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Authors: Greg Bear

La radio de Darwin (61 page)

BOOK: La radio de Darwin
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Galbreath le entregó un bolígrafo a Kaye, quien rellenó el formulario lentamente. Galbreath lo recogió.

—Lo hubiesen descubierto de una forma u otra —dijo.

Kaye se llevó el informe y fue hasta el Toyota Camry marrón que habían comprado dos meses antes. Se quedó sentada en el coche durante diez minutos, consternada, con los dedos blancos de aferrar el volante, y luego le dio a la llave para ponerlo en marcha.

Bajaba la ventanilla para tomar aire cuando oyó como Galbreath la llamaba. Pensó por un segundo limitarse a salir del aparcamiento y alejarse, pero volvió a poner el freno de mano y miró a su izquierda. Galbreath venía corriendo por el aparcamiento. Apoyó la mano en la portezuela y miró a Kaye.

—Escribiste la dirección incorrecta, ¿no es así? —preguntó, resoplando y con la cara enrojecida.

Kaye se limitó a conservar la misma expresión.

Galbreath cerró los ojos y recuperó el aliento.

—A tu bebé no le pasa nada malo —dijo—. No veo que tenga nada malo. No comprendo nada. ¡Por qué no la rechazas como un tejido extraño... es completamente diferente a ti! Igualmente podrías estar embarazada de un gorila. Pero la toleras y la alimentas. Todas las madres lo hacen. ¿Por qué no estudia tal cosa el Equipo Especial?

—Es un misterio —admitió Kaye.

—Por favor, perdóname, Kaye.

—Estás perdonada —dijo Kaye sin convicción.

—No, lo digo en serio. No me importa si me quitan la licencia... ¡podrían estar completamente equivocados! Quiero ser tu médico.

Kaye escondió el rostro entre las manos, agotada por la tensión. Su cuello era como un resorte de acero. Levantó la cabeza y tomó la mano de Galbreath.

—Me gustaría, si es posible —dijo.

—Vayas a donde vayas, hagas lo que hagas, prométemelo... déjame asistir el parto —le rogó Galbreath—. Quiero aprender todo lo que pueda sobre los embarazos SHEVA, para estar preparada, y quiero ayudar a nacer a tu hija.

Kaye aparcó al otro lado de la calle, frente al viejo y mazacote hotel University Plaza, al otro lado de la autopista hacia la Universidad de Washington. Encontró a su esposo en el primer piso, esperando una oferta formal del director del hotel, quien se había retirado a su oficina.

Kaye le contó lo sucedido en el Marine Pacific. Mitch golpeó furioso la puerta de la sala de reuniones.

—Nunca debí dejarte sola... ¡ni por un minuto!

—Sabes que no es práctico —dijo Kaye. Le puso una mano sobre el hombro—. Creo que lo manejé muy bien.

—No puedo creer que Galbreath te hiciese semejante jugada.

—Sé que no quería hacerlo.

Mitch andaba en círculos. Le dio una patada a una silla plegable de metal y agitó las manos en un gesto de indefensión.

—Quiere ayudarnos —dijo Kaye.

—¿Cómo podemos confiar ahora en ella?

—No hay necesidad de ponerse paranoico.

Mitch se detuvo.

—Por las vías se acerca un enorme tren. Y estamos justo enfrente. Lo sé, Kaye. No se trata sólo del gobierno. Todas las mujeres embarazadas de la Tierra son sospechosas. ¡Augustine, ese cabrón integral, se ha asegurado de convertiros en parias! ¡Podría matarle!

Kaye le agarró el brazo y tiró con suavidad, a continuación le dio un abrazo.

Él estaba tan furioso que intentó apartarla para seguir moviéndose por la estancia. Ella lo agarró con mayor fuerza.

—Por favor, ya basta, Mitch.

—¡Y ahora tú estás ahí fuera, expuesta al primero que pase! —dijo Mitch, agitando los brazos.

