Al alzar la vista divisé a lo lejos otra masa más negra que la oscuridad de la noche. Eso hizo surgir en mí el recuerdo de lo que había dicho por la mañana el profesor de Historia a propósito de una abadía y, al mismo tiempo, el de las palabras del extraño individuo de la estación: «Bienvenida a la tierra del abad negro». Probablemente se había referido al abad de la misma abadía…, pero ¿por qué había dicho «del abad negro» al hablar de la ciudad?, ¿y por qué lo había expresado en presente, como si aquellas tierras siguieran perteneciendo a un abad que, como todos los habitantes del antiguo Stoney, debía de llevar muchas décadas muerto? Las preguntas se sucedían unas a otras, igual que las ondas que provoca una piedra al ser lanzada a las aguas de un estanque.
Ese doble recuerdo y las preguntas me incitaron a seguir adelante, camino de la abadía. Ya no pensaba en que se estaba haciendo demasiado tarde y que al día siguiente debería levantarme temprano para impartir mis primeras clases, sino en la abadía y en el abad, en lo que ambos habían representado en el pasado de Stoney.
Rituales, invocaciones malignas
…
La noche no ayudaba a que pudiera ver con nitidez las cosas; incluso daba la impresión de que las nubes se habían hecho más negras desde que había llegado allí. Y el viento era tan frío que las solapas subidas de mi chaqueta apenas servían de protección. El paisaje que mediaba entre las últimas casas y la abadía no variaba del que acababa de dejar atrás: había tantos matorrales y zarzas como en los agrestes páramos de Devonshire y resultaba, asimismo, tan poco acogedor como ellos.
Las preguntas se iban acumulando en mi mente: ¿por qué el hombre de la Biblia había llamado negro al abad?, ¿era en la abadía donde la antigua población de Stoney celebraba sus invocaciones y rituales, dado que, según el profesor, la vida de la ciudad se centraba en ella? Todo eso me parecía fascinante, pues siempre me habían atraído las leyendas, fueran celtas o no, y en esos momentos, caminando sola en medio de la noche cerrada, la abadía despertaba en mí más curiosidad, no sólo intelectual, que el colegio donde debía trabajar, aunque me parecía que debía de existir cierta relación entre una y otro; al fin y al cabo, se hallaban ubicados dentro del mismo terreno. ¿Podía ser que el Hampton College fuera lo único que restara vivo del pasado de Stoney?
El profesor de Historia tenía razón a medias: era cierto que la abadía estaba en ruinas, pero se podía advertir claramente cómo había sido y no eran pocos los lugares que permanecían en buen estado de conservación. El suelo estaba levantado; zarzas y matorrales habían crecido por allí, igual que en el exterior, y las hojas secas, arrastradas por el viento a lo largo de los años, lo cubrían en parte; los restos de la pared de lo que una vez fuera la fachada se confundían entre las hojas, las ramas rotas y los guijarros. Sin embargo, los corredores y los arcos del claustro se hallaban asombrosamente bien conservados; incluso el pozo, erigido al aire libre en el espacio que mediaba entre un pasillo y otro en un terreno en el que algún día debieron de cultivar flores y ahora no había más que guijarros, parecía estar esperando la llegada de alguien; su boca no estaba cubierta y tuve que reprimir mi deseo de arrojar una piedra para oírla caer al fondo. Por lo que pude advertir al mirar hacia arriba desde el pozo, la parte superior de la abadía estaba en estado más ruinoso y no inspiraba ninguna seguridad.
Recorrí lentamente el claustro, apreciando cada detalle, y mientras lo hacía advertí en el aire un hedor que recordaba el de la putrefacción orgánica. En la confluencia de los corredores había restos de lo que alguna vez debió de ser una puerta, tras los cuales se divisaba una intensa y sobrecogedora negrura. Un pintor romántico habría encontrado allí un extraordinario modelo para un cuadro.
Lo que más me impresionó fue que, a partir del momento en que puse los pies en las ruinas de la abadía, mi sensación de estar rodeada de malignidad se hizo más fuerte que mientras paseaba entre las calles muertas. Allí había algo abominable y amenazador que se hacía notar en el aire mismo, mezclado con el mefítico hedor.
Con una mezcla de recelo y fascinación fui a asomarme por el hueco negro. Me atraía la idea de comprobar adónde llevaba aquella oscuridad, pero al mismo tiempo me producía un vago temor. A mi espalda, el viento producía unas vibraciones en los matorrales, semejantes a lamentos ahogados, y, frente a mí, despertaba un silbido desagradable al penetrar por el hueco, igual que si se tratara de un maligno y arcaico instrumento de música. Estaba rodeada de ruidos inquietantes que ponían una nota de insania en el aire de la noche. A pesar de mi decisión de explorar las ruinas, el recuerdo del día laboral que me esperaba pudo más que mi curiosidad y retrocedí sin traspasar aquel umbral, que debía de llevar a otros rincones de la antigua abadía.
¿A los lugares donde se celebraban las invocaciones?
