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Authors: Carmen Gurruchaga

Tags: #Intriga

La prueba (10 page)

BOOK: La prueba
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Comenzó a recogerlos con prisa, como si su familia tuviera secretos deshonrosos que ocultar. No quería que los del ayuntamiento adelantaran por lo que fuera su visita y la encontraran allí, como una vulgar ladrona, con las manos en la masa de lo que, según el acuerdo firmado, todavía le pertenecía legalmente. Conforme iban pasando por sus manos los títulos, las cartas y pergaminos, algunos de ellos iban llamando su atención debido a su antigüedad, el encabezamiento de alguna misiva o lo sugerente y evocador de un lacre roto. Llamó su atención un paquete de sobres firmemente atados con un lazo rojo o una firma floreada y retorcida, con tantos bodoques que parecía elaborada por un pendolista, que inevitablemente le recordaba a esas epístolas escritas por nobles o acaso sabios monjes que revelaban, antes de morir, el lugar donde un formidable tesoro se hallaba escondido. Le dio la risa por pensar en aquella tontería, pero en las películas, se justificó, los documentos del pasado, los realmente valiosos, eran exactamente así, como esos que tenía ahora entre las manos.

La invadió el impulso de sentarse, como cuando niña, sobre el suelo de madera, con las piernas cruzadas y un buen trozo de pan con dos o tres pastillas de chocolate dentro, y ponerse a leer sin más todos aquellos papelotes. Pero sería una estupidez, se dijo: no era el lugar, ni el momento, ni lo mejor para sus maltrechas posaderas. Y, además, su estómago volvía a rugir hambriento.

Fue mucho después, sentada tranquila y bien limpia, con la melena perfecta despojada de polvo y telarañas, cuando, ante una de las mesas con impolutos manteles blancos de su restaurante gaditano favorito, se dejó llevar por la curiosidad.

«Veamos al fin los secretos de la familia —pensó mientras miraba ansiosa el maletín de cuero donde había guardado su botín—. Ya va siendo hora de que me entere de por qué tanto interés en mantener en secreto todas estas cartas. Se acabó el tiempo de las promesas que me obligó a guardar papá. Él ya está muerto y de una vez por todas nada impedirá que me entere de cuántos hijos bastardos esconden los respetables prohombres de mi linaje».

Pero dos horas después, sentada ahora en la terraza del local y ante su cuarta taza de café, solicitada sin acertar muy bien a saber si para vencer el cansancio de las pocas horas de sueño previas al viaje o el sopor provocado por los documentos revisados, Camila todavía no había descubierto, para su mayúscula decepción, ningún trapo sucio. La mayor parte de las cartas eran, ciertamente, personales. Había un par escritas por Franco a su padre y alguna otra cuya autoría era del general Mola, también misivas de Alfonso XIII a su abuelo y en algunas de ellas —pocas—, se hablaba de mujeres. Pero para su decepción, el que más las citaba y se atrevía a aludir abiertamente a sus líos de faldas era el rey, mientras que su abuelo, por lo que podía deducir de sus respuestas, se limitaba a seguirle la corriente en cuanto a opinar si fulana o mengana eran o no las cupletistas más bellas de la capital, pero sin llegar nunca a revelar si se había acostado o no con alguna. «Qué asquerosamente decentes eran todos», farfulló para sus adentros con fastidio. Ahora lo entendía, había tardado años en comprenderlo, pero ya sabía la causa de por qué su abuelo y su padre eran tan aburridos. ¡Vaya si lo eran! No tenían ni idea de disfrutar de la vida, eso desde luego, y con un manotazo apartó hastiada el resto de papeles desperdigados sobre la mesa que corrían el peligro, después de tantos años ocultos, de que se los llevara una ráfaga traidora de viento.

«Lo que seguía sin entender —se dijo— es por qué tanto misterio con las cartas, a qué tanta insistencia de papá en que no las leyera ni revelara su contenido si en ellas no había nada que pudiera llamarse propiamente secreto». Y dejó resbalar su vista sobre ellas, amontonadas de mala manera, hasta que sus ojos repararon, de manera completamente casual, en una mucho más amarillenta que las demás.

