Authors: Iny Lorentz
La recámara del señor se encontraba en el otro extremo del corredor. Cuando condujeron a Marie hacia allí, Dietmar von Arnstein y su esposa estaban en el centro de la habitación, decorada con un mobiliario similar al de la habitación que les habían asignado a ella y a Hiltrud y apenas un poco más grande que la suya. La única diferencia era que las alfombras allí eran un poco más trabajadas, y junto a las paredes había varios baúles grandes, pintados, que probablemente albergaran la ropa de los esposos. En un rincón se apilaban los objetos que la señora Mechthild había comprado en la feria. Al parecer, la señora aún no había hallado el momento para decidir qué hacer con todas esas cosas. A Marie no la sorprendía, ya que Mechthild von Arnstein parecía estar constantemente ocupada complaciendo y calmando a su malhumorado esposo.
El señor Dietmar dio la espalda a Marie y a Guda y le espetó a su mujer:
—¡Maldición, Mechthild! ¡No necesito una prostituta!
Su esposa le acarició el rostro y le sonrió con suavidad.
—Sí que la necesitas. Ahora más que nunca. Eres un hombre fuerte y no puedes aguantar mucho tiempo sin una mujer. Yo he estado de viaje durante dos semanas, y antes de irme tampoco pude satisfacerte como tú te mereces.
—Estaba absolutamente satisfecho contigo —protestó Dietmar— y no quiero ninguna otra mujer que no seas tú.
La señora Mechthild frotó su mejilla contra la barbilla rasurada de él.
—Lo sé, mi amor. Tengo el mejor esposo del mundo. Por eso te pido que al menos esta vez me permitas pensar en tu bien. Yo me sentiré mejor sabiendo que estás satisfecho y, por lo tanto, nuestro hijo también.
—¿Cómo puede alguien estar satisfecho teniendo un vecino como Keilburg frente a la puerta? —gruñó el caballero.
Su mujer se rió y giró la cabeza de modo que él pudiera contemplar a Marie.
—¿No es hermosa?
Lo dijo con un orgullo tal que su esposo no pudo más que reír.
—Es un juego peligroso, Mechthild. ¿Qué harás si me quedo con la hermosa prostituta y te envío de regreso con tu padre?
—Sé que jamás harías eso, ya que entonces me llevaría conmigo a tu hijo, que llevo bajo mi corazón.
El caballero tomó las manos de su mujer y las besó.
—Te amo, Mechthild, y no quiero lastimarte teniendo relaciones con otra mujer.
—Me lastimarás si no te acuestas con Marie. La escogí especialmente para ti.
La señora Mechthild se sonó la nariz, haciéndose la ofendida, al tiempo que le hacía un guiño cómplice a Marie.
El esposo de Mechthild cayó en su pequeña trampa, ya que por un momento se quedó como un perro con el rabo entre las piernas.
—Está bien, la tomaré. Pero solo para que me dejes en paz. Además, tengo que volver a la sala, con mis amigos. Están esperándome.
—Oh, los señores ya están consolándose con un buen vino de nuestra bodega. Ya no creo que esta noche estén en condiciones de tener una conversación seria.
Mechthild se puso de puntillas, besó a su esposo en la punta de la nariz y avanzó hacia la puerta.
—Ahora os dejo solos. Regresaré dentro de un rato.
Dietmar von Arnstein asintió, y ya estaba por comenzar a desvestirse cuando se le ocurrió algo:
—Dime, mujer, ¿cómo es que estás tan segura de que darás a luz a un varón?
—He ofrendado una vela a la virgen de Santa Otilia para que nos regale un varón. El abad Adalwig me aseguró que me escucharía.
El caballero llevó la cabeza hacia atrás y se echó a reír.
—No me disgustaría tener un primogénito, pero al verte así, desearía que fuese una niña. Así se te aplacaría un poco el orgullo, mujer. Últimamente miras demasiado por encima del hombro.
La forma en que miró a su mujer mientras le decía eso le demostró a Marie cuánto la amaba.
Marie pensó, no sin cierta envidia, que tal vez jamás llegaría a conocer lo que era tener una unión tan estrecha con alguien como la que existía entre esos dos seres. Ante una señal de la señora Mechthild, dejó caer la sábana y se presentó ante el caballero tal como Dios la había traído al mundo. Entonces los ojos de Dietmar por fin empezaron a brillar. Pero, en lugar de tumbarla inmediatamente sobre la cama, siguió bromeando un rato con su mujer y le pidió que lo ayudara a quitarse la camisa. Mechthild le desprendió los broches con manos hábiles, lo besó y desapareció rápidamente de la habitación antes de que él pudiera retenerla por más tiempo.
El señor del castillo se volvió hacia Marie y señaló con el mentón hacia su lecho. Ella se extendió sobre la cama, preguntándose qué sería lo que él esperaba de ella. Las manos de él se paseaban por su cuerpo, examinándolo, y tuvo que luchar como tantas otras veces contra la sensación de ser solo un objeto que cualquier hombre podía utilizar a cambio de unas monedas. Sabía que estaba siendo injusta con el caballero. Si bien él no decía nada, sus manos no la asían con la brutalidad y la lujuria de muchos de sus otros clientes.
