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Authors: Carmen Gurruchaga

Tags: #Intriga

La prueba (6 page)

BOOK: La prueba
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De pronto, se paró sorprendido. Llevado por las alas del amor, guiado por el deseo que provocaban sus recuerdos, casi sin darse cuenta estaba ya en su barrio, a escasos cien metros de su portal.

Saludó al pasar al quiosquero, que se quedó riendo a sus espaldas por la sonrisa de bobo que llevaba pintada en la cara; reparó en que al ciego de la esquina todavía le quedaban algunos cupones y se detuvo a comprarle uno, y, después, no pudo resistir la tentación de parar ante el puesto improvisado de la gitana que vendía flores en la calle para hacerse con un gran ramo de mil colores que le haría perdonar su retraso.

Entró tan deprisa en su portal que apenas pudo saludar al portero que barría con esmero y, ya dentro, al vecino del quinto que siempre le miraba mal, seguramente porque, a su juicio de viejo militar retirado, no se vestía con la clásica formalidad que exigía su oficio de abogado.

Se encogió de hombros. ¡Qué más le daba! Ella le esperaba arriba, con su risa y su genio y esa manera de colgarse de su cuello poniéndose de puntillas y el modo delicioso que tenía de cerrar los ojos justo antes de irle a besar.

Salió del ascensor casi corriendo y abrió la puerta temiendo quedarse sin aliento. La música sonaba alta, las notas de Billie Holiday se perdían por todos los rincones de la casa, tenuemente iluminada con alguna lámpara de pie encendida aquí y allá. Como había supuesto, la encontró acodada en la barandilla de la terraza contemplando cómo la noche terminaba de cubrir con su manto de estrellas la estatua de la Atenea del Círculo de Bellas Artes, erguida y altiva allá a lo lejos, frente a ellos. Abajo, en la calle, subían por las aceras, camino de Lavapiés, las pandillas de chavales que iban de camino a sus fiestas, cargados con el peso de las bolsas de plástico llenas de litronas y toda su fortaleza juvenil, dejando escapar a veces algunos chillidos y tacos destinados a hacerles parecer mayores frente a las chicas.

Se detuvo en silencio a admirar su perfil, sólo un instante, sin avisarla de su llegada. Le gustaba estudiarla, aprendérsela casi de memoria cuando no se daba cuenta de que estaba siendo observada. Era, como algunos animales especialmente inquietos o los niños muy pequeños, mucho más hermosa cuando estaba absorta y desavisada. Ahora, simplemente, le parecía perfecta: pequeña y delicada, frágil y esbelta, de movimientos nerviosos y llenos de gracia. Tenía el pelo negro recogido con una coleta alta y el flequillo caía casi cubriendo sus ojos; sin la seria ropa de trabajo, ese peinado le hacía parecer una chiquilla pecosa y traviesa, de blanquísima piel casi sin estrenar, de miembros elegantes y delicados, de trasero respingón y larguísimas pestañas y labios jugosos y expresivos y ojos negros almendrados, tan profundamente intensos y brillantes que no se cansaba de perderse en su contemplación intentando descifrar sus muchos modos de mirarlo.

—Al fin llegas —le reprochó con un puchero disgustado al advertir su presencia.

—Te llamé por teléfono para avisarte, pero comunicabas.

—Sí, estuve hablando con Aitor. Me sentía culpable por haberme mostrado tan arisca esta tarde. —Se encogió de hombros —. Me fastidia que se vaya solo. Me parece una imprudencia por su parte. Ya sabes que no puedo evitar sentirme un poco mandona y protectora con él… ¿Qué es eso que tienes ahí?.

Roberto escondía el ramo a su espalda. Ella se le acercó sonriendo con la intención de rodearle para descubrir qué era aquello que mantenía en secreto, pero él se anticipaba a sus movimientos y la esquivaba evitando que alcanzara a ver lo que ocultaba. Después, sin darse por vencida, optó por cambiar de táctica, y se puso de puntillas y hasta saltó frente a él, colgándose de su cuello, pretendiendo trepar sobre su cuerpo para mirar por encima de sus hombros. Intento fallido. O él era demasiado alto y corpulento, o ella muy pequeña.

Al final desistió, se cruzó de brazos frente a él, rendida y algo ceñuda, y esperó a que Roberto, con una mueca victoriosa, decidiera tenderle el ramo, impactante por la explosión de mil colores chillones que formaban las flores y sus hojas.

—Si te crees que con esto te voy a perdonar el retraso, ya puedes esperar sentado… —refunfuñó aceptándolo, intentando contener la sonrisa que asomaba sin querer a su rostro—. Por tu culpa la ensalada de la cena se nos habrá calentado, y ya sabes que si me voy a la cama mal cenada, ya no estoy luego para nada más…

Pero Roberto ya no le dejó hablar. Tiró el maletín de cualquier modo sobre el suelo y, sin preocuparse por quitarse la chaqueta y colgarla como era debido, la abrazó por la espalda y besó su cuello y su pelo y, gamberro y juguetón, la alzó en vilo, con ramo y todo, para llevarla al sillón y darle su merecido.