Se hallaba medio escondida entre dos portafolios, y no es que estuviera sólo un poco envejecida, como las otras, sino que era ya casi completamente marrón.

«Debe de ser muy antigua», calculó, y dejando el resto de lado la asió con interés, deseosa de comprobar quién la firmaba: Federico Gravina, a fecha de 22 de octubre de 1805, el día posterior a una de las batallas que su padre, como si fueran cuentos de hadas, le relataba de niña antes de irse a dormir, la de Trafalgar.

Comenzó a leerla con ansia: la carta iba dirigida a Carlos IV. En ella, el duodécimo capitán general de la Armada española, Federico Gravina, al mando durante dicha batalla del buque
Príncipe de Asturias
, informaba a su majestad del hundimiento del navío francés
Achille
, a cuyo mando se hallaba, según su relato, el capitán Daméport. Este buque llevaba en su bodega todos los pagos realizados por la corona española a Napoleón, pues en aquel tiempo España estaba comprometida a ayudar a Francia en su conquista de Gran Bretaña no sólo aportando su armada, sino también, según recordó de las gestas y hazañas bélicas narradas por su padre, sufragando parte de los gastos de la contienda. Gravina moriría unos días más tarde de la redacción de ese texto, si no recordaba mal, a causa de las heridas sufridas durante el combate, sin embargo, su afán por cumplir con su obligación ante su monarca fue tal que, en esas circunstancias, tuvo tiempo, como comprobó con gozo Camila, no sólo de escribir esta carta, sino además de marcar en un mapa el lugar exacto del hundimiento del
Achille
.

Camila se sorprendió a sí misma riendo gozosa como una niña que acabara de abrir un regalo de Navidad. No podía creerlo, tenía en sus manos la clave para recuperar un tesoro de valor incalculable hundido hacía más de dos siglos.

Sin embargo, de pronto su risa se ahogó, aplacada por una pregunta que acababa de surgir en su cabeza: ¿cómo coño se saca un barco del fondo del océano?.

D
OCE

—Ha llamado Paloma Blázquez.

Jorge levantó sorprendido la mirada de los papeles que se acumulaban sobre su escritorio y observó a Jimena, que, apoyada en el marco de la puerta de su despacho, parecía inusualmente despierta a esas horas de la sobremesa en que, como él tan bien sabía, solía amodorrarse. Sin embargo ahora, probablemente a raíz de las buenas noticias, sonreía. Intentaba fingir que estaba serena, parecer contenida y precavida, pero de tanto como apretaba los labios para no gritar y reír, el color de su rostro había desaparecido y sus pecas no sólo destacaban: relucían como faros de color en una niebla blanca y densa.

—¿Cuándo?.

—Esta misma mañana, tempranísimo, nada más llegar Merche, pero como yo vine tarde, como siempre, no pude atenderla. Me dejó un recado en el contestador y otro a través de Merche, que como ha tenido mucho lío, no se ha acordado de decirme nada hasta ahora.

Jorge consultó su reloj y comprobó que pasaban de las cuatro.

—Bien por Merche— gruñó. —No sé ni cómo la soportamos.

—Qué hipócrita eres— se burló Jimena. —Te adora, bien que lo sabes. Y te encanta que lo haga.

—Eso no quiere decir que me parezca eficiente, ni que no me fije en cómo trata a Roberto y Aitor o a muchos de mis clientes. Tú no te das cuenta, claro, porque estás todo el día cotilleando con ella.

—¡Venga ya! Claro que me doy cuenta, pero cada vez que contemplo la posibilidad de hablarlo con vosotros, me pongo a pensar en la putada que le haríamos si la echáramos y, al final, termino callando.

—Vaya, o sea, que ninguno la soportamos, todos sabemos que es una haragana y cargamos con ella como si no tuviéramos bastante follón, con buena parte del trabajo que ella no hace y, encima, le pagamos un sueldo… Hay que joderse: —reflexionó con sarcasmo— Somos sus esclavos.

