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Authors: Carmen Gurruchaga

Tags: #Intriga

La prueba (7 page)

BOOK: La prueba
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O la edad, reflexionó, que le encendía algún reloj biológico inactivo hasta entonces. Bufó. Jimena pronto cumpliría treinta y cinco, a finales de ese mismo año, y es posible que esa fecha tan señalada, tan redonda, le hiciera darle más vueltas de lo habitual al presente y el pasado.

O, por qué no, también podía deberse todo a Paloma Blázquez y su caso, y ese encono por su parte en no llamar ahora y toda la ansiedad que generaba en Jimena el querer y no poder ayudarla, el pensar que nadie estaba a salvo, que cualquier mujer, fuera cual fuera su situación, por mucho que creyera en los cuentos de hadas y el amor eterno, podía sufrir, podía llegar a verse algún día como ella.

Sí, es posible que fuera eso.

Sin querer, o más bien sin ser capaz de evitarlo, sus ojos se desviaron del tragaluz al antiguo escritorio de roble que ocupaba buena parte de la pared frontal de su dormitorio. En más de una y de dos ocasiones Roberto había insistido en cambiarlo de lugar, trasladarlo al salón o al dormitorio auxiliar que él había ocupado con sus libros y su ordenador y hacía la función de minidespacho. Había sitio de sobra para los dos, le aseguraba con ese tono suave y embriagador que casi siempre le funcionaba. Casi, porque respecto al mueble que la había acompañado desde su primera vivienda, ese armatoste antiguo y pesado heredado de uno de sus abuelos, maestro de escuela en una aldea perdida, se había mostrado inflexible.

Y ahí estaba. Lo miró con orgullo. Sobre él estudió el bachillerato y la carrera, y ahora seguía usándolo, las más de las veces como escritorio, alguna como tocador. Le gustaba verlo, y tocarlo. Le recordaba quién era.

Frente a él había un espejo y, junto a este en la pared, un pequeño corcho abarrotado de fotos personales, entradas de cine, servilletas pasadas por debajo de la mesa con mensajes de amor románticos u obscenos que Roberto solía entregarle en aquellos tiempos lejanos, tan al principio, en que se habían obligado a mantener lo suyo en secreto, notas y recordatorios y, también, un recorte de periódico atrasado y ya ligeramente envejecido.

Todavía recordaba la conversación mantenida con Roberto en el bufete el día en que se lo mostró. Llevaba un rato pensativa con el ejemplar en sus manos, se dirigió al despacho de Roberto y, nada más entrar, se lo lanzó; él, en mangas de camisa, tenía apoyados los pies sobre la mesa. El diario giró sobre sí mismo en el aire, como en las películas, y Roberto se vio obligado a echar hacia atrás el cuerpo y erguirse imperceptiblemente para lograr atraparlo. Recordó el gesto, esa demostración de agilidad agazapada, de potencia contenida.

—¿Qué es? —le preguntó tras pasar las hojas y detenerse ante una de las páginas, marcada con un post-it, en la que destacaba un artículo subrayado con un rotulador fluorescente.

—Es la información sobre una sentencia judicial —expuso Jimena —. Léela.

—Prefiero que me lo cuentes tú —solicitó con una de sus ya famosas sonrisas embaucadoras. Y, de nuevo, llevada por la prisa y el entusiasmo de explicarla con sus propias palabras, intercalando en la mera descripción periodística de los hechos sus propias conclusiones, hizo lo que le pedía.

—Habla de la orden de alejamiento que un juez acaba de dictar contra una madre que dio un bofetón a su hija.

—¿Tu nuevo caso?.

—Todavía no lo sé, pero me parece interesante.

—¿Cómo han contactado contigo?.

—Me llamó una íntima amiga de Paloma Blázquez, la mujer contra la que recayó la sentencia. Al parecer, pensó que yo podría entender bien el caso por mi trayectoria como abogada en asuntos de malos tratos. Me contó que Paloma está muy deprimida y absolutamente perdida, que no sabe dónde ni a quién pedir ayuda y, lo peor, tiene miedo de hacerlo. Por eso ha sido la amiga la que se ha atrevido a dar el paso. Me ha contado también que a la desesperación por la pérdida de su hija se une además un enorme sentimiento de culpabilidad, porque la niña la echa terriblemente de menos. He quedado en hablar con ella. Estoy esperando a que me llame.

—Parece un asunto raro, porque este tipo de sentencias no son habituales. Detrás ha de haber algo o alguien realmente importante, de lo contrario, ningún juez se hubiera atrevido a dictar semejante sentencia por un tortazo dado a destiempo.

—He estado indagando en la jurisprudencia. Y es la primera sentencia así de dura dictada en España contra una madre que haya propinado un tortazo de esas características a un vástago. Estoy segura de que el trabajo puede resultar trascendente, pero me da miedo que se asuste y dé marcha atrás; esperemos que su amiga logre convencerla de que venga a vernos, de que hable conmigo aunque sea al menos a título informativo.