—Me niego a convertirme en flor de invernadero —dijo Kaye a la defensiva.

Mitch se rindió y dejó caer los hombros.

—¿Qué podemos hacer? ¿Cuándo van a enviar furgones de la policía llenos de matones para detenernos?

—No lo sé —dijo Kaye—. Algo pasará. Creo en este país, Mitch. La gente no lo consentirá.

Mitch se sentó en una silla plegable al final de un pasillo. La estancia estaba muy bien iluminada, con cincuenta sillas vacías dispuestas en cinco filas, una mesa cubierta revestida y un servicio de café al fondo.

—Wendell y Maria dicen que la presión es simplemente increíble. Han presentado protestas, pero nadie en el departamento lo admitirá. Se recortan los fondos, dimiten responsables, los inspectores hostigan a los laboratorios. Estoy perdiendo la fe, Kaye. Ya vi cómo me sucedía antes...

—Lo sé —respondió Kaye.

—Y ahora el Departamento de Estado no permite el regreso de Brock de Innsbruck.

—¿Dónde te has enterado?

—Merton ha llamado desde Bethesda esta tarde. Augustine intenta impedir la conferencia por todos los medios. Sólo estaremos tú y yo... ¡y tú tendrás que ocultarte!

Kaye se sentó a su lado. No había tenido noticias de sus antiguos colegas del Este. Nada de Judith. Perversamente, deseaba hablar con Marge Cross. Quería obtener todo el apoyo que le quedase en el mundo.

Añoraba terriblemente a su padre y su madre.

Kaye se ladeó y apoyó la cabeza sobre el hombro de Mitch. Él la acarició suavemente con sus grandes manos.

Todavía ni siquiera habían discutido las verdaderas noticias de aquella mañana. Las cosas importantes se perdían con rapidez en la batalla.

—Sé algo que tú no sabes —dijo Kaye.

—¿De qué se trata?

—Vamos a tener una hija.

Mitch dejó de respirar durante un momento mientras arrugaba el rostro.

—Dios mío —dijo.

—Tenía que ser una cosa o la otra —dijo Kaye sonriendo ante su reacción.

—Es lo que querías.

—¿Dije tal cosa?

—En Nochebuena. Dijiste que querías comprarle muñecas.

—¿Te importa?

—Claro que no. Simplemente me pongo nervioso cada vez que damos otro paso, eso es todo.

—La doctora Galbreath dice que está sana. No le pasa nada malo. Tiene los cromosomas extras... pero eso ya lo sabíamos.

Mitch le tocó el vientre con la mano.

—Puedo sentir cómo se mueve —dijo, y se puso de rodillas en el suelo para poder pegar la oreja—. Va a ser una niña preciosa.

El director del hotel entró en la sala de reuniones con unos papeles y los miró, sorprendido. Se trataba de un cincuentón con la cabeza cubierta de un pelo corto y marrón, y un rostro común y regordete, podría tratarse de un vulgar tío de familia. Mitch se puso en pie y se limpió los pantalones.

—Mi esposa —dijo Mitch avergonzado.

—Claro —respondió el director. Entrecerró los ojos azules y se llevó a Mitch a un lado—. Está embarazada, ¿no? Eso no me lo había contado. Aquí no dice nada... —Repasó los papeles y miró a Mitch acusador—. Nada en absoluto. Ahora tenemos que ser muy cuidadosos con respecto a las reuniones y exposiciones públicas.

Mitch se apoyó sobre el Buick, frotándose la barbilla con la mano. Produjo un ruido áspero con los dedos a pesar de haberse afeitado esa mañana. Retiró la mano. Kaye se encontraba a su lado.

—Voy a llevarte a casa —dijo.

—¿Qué hacemos con el Buick?

Mitch movió la cabeza.

—Ya lo recogeré más tarde. Wendell me traerá.

—¿Adónde vamos ahora? —preguntó Kaye—. Podríamos probar en otro hotel. O alquilar un salón.