—No seas cínico.

—Solo soy realista: llevas quince días esperando esta llamada que tuvo lugar a las nueve de la mañana y ha tardado… —volvió a consultar su reloj—, nada, sólo un ratito de siete horas en comunicártelo.

—Ah, venga, déjalo estar— refunfuñó Jimena entrando en el despacho, temerosa de que la secretaria hubiera oído su conversación. Con un mohín de disgusto se dejó caer en la silla frente al escritorio de Jorge y le recriminó: —Por tu culpa me va a dar un bajón, con lo contenta e ilusionada que estaba después de hablar con Paloma…

Jorge decidió dejar los temas desagradables para otro momento; tal vez uno en que se sintiera apoyado por Roberto o Aitor, y preguntar a su socia por el motivo de su alegría. Se dio cuenta de que era injusto con ella, después del tiempo que había estado esperando esa llamada de Paloma Blázquez, le chafaba la ilusión con problemas de intendencia que sabía que, además, la ponían especialmente nerviosa. Jimena, a diferencia de él y sus compañeros, era la única miembro del bufete que había costeado sus estudios con becas y, después, más adelante, pagó el resto de su educación académica en idiomas y su master con el dinero obtenido trabajando como dependienta y pasante.

—Perdóname, soy un aguafiestas. Cuéntame lo de tu cliente, si es que se puede decir que lo sea.

—Lo será —afirmó con seguridad—. Hemos quedado en reunirnos de nuevo mañana y estoy convencida de que cuando salga de aquí podré decir que soy su abogada. Parece mucho más decidida que la otra vez. Es como si hubiera tenido una revelación. Ahora tiene un nuevo ánimo para lidiar con lo que la espera.

—Ya será menos.

—Qué escéptico eres. Me revienta.

—Hazme un favor, levántate y cierra la puerta. Tenemos que hablar.

Jimena se alarmó. La seriedad de Jorge era habitual para todos en el despacho, pero con ella tenía una relación de complicidad especial, posiblemente porque, al ser mujer, estaba exenta de ese acerbado sentido de la competitividad que, sin darse cuenta, él cultivaba respecto a Aitor y Roberto. O, simplemente, porque le gustaban tanto las mujeres que, aunque ella fuera sólo amiga y nada más que buena amiga, no podía hacer con ella una excepción.

—¿Qué ocurre?. Estoy empezando a ponerme nerviosa— confesó ella al volver a tomar asiento.

—He estado investigando al ex marido de Paloma Blázquez, y creo que el temor a él fue lo que hizo que se marchara tan precipitadamente del despacho y, después, haya tardado tanto tiempo en pensárselo y volver a llamar. Es un buen pájaro.

—Ya lo supongo —aceptó Jimena—, se trata de un maltratador. Está claro que no puede ser una hermanita de la caridad…

—No, es mucho, muchísimo peor —la corrigió Jorge—. Sabiendo quién es, cuáles son sus amigos y en qué consisten la mayoría de sus actividades, no es de extrañar que ella esté aterrada. Y creo que si finalmente el despacho asume su defensa, también deberíamos estarlo nosotros.

—¿Quieres que rechace su caso porque su marido es un mañoso? —saltó Jimena ofendida—. No es la primera vez que un marido vengativo nos amenaza, y no voy a dejar a esa pobre mujer tirada sólo porque a ti te dé el canguelo…

—Yo no estoy diciendo eso, lo sabes perfectamente —zanjó Jorge cortante, intentando no alterarse como, por otra parte, comenzaba a hacer Jimena—, lo único que sugiero es que, si representas a Paloma Blázquez, todos nos planteemos tomar unas ciertas medidas de seguridad. Toda prudencia es poca si se trata de Wiren.

