas, tanta era la fascinación que me inspiraba. Había sido escrito en el siglo XVIII por un abad llamado Martens, quien pasaba por ser el mejor conocedor de su tiempo sobre temas de demonolatría, ocultismo y vampirismo. Incluso yo, poco aficionado a esos temas y que nada sabía de ellos, había oído hablar en alguna ocasión de él, si bien no creía que existiera, al igual que tantos otros libros míticos. No me extrañó que hubiera llegado a manos de Shaverin, pues éste era un bibliófilo insaciable que había recorrido varios países en busca de rarezas, infolios e incunables.

La lectura resultó, como he dicho, fascinante, pero también aterradora. Para mí fue la revelación de un mundo ignoto y, a un tiempo, una especie descenso a los infiernos. En él descubrí desde a Emposio, el demonio de Aristófanes, hasta el corribantiasmo (un frenesí que sacude a quienes creen ver fantasmas y que distingue a los poseídos por el diablo) y la misteriosa masonería de la cábala judía, pasando por la licantropía y el vampirismo («la más poderosa encarnación del mal», según decía Martens); el autor exponía diversos casos que había conocido personalmente en sus viajes por el centro y el norte de Europa, y explicaba que los procedimientos para acabar con un vampiro pasaban por decapitarlo, o arrancarle el corazón y prenderle fuego, o exponerlo a la luz del día, que es la representación de su contrario, o bien sumergirlo en el agua, símbolo tradicional de la pureza para los pueblos primitivos y paralizadora de las fuerzas del mal.

«Dos de los elementos primordiales, agua y fuego (insistía el abad Martens) son decisivos para exterminarlo, pero si el vampiro llega a cruzarse con otras fuerzas es imprescindible clavarle en los ojos una puntiaguda vara de fresno o una fina estaca de madera previamente mojadas con agua bendita: es la forma de causarle una muerte definitiva. Nunca se ponderarán cuanto se merecen las virtudes purificadoras del fresno».

Cuando los primeros rayos del sol acariciaron las cortinas de la estancia, me pareció que por la noche había estado viviendo en otro mundo, alucinante, incomprensible, y tuve que frotarme varias veces los ojos para poder recuperar el sentido de la realidad. Mi esposa y mi hija se extrañaron al verme sentado a la mesa de mi despacho, con visibles señales de no haber dormido, y miraron con recelo el libro del abad Martens, como si se tratara de un enemigo.

—¿De dónde has sacado ese libro? —me preguntó mi esposa, Helen.

—Me lo ha prestado Shaverin. Contiene todos los conocimientos sobre ocultismo, demonolatría y pactos malignos —le expliqué—. Es una lectura instructiva, me ha ayudado a saber qué está sucediendo en Stoney.

—¿Y se puede saber qué está sucediendo, según ese libro?

En la voz de Helen había un acento irónico.

—El abad negro…, la inmortalidad…, el vampirismo.

—El abad no está haciendo daño a nadie —repuso—. Es un hombre que posee una vasta cultura y se esfuerza por que nos conozcamos mejor a nosotros mismos, como lo hacían los antiguos, más allá de lo material. Nunca había visto a una persona tan espiritual como él. Desde su llegada, todos en Stoney nos sentimos más vivos…, salvo tú, al parecer.

—Y asegura que la muerte física es un hecho reversible —intervino con descaro mi hija, Susan.

—Ese hombre es un demonio. Habrá que detenerlo antes de que haya terminado de ejercer su perniciosa influencia sobre todos nosotros —dije, trazando en el aire la señal de la cruz.

—Si hubieras asistido a sus charlas no dirías eso —insistió Helen—. No hay nada malo en el hecho de luchar contra la muerte… ¿Acaso no lo hacen los médicos de todo el mundo y son considerados personas respetables?

Me negué a seguir discutiendo con ellas en esos términos, pero me percaté de que la influencia de aquel hombre había alcanzado a nuestra casa, y eso me convenció de que debía actuar sin pérdida de tiempo, por el bien de mis personas queridas. Por temor a que destruyeran el valioso libro, lo oculté bajo llave y salí para ir a hablar otra vez con mi amigo Shaverin, pues deseaba comentar con él algunas de las cuestiones tratadas por Martens.

Aparentemente, nada había cambiado en la ciudad. Las tiendas estaban abiertas, las gentes se comportaban con normalidad y la vida seguía su curso, como si la influencia del abad negro se hiciera notar más a la caída del sol. ¿No era eso lo propio de una criatura de la noche, según había escrito Martens? ¿No era verdad que éstas huían del día y de los rayos del sol? Me estremecí al recordar sus hábitos negros, su capucha y sus guantes. ¿Cómo serían su rostro y sus manos, que tanto se empeñaba en ocultar a la vista de los demás?

