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Authors: Greg Bear

La radio de Darwin (62 page)

BOOK: La radio de Darwin
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Augustine lo miró fijamente mientras se le formaban gruesas líneas alrededor de los labios y la frente.

—He cazado virus durante casi toda mi vida adulta —dijo Dicken—. He visto lo que pueden hacer. Sé de retrovirus, sé sobre los HERV. También sé sobre el SHEVA. Los HERV probablemente nunca fueron eliminados del genoma porque ofrecían protección contra otros retrovirus nuevos. Son nuestra pequeña biblioteca de protección. Y... nuestro genoma los emplea para generar novedad genética.

—Eso no lo sabemos —dijo Augustine, con una voz que se cargaba de tensión.

—Me gustaría esperar a los resultados científicos antes de encerrar a todas las madres de América —dijo Dicken.

Mientras la piel de Augustine se oscurecía de irritación y luego de furia, las cicatrices producidas por la metralla se hicieron más evidentes.

—El peligro es excesivamente grande —dijo—. Pensé que te gustaría tener la oportunidad de volver a aparecer en la foto.

—No —dijo Dicken—. No puedo.

—¿Sigues aferrándote a las fantasías de una nueva especie? —preguntó Augustine con gravedad.

—Ya no me interesa —dijo Dicken. El tono cansado de su voz le sorprendió. Sonaba como un viejo.

Augustine dio una vuelta a la mesa y abrió un archivador del que sacó un sobre. Los detalles de su postura, lo pequeño y cohibido de su paso, el aspecto hierático de su expresión, produjo cierto temor en Dicken. Se trataba de un Mark Augustine que no había visto nunca: un hombre a punto de administrar el golpe de gracia.

—Esto te llegó mientras te encontrabas en el hospital. Estaba en tu casillero de correo. Dirigido a ti por tu cargo oficial, así que me tomé la libertad de hacer que lo abriesen.

Le pasó las delgadas hojas a Dicken.

—Son de Georgia. Leonid Sugashvili iba a enviarte fotografías de lo que él llamaba el posible
Homo superior
, ¿no?

—No había comprobado sus credenciales —dijo Dicken—, así que no te lo mencioné.

—Muy sabio. Le han arrestado por fraude en Tbilisi. Por estafar a las familias de los desaparecidos. Prometió a los llorosos familiares que podría mostrarles dónde estaban enterrados sus seres queridos. Parece que también iba tras el CCE.

—Eso no me sorprende, ni tampoco me hace cambiar de idea, Mark. Simplemente estoy quemado. Ya es muy duro sanar mi propio cuerpo. No soy el hombre adecuado para el trabajo.

—Muy bien —dijo Augustine—. Te pondré en baja indefinida por invalidez. Necesitamos tu despacho en el CCE. Vamos a traer a sesenta epidemiólogos especiales la próxima semana para iniciar la fase dos. Dadas nuestras limitaciones de espacio, probablemente meteremos a tres en tu despacho.

Se miraron en silencio.

—Gracias por aguantarme tanto tiempo —dijo Dicken sin el más mínimo rastro de ironía.

—No hay problema —dijo Augustine con voz igualmente plana.

83. Condado de Snohomish

Mitch colocó la última de las cajas frente a la puerta. Wendell Packer vendría por la mañana con un camión.

Dio un vistazo por la casa y convirtió los labios en una línea sardónica y rota. Habían permanecido allí algo más de dos meses. Una Navidad.

Kaye sacó el teléfono del dormitorio con el cable colgando.

—Desconectado —dijo—. Se dan prisa cuando desmantelas un hogar. ¿Cuánto tiempo hemos estado aquí?

Mitch se sentó en el gastado sillón que tenía desde sus días de estudiante.

—Saldremos adelante —dijo. Tenía una sensación extraña en las manos. De alguna forma, le parecían más grandes—. Dios, estoy cansado.