Mitch puso cara de disgusto.

—El hijo de puta quería una excusa. Reconoció tu nombre. Llamó a alguien. Lo comprobó como un buen nazi. —Alzó los brazos en alto—. ¡Larga vida a la América libre!

—Si Brock no puede entrar de nuevo en el país...

—Haremos la conferencia en Internet —dijo Mitch—. Ya se nos ocurrirá algo. Pero eres tú la que me preocupas. Acabará pasando algo.

—¿Qué?

—¿No lo sientes? —Se frotó la frente—. La mirada del director, cabrón cobarde. Como si fuese una cabra asustada. No sabe una mierda de biología. Vive la vida como una serie de pequeños movimientos seguros que no agitan el sistema. Casi todo el mundo es como él. Los empujan y se mueven en la dirección en que los empujan.

—Suena muy cínico —dijo Kaye.

—Es la realidad política. Hasta ahora he sido un estúpido al permitirte que viajases sola. Podrían reconocerte...

—No quiero vivir en una cueva, Mitch.

Mitch dio un respingo.

Kaye le puso la mano en el hombro.

—Lo lamento. Sabes a qué me refiero.

—Todas las piezas están en su lugar, Kaye. Tú lo viste en Georgia. Yo lo vi en los Alpes. Nos hemos convertido en extraños. La gente nos odia.

—Me odian a mí —dijo Kaye, empalideciendo—. Porque estoy embarazada.

—También me odian a mí.

—Pero a ti no te exigen que te registres como si fueses un judío en Alemania.

—Todavía no —dijo Mitch—. Vamos. —Le pasó el brazo por encima y la escoltó hasta el Toyota. A Kaye le resultaba incómodo adaptarse a su zancada—. Creo que nos quedan un día o dos, quizá tres. Luego... alguien hará algo. Somos espinas que les molestan. Por partida doble.

—¿Por qué doble?

—Los famosos tienen poder —dijo Mitch—. La gente te conoce, y tú conoces la verdad.

Kaye subió al asiento del pasajero y bajó la ventanilla. Hacía calor en el interior del coche. Mitch le cerró la puerta.

—¿Tengo poder?

—Vaya si lo tienes. Sue te hizo una oferta. Echémosle un vistazo. Le diré a Wendell adónde vamos. A nadie más.

—Me gusta la casa —dijo Kaye.

—Encontraremos otra —dijo Mitch.

82. Edificio 52, Instituto Nacional de Salud, Bethesda

Mark se sentía casi febril por su triunfo. Dispuso las imágenes para Dicken y metió la cinta de vídeo en el reproductor de la oficina. Dicken tomó la primera foto, la acercó y entrecerró los ojos. Era una fotografía médica en color, una extraña carne naranja y oliva y brillantes lesiones rosa, rasgos faciales desenfocados. Un hombre, alrededor de los cuarenta, vivo pero no muy feliz. Dicken alzó la segunda foto, un primer plano del brazo derecho del hombre, marcado con manchas rosadas, con una regla de plástico amarilla puesta al lado para indicar los tamaños. La mayor de las manchas superaba los siete centímetros de diámetro, acompañado de una terrible llaga en su centro cubierta de un espeso fluido amarillo. Dicken contó siete manchas sólo en el brazo derecho.

—Se las mostré esta mañana al personal —dijo Augustine, agarrando el control remoto y poniendo en marcha la cinta. Dicken pasó a la siguiente foto. El cuerpo del hombre estaba cubierto con enormes lesiones rosadas, algunas formando grandes ampollas, firmes, claras y sin duda extremadamente dolorosas—. Ahora tenemos muestras para el análisis, pero el equipo de campo realizó una serología rápida para detectar el SHEVA, sólo para confirmarlo. La mujer de ese hombre está en el segundo trimestre de un feto SHEVA de segunda fase y todavía muestra SHEVA tipo 3—s. El hombre ahora está libre de SHEVA, así que podemos descartar que las lesiones sean producto del SHEVA, cosa que tampoco esperábamos.