Creí percibir algo más junto con el sonido del viento; algo parecido a unas voces o, más bien, a unos susurros. Aquello me dejó paralizada y fui incapaz de dar ni un solo paso; notaba el cuerpo pesado, como si alguien me hubiera agarrado por las piernas desde la tierra en que se hallaba erigida la abadía y tirara de ellas hacia abajo. Mi pulso se aceleró; presté atención para comprobar si volvía a oír los susurros, pero no oí nada más que los diferentes tonos de los silbidos del viento.
Mientras regresaba a buen paso, me pregunté dónde estaría enterrado el abad al que el individuo de la estación había llamado negro. Su cuerpo podía estar en una de las sepulturas del cementerio con inscripciones ilegibles, pero también dentro del propio terreno de la abadía, de acuerdo con las antiguas costumbres. ¿Quizá en un agujero fuera del recinto? ¿Detrás del oscuro hueco por el que finalmente no me había atrevido a entrar? Fue una de las cosas que decidí preguntarle al profesor de Historia en cuanto volviera a verlo.
Al dirigirme hacia el cementerio y la abadía, no había experimentado tanta desazón como en el camino de regreso. El claustro se me antojaba más fantasmal; los arcos, los corredores desiertos y el pozo, más inquietantes; la explanada, más vasta e inhóspita; el hedor, más intenso. Cuando por fin llegué al cementerio, tuve la sensación de haber dejado detrás un escenario maligno, como si los ecos de las viejas ceremonias siguieran resonando en él, adheridos a los sombríos corredores del claustro. También el camposanto y las casas y las calles abandonadas me parecieron más aterradoras que antes, quizá porque el cielo amenazaba con el estallido de una tormenta. Por eso respiré aliviada al verme de nuevo al lado del colegio. La bombilla del porche había vuelto a fundirse y el edificio se encontraba en poder de la oscuridad.
Las primeras gotas de lluvia cayeron en el momento en que me disponía a atravesar la solitaria carretera y eran casi tan gruesas como puños. Antes de que hubiera podido llegar al otro lado, un relámpago abrió una brecha de luz violácea en la densa cortina de nubes, y poco después sonó el primer trueno. Salvé corriendo la pequeña distancia que me separaba de mi casa, mas eso no impidió que la tormenta me dejara empapada.
Mientras me cambiaba de ropa para acostarme, me pregunté si mi prisa por llegar cuanto antes a la casa se había debido a la tormenta o era fruto de mi deseo de alejarme lo más rápidamente posible de los lugares que había recorrido. No obstante, me alegraba de haber efectuado aquella breve expedición y me dije que no sería la última vez que iría a visitar la abadía.
A pesar de la excitación que mi paseo nocturno me había dejado como poso, logré quedarme dormida. Tuve una espantosa pesadilla, en la que me veía a mí misma traspasando el negro agujero de la puerta del claustro; al otro lado encontraba un mundo de oscuridad, vagamente iluminado por las llamas de siete velas que permanecían encendidas pese al fuerte viento, donde había una sepultura cerrada con una lápida mohosa, igual que las del cementerio abandonado. Yo no podía apartar la vista de la lápida, como si hubiera algo en ella que ejerciera sobre mí una atracción hipnótica, y la piedra comenzaba a desplazarse lentamente, permitiéndome ver poco a poco otro espacio negro. Al fondo de la tumba reposaba un féretro con la madera carcomida y cubierto de tierra y telarañas, cuya tapa también empezó a abrirse despacio; no llegaba a hacerlo del todo y por la rendija que había quedado expuesta surgían varios escorpiones y gusanos.
Desperté cubierta de sudor y con la boca seca, igual que si estuviera siendo víctima de una pesada digestión, y me senté en la cama después de presionar el interruptor de la luz. Notaba el pulso tan acelerado como durante mi visita a la abadía. De momento no reconocí dónde me encontraba, pues todo lo que me rodeaba me parecía extraño, pero esa extrañeza sólo duró los segundos que me llevó recordar que estaba viviendo en otra casa, lejos de Londres. La tormenta estaba en plena ebullición: los relámpagos iluminaban el dormitorio y los truenos se sucedían unos a otros como si se tratara de eslabones de una misma cadena sonora.
Tuve que levantarme y ponerme una bata para ir a beber agua y secarme el sudor. La bombilla de la cocina parpadeaba, por lo que la golpeé suavemente con un dedo hasta que dejó de hacerlo.
«Sólo faltaría quedarme ahora a oscuras», pensé.
Después de secarme con una toalla en el cuarto de baño y de haber bebido, al salir de la cocina un relámpago me permitió divisar un rostro blanquecino al otro lado de la ventana del recibidor. Retrocedí, asustada, hasta alcanzar la pared y apagar la luz, y esperé a que otro relámpago me confirmara lo que acababa de ver.