Me pareció raro encontrar entreabierta la puerta de la casa, más aún considerando el temor que el abad negro inspiraba a mi amigo. En un principio titubeé antes de entrar, pero, invadido por un mal presagio, terminé de abrir la pesada hoja de madera y llamé a Shaverin por su nombre. Al no ser respondido, mis escrúpulos me hicieron dudar de nuevo, y no sé qué habría hecho si en ese instante de vacilación no hubiera aparecido el gato del anciano, un precioso ejemplar negro de ojos amarillos y mirada penetrante, como debió de ser la de los felinos en los tiempos de los faraones, que se quedó sentado maullando delante de la puerta de la biblioteca. Golpeé discretamente con los nudillos en ella a la vez que llamaba repetidas veces a Shaverin. El gato, luego de frotarse contra mis pantalones, apoyó las patas delanteras en la puerta y prosiguió con sus maullidos. No esperé más para intentar abrirla, mientras notaba una rara sequedad en la boca. Aquel silencio no era propio del hombre a quien había ido a visitar.

Por suerte no estaba cerrada por dentro y pudimos entrar, ya que el gato también lo hizo en cuanto la abrí. Lo que vi me dejó mudo de horror: Shaverin yacía de bruces sobre un charco de sangre; tenía una gran herida en el cuello. El felino corrió a su lado lanzando maullidos lastimeros. Me agaché y traté de darle la vuelta, mas mi horror no hizo sino aumentar al ver que le habían arrancado los ojos, lo cual hizo que me sintiera como si alguien me estuviera mirando desde el más allá.

Casi vomité ante el cadáver, y estuve un rato contemplándolo como en estado de trance, sin saber qué hacer. Me parecía leer una muda advertencia en las cuencas vacías de sus ojos. Cuando al fin reaccioné, miré a mi alrededor y advertí que su bella y valiosa colección de libros estaba dispersa por el suelo; muchos de los volúmenes se hallaban manchados de sangre y habían arrancado numerosas páginas de ellos. Mi primer pensamiento fue para el abad negro, a quien responsabilicé del brutal crimen.

Después de dejar el cuerpo de Shaverin cubierto con una sábana, salí de la casa para dirigirme a la policía. Más de una vez tuve que detenerme en la calle, mareado. El horror y la confusión me impedían razonar, y apenas conseguí expresarme con coherencia ante los policías, quienes no mostraron ninguna extrañeza y dijeron que se iban a encargar inmediatamente del asunto. Ni siquiera me pidieron que los acompañara a la casa de mi amigo, como habría sido lo normal. De momento nada de eso me pareció raro, pero más tarde, pensando en mi última conversación con Shaverin, recordé que éste había dicho que los policías, el alcalde y el juez formaban parte de los seguidores del abad. ¿Qué podía esperar de ellos?

Nadie mostró mucho pesar por la muerte de Shaverin. Tampoco mi mujer y mi hija, y eso me hizo decidirme a actuar en cuanto el anciano hubiera sido enterrado.

La profecía del Abad Negro

El relato de Stanley Fenton me estaba resultando tan interesante como debió de parecerle a su autor el libro del abad Martens. Por ello, proseguí mi lectura en cuanto, acabado el
whisky
, me hube preparado un té con limón.

A pesar de que a Shaverin no le habían faltado amigos entre nosotros, fui el único que acudió a su sepelio en el cementerio de nuestra comunidad, una triste mañana de invierno, con el cielo amenazante de lluvia y un viento terrible, que hacía estremecer los tejados. Tampoco se presentó al acto ningún familiar, dado que él no había dejado indicación alguna de que hubiera que avisar a alguien en el caso de su fallecimiento. La ceremonia fue oficiada por el pastor Anderson, otro de los siervos del abad negro, y desde el primer momento me percaté de que tenía ganas de darla por finalizada cuanto antes. De ese modo quedó sepultado bajo tierra, amordazada para siempre su boca, el hombre que mejor sabía lo que estaba sucediendo en Stoney, el hombre que conocía los secretos del abad negro, el único que —aparte ahora de mí— estaba en condiciones de hacerle frente. Y, una vez desaparecido Shaverin, yo me colocaba en una situación peligrosa.