Paloma Blázquez llamó, y tras la breve conversación telefónica llena de largos silencios y frases entrecortadas por su parte y preguntas de Jimena que intentaban por todos los medios y sin conseguirlo no resultar demasiado apremiantes o entrometidas, concertaron una cita en el bufete para el lunes siguiente.

Hasta el último instante la abogada dudó de que la madre fuera a acudir, pero Paloma lo hizo y, durante el tiempo que ocuparon las breves presentaciones, las frases reconfortantes, la presentación a los demás socios para hacerle ver que aquel era un bufete pequeño y joven, pero entregado, todo pareció ir bien. Las cosas se torcieron después, cuando tras el inicio esperanzador y ya entradas en materia, a petición de Jimena, Paloma comenzó a exponer los hechos más relevantes del caso, su relación actual con el padre de Naia, la niña, y los detalles de su separación, ocurrida un año antes de que sucedieran los hechos que dieron lugar al juicio por malos tratos. En un momento dado, Paloma comenzó a replegarse igual que un animal herido, a no contestar o preferir obviar algunas respuestas. Jimena, que por su larga especialización en asuntos de mujer, familia y violencia de género sabía detectar sin el menor margen de error el efecto de las amenazas, la ira o el miedo escondidos tras la mirada baja de su interlocutor, pudo percibir que, de una manera casi imperceptible pero inequívoca para sus ojos de abogada bregada, aquella madre mostraba un pavor indeterminado, un temor cerval a hablar y, lo peor de todo, claros síntomas de que estaba empezando a dudar.

Después de que Paloma Blázquez saliera inopinada y apresuradamente aquella tarde de su despacho, Jimena quedó casi convencida de que no volvería. Le costaba creer y aceptar que el pánico al ex marido, que la había sometido en diversas ocasiones a lo largo de su matrimonio a malos tratos nunca denunciados, pudiera primar más que el deseo de recuperar a su hija. Los días pasaban, ya habían transcurrido casi dos semanas desde su visita, y, por más que todos preguntaran, por mucho que deseara que Paloma Blázquez la llamara, lo cierto es que ni de ella ni de su caso había vuelto a saberse nada.

Le dolía, porque le hubiera gustado ayudarla, y conocer a la niña, y llegar algún día, cuando todo hubiera acabado, a verlas felices a ambas. Sin embargo, su experiencia le decía que no podía ni debía intervenir, que lo único que cabía hacer era sentarse a esperar y, quizá, en un arranque de ilusión infantil, desear con todas sus fuerzas que esa madre rota se decidiera al fin, fuera cuando fuera, a empuñar el teléfono y efectuar esa llamada que podría, tal vez, sacarla de aquel pozo negro de tristeza y soledad en el que estaba.

Jimena notó algo de frío en las piernas desnudas. Desvió la mirada hacia el despertador digital que descansaba en su mesilla: eran casi las tres de la madrugada. «Tienes que dormir —se dijo —, mañana volverás a refunfuñar, a protestar por tener que levantarte temprano y al final, como siempre, serás la última en llegar al despacho».

Por fortuna, Roberto seguía allí, tan cálido y enorme como siempre, dispuesto a hacerle un hueco entre sus brazos y abrigarla con el calor que desprendía su cuerpo y besarla en la nuca en la feliz inconsciencia de su estado, entre medio despierto y adormilado por culpa de los ruidos que acababa de hacer ella tras ponerse de pie sobre la cama y cerrar el tragaluz para después acomodarse a su lado.

—¿Qué hora es? —murmuró, con la boca pastosa de quien llevaba ya bastantes horas roncando.

—No lo sé —mintió Jimena—. Anda, abrázame.

—Claro —. Y obediente se acercó a ella y acopló su cuerpo al suyo aquietando sus temores con el latido acompasado de su respiración, con el resoplido suave de su aliento entre su pelo.

Mientras, sobre la mesilla, el despertador seguía dejando pasar los minutos en la pantalla luminosa que, sin que ninguno de los dos durmientes se diera cuenta, parpadeaba y parecía amenazar con apagarse de vez en cuando.

D
IEZ

Paloma Blázquez acertó a colgar el auricular después de aproximadamente cuatro intentos y, en ese momento, se dio cuenta de hasta qué punto estaba temblando. Las llamadas de su marido, habitualmente plenas de gritos y amenazas, la alteraban pero no la sorprendían. Su crueldad, el odio que sabía que le tenía, el rencor sin fondo y el deseo de venganza resultaban desagradables, pero no imprevistos, y de algún modo extraño, inconsciente, ya contaba con ellos cuando tomó la decisión de abandonarle y más tarde, tras un largo tiempo en que se dedicó, sobre todo, a recomponerse y hacer acopio de todo su valor, presentar la demanda de separación en el juzgado.

Pero esta vez todo fue distinto. En primer lugar, porque llamó de madrugada, poco después de las tres, y la despertó de un sueño profundo y al fin tranquilo después de muchos meses de desvelos. Y, en segundo lugar, no sólo por la furia habitual en él, sino porque, llevado por ella, terminó por confirmarle que seguía sus pasos y estaba al tanto de todo lo que hacía. Se lo acababa de decir muy claramente: «Estoy encima de ti, Palomita. Mejor sería si me tuvieras un poco más de miedo».