—¡Se me van a estropear las flores! —chillaba ella, y pataleaba sin llegar a lastimarle—. ¡Y no obtendrás nada de mí por esto! —amenazaba—. ¡Te vas a ir a dormir solo después de la cena! —reía ya, insolente y coqueta—. ¡Te lo digo en serio, como que me llamo Jimena!

N
UEVE

Al final, acabaron en la cama.

Casi siempre que él quería, terminaba por ocurrir. No tenía fuerza de voluntad para rechazarle o Roberto encontraba un arma secreta que, inevitablemente, la vencía y doblegaba sus negativas, como esta vez el ramo de flores que hizo que, de inmediato, se le pasara el enfado.

Y es que, se propusiera lo que se propusiera con respecto a él, nunca terminaba cumpliendo sus amenazas. De hecho, no entendía cómo todavía, en muchas otras cuestiones, podía llegar a tomarla en serio.

Era, pensó, algo que iba mucho más allá del sexo de esa noche, una mera cuestión anecdótica, simplemente una frase dicha que ni siquiera ella había creído realmente en el momento en que la estaba pronunciando. Pero, en el fondo, se trataba de un tema distinto, de una diferencia de actitud tan sencilla, y a la vez tan trascendente, como controlar la situación o dejarse llevar.

Y en su relación, y ahora comprendía que debía asumirlo, era Roberto el que tiraba del carro.

Lo sospechaba desde hacía tiempo, pero no era Roberto el objeto de estudio, sino ella misma. La obsesión por averiguar quién llevaba las riendas en la relación era una preocupación exclusivamente suya. Hasta el punto de que Roberto ni siquiera parecía haberse percatado de ello, ni mucho menos se daba cuenta del análisis detallado que Jimena hacía cuando él se dormía de todo lo sucedido durante el día.

Se mordió los labios y echó de menos, en esos instantes contemplativos, poder fumar. No le apetecía levantarse a por una taza de café o un vaso de agua, quería seguir tumbada en la cama cavilando, pero qué bien le hubiera venido poder tener algo en las manos con que entretenerse sin la necesidad de moverse para buscarlo. Como un cigarro.

«Sí, estaría genial», pensó. Nada sería más adecuado que el humo de un pitillo para enmascarar su turbación y ocultar su inseguridad. Porque, aunque si lo dijera en alto a cualquiera de sus amigos todos esos pensamientos suyos podían parecer una tontería, para Jimena constituía una cuestión de primer orden saber cuál era su posición en la pareja para finalmente tener que aceptar, con dolor, que precisamente ella, adalid de la lucha femenina, era la parte pasiva.

«Menudo descubrimiento después de tanto tiempo», constató con ironía. Y se dejó llevar por una risa amarga que tuvo que amortiguar con la almohada para no despertar a su bello durmiente particular.

Y lo peor, concluyó con resignación, es que fue también Roberto quien la convenció, años atrás, tras una lucha encarnizada de más de tres meses de insinuaciones, argumentos médicos, indirectas y fotografías de pulmones destrozados pegadas con imanes en la puerta del congelador, de dejar el tabaco.

«Qué capullo». Y se carcajeó más todavía, aguantando como pudo los hipidos y su propia turbación.

Lo miró dormido. A pesar de la recortada barba negra, tenía cara de niño.

De niño bueno y obediente, más listo que el hambre, dulce y tranquilo. Y tan seguro de sí mismo como para obtener siempre lo que quería de quien fuera de la manera más amable posible, sin presionar, sin levantar la voz ni que pareciera que imponía su criterio. Incluyéndola a ella.

Le acarició con ternura con el dorso de la mano y comenzó a recordar: llevaban ya más de diez años juntos, aunque antes de ser pareja fueron buenísimos amigos durante todo el tiempo que estudiaron la carrera. En total, quince años de conocimiento mutuo, de relación intermitente, y aún no había aprendido a decirle que no.

Daba igual lo que hiciera, pensó mientras admiraba las estrellas que se mostraban enormes ante ella y parecían enviarle guiños secretos desde el tragaluz entreabierto en el techo abuhardillado, con él desnudo roncando suavemente a su lado, y su espalda, o mejor su lomo de oso gigante, tenuemente iluminada por una claridad nocturna y estelar inusualmente acentuada. Si llegaba tarde, si se olvidaba de traer el pan, si se quedaba remoloneando toda la mañana de domingo y no bajaba a por el periódico. Si ella debía salir de viaje y a él le tocaba regar sus plantas y lo hacía, como siempre, mal, ahogándolas o dejándolas morir de sed. Si era el cumpleaños de algún familiar y se le pasaba llamarle. Si se liaba con Jorge y Aitor viendo el partido en el Sensaciones y no se acordaba de avisarla… Con ese cerebro lleno de nubes, Jimena aún no comprendía cómo podía ser tan buen abogado, siempre pendiente de los plazos y del más mínimo detalle, atento con los clientes, delicado con las situaciones que lo merecían, especialmente sagaz para valorar las pruebas y encontrar el cabo suelto en cualquiera de los muchos procesos penales que acostumbraba a llevar a la vez…

Claro que, por otra parte, también desarrollaba una singular empatia. Era extremadamente hábil para hacerse perdonar sus faltas, y para convencer a los jurados, y para engatusar a los testigos hostiles hasta hacerles declarar aquello que jamás pensaron contar, aquello que unos instantes antes de hablar con él, completamente convencidos, negaban ante Dios y el juez. Era especialmente efectivo cuando se trataba de sonsacar a jovencitas y damas, con ellas lograba una especial influencia, reconoció Jimena.