No tuve que aguardar mucho, pero esa vez no había nadie mirando a través de la ventana. Sin embargo, estaba segura de que acababa de ver un rostro pegado al cristal. Fui decidida hacia allí, porque sabía que de lo contrario iba a permanecer despierta el resto de la noche, y la abrí de golpe. Me pareció oír, mezclados con el fragor de la lluvia, unos pasos chapoteando por el jardín. El doble recuerdo de la abadía y de mi pesadilla hizo que sintiera miedo por un momento.
—¡Debe saber que estoy armada! —grité; mentía, claro.
Ni recibí respuesta ni volví a oír los chapoteos por el jardín. Quienquiera que fuese, el intruso se había marchado…, a no ser que hubiera buscado donde esconderse por la parte trasera de la casa. Debía comprobarlo si quería dormir el resto de la noche. Mis manos temblaron cuando cogí un paraguas y al posarse sobre la cerradura de la puerta de la casa. Había pensado en coger también un cuchillo de la cocina para defenderme en el caso de ser atacada, pero las armas blancas siempre me han inspirado repulsión.
En el momento de abrir la puerta, la lluvia era tan intensa que me impedía incluso divisar la carretera, y si al fin conseguí ver algo fue gracias a la luz de los relámpagos. La tormenta me hizo desistir de salir a inspeccionar el jardín, dado que el paraguas era una protección insuficiente y el frío y la humedad de la noche podían hacerme caer enferma y obligarme a no asistir al colegio el primer día de clase. Si no hubiera estado tan tensa, me habría echado a reír al imaginar la expresión ofendida de Mrs. Gregson si eso sucedía. «No se puede confiar en los londinenses, son débiles», habría dicho probablemente.
Lo que hice fue cerrar la puerta, echar los dos pestillos y recorrer la casa para asegurarme de que todas las ventanas estaban bien cerradas, incluida la del desván. Al asomarme por la ventana de la estancia que por la tarde había decidido dedicar a la música, me pareció ver en el jardín un bulto oscuro del tamaño de una persona. ¿Se trataba del intruso o podía ser una planta…? En mi recuerdo, no había en el jardín una planta tan grande. Tragué saliva. Si hubiera tenido una linterna no habría vacilado en utilizarla, pero no había traído ninguna en mi equipaje. Tomé nota mentalmente de comprar una en cuanto me fuera posible; también debería asegurarme de dejar cerrada la puerta del jardín.
Durante varios minutos seguí mirando con el ánimo tenso el bulto negro, una sombra entre las sombras, y cuando iba a retirarme, advertí que se movía. El intruso se encaminó hacia la parte derecha del jardín y desapareció de mi vista por la parte lateral de la casa. Bajé deprisa con la intención de mirar por alguna de las ventanas de abajo, mas ya no volví a verlo.
Después de aquello tardé en acostarme de nuevo. Estaba demasiado nerviosa y fue necesario que transcurriera un buen rato antes de volver a tumbarme en la cama. Aun así, conseguí quedarme dormida, pero tuve un sueño inquieto, poblado de pesadillas, si bien no volvió a despertarme ni siquiera el sonido de los truenos.
Las tinieblas de la noche todavía no se habían extinguido del todo cuando me levanté, con la molesta sensación de haber descansado mal. Ya no llovía, mas el silbido del viento continuaba haciéndose oír con fuerza en el tejado y en el jardín. Antes de tomar una ducha y preparar el desayuno me asomé por la ventana. Por supuesto, fuera no había nadie.
Aquella mañana me costó más atravesar la carretera para llegar al colegio, porque el tráfico era más intenso que el día anterior: los padres o las madres se ocupaban de llevar en automóvil a sus hijos al Hampton, e incluso algunos alumnos se servían de sus motocicletas. Aunque resultara molesto, eso daba más vida al solitario paraje. Yo tenía mi primer grupo a las ocho y media, y estaba tan cansada que tuve que hacer un notable esfuerzo por mantenerme atenta. La clase consistió en una especie de presentación mutua. Fui pasando lista, con objeto de conocer a los alumnos de aquel grupo, que eran los de menor edad, y a continuación les expuse mi plan de trabajo para el trimestre, que había pensado centrar en la literatura de Arthur Conan Doyle y Robert Louis Stevenson y en los relatos de fantasmas de Charles Dickens y Wilkie Collins (yo habría preferido trabajar sobre Montague Rhodes James, Walter de la Mare, Arthur Machen, Algernon Blackwood o Joseph Sheridan Le Fanu, pero consideré que hacerlo supondría un esfuerzo excesivo para sus años).
Los alumnos me escucharon con atención, o al menos la simularon, pero no vi auténtico interés en sus expresiones. Y todavía lo vi menos en mi segundo grupo, al cual atendí a última hora de la mañana, y cuyas edades oscilaban entre catorce y dieciséis años. Al poco rato de estar hablando con ellos, me di cuenta de que me miraban como si fuera un bicho raro o un miembro de una especie en vías de extinción. Les informé que en los próximos días analizaríamos unas obras de Shakespeare y William Butler Yeats, y
Olalla
, de Stevenson. Sólo detecté cierto brillo de entusiasmo en la mirada de dos de los alumnos: Camille y Geoffrey Fenton.