Tembló sólo con el recuerdo de estas palabras y, en una noche tan calurosa como aquella, tuvo que abrazarse a sí misma para darle algo de calor a su cuerpo. Por tener algo que hacer, por no seguir allí de pie, plantada frente al teléfono en medio del salón, se puso a observar la ciudad tras la enorme cristalera de su ático. Frente a ella, al otro lado, cantidad de tejados y edificios y luces apagadas, como era lógico a esas horas; y ventanas detrás de las cuales, de cualquiera de las cortinas y persianas entornadas que las medio tapaban, podía ocultarse uno de los hombres al que habría contratado Joaquín para espiarla y contarle después lo que había visto a través del objetivo de sus prismáticos: cómo tiritaba por más que la ciudad bullera bajo temperaturas estivales que rondaban los treinta grados. Incluso fantaseó con la posibilidad de que su teléfono estuviera pinchado. Y sintió un escalofrío y miró a su alrededor desesperada, buscando algún rincón donde esconderse en el que no pudieran observarla o fotografiarla. Mientras, corrió para apagar la luz del salón y bajar apresuradamente los estores en un vano intento por preservar su intimidad y, sin saber por qué de repente lo pensaba, también su integridad. Se preguntó qué podría haber sucedido para que Joaquín hubiera tenido conocimiento de su visita a la abogada, que era sin duda la causa de su ira sanguinaria y de la llamada intempestiva plagada de gruesos insultos y evidentes y muy variados intentos de coacción.

«Si me entero de que sigues removiendo todo esto, mando a que te rajen entera, de arriba abajo, como debí hacer mucho antes. Y aunque ya no servirá de nada porque para entonces estarás muerta, también les diré a mis chicos que te corten la lengua», le había escupido desde el otro lado del hilo, y Paloma sabía que no lo decía en vano, que era muy capaz de hacerlo.

No terminaba de asumirlo, no lograba comprender cómo la noticia de su consulta al gabinete Beltrán, Castro, Daroca y Martin había llegado a oídos de su ex marido. Juraría que había sido escrupulosamente cuidadosa. Todo se organizó a través de Carmen, su mejor amiga. Fue ella quien llamó al despacho, habló con Jimena Beltrán y concertó la cita. Y también fue ella misma quien con anterioridad se encargó de sondear entre sus conocidos, compañeros y parientes a fin de recabar la información necesaria para dar con una letrada aguerrida y capaz de llevar su caso. Paloma nunca telefoneó al bufete, ni desde su fijo ni desde su móvil, y ni siquiera se atrevió a comentar en ninguna de sus llamadas a Carmen, la única que estaba al tanto, nada relativo a la cita o a su resultado.

Acurrucada en una esquina del salón, en un rincón que creía ciego, a salvo de miradas indiscretas, no hacía más que darle vueltas a cómo se habría enterado Joaquín. Estaba segura de que la responsabilidad no partía de ninguno de los abogados, de eso estaba segura, ya que en ese caso hubiera estado al tanto de que la reunión resultó infructuosa y no por la voluntad puesta en el asunto por los abogados, sino por sus propios miedos, por el recelo que, con razón, todavía le seguía inspirando Joaquín. Por eso, sólo por eso, fracasó la reunión. Ella había prometido llamarla y aún no lo había hecho pese a la mirada franca de Jimena, a su gran profesionalidad y arrojo y al gran apoyo y comprensión que le había proporcionado. Nunca hasta ahora había faltado a su palabra y sin embargo, en esta ocasión, el miedo la atenazaba.

Ajustó un poco más el chal en torno a su cuerpo que todavía sentía frío, y notó una punzada de remordimiento al recordar la ilusión, la garra y el empuje de la que hubiera podido ser su defensora. Recordaba con total nitidez la tarde soleada de dos semanas atrás en que acudió a visitarla, llena de inquietud, pero con mucha más moral que ahora.

Jimena la esperaba de pie, junto a la consola sencilla y elegante que presidía el recibidor del bufete. Le gustó de inmediato su aspecto físico, ese rostro tan juvenil, como de niña sumamente despierta, y le impresionó la experiencia que demostraba, toda la vida que había detrás del modo franco y valiente que tenía de mirar a los ojos mientras le daba primero la mano y, después, un cálido abrazo, en un arranque de solidaridad puramente femenino, como para intentar hacerle ver que, más allá de los juicios y los periódicos, estaba su apoyo no como abogada, sino como mujer.

—Perdóname —se excusó nada más hacerlo pero tuteándola, algo que también le gustó —. Sé que es del todo improcedente, pero no he podido evitarlo.

Paloma la disculpó, por supuesto, y por primera vez en mucho tiempo se sintió lo suficientemente cómoda y segura como para dedicarle una de sus escasas sonrisas a una persona desconocida. Cogidas del brazo, como dos antiguas amigas, Jimena la llevó a su despacho informándola de que luego, más tarde, le presentaría a sus compañeros del bufete, pues aunque cada uno tenía su especialización, todos eran lo suficientemente expertos y capacitados para servirse de apoyo mutuamente si era necesario en alguno de sus casos.

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