¿Por qué sería?. Es probable que por su experiencia con las mujeres, elucubró. No en vano llevaba toda su vida negociando y convenciendo a sus cinco hermanas, con las que no le quedaba más remedio que llegar a un acuerdo discutiendo y hablando porque, desde que tenía más o menos cinco años y se le ocurrió levantarle la mano a una para conseguir un juguete, su padre le había dejado bien claro que no se podía usar jamás la fuerza física, y menos con sus hermanas, y menos aún con las mujeres.

Lo que estaba claro es que no se debía a su físico. No era un guapo espectacular, o no al menos al modo de Jorge, tan cuidado, tan atildado, o de Aitor, agraciado por pura genética, porque le tocó en la lotería de las combinaciones afortunadas heredar los ojos maravillosamente azules de Lola, su esqueleto largo y elegante y los rasgos morenos, picaros y varoniles de su padre.

No, el de Roberto era un encanto discreto, nada llamativo en primera instancia, pero, posiblemente, mucho más duradero en el tiempo que el de sus compañeros. Así como el de Jorge se basaba en la pura belleza canónica cuidada y fomentada hasta el extremo de hacerle parecer el príncipe azul de un culebrón o un cuento y el de Aitor en un cierto abandono que le hacía parecer soñador y natural, el de Roberto residía en la fortaleza. Era corpulento y atlético sin haberse forjado exageradamente en el gimnasio, era grande y sus manazas parecían las de un gigante siempre dispuesto a acariciar, era serio sin amedrentar, mesurado y contenido sin parecer temeroso, silencioso no porque no tuviera de qué hablar, sino porque prefería observar, y eso le daba un aire de inteligencia soñadora irresistible, que llevaba a las mujeres a elucubrar sobre los secretos que callaría o las palabras que sentía pero no quería explicar. Su pecho grande era acogedor, su pelo negrísimo entreverado de algunas canas prematuras le hacía parecer experimentado, su sonrisa discreta y perenne no era exultante ni contagiosa, pero si la mirabas mucho rato transmitía paz; su seguridad serena, sin apabullar, su voz sosegada, en un tono inusualmente bajo para un hombre de su envergadura, grave y cadenciosa posiblemente porque de tanto oír a su madre, con un deje inconfundiblemente gallego, se le había quedado esa manera de hablar tan musical…

Definitivamente, le quería.

Y se dejaba cuidar por él, y mimar, y arrullar.

Hacía tiempo, mucho, mucho tiempo, cuando era joven e inexperta y acababan de soltarla, como quien dice, a la vida, Jimena se vio obligada a elegir entre dos hombres y dos actitudes: querer o ser querida, romperse por dar amor o dejar que el amor la recompusiera y llegara calmado, sin prisas, pausado y preocupado por ella, por hacer que se sintiera a gusto, por su bienestar.

Ese era el amor de Roberto. Un amor que construía, que ofrecía, que daba sin pedir a cambio, que cuidaba y protegía.

También tenía sus momentos ardientes, su pasión y su genio, por supuesto, pero básicamente para ella, la vida con Roberto era una relación libre, sin ataduras.

Y le gustaba.
¿O
no?.

Pensó por un instante cómo habría sido su vida si hubiera optado por esperar. Si hubiera logrado sobreponerse a la furia y la pasión y la desesperación que ese amor le causaba y, finalmente, hubiera decidido emprender una vida con él. Cómo viviría ahora con el otro, con ese cuyo recuerdo la marcaba, los marcaba a todos todavía. ¿Sería tan feliz como ahora?. ¿Se habría casado?. ¿Tendría ya hijos o, por el contrario, lo suyo se hubiera roto hace tiempo para dar lugar a nuevos novios, nuevas vidas, nuevos pasos?.

«Es imposible saberlo —se dijo —. Deja de darle vueltas». A qué venía ahora ese análisis, ese mirar y remirar el sentido de su vida y su relación reflejado en el espejo de las decisiones propias y de los demás. Qué le faltaba, qué echaba de menos como para llevarle a comprender esa noche, estos últimos días, que no se sentía del todo a gusto, que se notaba incompleta, como si algo le faltara y todo se lo recordara sin llegar a saber qué era.

Preocupada, más por saberse preocupada e inquieta que porque hubiera algo que le hiciera estarlo en realidad, buscó motivos para su desazón. Tal vez la marcha de Aitor, deseoso de olvidarse de todo en sus vacaciones, de su familia rota, de su historia con Maika más que finiquitada; quizá ese viaje en solitario con tan pocas garantías de seguridad la obligaba a preocuparse en exceso por su amigo.

BOOK: La prueba
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