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Authors: Greg Bear

La radio de Darwin (59 page)

BOOK: La radio de Darwin
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—Dios mío —dijo Mitch. Hizo que Kaye saliese dejando atrás a Galbreath y Gianelli, luego se detuvo y le dijo a la doctora—: Sabe lo que esto significa, ¿no? La gente se alejará de los hospitales, de los médicos.

—Tengo las manos atadas —dijo Galbreath—. El hospital se resistió hasta ayer mismo. Seguimos teniendo la intención de apelar ante la Comisión de Sanidad. Pero por ahora...

Mitch y Kaye se fueron. Galbreath se quedó en la puerta, con el rostro descompuesto.

Gianelli los siguió por le pasillo, muy agitado.

—Tengo que recordarle —les decía—, que las multas se acumulan...

—¡Déjalo ya, Ed! —le gritó Galbreath, golpeando la pared con la mano—. ¡Déjalo ya y que se vayan en paz, por el amor de Dios!

Gianelli se quedó de pie en medio del pasillo, moviendo la cabeza.

—¡Odio esta mierda!

—¿Tú la odias? —le gritó Galbreath—. ¡Limítate a dejar a mis pacientes en paz!

78. Edificio 52, Instituto Nacional de Salud, Bethesda

OCTUBRE

—Tu cara tiene muy buen aspecto —dijo Shawbeck. Entró en la oficina de Augustine sostenido por un par de muletas. El asistente le ayudó a sentarse. Augustine se estaba terminando un sándwich de carne. Se limpió los labios y cerró la caja de cartón.

—Vale —dijo Shawbeck en cuanto estuvo sentado—. Reuniones semanales de los supervivientes del 20 de julio, bajo la presidencia de
der Führer
.

Augustine levantó la vista.

—No tiene ninguna gracia.

—¿Cuándo se unirá Christopher? Deberíamos guardar una botella de brandy y el último superviviente brinda por todos los demás.

—Christopher está cada vez más insatisfecho —dijo Augustine.

—¿Y tú no? —le preguntó Shawbeck—. ¿Cuánto hace que no te reúnes con el presidente?

—Tres días —respondió Augustine.

—¿Discusiones sobre presupuestos ocultos?

—Finanzas de reserva para la Situación de Emergencia —le dijo Augustine.

—A mí ni siquiera me lo ha mencionado —le respondió Shawbeck.

—Ahora éste es mi baile. Van a acabar colgándome un inodoro alrededor del cuello.

—Porque tú les diste las razones —le dijo Shawbeck—. Por tanto... esos bebés no sólo van a nacer muertos, sino que si nacen vivos se los arrancamos a sus padres y los colocaremos en hospitales con financiación especial. En esta ocasión, hemos ido demasiado lejos.

—Parece que el público está con nosotros —le replicó Augustine—. El presidente lo está describiendo como un importante riesgo para la salud pública.

—No me gustaría ser tú por nada del mundo, Mark. Va a ser un suicidio político. El presidente debe de estar sufriendo un trauma para atreverse a tanto.

—Para serte sincero, Frank, después de tantos años a la sombra de la Casa Blanca, está empezando a sentirse importante. Nos va a arrastrar a todos por el camino de la rectitud, corrigiendo errores del pasado y poniendo en marcha la política de un mártir.

—¿Y tú vas a espolearle?

Augustine echó atrás la cabeza. Asintió.

—¿Encarcelando bebés enfermos?

—Ya conoces la ciencia.

Shawbeck sonrió con satisfacción.

—Has conseguido que cinco virólogos admitan que es posible que esos bebés, y sus madres, pudiesen ser el caldo de cultivo de antiguos virus. Bien, treinta y siete virólogos han declarado que todo eso es una tontería.

—Ninguno tan destacado ni influyente.

—Thorne y Mahy y Mondavi y Bishop, Mark.

—Tengo mi instinto, Frank. Recuerda que éste también es mi terreno.