Kaye se sentó en uno de los brazos del sillón y le dio un masaje en los hombros. Él apoyó la cabeza contra el brazo de Kaye, y ésta le rozó la mejilla de barba algo crecida con la rebeca color melocotón.

—Maldición —dijo ella—. Me olvidé de cargar la batería del teléfono móvil. —Le besó la coronilla y volvió al dormitorio. Mitch apreció que aún andaba bastante derecha a pesar de estar de siete meses. Tenía una barriga prominente, pero no enorme. Le gustaría tener más experiencia con embarazos. Que ésa fuese su primera vez...

—Las dos baterías están agotadas —gritó Kaye desde el dormitorio—. Recargarlas llevará más o menos una hora.

Mitch miró parpadeando a varios objetos de la habitación. Luego alargó las manos. Parecían hinchadas, pegadas a los extremos de unos antebrazos como los de Popeye. Sentía los pies enormes, aunque no se los había mirado. Era extremadamente incómodo. Quería dormir, pero sólo eran las cuatro de la tarde. Acababan de tomar una cena de sopa de lata. En el exterior todavía había luz.

Esperaba hacer el amor con Kaye por última vez en aquella casa. Kaye volvió y acercó un taburete.

—Siéntate aquí —le dijo Mitch, intentando levantarse—. Es más cómodo.

—Así está bien. Me quiero sentar recta.

Mitch se detuvo a medio camino, mareado.

—¿Te pasa algo?

Vio el primer destello de luz. Cerró los ojos y se dejó caer sobre el sillón.

—Ahí viene —dijo.

—¿Qué?

Mitch se señaló las sienes y dijo en voz baja:

—Bang.

En ocasiones, cuando era un muchacho, había tenido distorsiones corporales antes y durante sus dolores de cabeza. Recordaba cómo las odiaba, y ahora estaba casi fuera de sí por el resentimiento y por lo que le esperaba.

—Tengo algo de fiorinal en el bolso —dijo Kaye. Mitch oyó que recorría el salón. Con los ojos cerrados veía destellos y sentía los pies tan grandes como los de un elefante. El dolor era como una serie de cañonazos que avanzasen por un amplio valle.

Kaye le puso dos pastillas en la palma de la mano y un vaso lleno de agua. Mitch se tragó las pastillas, bebió el agua, sin sentir la más mínima confianza en que surtiesen efecto. Quizá si hubiese estado sobre aviso, si las hubiese tomado antes...

—Vamos a la cama —dijo Kaye.

—¿Cómo dices? —preguntó Mitch.

—Cama.

—Quiero relajarme —dijo él.

—Eso. A dormir.

Era la única forma en que podría tener una esperanza de escapar. Aún así, podría sufrir sueños horribles y dolorosos. También los recordaba; sueños sobre quedar aplastado bajo montañas.

Permaneció tendido en la quietud del dormitorio desnudo, sobre las sábanas que habían dejado para su última noche, bajo la colcha. Se cubrió la cabeza con la colcha, dejando un pequeño espacio para respirar.

Apenas oyó cómo Kaye le decía que le quería.

Kaye retiró la colcha. La frente de Mitch estaba pegajosa, tan fría como el hielo. Estaba preocupaba, y se sentía culpable por no poder compartir el dolor; a continuación no pudo evitar racionalizar que Mitch no podría compartir el dolor de traer su hija al mundo.

Estaba sentada en la cama a su lado. Respiraba de forma entrecortada. Reflexivamente, sintió la barriga bajo la rebeca, la levantó y acarició la piel, tan suave que parecía relucir. El bebé se había quedado tranquilo durante varias horas después de pasar toda la tarde dándole patadas.

Kaye nunca había sentido que le aporreaban desde dentro; la experiencia no le gustó demasiado. Tampoco le gustaba ir al baño cada hora, o los continuos ataques de ardor de estómago. Por la noche, tendida en la cama, podía incluso sentir el movimiento rítmico de sus intestinos.

