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Authors: Iny Lorentz

La ramera errante (51 page)

BOOK: La ramera errante
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Antes de que Hedwig pudiese reaccionar, uno de los soldados la había atraído hacia sí y le pasaba la mano que le había quedado libre por debajo de la pechera.

—¡Qué avecilla más preciosa tenemos aquí!

—¡Soltadme! —le gruñó Hedwig—. No soy una prostituta.

A pesar de que se mostraba valiente, por dentro estaba muerta de miedo. Por temor a ese abad degenerado, se había olvidado de los mercenarios, que se habían extendido por toda su ciudad natal como una plaga de langostas y que les hacían la vida difícil a los guardianes de la ciudad y a los del concilio, a cargo del conde palatino imperial Ludwig, a quien el Emperador había encomendado la tarea de mantener el orden público. "Tendría que haber traído una criada conmigo, como corresponde a toda hija obediente de un burgués", se le cruzó por la cabeza. Por otra parte, sus atacantes parecían capaces de abusar hasta de la vieja Wina, que se había vuelto gris y arrugada, y a quien ya no le quedaba ni un solo diente.

El hombre que tenía agarrada a Hedwig se dio la vuelta con ella hacia donde estaban los demás.

—¿Qué os parece, camaradas? Esta pequeña es un bocado mucho más delicioso que la prostituta con la que estuvimos anoche.

Uno de sus camaradas le arrancó a Hedwig el pañuelo de la cabeza y tiró de sus trenzas rubias y largas.

—Ciertamente lo es. No puedo esperar más. ¿Me dejarás ser el primero esta vez, Krispin?

El otro se le rió en la cara.

—Tendrás que esperar a que llegue tu turno. Por supuesto que me la follaré yo primero.

Por un instante, Hedwig había tenido la esperanza de que los mercenarios solo estuvieran gastándole una broma, pero ahora se daba cuenta de lo que le esperaba, y entonces abrió la boca para gritar. Tal vez los hermanos piadosos del convento de los escoceses que estaba allí cerca la oyeran, o al menos el vigía de la torre. Pero en ese mismo momento, el soldado le tapó la boca con la mano.

—¡No pretenderás aguarnos la fiesta!

El soldado arrastró a Hedwig hasta un grupo de árboles al borde de un campo de pastoreo ocupado por tiendas. En ese mismo momento, Hedwig vio subir por el camino a un oficial que llevaba el león palatino en el pecho, y entonces renovó sus esperanzas. Comenzó a patear a los hombres que estaban atormentándola y logró liberar su boca el tiempo suficiente como para poder emitir un grito ahogado.

Sin embargo, el hombre echó apenas un vistazo breve al grupo, y apartó la vista con un gesto de desagrado al descubrir a cuatro hombres y una muchacha. No parecía tener intenciones de inmiscuirse, ya que siguió de largo. Hedwig gimió porque el soldado que la sostenía le apretaba la cabeza contra los hombros, torciéndole dolorosamente la nuca. Indefensa, miró hacia el sol, que estaba emergiendo a través de los bancos de niebla y ya comenzaba a picar. Por eso no vio al oficial darse vuelta, contemplar sus cabellos claros y brillantes, y examinar su rostro con ojos incrédulos.

El vasallo palatino vio algo de repente que lo hizo cambiar de idea. Profiriendo unos insultos furiosos, desenvainó su espada y les franqueó el paso a los cuatro.

—¡Dejad a la muchacha en paz, canallas!

—¿Qué significa esto? —le espetó Krispin—. La prostituta es nuestra. Así que largo de aquí.

—¡Dije que la dejarais en paz!

El oficial se adelantó un paso y le dio a Krispin un golpe en la cabeza con la parte plana de la espada.

El soldado dejó caer a Hedwig y cogió su arma, pero entonces advirtió el blasón de su contrincante y se detuvo a mitad de camino.

—¿Desde cuándo las bestias como vosotros montáis tanto escándalo por una ramera?

—No soy una prostituta, sino la hija de un burgués de Constanza —le gritó Hedwig.

El extraño le dirigió una mirada irritada.

Krispin hizo un gesto de desdén e intentó coger a Hedwig, que manoteaba y pataleaba para mantener alejado a su atormentador.

—¿Y con eso qué? Si las hijas y las esposas de los burgueses también se deslizan bajo las sábanas de cualquier hombre que pueda pagarles por ello.

El oficial le puso la punta de la espada en el pecho.

—Si lo hace por propia voluntad, no es asunto mío. Pero esta muchacha ha dado claras muestras de que no quiere hacerlo.