—¿Dónde se encuentran? —preguntó Dicken.

—En San Diego, California. Una pareja de inmigrantes ilegales. La gente de nuestro Cuerpo Comisionado realizó la investigación y nos pasaron este material. Es de hace tres días. Por el momento, la prensa local está fuera del asunto.

La sonrisa de Augustine iba y venía como si fuese un intermitente. Se volvió frente a su mesa, haciendo avanzar la cinta por escenas de hospital, la sala, las instalaciones de confinamiento temporal de la habitación; cortinas de plástico pegadas a las paredes y una puerta, aire separado. Levantó el dedo del control remoto y dejó que avanzase a velocidad normal.

El doctor Ed Sanger, miembro del Cuerpo Comisionado del Equipo Especial en el Mercy Hospital, cincuentón, de pelo rubio, se identificó y repasó incómodo el diagnóstico. Dicken lo escuchó con sensación creciente de pavor. «He estado completamente equivocado. Augustine tenía razón. Todas sus suposiciones eran acertadas.»

Augustine detuvo la cinta.

—Es un virus compuesto de un único filamento de ARN, enorme y primitivo, de probablemente unos 160.000 nucleótidos. No se parece a nada que hayamos visto antes. Estamos investigando para encajar su genoma con las regiones conocidas que codifican HERV. Es increíblemente rápido, no está muy bien adaptado y es mortal.

—El tipo no parece estar en buena forma —dijo Dicken.

—El hombre murió la pasada noche. La mujer parece no tener síntomas, pero experimenta los problemas habituales de su embarazo —Augustine se cruzó de brazos y se sentó en el borde de la mesa—. Transmisión lateral de un retrovirus desconocido, con toda probabilidad activado y equipado por el SHEVA. La mujer infectó al hombre. Esto es, Christopher. Es lo que necesitamos. ¿Estás dispuesto a ayudarnos a hacerlo público?

—¿Hacerlo público? ¿Ahora?

—Vamos a aislar y/o poner en cuarentena a las mujeres con embarazos de segunda fase. Para violar de tal forma las libertades civiles tendremos que apoyarnos bien. El presidente está dispuesto a dar el paso, pero su equipo dice que necesitamos algunas personalidades para transmitir el mensaje.

—Yo no soy una personalidad. Busca a Bill Cosby.

—Cosby no está interesado en este caso. Pero tú... Prácticamente eres el modelo del valiente funcionario sanitario que se recupera de las heridas infligidas por los fanáticos desesperados por detenernos. —Augustine volvió a sonreír.

Dicken miró a su regazo.

—¿Estás seguro de todo esto?

—Tan seguro como se puede estar hasta que tengamos todos los resultados científicos. Eso podría llevarnos tres o cuatro meses. Teniendo en cuenta las posibles consecuencias, no podemos permitirnos esperar.

Dicken miró a Augustine, luego levantó la mirada hacia las nubes y los árboles que se veían a través de la ventana de la oficina. Augustine había colgado un pequeño trozo de vidrio de colores, una flor de lis roja y verde.

—Todas las madres tendrán que poner pegatinas en sus casas —dijo Dicken—. Quizá una C de Cuarentena. Toda mujer embarazada tendrá que demostrar que no lleva un bebé SHEVA. Eso podría costar miles de millones.

—A nadie le preocupa el dinero —replicó Augustine—. Nos enfrentamos a la mayor amenaza sanitaria de todos los tiempos. Se trata del equivalente biológico de la caja de Pandora, Christopher. Cada una de las enfermedades retrovíricas que hemos conquistado, pero que no hemos podido eliminar. Cientos, quizá miles de enfermedades para las que no tenemos defensas modernas. No tendremos que preocuparnos por no tener suficientes fondos.

—El único problema es que no me lo creo —dijo Dicken en voz baja.

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