Todo aquello la volvía aprensiva; también la hacía sentir viva y consciente con total intensidad.

Pero estaba dejando de pensar en Mitch, en su dolor. Se recostó a su lado y él de pronto se volvió, agarrando la colcha y alejándose.

—¿Mitch?

No contestó. Kaye se quedó tendida durante un momento, pero se sentía incómoda, así que se puso de costado, mirando al lado opuesto de Mitch, y reculó hacia él, lentamente, con suavidad, para buscar su calor. Mitch ni se movió ni protestó. Kaye miró fijamente a las paredes grises y vacías. Pensó en levantarse y trabajar durante un rato en el libro, pero habían guardado el ordenador y las notas. El impulso pasó.

El silencio de la casa le molestaba. Prestó atención a cualquier sonido, pero sólo pudo oír su respiración y la de Mitch. En el exterior el aire estaba completamente quieto. Ni siquiera podía oír el tráfico de la autopista 2, a menos de una milla de distancia. Ni los pájaros. Ni las vigas o los crujidos del suelo.

Después de media hora, se aseguró de que Mitch estaba dormido, se sentó, fue hasta el borde de la cama, se puso en pie y se dirigió a la cocina para hervir agua. Contempló el crepúsculo por la ventana. El agua de la tetera hirvió lentamente y la echó sobre una bolsa de manzanilla en una de las tazas que habían dejado sobre la encimera de azulejo blanco. A medida que se hacía la infusión, recorrió los azulejos con el dedo, preguntándose cómo sería su siguiente hogar, probablemente muy cerca del enorme casino Wild Eagle de las Cinco Tribus. Aquella misma mañana, Sue seguía con los preparativos y sólo les había prometido que con el tiempo tendrían una casa, bonita. «Quizás al principio sea una caravana», les había dicho por teléfono.

Kaye sintió un pequeño ataque de rabia impotente. Quería quedarse allí. Allí se sentía cómoda.

—Todo esto es tan extraño —le dijo a la ventana. Como si quisiese responderle, el bebé dio una patada.

Agarró la taza y tiró la bolsita al fregadero. Mientras tomaba el primer sorbo oyó el sonido de un motor y ruedas sobre la gravilla.

Fue al salón y permaneció de pie, viendo cómo los faros se movían en el exterior. No esperaban a nadie; Wendell estaba en Seattle, el camión no estaría disponible en la agencia de alquiler hasta el día siguiente por la mañana. Merton estaba en Beresford, Nueva York; había oído que Sue y Jack se encontraban en el este de Washington.

Pensó en despertar a Mitch y se preguntó si podría despertarlo dado su estado.

—Quizá sea Maria u otra persona.

Pero no se acercó a la puerta. Las luces del salón estaban apagadas, las del porche también y la de la cocina estaba encendida. Un rayo de luz entró por la ventana y chocó contra la pared sur. Había dejado las cortinas abiertas; no tenían vecinos cercanos, nadie que les espiase.

La puerta se agitó con fuerza. Kaye miró el reloj, pulsó el botoncito que encendía la lucecilla verdeazulada. Eran las siete en punto.

La puerta volvió a agitarse, a lo que siguió una voz que no conocía:

—¿Kaye Lang? ¿Mitchell Rafelson? Departamento del Sheriff del Condado, Servicios Judiciales.

Kaye contuvo el aliento. ¿Qué podía ser? ¡Seguro que nada relacionado con ella! Se dirigió a la puerta principal, agarró el cerrojo y la abrió. En el porche había cuatro hombres, dos de uniforme, dos vestidos de civil, pantalones y chaquetas de verano. Los rayos de luz de las linternas le cruzaron la cara mientras encendía la luz del porche. Parpadeó.

—Soy Kaye Lang.

Uno de los civiles, un hombre alto y corpulento, de pelo castaño muy corto sobre un rostro ovalado.