Krispin dirigió una mirada furiosa a sus amigos, que se habían alejado algunos pasos, y luego miró desafiante al palatino.

—¿Qué estás diciendo? ¿A qué viene tanta sutileza? ¿Acaso Württemberg no arrastró el otro día a la delicada hija de un burgués, la subió a su caballo en plena ciudad, la llevó al lugar donde se aloja y solo la dejó irse después de habérsela follado bien follada?

—No voy a decir que apruebe el comportamiento del conde. Pero existe una diferencia sustancial entre un Eberhard von Württemberg y una rata como tú. Por lo que he oído, parece que pagó a la damisela una suma importante por su inocencia perdida, y próximamente arreglará incluso su matrimonio. Además, se la quedó para él, no dejó que otros también abusaran de ella.

La espada del palatino se hundió en el jubón de cuero del soldado, y por un momento pareció que se desencadenaría una pelea.

Krispin le pisó la falda a Hedwig para impedir que se escapara y miró a sus camaradas, desafiante.

—¿Vamos a dejarnos amedrentar los cuatro por este canalla, que está solo?

Dos de ellos menearon la cabeza y desenvainaron sus armas, mientras que el cuarto levantó la mano y se interpuso entre ambas partes.

—¿Estás loco, Krispin? Si atacamos a un vasallo del conde palatino del Rin, pueden mandarnos a la horca.

Los otros dos soldados envainaron sus armas de nuevo. La expresión de sus rostros expresaba cuánto les disgustaba tener que retroceder ante un solo hombre. Pero la actitud del oficial los hizo vacilar, ya que el palatino parecía resuelto a medirse con todos ellos al mismo tiempo.

Krispin dio un paso atrás y dejó libre a Hedwig.

—¡Maldición, ya no se puede ni gastar una broma!

Sin embargo, la mirada que le dirigió al extraño al alejarse le daba a entender que más le valía no encontrarse con él en un callejón a oscuras. Los otros tres soldados se fueron gruñendo detrás de su líder.

Hedwig se sacudió el polvo del vestido y levantó la vista hacia su salvador con curiosidad. El hombre tendría como máximo unos veinticinco años y su rostro era anguloso pero simpático, con una nariz recta, muy afilada, y unos ojos celestes que continuaban escrutándola, asombrados e interrogadores. Hedwig se dio cuenta de que lo estaba mirando demasiado fijamente y recordó sus buenos modales.

—Os lo agradezco, señor. Me habéis salvado de una situación muy complicada.

Él extendió la mano y tomó con cuidado una de sus pesadas trenzas.

—Fue una tontería de tu parte venir sola por aquí, niña.

Hedwig bajó la cabeza y se miró la punta de los pies, sin saber qué decir.

—Tenéis razón. Pero no pude regresar a la ciudad por el camino más directo porque ese fofo abad andaba otra vez detrás de mí. Esta vez me siguió hasta la tumba de mi prima y seguramente me habría tomado por la fuerza si yo no hubiese escapado a tiempo.

El hombre resopló con desprecio, mientras su mirada seguía posada sin ningún disimulo en el rostro de Hedwig.

—Hay mucha chusma dando vueltas en esta ciudad. ¿Un abad, dices?

—Sí, Hugo von Waldkron, el abad del convento de Waldkron…

Hedwig notó que los pensamientos del hombre que tenía enfrente estaban en otra parte. Mientras seguía sosteniendo su trenza entre las manos, se frotó la frente con la mano derecha y meneó un par de veces la cabeza.

—Eres demasiado joven. No, tú no puedes ser Marie.

Hedwig levantó la vista sorprendida.

—¿Conoces a mi prima?

Los ojos del extraño estaban bien abiertos.

—¿Marie Schärerin es tu prima? Entonces tú debes ser la pequeña Hedwig de maese Mombert.

—Sí, soy la hija de Mombert Flühi.

Hedwig se asombró de que un completo extraño conociera su nombre y el de sus familiares, y al mismo tiempo se avergonzó. El oficial debía de tomarla por una muchacha ligera.

—No estaba vagando por ahí sin pensar, sino que había venido a rezar junto a la tumba de Marie, en el cementerio de pobres. Hoy es el día de su santo y el aniversario de su bautismo.

El rostro del hombre se ensombreció.

—¿Marie está muerta? ¡Oh, por Dios!

Hedwig levantó la mano, vacilante.

—En realidad no lo sabemos. Esa tumba es de su padre, quien fue enterrado allí en secreto por nuestro enemigo. Mi padre se entero más tarde de que su cuñado descansaba en esa tumba, y desde entonces también rezamos allí por el alma de mi prima desaparecida.

