Authors: Iny Lorentz
—¿Otra vez estás retorciéndole el cuello en sueños al tal Ruppert?
La voz de Hiltrud arrancó a Marie de sus pensamientos. Las dos salchichas que le dio le evitaron darle una respuesta. Tomó las salchichas de la tabla y tuvo que hacer malabares con ellas entre las manos porque aún estaban demasiado calientes.
—Glotona.
Hiltrud la observó meneando la cabeza y se sentó en el pasto junto a sus cabras. Mientras comían, ambas mujeres se quedaron enfrascadas en sus pensamientos. Hiltrud estaba preocupada por Marie: se atormentaba con ideas delirantes que algún día terminarían acabando con ella. Había visto a demasiadas cortesanas volverse locas o acabar suicidándose por no poder superar el recuerdo de su vida pasada y la injusticia real o imaginaria que habían cometido con ellas. Para no dejar caer a su amiga en la tentación de vengarse por su propia mano y con la esperanza de que Marie fuera entrando poco a poco en razón, había evitado hasta entonces las regiones cercanas a Constanza. Pero ni con reproches ni con palabras dulces había logrado hacerle comprender a su amiga que el mundo era así de injusto, y que debía hacer borrón y cuenta nueva con su pasado.
Marie se daba cuenta de que Hiltrud se preocupaba por ella. Le apenaba, ya que no quería causarle ningún disgusto. Hiltrud había sido desde el principio una compañera buena y protectora, y jamás la había tratado como a una criada ni la había obligado a hacer nada intolerable. Marie seguía recordando a su primer cliente, que la experimentada prostituta había escogido para ella con el mayor de los cuidados. Se trataba de un hombre muy cariñoso que la trató con gran consideración.
De todos modos, había soportado el acto sexual con los puños oprimidos, los dientes apretados y los ojos cerrados. De no ser por el trago que le había preparado Gerlind, capaz de sumirla en una nube de indiferencia, habría huido de él dando gritos. Después había usado aquel narcótico a diario, hasta que Hiltrud se lo prohibió. Esa fue su primera gran discusión. Hiltrud demostró tener mucha paciencia, explicándole en múltiples ocasiones que esa droga generaba adicción y que, si se usaba con mucha frecuencia, terminaba destruyendo el cuerpo y la mente.
A Marie le costó mucho dejarla, e incluso ahora sentía ganas de tomarla a veces, cuando le tocaba un pretendiente desagradable.
Por suerte gozaba del privilegio de poder escoger a sus clientes. Pero, lamentablemente, no todos los pretendientes terminaban siendo lo que prometían. Había caballeros que parecían amables y galantes, pero que dentro de la tienda terminaban siendo unos brutos para los cuales la mujer que tenían debajo no era más que un objeto cuyo derecho de uso habían adquirido por un par de monedas.
Marie se acordó de Berta, que solía aparecer llena de moratones que mostraba con orgullo cuando el salario amoroso había sido más alto que de costumbre. Sin querer, miró hacia donde estaba la tienda de su antigua compañera. Habían estado viajando con Berta, Fita y Gerlind durante dos veranos por todo el territorio. Pero en la feria otoñal de Rheinau, Berta había provocado una discusión estúpida. Se sentía celosa de que Hiltrud y Marie tuvieran mejores clientes que ella, y aprovechó la discusión para abandonar el grupo.
Fita, que siempre iba detrás de Berta como un perrito faldero, se había ido con ella, mientras que Gerlind permaneció con Hiltrud y con Marie.
El invierno siguiente, Gerlind resolvió dejar para siempre su vida errante y se quedó en la choza que las tres habían arrendado y acondicionado en otoño a cambio de unas monedas. Gerlind quería quedarse allí trabajando como herbolaria y, según había comentado riendo al despedirse, conseguir alguna joven que le sirviera como criada y como fuente de ingresos. Marie se preguntó si volvería a ver a la vieja prostituta. Tampoco esperaba volver a encontrarse con Berta y con Fita, ya que ellas iban a bajar por el Danubio hasta llegar a Bohemia. Pero era evidente que en algún momento habían cambiado de opinión, pues ahora estaban trabajando en la misma feria. Sin embargo, Berta respondió a su afable saludo con apenas un gruñido, y por eso Fita no se atrevió a intercambiar una palabra amable con ellas.
A Marie le pareció que la tienda de Berta estaba muy raída y que la mujer se veía aun más desaliñada que un año y medio atrás. Si antes era rolliza, ahora era desmesuradamente obesa. Fita, en cambio, se veía muy demacrada y envejecida antes de tiempo. De todos modos, a juzgar por la cantidad de hombres que habían estado visitando su tienda el día anterior, ambas hacían muy buenos negocios. En realidad, se trataba de oficiales artesanos y de siervos que habían estado ahorrando algunas monedas para poder experimentar, al menos una vez al año, cómo se sentía el cuerpo tibio de una mujer.