Decidí hacerme cargo de su gato, porque no quería que quedara abandonado. Su presencia no fue bien acogida en casa, pero Helen y Susan no tuvieron más remedio que tolerarla, porque me negué a que saliera de ella. El felino apenas se separaba de mí, como si supiera que era su único amigo. ¿Y los libros de Shaverin? A falta de un testamento y, por tanto, de herederos legales, me encargué también de custodiarlos, en espera de que un día apareciese alguien que los reclamara, lo cual, con franqueza, me habría extrañado, porque no se trataba de dinero —por más que algunos fueran muy valiosos—, y es bien sabido que, por lo general, y lamentablemente, los seres humanos aman más el dinero que la cultura, más las posesiones materiales que la belleza de las artes. Dejé todos los libros, incluso los destrozados, en la que había sido biblioteca de mi amigo, como si su propietario siguiera con vida.

Durante los días siguientes, la vida en la ciudad siguió su curso habitual, que me niego a llamar normal. El abad negro continuó celebrando sus ceremonias, yo hacía lo posible para impedir que Helen y Susan asistieran a ellas, y meditaba entretanto cómo actuar contra aquel demonio con capucha y guantes negros, soportando mal que bien el sonido invasor del órgano y los cánticos a Asmodelius que se filtraban al interior de mi casa con la misma facilidad que una corriente de aire. La precaución y el temor me impedían desafiarlo abiertamente, a pesar de que mis continuas consultas al libro de Martens, y a otros de la biblioteca de mi amigo, me incitaban a no demorar mi acción por más tiempo, y sólo me atreví después de haber sido el protagonista de un terrible hecho que acabó con mis días de titubeos.

Me encontraba por la noche en la biblioteca de Shaverin, consultando otros libros en busca de más información sobre vampirismo y pactos diabólicos, cuando de repente oí golpear en la ventana. Hacía un viento fortísimo y en principio atribuí a éste los ruidos. Sin embargo, no tardé en percibir otros golpes, como si fueran la contraseña de alguien que estuviera solicitando con insistencia que le abrieran. Un golpe de viento apagó las velas cuando abrí la ventana, y la estancia quedó a oscuras. Eso me permitió ver con mayor claridad el exterior. En la calle no había nadie, a excepción de una sombra que se movía ligeramente de un lado a otro y que al fin se dirigió hacia la ventana por la cual yo estaba asomado; mas, ante mi horror, no lo hacía caminando como cualquier ser humano, sino a una altura de medio metro del suelo, como si fuera capaz de desplazarse por el aire. Tuve tiempo suficiente para ver que llevaba puesta una capucha.

Cerré precipitadamente la ventana sin darle tiempo a que llegara hasta mí, y corrí la cortina. Apenas lo había hecho, percibí un estrépito de cristales rotos; una violenta lluvia de fragmentos de vidrio fue a caer a mi pecho, a mi vientre y a mis pies, y una mano enguantada de negro asomó por la cortina, al tiempo que yo percibía un rumor sordo, semejante al que produciría alguien que desea hablar y no consigue emitir más que un ruido gutural.

Incapaz de reaccionar de otro manera, salí deprisa de la biblioteca, dejándola cerrada. Me apoyé, jadeante, en la pared. Estaba convencido de que mi agresor no era otro que el abad negro, y yo no tenía a mi alcance nada que sirviera para enfrentarme a él. ¿Qué podía hacer en esas condiciones? Fui con cautela a situarme junto a la puerta de salida. Desde dentro no se oía nada, como si no hubiera nadie en la calle; sin embargo, no me atreví a abrirla por temor a encontrarme de frente ante aquel ser. Todavía lo comprobé una vez más, aplicando un oído a la hoja de madera, y luego me desplacé también cuidadosamente hasta la escalera y subí sin hacer ruido, pues había decidido refugiarme de momento en la parte alta de la casa. Al llegar al piso de arriba, corrí hacia el ventanal de una de las habitaciones, sin abrirlo más que el espacio necesario para asomarme con discreción.

Delante de la puerta de la casa había una figura negra, inmóvil, que parecía estar aguardando mi salida.

El abad negro debió de intuir mi presencia, pues vi cómo movía la cabeza y miraba hacia el lugar desde donde me hallaba asomado. Con un escalofrío, cerré el ventanal. Antes de que hubiera llegado a la puerta, vi que me estaba observando desde el otro lado del cristal y, tal como había hecho poco antes con el otro, lo rompía con un golpe asestado con su mano enguantada. Sólo pude advertir que debajo de su capucha no se divisaba más que la misma oscuridad de la noche. Presa del pánico, bajé corriendo por la escalera y, desesperado, no se me ocurrió un escondite mejor que el sótano, aun sabiendo que, si aquel ser intuía que yo estaba allí, podía darme por muerto. En cuanto puse los pies en los peldaños, eché la trampilla sobre mí y corrí el pestillo.