Cuando se acostó sobre ella, se sostuvo con los codos para no apretarla con su peso contra las almohadas. El acto sexual no fue muy espectacular. Si bien Dietmar no era tan suave y tierno como el boticario Krautwurz, tampoco jugaba a ser un toro salvaje que solo pensaba en su propio placer. Marie tampoco sintió nada esta vez, pero se alegró de que él no le provocara dolor, y simuló estar excitada en agradecimiento por su consideración.
Al cabo de un rato, Dietmar se volvió más enérgico por unos instantes para luego desplomarse sobre ella con un suspiro de alivio, casi en el mismo momento se abrió la puerta y la señora Mechthild se deslizó dentro de la habitación, como si supiese exactamente el tiempo que necesitaba su esposo.
—Lo ves, mi amor. Así está mejor —le dijo sonriendo.
Dietmar rodó a un lado de la cama y se quedó acostado boca abajo. Su rostro traslucía una sensación de culpa, lo cual provocó la sonrisa de su mujer.
—Dame un beso —le exigió Mechthild.
Él se lo dio y se sintió aliviado al ver que ella respondía con pasión a sus gestos cariñosos.
—En un par de meses podremos volver a gozar juntos el placer de compartir nuestro lecho de esposos. Hasta entonces, Marie tomará mi lugar —le explicó al recuperar el aliento—. Mientras tanto, seguiremos durmiendo y conversando juntos por las noches. Ahora que ya te has relajado y que la furia contenida hacia Keilburg ya no te domina, tendríamos que pensar qué podemos hacer. Enviarle una carta de desafío y emprender una guerra en su contra, tal como exige Hartmut von Treilenburg, no me parece el camino correcto.
Dietmar extendió las manos en un gesto de impotencia.
—Pero debemos hacer algo. Si no detenemos a ese conde rapaz, acabará devorándonos a todos.
—Por supuesto que hemos de hacer algo en su contra —lo apoyó su esposa con voz suave. Se deslizó bajo la manta y apartó a Marie fuera de la cama.
—Me has servido muy bien. Ahora puedes retirarte a tu habitación —le ordenó, y volvió dirigirse hacia su esposo.
Marie abandonó inmediatamente los aposentos, y ya fuera de ellos se dio cuenta de que se había olvidado la sábana. A pesar de que le daba vergüenza andar desnuda por el castillo, no se atrevió a regresar al dormitorio. Se tapó lo mejor que pudo los senos y el sexo con las manos, corrió por el pasillo a toda prisa y se deslizó jadeante dentro de la habitación con gran alivio de que nadie la hubiese visto.
No podía saber que, en realidad, sí la había visto alguien. Un hombre delgado, vestido con un raído hábito de monje, estaba escondido detrás de una puerta apenas entreabierta y espiaba como si estuviese encargado de vigilar quién iba y quién venía. Por eso había podido contemplar a Marie un instante en toda su hermosura y se había quedado observándola hasta que ella desapareció dentro de su habitación. Cuando se cerró la puerta detrás de ella, hizo un movimiento como si quisiera seguirla. Pero sus pies se quedaron atornillados al suelo y sus manos se agitaron en el aire en un gesto de rechazo, como si tuviese que llamarse al orden.
Se quedó espiando unos instantes en todas direcciones para asegurarse de que no hubiera moros en la costa. Luego avanzó por el pasillo de puntillas hasta llegar a los aposentos del señor del castillo, apoyó la oreja en la puerta de madera y se puso a escuchar sin perder de vista el corredor. Su rostro fue transformándose lentamente en una mueca de desilusión, como si no pudiese oír bien o estuviese escuchando algo que no le gustaba.
Como Marie tenía que estar disponible para un solo hombre, gozaba de mucho tiempo para mirar a su alrededor, escuchar y pensar. A menudo, sus pensamientos se centraban en la relación entre la señora del castillo y el caballero. Le parecía asombroso el poder que la señora Mechthild ejercía sobre su esposo. Pero solo llegó a darse cuenta del grado de influencia que tenía la dama cuando un día se escondió detrás de la baranda de la escalera que conducía al salón de los caballeros y se quedó escuchando una de las conversaciones entre el caballero Dietmar y sus aliados. En esa ocasión, Dietmar utilizó exactamente las mismas palabras que la señora Mechthild le había puesto en los labios la noche anterior.
Cuando Marie le expresó su asombro a Hiltrud, esta se rió de ella.
—La señora es, como ambas sabemos, muy inteligente y tan enérgica como él, si no lo es incluso más. No es de extrañar que el señor Dietmar escuche tanto sus consejos.
—Igual sigo sin entender cómo puede meter a otra mujer en su cama y seguir llevando de las riendas a su esposo como si fuera un caballo. Los sacerdotes dicen siempre que el varón debe ser la cabeza de la mujer y que ella debe obedecerlo. A toda muchacha burguesa le inculcan eso antes de que aprenda a caminar.