"Tal vez dentro de un par de años me sienta feliz de tener una clientela así", pensó Marie al tiempo que soltaba un suspiro. Pero por el momento, ella y Hiltrud no tenían necesidad de aceptar a alguien que les ofreciera tres peniques de Halle. Con su impactante estatura, Hiltrud atraía a muchos hombres prósperos que querían probarse a sí mismos, y Marie también podía darse el lujo de escoger a sus clientes entre muchos y de exigir precios que eran imposibles de pagar para un simple artesano.
Uno de sus clientes más generosos y más fieles le había ofrecido en reiteradas ocasiones alojarla en una hermosa casa para que fuera su concubina. Se trataba de un comerciante de lanas oriundo de Flandes y quería llevarla a su tierra natal. Pero si se hubiera ido con él, tendría que haber abandonado a Hiltrud, y eso era algo que solo estaba dispuesta a hacer cuando pudiera llevar a cabo su venganza.
Marie había intentado muchas veces recabar información acerca de su ciudad natal. Pero los que podrían haberle dado una respuesta eran cocheros y mercaderes que conocían a Utz y estaban muy relacionados con él, por eso Marie no se atrevía a abordarlos. Finalmente había decidido darle dinero a un trovador que se dirigía rumbo a Constanza a cambio de que averiguara qué había sido de su padre. Habían quedado en encontrarse dos meses más tarde en la feria de Basilea, pero para su gran desilusión, el trovador no apareció. Tampoco volvió a cruzárselo en ninguna parte ni encontró a nadie que supiera algo de él, y llegó a temer que le hubiese sucedido algo mientras realizaba las averiguaciones. Pero Hiltrud opinaba que el trovador le había birlado el dinero con promesas falsas y que, a esas alturas, ya se habría marchado rumbo a Italia o a la Baja Austria. Finalmente, Marie se convenció de que Hiltrud tenía razón y echó pestes del muchacho.
De modo que no le quedaba más remedio que aguardar a que se presentara otra oportunidad. Sin embargo, hasta el momento esa oportunidad no había llegado. Habría viajado a Constanza hacía tiempo de no ser porque no se atrevía a acercarse a la ciudad. A los desterrados que regresaban sin permiso los castigaban con el doble de azotes y los marcaban con hierro candente. Y aunque lograra entrar en la ciudad con su falda llena de cintas de prostituta, antes de hacer dos preguntas aterrizaría en la torre. Y no quería ni imaginarse lo que le haría Hunold entonces.
—¿Por qué estás tan pensativa?
Hiltrud había terminado de comerse sus salchichas, y se frotó las manos contra una mata de pasto para limpiarse la grasa.
—¿Otra vez con la misma cantilena? Por favor, Marie, olvida de una buena vez lo que te sucedió y, sobre todo, olvida al que era tu prometido. Ese hombre es demasiado poderoso e influyente como para que tú puedas hacerle algún daño.
Marie miró a Hiltrud con los ojos chispeantes de furia.
—Si no puedo imaginar mi venganza contra ese canalla y sus secuaces, entonces para mí ya no vale la pena continuar con esta vida miserable.
Hiltrud meneó pacientemente la cabeza.
—¡Pero si nosotras no vivimos tan mal! Para ser cortesanas errantes, en realidad ganamos más de lo usual. Reconozco que al menos la mitad de lo que gano se lo debo a tu carita de ángel y al hecho de que atraes a los clientes más prósperos como la miel a las abejas y a que los amigos de tus clientes también quieren divertirse un poco. Pero si sigues con el ceño tan fruncido y tan encerrada en ti misma, terminarás por ahuyentar a los hombres y por volverte vieja y fea antes de tiempo.
La sonrisa satisfecha de Hiltrud atenuó un poco el efecto de sus advertencias. Pero no podía hacer otra cosa, ya que para ella había sido un golpe de suerte encontrarse con Marie. Sin la llamativa belleza de su amiga no habría podido ser tan selectiva como ahora.
Como Marie seguía a la defensiva, Hiltrud trató de distraer sus pensamientos hacia otra cosa.
—Me encontré con Fita en el puesto de comidas. No tiene buen aspecto, y una herborista a la que fue a ver por sus dolores en el pecho no le calcula mucho tiempo de vida. Le recomendé que no siguiera viajando con Berta, ya que ella la trata realmente como una esclava.
Marie miró pensativa hacia los viñedos que se extendían sobre las laderas al otro lado del río. Pero en su interior se veía a sí misma acostada en la tienda de Hiltrud, con la espalda destrozada, mientras que su amiga y el boticario le daban los primeros auxilios. Hiltrud se había encargado de ella aun sin saber si lograría salir adelante. Aunque su amiga se mostrara fría, mordaz y calculadora, lo cierto es que tenía un corazón misericordioso.
—Yo no tendría problemas en que Fita viniera con nosotras. Podríamos alimentarla para que se reponga. Pero ella está muy aferrada a Berta, aunque esa mujer se aprovecha desvergonzadamente del apego que ella le tiene.
Hiltrud se encogió de hombros.
