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Authors: Iny Lorentz

La ramera errante (28 page)

BOOK: La ramera errante
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—Precisamente por eso estoy en contra de formar esa alianza. Si nos unimos a Federico, nos convertiremos en meros vasallos que deberán saltar ante el menor gesto del noble señor. Tendríamos que marchar con él a luchar en guerras que no nos conciernen y exponer durante meses nuestras propias tierras a que cualquier hombre de armas las tome. No, amigos, no tenemos otra opción más que defender nuestros derechos por nuestra propia mano. Que el diablo nos lleve si una alianza de todos los caballeros y señores que aún siguen siendo independientes no logra poner en su lugar a Keilburg y apagar su sed de tierras de una vez por todas.

—Me has leído él pensamiento —intervino Hartmut von Treienburg, aprobando las palabras de Bürggen—. ¿Por qué habríamos de doblegarnos ante los Habsburgo o los Württemberg? Yo digo que debemos arreglárnoslas solos. No creo que nos resulte difícil estar una unión en contra de Konrad von Keilburg. Al fin y al cabo, hizo montar en cólera a muchos de nosotros, por ejemplo, al abad de Santa Otilia. Keilburg acaba de arrebatarle el territorio de Steinwald, que Gottfried von Dreieichen había legado al monasterio para que rezaran allí por la salvación de su alma. Cuando el abad Adalwig exigió a Keilburg que le entregase el territorio prometido, este se burló de él. Incluso hay quienes dicen que Keilburg amenazó al abad. —El caballero Dietmar sostuvo su cabeza entre las manos.

—Si el conde Konrad intimida al abad de Santa Otilia, el panorama no es nada bueno para mí. A fin de cuentas, Adalwig es el garante del pacto sucesorio que celebré con mi tío Otmar.

Hartmut von Treilenburg trató de levantarle el ánimo.

—No te preocupes por Adalwig. Él está de nuestro lado y seguirá estándolo aunque desafiemos a Keilburg.

El caballero Dietmar rehusó con gesto cansado.

—Eso tampoco nos servirá de gran ayuda. Estaría más tranquilo si el abad Adalwig pudiera acudir en nuestra ayuda enviándonos hombres armados o fuera lo suficientemente rico como para contratar soldados. Pero con sus setenta monjes no nos servirá de gran apoyo si llega a desatarse una guerra.

—Por eso tenemos que acudir al duque Federico —insistió Degenhard von Steinzell.

Rumold von Bürggen dio un golpe sobre la mesa.

—Nos conviene más aliarnos con Eberhard von Württemberg. Aunque no es ni por asomo tan poderoso como el duque Federico, algunos de sus vasallos en el norte ahora son vecinos de Keilburg. El conde Eberhard debe cuidarse de no quedar sitiado por el conde Konrad. Sabemos que la ambición de Keilburg no tiene límites, ya hemos podido comprobarlo tras el episodio con Bodo von Zenggen, en el que utilizó inescrupulosamente una carta de desafío para apropiarse de sus tierras y su castillo. Si Bodo no se hubiese peleado poco antes con Württemberg, Keilburg no se habría atrevido a tanto.

—Yo opino que hablamos demasiado —soltó Hartmut von Treilenburg interrumpiéndolo—. ¿Qué somos, hombres o mujercitas lloronas? En una guerra, cada uno de nuestros escuderos vale por dos o tres de los soldados mercenarios reclutados por Keilburg.

El caballero Dietmar levantó la mano, tratando de suavizar los ánimos.

—Yo estoy en contra de una guerra abierta. Eso solo nos hará perder hombres valiosos que en tiempos de paz se encargan de nuestros campos, mientras que el conde Konrad puede reemplazar sus soldados mercenarios cuando le plazca. Además, si sus soldados caen en la batalla ya no necesita pagarles, mientras que ahora le suponen una gravosa carga. Si nos mantenemos dentro de la ley y no le damos excusas para que nos desafíe, a él esta situación lo perjudica más que si mandamos a nuestros hombres a una carnicería.