Shawbeck empujó la silla hacia delante.

—¿Ahora qué somos, pequeños tiranos?

El rostro de Augustine se puso lívido.

—Gracias, Frank —dijo.

—El público comienza a volverse contra las madres y los niños que todavía no han nacido. ¿Y si los bebés son encantadores? ¿Cuánto tiempo pasará antes de que cambien de opinión, Mark? ¿Qué harás entonces?

Augustine no respondió.

—Sé por qué el presidente se ha negado a verme —dijo Shawbeck—. Tú le dices lo que quiere oír. Tiene miedo y el país está descontrolado, así que elige una solución y tú lo apoyas. No es ciencia, es política.

—El presidente está de acuerdo conmigo.

—Lo llamemos como lo llamemos, el 20 de julio, el incendio del Reichstag, la bomba no te concede carta blanca —le dijo Shawbeck.

—Vamos a sobrevivir —le replicó Augustine—. Yo no repartí las cartas.

—No —admitió Shawbeck—. Pero sí que impediste que el mazo se repartiese con justicia.

Augustine miró al frente.

—Lo están llamando «pecado original», ¿lo sabías?

—No lo he oído —dijo Augustine.

—Sintoniza la Red de Emisión Cristiana. Están dividiendo al electorado a lo largo y ancho del país. Pat Robertson le dice a su audiencia que esos monstruos son la última prueba de Dios antes de la llegada del Reino de los Cielos. Dice que nuestro ADN está intentado purgarse de nuestros pecados acumulados, para... ¿cómo era la frase, Ted?

El asistente dijo:

—Limpiar nuestro pasado antes de que Dios convoque el Día del Juicio.

—Así era.

—Todavía no controlamos la radio, Frank —dijo Augustine—. No se me puede considerar responsable...

—Otra media docena de teleevangelistas dice que esos niños por nacer son criaturas del demonio —siguió diciendo Shawbeck, enfureciéndose—. Nacidos con la marca de Satán, un ojo y labios leporinos. Algunos incluso dicen que tienen pezuñas.

Augustine agitó la cabeza con tristeza.

—Ése es ahora el grupo que te apoya —le dijo Shawbeck, y le indicó al asistente que se adelantase. Luchó por ponerse en pie y se metió las muletas bajo los brazos—. Mañana por la mañana voy a presentar mi dimisión. Del Equipo Especial y el INS. Estoy quemado. No puedo soportar tanta ignorancia... la mía propia o la de los demás. Pensé que debías ser el primero en saberlo. Quizás así puedas reunir todo el poder.

Una vez que Shawbeck se hubo ido, Augustine se quedó detrás de la mesa sin apenas respirar. Tenía los nudillos blancos y le temblaban las manos.

Lentamente recuperó el control de las emociones, obligándose a respirar profunda y lentamente.

—El secreto está en el
swing
—le dijo a la habitación vacía.

79. Seattle

DICIEMBRE

Dejaron la última caja sacada del viejo apartamento de Mitch sobre la nieve. Kaye insistió en llevar alguna de las pequeñas, pero Mitch y Wendell cargaron con todas las pesadas durante las primeras horas de la mañana, y las metieron en un enorme camión alquilado pintado de naranja y blanco.

Kaye subió al camión junto a Mitch. Wendell conducía.

—Adiós a los días de soltero —dijo Kaye.

Mitch sonrió.

—Hay un vivero de árboles junto a la casa —dijo Wendell—. Podemos comprar un árbol de Navidad en el camino. Así será terriblemente acogedor.

Su nuevo hogar se encontraba en una zona de arbustos bajos y bosques cerca de Ebey Slough y la ciudad de Snohomish. De un verde y blanco rústico, con una única ventana al frente y un enorme porche cerrado, la casa de dos habitaciones se encontraba al final de una larga carretera de campo rodeada de pinos. Se la habían alquilado a los padres de Wendell, que eran sus dueños desde hacía treinta y cuatro años.

El cambio de dirección era un secreto.