—De todos modos, volveré a proponerle a Fita que venga con nosotras. Tal vez…
Iba a agregar algo más, pero entonces un hombre de mediana edad y aspecto cuidado avanzó con paso rápido hacia las tiendas de las prostitutas.
—Parece que a este le abulta la entrepierna. ¿Crees que es para nosotras, Marie?
Marie echó un vistazo al traje guerrero que el hombre vestía y meneó la cabeza.
—No me gustan los soldados. Me resultan demasiado rudos. Que se lo quede Berta. Ella está bien acolchada y no siente esas manos duras.
Hiltrud se rió y señaló con un movimiento de cabeza hacia las tiendas de las rabizas.
—Eso mismo es lo que está haciendo. Mira, ahora está hablando con ella. En fin. Los guerreros tienen gustos muy particulares. Una vez conocí a un oficial que podría haber tenido a las prostitutas más bellas. Sin embargo, siempre iba con una veterana gorda, y salía tan satisfecho como si hubiese estado con la doncella más hermosa que colmaba todos sus deseos.
Como no había más clientes a la vista, Hiltrud y Marie siguieron observando cómo ese hombre, a quien suponían al servicio de algún miembro de la nobleza, continuaba negociando con Berta. Pero en lugar de desaparecer con ella en su tienda, al rato comenzó a hacer señas a Fita y a muchas otras prostitutas para que se acercaran.
Hiltrud meneó la cabeza asombrada.
—Tal vez esté reclutando prostitutas de campaña.
—Es demasiado tarde para ello, a menos que su señor tenga en mente salir a una campaña en pleno invierno.
—Enseguida lo sabremos. Me parece que se dirige hacia nosotras.
Hiltrud se puso de pie, tal como lo hacía cada vez que un posible cliente se acercaba a su tienda. Marie se quedó sentada y le dio la espalda al hombre después de echarle un vistazo a su rostro malhumorado. Por lo general, a los clientes se les podía leer en el rostro si estaban deseando pasar unos momentos agradables en brazos de una prostituta. Estaba claro que ese hombre no era un cliente. Se detuvo un par de pasos antes de llegar hasta donde ellas estaban y las observó con expresión feroz.
—¿Sois cortesanas?
Más que una pregunta, se trataba de una constatación.
—Puedes decir puta, si es la palabra que buscabas —le espetó Marie.
El hombre gruñó como un oso malhumorado.
—Me da igual cómo os llaméis a vosotras mismas. Estoy buscando una compañera de lecho para mi señor que sea agradable y, sobre todo, limpia.
—Si tu señor quiere elegir a alguna de nosotras, que al menos se digne a venir en persona.
Marie odiaba que la menospreciaran tratándola como una cabra preñada.
—No es posible, ya que el señor Dietmar se encuentra en el castillo de Arnstein, cerca de Tettnang —le explicó el hombre—. Me llamo Giso, soy el alcalde de su castillo, y tengo órdenes de encontrar una prostituta apta para calentarle el lecho durante los próximos meses, ya que su esposa está embarazada y debe evitar frecuentarlo por algún tiempo.
Marie rió incrédula.
—Tu señor sí que puede llamarse afortunado de poseer una esposa tan generosa, ¿o acaso la señora de la casa no tiene vela en este entierro?
—Eso no es asunto tuyo —la amonestó el alcaide—. Yo tengo órdenes de encontrar una prostituta apta. Pero parece que tú tienes el pico demasiado afilado.
—Por lo general, la boca no es la parte del cuerpo que más se aprecia en una prostituta. A menos que tu señor no sea tan estricto con los mandamientos de la Santa Iglesia.
Marie no tenía muchas ganas de pasarse meses encerrada en un castillo expuesto a las corrientes de aire para servirle primero al señor del castillo y que éste la cediera luego a sus acólitos.
A Hiltrud le había picado la curiosidad.
—¿Y qué provecho obtendríamos nosotras?
—La prostituta que escojamos se irá del castillo con el monedero lleno —respondió el hombre con tono pomposo.
Marie se encogió de hombros.
—¿Lleno de peniques de Halle? Eso no sería suficiente.
Giso torció el gesto como si hubiese mordido una manzana podrida.
—No me han dado una cifra exacta. Pero os aseguro que la prostituta que esté a la altura de nuestros requerimientos no lo lamentará.
—Mejor para ella. Entonces te deseo mucha suerte en la elección. Allá enfrente tienes mujeres de sobra.
Marie señaló hacia donde estaban Berta y otras más, que discutían acaloradamente y miraban una y otra vez hacia donde se encontraban ellas. A pesar de la distancia, se podía advertir a las claras que el rostro de Berta estaba desfigurado por la envidia y el resentimiento.
Giso no se interesó ni por las miradas a sus espaldas ni por las provocaciones de Marie.
—Espero veros a todas dentro de una hora en la tienda de mi se… en mi tienda. Está un poco apartada de las demás. Pero es imposible que os confundáis, ya que sobre ella ondea el escudo heráldico de mi señor, un halcón levantando vuelo.