—¿Eres tú quien está en contra de ir a la guerra, Dietmar, o es tu esposa? —preguntó Rumold von Bürggen con indisimulable sorna—. Sabemos que la señora Mechthild es excepcionalmente inteligente. Pero los asuntos de guerra debería dejarlos en manos de nosotros, los hombres.

La cara de Dietmar enrojeció violentamente ante estas palabras. El caballero se levantó de su silla de un salto y le gritó a Bürggen, echando chispas.

—¡Esto es demasiado! No admitiré que me llamen cobarde.

—Entonces no te comportes como si lo fueras —replicó Rumold sin inmutarse.

Degenhard von Steinzell hizo un movimiento con las manos para calmarlos.

—¿A qué viene esta discusión estúpida? Si os enemistáis, solo estaréis ayudando a Keilburg a que acabe con todos nosotros. Debemos mantenernos unidos. ¡No lo olvidéis!

Dietmar von Arnstein cerró los puños y volvió a dejarse caer pesadamente sobre su silla.

—No permitiré que me llamen cobarde.

Rumold von Bürggen hizo un gesto de desdén y dirigió al señor del castillo una mirada que lo irritó aún más.

—Degenhard tiene razón —imploró a ambos Hartmut von Treilenburg—. Si no logramos ponernos de acuerdo, tarde o temprano acabaremos muertos o nos reencontraremos en las mazmorras del castillo de Keilburg.

Marie ya no pudo oír si le hacían caso, ya que en ese momento oyó unos pasos detrás de ella, se levantó de un salto y regresó al pasillo para esconderse en un hueco detrás de la puerta. Pero era demasiado tarde. Jodokus, el monje que servía al caballero Dietmar como escribiente y pastor, le franqueó el paso. Sus ojos pálidos la absorbieron y sus dientes fuertes y amarillentos quedaron al desnudo cuando esbozó una mueca socarrona.

—Que Dios sea contigo, doncella Marie. Me alegro de encontrarte.

Marie dio un paso atrás.

—¿Doncella? Para ese nombre llegáis un par de años tarde.

El monje gozaba de alta estima entre sus anfitriones, y la señora Mechthild lo había elogiado a oídos de todos en reiteradas ocasiones. Sin embargo, Marie no lo apreciaba ni le tenía confianza. La forma en que la miraba le causaba tanto rechazo como su manera pegajosa de tratar de entablar una conversación con ella.

El hermano Jodokus sonrió con suavidad, como si quisiera calmarla, le posó la mano sobre el hombro y la atrajo hacia sí.

—Te avergüenzas de lo que la vida hizo de ti, Marie. Sin embargo, eres tan bella como un ángel del Señor. Estoy seguro de que una mano amorosa y experimentada podría ayudarte a alcanzar el Paraíso.

Marie sabía perfectamente que el paraíso al que el monje se refería era un bien terrenal. De hecho, con la otra mano comenzó a recorrerle los senos y descendió hasta sus muslos. Marie lo empujó e intentó zafarse, pero él la sujetó con tanta fuerza que podía sentir sus uñas a través de la gruesa tela de su vestido.

—¿Por qué me rechazas cuando cualquier otro hombre puede poseerte por un par de peniques?

Marie comenzó a sentir temor. El monje parecía querer arrastrarla hasta la habitación más cercana y tomarla por la fuerza. En cualquier otro lugar, habría actuado de forma más enérgica para demostrarle que a una prostituta nadie la tocaba sin su consentimiento, a menos que ese alguien tuviera la fuerza de un oso. Pero aquí no podía hacerlo enojar, ya que él tenía el poder necesario como para arruinarle el resto de su estancia en el castillo o arrojarlas a ella y a Hiltrud a la calle. De modo que intentó alejarlo de ella con las palabras adecuadas.

—De momento no soy una mercancía al alcance de todos. La señora me ha traído a esta casa para uso exclusivo de su esposo, y se enfadaría mucho conmigo si le concediera mis favores a otro hombre.