Ella cerró los ojos un instante para calmarse y reflexionar. Era consciente de la viveza de su genio, de que no hacía falta más que una pequeña chispa para que prendiera y su fuerte genio comenzara a ser evidente, y no quería discutir con Jorge. Él era habitualmente el socio que más la apoyaba en sus casos y argumentaba ante los otros la necesidad de permitirle hacerse cargo de ellos a pesar de que, en más de una ocasión, las mujeres a las que atendía no podían pagar sus servicios o, en caso de hacerlo, las minutas que les presentaba eran tan bajas que no llegaban a cubrir gastos.

No es que Aitor y Roberto no defendieran las causas perdidas ni quisieran saber nada de los más débiles y desfavorecidos, en absoluto. En el despacho, de común acuerdo, ninguno de los cuatro había abandonado jamás el turno de oficio y, sin necesidad económica de hacerlo, seguían defendiendo a delincuentes juveniles, yonquis que trapicheaban para sacar su dosis gratis, mujeres víctimas de violaciones… Es más, una buena parte de los asuntos profesionales de su bufete estaban relacionados con la defensa gratuita gestionada por el Colegio de Abogados. Además, buena parte de los clientes de Roberto pedían asistencia para asuntos penales y eran también pobres de solemnidad.

Tanto ella como sus compañeros creían firmemente en la obligatoriedad de asistir a quienes no podían pagar una defensa privada de modo que quedara garantizado el goce del amparo de un letrado para cualquiera que lo necesitara. Un derecho fundamental que en España funciona con un extraordinario nivel de calidad y eficacia y que los hacía sentirse particularmente orgullosos. Sin embargo, y aun con todo, Jorge mostraba, frente a sus amigos de la infancia, una especial sensibilidad hacia las desigualdades y sus víctimas, como demostraba su interés por la emigración y los marginados y el valor del que había hecho gala jugándose el tipo todas las veces que había aceptado representar a víctimas de la trata de blancas después de que la policía hubiera desmantelado redes de prostitución femenina e, incluso, infantil.

Jimena recordaba con total claridad cuando Jorge, contratado por un consorcio formado para la ocasión por varias ONG y asociaciones de apoyo social a las víctimas de la prostitución, aceptó llevar la acusación particular en su nombre y el de las prostitutas contra los proxenetas que las explotaban. Aquel fue un tiempo en que las amenazas, e incluso los ataques, algunos velados, otros no, contra su integridad y la del despacho no dejaron de sucederse.

Por eso, decidió darle una oportunidad y escuchar lo que tenía que decir de Joaquín Wiren. Porque él estaba más que autorizado para hablar de prudencia, y porque sabía lo que era jugarse el tipo por un caso y, también, hasta dónde eran capaces de llegar mafiosos y capos cuando se trataba de defender sus negocios y beneficios. Y es que Jorge, además, era sin duda el más hábil de todos sus compañeros a la hora de obtener información.

—Vale —aceptó Jimena—, te escucho. Cuéntame lo que sepas.

—Ese Wiren es una joya —resumió Jorge—. He tenido dos semanas para indagar sobre él, y preguntando aquí y allá y buscando en Internet, creo que puedo hacerte un mapa más o menos detallado de los hitos más importantes de su trayectoria.— Antes de iniciar su relato hizo una breve pausa para tomar aliento, reordenar sus notas y abrir un par de archivos en su ordenador. Tan pronto como acabó, con su voz levemente impostada, comenzó a leer en alto: —Nació en Chile hace cuarenta y cinco años, hijo de padres de procedencia alemana. En cuanto tuvo edad para iniciar una carrera universitaria, ellos lo mandaron a estudiar ingeniería a Europa; se licenció en la Escuela Técnica Superior de Ingenieros de Caminos, Canales y Puertos de la Universidad Politécnica de Madrid, donde destacó por su brillantez y capacidad de estudio. Logró un inmejorable currículo académico; de hecho, fue el primero de su promoción, lo que lo colocó inmediatamente en una importante multinacional, en la que rápidamente subió escalones hasta alcanzar un puesto de nivel. Allí se iniciaron sus contactos con los círculos de poder y supo ganarse el apoyo de importantes grupos nacionales y extranjeros.

BOOK: La prueba
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