Mientras los hombres descargaban el camión, Kaye preparó sándwiches y metió las cervezas y algunas bebidas de frutas en la nevera recién limpiada. En el vacío y limpio salón, en calcetines sobre el suelo de roble, Kaye se sintió en paz.

Wendell llevó una lámpara al salón y la dejó sobre la mesa de la cocina. Kaye le pasó una cerveza. Agradecido, dio un buen trago.

—¿Te lo han dicho? —preguntó.

—¿Quién? ¿Decirme qué?

—Mis padres. Nací aquí. Ésta fue su primera casa. —Indicó todo el salón con la mano—. Solía llevarme un microscopio al jardín.

—Es maravilloso —dijo Kaye.

—Aquí me convertí en un científico —dijo Wendell—. Un lugar sagrado. ¡Que os bendiga a los dos!

Mitch entró con una silla y un revistero. Aceptó una cerveza y brindó, chocando el vaso contra el zumo de Kaye.

—Por convertirnos en topos —dijo—. Hundirnos bajo tierra.

Maria Konig y otra media docena de amigos llegaron cuatro horas más tarde para ayudar a colocar los muebles. Casi habían terminado cuando Eileen Ripper llamó a la puerta. Traía una enorme bolsa de lona. Mitch la presentó, y luego vio a otras dos personas que esperaban en el porche.

—Traje a algunos amigos —dijo Eileen—. Pensé que podríamos celebrarlo con noticias propias.

Sue Champion y un hombre mayor que ella, alto, de largo pelo negro y una barriga bien disciplinada, se adelantaron algo incómodos. Los ojos del hombre relucían como los de un lobo.

Eileen la dio la mano a Maria y Wendell.

—Mitch, ya conoces a Sue. Éste es su marido, Jack. Y esto es para la estufa de leña —le dijo a Kaye, dejando la bolsa—. Arce y cerezo. Un olor maravilloso. ¡Qué casa tan bonita!

Sue saludó a Mitch con la cabeza y le sonrió a Kaye.

—No nos conocemos —le dijo Sue.

Kaye abrió y cerró la boca como un pez, sin poder articular palabra, hasta que las dos rieron.

Habían traído jamón ahumado y trucha asalmonada para cenar. Jack y Mitch se miraron como muchachos asustados, midiéndose uno al otro. A Sue no parecía preocuparle, pero Mitch no sabía qué decir. Algo achispado, se disculpó por no tener velas y decidió que la ocasión exigía un farolillo de gas.

Wendell apagó todas las luces. El salón se convirtió en una tienda de campamento con largas sombras, y comieron en el brillante centro entre cajas apiladas. Sue y Jack conferenciaron en una esquina durante un momento.

—Sue me ha dicho que le caéis bien —dijo Jack cuando regresaron—. Pero yo soy un hombre suspicaz y opino que estáis todos locos.

—No voy a decir que no esté de acuerdo —dijo Mitch levantando la cerveza.

—Sue me contó lo que hiciste en Columbia.

—Eso fue hace mucho tiempo —dijo Mitch.

—Venga, sé bueno —le advirtió Sue a su marido.

—Sólo quiero saber por qué lo hiciste —dijo Jack—. Podría haber sido uno de mis antepasados.

—Yo quería saber si era uno de tus antepasados —replicó Mitch.

—¿Lo era?

—Eso creo, sí.

Jack entrecerró los ojos frente al brillo siseante del farolillo.

—Los que encontraste en la cueva de las montañas: ¿eran antepasados de todos nosotros?

—Podría decirse así.

Jack movió la cabeza con curiosidad.

—Sue me dice que los antepasados pueden regresar con su gente, sea quien sea su gente, si descubrimos sus verdaderos nombres. Los fantasmas pueden ser peligrosos. No estoy seguro que ésta sea forma de mantenerlos felices.