El hermano Jodokus torció el gesto como si fuese un niño al que quieren arrebatarle su juguete favorito.

—La señora Mechthild no tiene por qué enterarse de nada.

Marie se le rió en la cara y apartó de su vestido las manos Jodokus, cuya fuerza se había debilitado.

—¿Acaso sucede algo entre estas paredes que no llegue a oídos de la señora Mechthild? En una feria podrías comprar mi cuerpo a cambio de un par de monedas, pero aquí se interpone la voluntad de la señora Mechthild.

El monje gimió, volvió a sujetarla y la apretó contra su cuerpo con tal fuerza que Marie apenas podía respirar.

—No quiero solo tu cuerpo. Desde que te vi desnuda por primera vez, sé que tengo que poseerte.

Marie lo apartó de sí confundida. ¿Cuándo me vio desnuda?, se preguntó asustada. No podía recordarlo. Su intimidad era una de las cosas a las que mayor valor daba. Desde que se había transformado en una prostituta despreciada, siempre había añorado la protección de sus cuatro paredes, y había aprendido a apreciar el amparo de la tienda, en la que ella y sus cosas apenas tenían espacio. El comentario de Jodokus le hizo pensar que en su habitación había alguna mirilla por la cual el monje podía observarla. Esa idea le provocó escalofríos, y se propuso revisar detenidamente las paredes.

—Soy una prostituta, pero no me vendo a cualquiera —respondió, más cortante de lo que pretendía.

Su rechazo pareció inflamar aún más la pasión del monje.

—No me apartes de ti, mi hermosa niña. Juntos podríamos alcanzar la mayor de las dichas, en la tierra y en el Más Allá.

—¿Y cómo? ¿Mendigando en los caminos?

Jodokus sonrió.

—No me subestimes, hermosa ramera. Pronto seré un hombre muy rico, y si vienes conmigo podrás vivir como una dama de la nobleza.

El monje le describió ampliamente cómo la llenaría de joyas y vestidos. Ni siquiera el mercader de Flandes le había hecho una oferta semejante. Marie lo escuchó aparentando interés, aunque en realidad solo estaba esperando el momento oportuno para poder escapar. Incluso si estuviese diciendo la verdad, tenía motivos de sobra para no involucrarse con él.

Como todo monje, él había hecho votos de celibato y seguramente también de castidad. Pero parecía atenerse tan poco a ellos como la mayoría de los religiosos. Desde que los papas Gregorio, Juan y Benedicto se disputaban el liderazgo de la cristiandad, sin darse cuenta de que no eran más que las marionetas de España, Francia o del Emperador alemán, que solo permitían ungir obispos abades a sus acólitos, la moral de los sacerdotes y monjes iba callendo en picado.

Marie recordó un comentario socarrón que había oído una vez estando de viaje. "¿Por qué los curas no tienen que casarse?", le había preguntado una vez un juglar que respondió de inmediato: "Porque en su comunidad religiosa tiene mujeres de sobra a su disposición".

Marie se había reído de la respuesta, aunque se correspondía con la verdad. Sin embargo, una cosa era que el sacerdote o el obispo de una comunidad religiosa tuvieran una manceba y otra bien distinta era que un monje como aquel se hiciera rico de manera inexplicable pretendiera vivir abiertamente en concubinato o incluso casarse. Todos los santurrones se le echarían encima y acabarían con él y con la mujer que tuviese a su lado. Era muy fácil formular acusaciones, y los tribunales episcopales casi nunca se pronunciaban en favor del acusado, tal como había experimentado Marie en carne propia.

La codicia abierta del monje le provocaba escalofríos a Marie. Ni siquiera lo desposaría aunque él no fuese un hombre de la Iglesia, aunque un casamiento con él le permitiera acceder al nivel de una mujer respetable. Jodokus le causaba una profunda antipatía, y le daba rabia no poder decírselo abiertamente en la cara.

—Discúlpame si no te entiendo. Yo solo soy una mujer tonta —murmuró en un intento desesperado por ganar tiempo.