Fue un encierro insoportable. Durante un largo rato estuve oyendo sus pasos por el interior de la casa, los cuales me parecían un sonido con el que la mismísima muerte me hacía notar su presencia, pero cesaron cuando ya creía que me encontraba al límite de mi resistencia. Pese al frío, tenía la frente cubierta de sudor y apretaba los puños con tanta fuerza que llegué a hacerme sangre al clavar las uñas en las palmas de las manos. Todavía esperé un poco antes de descorrer el cerrojo y levantar la trampilla, temeroso de que aquel silencio fuera falaz y el abad negro siguiera acechándome desde la oscuridad, y luego asomé tímidamente el rostro, sin llegar a levantarla del todo, para inspeccionar la negrura de la casa. Como no advertí ningún ruido ni señal alguna de que estuviera aún en ella, me decidí a abandonar mi refugio, extrañado de que hubiera desistido de atraparme.

En cuclillas, cerré la trampilla y, al hacerlo, vi un signo en la madera que antes no estaba allí: una cruz invertida de color rojo. Estaba trazada con sangre, todavía fresca; era una especie de sello maligno. El abad negro debía de saber que me había ocultado en la bodega y quería que me enterara de ello. ¿Por qué, entonces, no había llevado su acoso hasta el final? ¿Pretendía dejarme vivo, por los motivos que fuere, o estaba esperando a saltar sobre mí desde cualquier punto de la negrura que envolvía la casa? Froté con asco mis dedos en el suelo para hacer desaparecer la sangre y me dirigí hacia la salida sin dejar de mirar a mi espalda, creyendo que aquel ser iba a surgir en cualquier momento de uno de los rincones; en cuanto llegué a la calle me sentí más aliviado.

Tuve la respuesta en cuanto llegué a casa. Durante el camino, que hice acompañado por el silbido del viento, me dije repetidamente a mí mismo que, si era cierto lo que había visto, el abad negro debía de haber consumado su proceso de transformación, pues no de otra forma podía explicarme que se hubiera desplazado por el aire y se hubiese asomado por la ventana del piso alto de la casa del difunto Shaverin. Las calles estaban desiertas y silenciosas, y yo miraba con recelo cada portal, cada esquina. Cualquier ruido me provocaba un sobresalto. Tampoco llegaba ningún ruido proveniente de la abadía. Hasta el órgano y los cánticos a Asmodelius habían callado.

Había un raro silencio en mi casa cuando llegué. La puerta estaba cerrada, pero algo en mi interior me decía que el abad negro había pasado por allí. También el gato me asustó cuando surgió de un rincón, y sus maullidos me recordaron el nefasto día en que hallé el cadáver de mi amigo. Ni Helen ni Susan respondieron a mis llamadas. Intentando controlar en vano el temblor de mis manos, prendí el pábilo de una vela y fui recorriendo la casa, cada vez más inquieto, en compañía del gato. Nunca la oscuridad me había parecido tan densa; nunca había advertido que hubiera en mi casa tantos recovecos y rincones; nunca había sido tan silenciosa.

Las encontré en el dormitorio. Yacían, igual que el buen Shaverin, sobre un charco de sangre y tenían, como él, abierto el cuello y vaciados los ojos. ¡Para eso me había dejado con vida el abad negro en la casa de mi amigo, para hacerme testigo de un cuadro más terrible y doloroso para mí que mi propia muerte! De rodillas ante ambas derramé lágrimas hasta que mis lagrimales quedaron secos, y llegué a llamarlo a gritos, desafiándole a que se presentara ante mí. No lo hizo, porque, si para entonces todavía quedaba en él algo del ser humano que alguna vez había sido, sabría que había acabado conmigo sin necesidad de matarme. Él se había transformado en monstruo, pero yo en una especie de muerto vivo…

Ignoro cuántas horas permanecí en aquella habitación, consumido por el dolor; sólo sé que, cuando salí de ella, había tomado la determinación de pasar por escrito cuanto antecede y buscar al abad negro para acabar con su existencia. Hallé el libro del abad Martens en la chimenea, convertido en cenizas, y eso me confirmó que se trataba de un serio peligro para él. No pude rescatar ni una sola de sus páginas. Abandono aquí, pues, la escritura y dejo este cuaderno a la vista con objeto de que, si algún día llega a las manos de una persona no influida por ese monstruo, pueda saber todo lo que ha sucedido en Stoney, a la cual habría que llamar desde hoy la ciudad del dolor… Es probable que yo nunca vuelva a verlo…

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