—Sue y yo hemos llegado a otro acuerdo —dijo Eileen—. Con el tiempo lo lograremos. Voy a convertirme en consejera especial para las tribus. Cuando alguien encuentre viejos huesos, me llamarán para que los examine. Haremos medidas rápidas y tomaremos pequeñas muestras, y luego los devolveremos a las tribus. Jack y sus amigos han creado lo que llaman un Rito de Sabiduría.

—Sus nombres están en sus huesos —dijo Jack—. Les diremos que pondremos sus nombres a nuestros hijos.

—Es genial —dijo Mitch—. Estoy encantado. Pasmado, pero encantado.

—Todos piensan que los indios son ignorantes —dijo Jack—. Simplemente nos preocupan otras cosas.

Mitch se inclinó sobre la lámpara y le ofreció la mano a Jack. Éste miró al techo, moviendo los dientes de forma audible.

—Esto es demasiado nuevo —dijo. Pero aceptó la mano de Mitch y la agarró con tanta fuerza que casi derribó el farol. Durante un momento, Kaye pensó que podría acabar en un combate de lucha libre.

—Pero te digo una cosa —dijo Jack cuando hubieron terminado—. Deberías comportarte, Mitch Rafelson.

—He dejado por completo el negocio de los huesos —dijo Mitch.

—Mitch sueña con la gente que encuentra —dijo Eileen.

—¿En serio? —Jack estaba impresionado—. ¿Te hablan?

—Me convierto en ellos —dijo Mitch.

—Oh —dijo Jack.

Kaye se sentía fascinada por ellos, pero en particular por Sue. Los rasgos de la mujer eran más que fuertes, casi masculinos, pero Kaye no creía haber conocido jamás a nadie más hermoso. La relación de Eileen con Mitch era tan fácil e intuitiva que Kaye se preguntó si en alguna ocasión habrían sido amantes.

—Todo el mundo está asustado —dijo Sue—. Tenemos tantos embarazos SHEVA en Kumash. Es una de las razones por las que colaboramos con Eileen. El consejo ha decidido que nuestros antepasados pueden revelarnos cómo sobrevivir a estos tiempos. ¿Llevas el niño de Mitch? —le preguntó a Kaye.

—Así es —respondió Kaye.

—¿Los pequeños ayudantes ya han llegado y se han ido?

Kaye asintió.

—Yo también —dijo Sue—. La enterramos con un nombre especial y nuestra gratitud y amor.

—Era Tiny Swift —dijo Jack en voz baja.

—Felicidades —dijo Mitch en voz baja.

—Sí, así es —dijo Jack, contento—. Nada de tristeza. Su trabajo está hecho.

—El gobierno no puede venir a preguntar nombres en las tierras del consejo —dijo Sue—. No se lo permitiremos. Si el gobierno os persigue demasiado, podéis venir y quedaros con nosotros. Ya los hemos repelido antes.

—Es maravilloso —dijo Eileen, sonriendo.

Pero Jack miró por encima del hombro hacia las sombras. Cerró los ojos, tragó saliva y su rostro se llenó de arrugas.

—Es tan difícil saber qué hacer o qué creer —dijo—. Me gustaría que los fantasmas hablasen con mayor claridad.

—¿Nos ayudarás con tus conocimientos, Kaye? —preguntó Sue.

—Lo intentaré —respondió Kaye.

Luego, dirigiéndose vacilante hacia Mitch, Sue dijo:

—Yo también tengo sueños. Sueño con los nuevos niños.

—Cuéntanos más sobre los sueños —dijo Kaye.

—Quizá sean personales, cariño —le advirtió Mitch.

Sue puso la mano sobre el brazo de Mitch.

—Me alegra que lo comprendas. Son personales, y en ocasiones también son aterradores.

Wendell bajó del ático sosteniendo una caja de cartón.

—Mis padres me dijeron que seguía aquí, y así es. Adornos... Dios, ¡cuántos recuerdos! ¿Quién quiere decorar el árbol?

80. Edificio 52, Instituto Nacional de Salud, Bethesda
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