Por un momento pareció que el monje iba a decir algo más, pero luego apretó los labios, como si quisiera impedir que se le escaparan palabras imprudentes, y devoró a Marie con miradas libidinosas. Después de unos jadeos, la soltó.

—Te deseo y te haré mía.

A Marie le sonó como una amenaza. Hizo una rápida reverencia, y estaba dispuesta a regresar al salón aunque eso levantara sospechas entre los caballeros allí reunidos, pero entonces él le dejó el camino libre. Marie bajó corriendo por el pasillo con tanta prisa que él no pudo volver a detenerla. Siguió sintiendo los ojos de Jodokus en la nuca incluso después de entrar en su habitación y cerrar la puerta.

De hecho, Jodokus se quedó mirándola tanto tiempo como se lo permitió la luz del salón. Luego se reclinó contra la pared, temblando, y se refrescó la frente contra las piedras. La prostituta tenía razón. La señora Mechthild no toleraría que la tocara nadie que no fuese su esposo. Casi se deshacía de celos de solo pensar que la joven debía complacer al caballero aunque a Dietmar no le interesara un comino ella. Pero el monje no se dio por vencido. A más tardar en tres meses, la señora Mechthild daría a luz, y ocho semanas más tarde volvería a ocupar su lugar en el lecho del caballero. Para entonces, sus planes comenzarían a cumplirse, permitiéndole comprar a Marie para siempre, y entonces se encargaría de que ningún otro hombre se le acercara nunca más. Jodokus sonrió ante la idea con tal satisfacción que Guda, que se había cruzado con él, se quedó mirándolo intrigada. Hasta entonces, el monje siempre se había paseado por el castillo con cara avinagrada.

Capítulo V

Durante las primeras semanas que transcurrieron en el castillo de Arnstein, la amistad entre Hiltrud y Marie se vio sometida a una dura prueba, ya que, por primera vez desde que viajaban juntas, sus intereses iban en distintas direcciones.

Hiltrud disfrutaba de la vida en el castillo mucho más de lo que jamás se hubiese atrevido a soñar. Ambas vivían como princesas en un salón enorme en cuyo hogar siempre había leña suficiente y cuya cama era tan celestialmente blanda como podían ser las nubes para los ángeles. Les daban las mejores comidas y les permitían hacer lo que les viniera en gana. Y lo único que exigían a cambio era que Marie cumpliera con sus obligaciones para con el dueño y que Hiltrud no se ofreciera a los hombres de forma demasiado escandalosa.

Las criadas que las atendían las trataban un poco como animales exóticos de esos que podían verse en las ferias por un penique, pero eran muy amables con ellas y siempre estaban listas para hacer alguna broma. El resto de los criados tampoco se atrevía a ser descorteses con ellas, ya que no querían provocar la ira de la señora. Tal como Hiltrud había vaticinado, los hombres dejaban a Marie en paz. A ella tampoco la tocaban, aunque se erguían como pavos cuando pasaba a su lado. De vez en cuando Hiltrud se acostaba con alguno. Giso, el alcaide malhumorado del castillo, le pagaba sus favores con un chelín reluciente, equivalente a por lo menos doce peniques. Y ella se alegraba, ya que no podía permitirse el lujo de rechazar aquel inesperado ahorro ganado con tanta facilidad.

A diferencia de al resto, a Thomas, un pastor de cabras siervo de la gleba, no le cobraba nada. Thomas era un año mayor que Hiltrud y jorobado de nacimiento, por lo que no había podido ser guerrero. Tenía ojos grises hundidos, y su rostro delgado estaba enmarcado por unos cabellos negros y espesos. A Hiltrud le gustaba por él mismo, no por su parecido con el caballero Dietmar. Le habían contado que Thomas había nacido unos siete meses después del actual señor. Al parecer, el antiguo señor del castillo de Arnstein tampoco había podido renunciar a un suave cuerpo de mujer durante el embarazo de su esposa. Lo que a Hiltrud le atraía de Thomas era su habilidad en el trato con los animales y su forma dulce y cómplice de tratarla.

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