Hiltrud hizo un gesto de desdén.
—Debes tomar las cosas como son y no meterte en los hábitos de vida de los demás. Creo que tienes demasiado tiempo libre. Pregúntale a Guda si no hay algún quehacer que encomendarte, ya que es lógico que se te ocurran ideas raras estando todo el día aquí sentada sin hacer nada. Yo estoy la mayor parte del tiempo ayudando en los establos, y me divierto mucho haciéndolo. ¿Sabes que aquí en el castillo tienen un rebaño entero de cabras? Thomas, el peón, me prometió que hará que su mejor carnero se aparee con mis dos cabras. Y cuando sigamos viaje, volveremos a tener cabritos. —A Hiltrud le brillaban los ojos al decir eso.
Pero eso no significaba nada para Marie.
—Me alegro por ti. Pero a mí en este momento no me interesan las cabras. Si le pido trabajo a Guda, no me quedará tiempo para escuchar las conversaciones en el salón y conseguir más información acerca de Ruppert.
Hiltrud meneó la cabeza preocupada.
—Deberías mantenerte lejos de allí. Si llegan a descubrirte, te tomarán por una espía de los Keilburg, y aquí no se andan con chiquitas con esa clase de gente.
Marie expresó su desacuerdo con un gesto.
—No dejaré que me descubran tan fácilmente. Rara vez usan las escaleras, y si llega a pasar alguien, haré como si estuviese admirando las armas y los trofeos de caza.
Hiltrud descargó un golpe sobre la mesa con la mano abierta.
—¡No es solo tu pellejo el que estás arriesgando! Si te atrapan, sospecharán de mí también, y entonces podremos considerarnos afortunadas si nos arrojan a la calle en pleno invierno. Lo más probable es que acabemos pudriéndonos en la mazmorra del castillo.
—Lo ves todo demasiado negro —respondió Marie, pero se alegró cuando entraron las criadas a traerles la cena y se quedaron charlando un rato con ellas. Hiltrud les contó un par de historias de terror a las muchachas, que eran muy asustadizas, de manera que ella pudo enfrascarse en sus propios pensamientos.
Hiltrud tenía razón. Espiando a los nobles, no sólo arriesgaba su agradable cuartel de invierno, sino también su vida, ya que aquellos hombres estaban tan alterados que descargarían su furia contra cualquiera. Y sin embargo, no podía dejar de espiarlos. Al principio, cuando aún no se habían calmado los ánimos, parecía que los caballeros le enviarían una carta de desafío al conde Konrad von Keilburg de inmediato y lo mandarían al infierno junto con su hermano bastardo. Pero esa esperanza se evaporó enseguida, ya que el caballero Dietmar hizo ver a sus amigos que un ataque al conde solo tendría éxito si lograban conseguir más aliados.
Keilburg poseía más del doble de soldados que los que podían conseguir el caballero Dietmar y sus aliados, pero el conde tampoco parecía estar en condiciones de atacar a los caballeros sin más ni más. Marie aprendió mucho acerca del derecho de desafío, que impedía a Keilburg atacar a Dietmar o a otros caballeros sin previa advertencia, y también se enteró de todo lo que su anfitrión debía hacer o dejar de hacer para no darle al conde Konrad un pretexto que le permitiese enviarle una carta de desafío de manera oficial.
Al igual que los señores reunidos en el castillo, el conde de Keilburg también estaba obligado a tomar en consideración a sus vecinos, y en su caso también a los grandes del Imperio. Marie repitió mentalmente los nombres de todos aquellos a los que el hermanastro de Ruppert más temía. Estaba, por ejemplo, un tal conde Eberhard von Württemberg, que era uno de los nobles más influyentes en todo el antiguo ducado de Suabia, del que solo seguía existiendo el nombre. Pero, además de él, el margrave Bernhard von Baden y el duque del Tirol, Federico IV de Habsburgo, también desempeñaban un papel fundamental en la lábil estructura de poder de la que Keilburg se servía sin escrúpulos.
Los caballeros reunidos en el castillo de Arnstein, que en sus castillos se creían tan libres como el viento, temían a sus poderosos vecinos aunque no lo admitieran abiertamente. Sin embargo, hablaban todo el tiempo de hacer una alianza con alguno de ellos para reaccionar ante el poder del conde de Keilburg, que se extendía rápidamente.
Cuando a la noche siguiente Marie volvió a sentarse en la escalera y se puso a espiar por la baranda de la escalera, Dietmar von Arnstein estaba tocando precisamente ese tema:
—En realidad, solo podemos elegir entre Satanás y Belcebú. O nos aliamos con los Habsburgo o con los Württemberg. Si no, Keilburg terminará devorándonos uno por uno.
—Yo voto por el duque Federico. El tirolés es el más poderoso de todos.
Degenhard von Steinzell, que se alojaba en el castillo de Arnstein junto a su hijo Philipp, tampoco esta vez ocultó su simpatía por la dinastía de los Habsburgo. Rumold von Bürggen hizo una mueca de desagrado.