—Señorita Lang, tenemos...

—Señora Lang —dijo Kaye.

—Vale. Mi nombre es Wallace Jurgenson. Éste es el doctor Kevin Clark del Distrito Sanitario de Snohomish. Soy un representante del servicio público sanitario del Cuerpo Comisionado del Equipo Especial de Situación de Emergencia en el estado de Washington. Señora Lang, tenemos una orden federal del Equipo Especial de Situación de Emergencia verificada por la oficina del Equipo Especial en Olympia, estado de Washington. Hemos estado contactando a las mujeres que se sabe podrían ser infecciosas, portadoras de un feto...

—Chorradas —dijo Kaye.

El hombre se detuvo ligeramente irritado y luego siguió hablando.

—Un feto SHEVA de segunda fase. ¿Sabe lo que eso significa, señora?

—Sí —dijo Kaye—, pero es una gilipollez.

—Estoy aquí para informarle de que, a juicio de la Oficina de Situación de Emergencia del Equipo Especial y el Centro para Prevención y Control de Enfermedades...

—Antes trabajaba para ellos —dijo Kaye.

—Lo sé —dijo Jurgenson. Clark sonrió y asintió, como si estuviese encantado de conocerla. Los ayudantes del sheriff se encontraban fuera del porche con los brazos cruzados—. Señora Lang, se ha determinado que podría usted representar un riesgo para la salud pública. Se ha contactado con usted y otras mujeres de la zona para informarles de sus opciones.

—Yo he decidido quedarme donde estoy —dijo Kaye con la voz temblorosa. Miró de cara a cara. Hombres de aspecto agradable, bien afeitados, sinceros, casi tan nerviosos como ella, y nada felices.

—Tenemos órdenes de llevarla a usted y su marido a un refugio de Situación de Emergencia del condado en Lynnwood, donde se le aislará y se le ofrecerán servicios médicos hasta que pueda determinarse si presenta o no un riesgo para la salud pública...

—No —dijo Kaye, sintiendo que le ardía la cara—. Son todo chorradas. Mi marido está enfermo. No puede viajar.

El rostro de Jurgenson estaba serio, preparándose para hacer algo que no le gustaba. Miró a Clark. Los ayudantes avanzaron y uno de ellos casi tropezó con una piedra. Después de tragar saliva, Jurgenson añadió:

—El doctor Clark realizará un examen rápido de su marido antes de que los traslademos. —Su aliento formaba nubecillas en el aire de la noche.

—Tiene una jaqueca —dijo Kaye—. Una migraña. Le pasa a veces. —Sobre el camino de gravilla esperaba un vehículo del Departamento del Sheriff y una pequeña ambulancia. Más allá de los vehículos, el prado mal cuidado de la casa se extendía hasta la valla. Podía oler la hierba y la tierra húmeda en el frío aire nocturno.

—No tenemos elección, señorita Lang.

No tenía muchas opciones. Si se resistía, se limitarían a volver con más hombres.

—Iré. Pero no pueden mover a mi marido.

—Puede que los dos sean portadores, señora. Tenemos que llevarnos a los dos.

—Puedo examinar a su marido y comprobar si en su estado podría responder a tratamiento —dijo Clark.

Kaye odió la sensación de las lágrimas a punto de salir. Frustración, indefensión, soledad. Vio a Clark y Jurgenson mirar por encima de su hombro, oyó moverse algo, y se volvió como si fuesen a sorprenderla en una emboscada.

Se trataba de Mitch. Caminaba a trompicones, con los ojos medio cerrados y las manos extendidas, como si se tratara del monstruo de Frankenstein.

—Kaye, ¿qué pasa? —preguntó con voz poco clara. El simple hecho de hablar le contraía el rostro de dolor.

Clark y Jurgenson se retiraron, y el ayudante más cercano abrió la cartuchera. Kaye los miró con furia.

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