La mirada del hombre se llenó tanto de odio que Hedwig comenzó a sentir temor de él.

—¿Maese Matthis ha muerto? Seguro que eso también fue culpa de ese perro desgraciado de… ¿Cuándo murió?

—No lo sabemos. Desapareció inmediatamente después de que azotaran a Marie.

—O sea que no sobrevivió a su desgracia y a la deshonra de su hija. Lo único que espero por el bien de su alma es que no se haya quitado la vida por mano propia.

Sonaba como una pregunta.

—No, seguro que no. Mi padre cree que alguien más lo hizo. No debemos decirlo en voz alta, pero…

Hedwig se interrumpió. No conocía a ese hombre y sabía que había ciertas cosas que no podía confiarle a un desconocido. En el peor de los casos, podía llegar a ser que ese oficial resultara ser un hombre de confianza del licenciado Ruppertus, y si lo que ella le estaba contando llegaba a oídos de aquel hombre, su padre acabaría mal.

—Estoy hablando demasiado —dijo—. Por favor, dejadme ir, señor. En casa deben de estar preocupados.

El hombre le ofreció su brazo.

—Te acompañaré hasta la puerta. Por si a otros hombres se les ocurriese aprovecharse de la situación.

—¿Y yo cómo sé que puedo confiar en vos? —inquirió Hedwig.

El hombre se rió.

—Conmigo estás segura. A fin de cuentas, yo te limpiaba los mocos cuando eras pequeña.

Hedwig se llevó sus delicados puños a las caderas y le dijo echando chispas por los ojos:

—Has estado hablando todo el tiempo de que me conoces a mí y a mi padre, pero no dices quién eres tú.

—Soy Michel, el hijo del tabernero Guntram Adler, de la Katzgasse.

Hedwig llevó el labio inferior hacia adelante.

—Eso no es cierto. El tabernero de la Katzgasse se llama Bruno Adler.

—Ése es mi hermano mayor. Entonces, mi padre también ha muerto.

Michel suspiró y se quedó aguardando en su interior la llegada de la tristeza, pero no sintió nada.

Hedwig cerró los ojos y trató de encontrar algún parecido entre este guerrero esbelto y vigoroso y el posadero rechoncho de la Katzgasse, pero lo único que pudo constatar fue que Michel era mucho más apuesto que su hermano. Aceptó el brazo que él le había tendido y se dejó llevar hasta la puerta Schottentor. Mientras tanto, las calles de la ciudad habían empezado a poblarse, y más de una mirada curiosa se posó sobre ambos. Algunas matronas fruncieron las narices y comenzaron a cuchichear entre ellas.

—Esta Hedwig es como su prima. Hasta se deja ver en público con su amante —dijo una de ellas en voz alta y con un tono que dejaba entrever una buena dosis de envidia.

—Al menos tiene mejor gusto que Marie, que se levantó la falda por un sucio cochero. A mí también me gustaría tener un soldado tan apuesto como ése —replicó la otra sin ningún pudor.

Las señoras se quedaron conversando durante un rato sobre los hechos acaecidos cinco años atrás, pero al ver pasar a un joven noble vestido con un traje con apliques de joyas y un jubón desfachatadamente corto, se olvidaron de inmediato de Hedwig y su acompañante.

Capítulo III

—Vuestra esposa pregunta si habéis visto a Hedwig, maese.

Mombert Flühi meneó la cabeza con paciencia, ya que la voz de su oficial artesano había sonado tan preocupada como si se tratase de su hermana o de su prometida.

—No, Wilmar, hoy no he visto a mi hija aún. Espero que no se haya ausentado de la casa sola.

Wilmar se acercó a la ventanita, cuyos cristales abombados dejaban entrar suficiente luz como para permitirles trabajar en ese sector del taller sin necesidad de encender una tea, y miró hacia fuera buscando.

—No puede haberse ido con una criada porque todas están con vuestra esposa. ¡Por Dios santo, cómo es posible que Hedwig sea tan inconsciente!

Mombert Flühi se dio cuenta de que el joven estaba preocupadísimo por su hija y levantó las manos desconcertado. Habría querido decirle que no podía encerrar a una muchacha de diecisiete años día y noche en una habitación, ni siquiera en una época en la que no estaba segura ni en su propia casa. Wilmar le había contado que el abad del convento de Waldkron le había echado el ojo a Hedwig y que la seguía como un adolescente enamorado. Pero él nada podía hacer contra aquel hombre de noble cuna, como tampoco podía hacer nada contra el inquilino de la nobleza que había tenido que recibir en su casa. Philipp von Steinzell había acechado a Hedwig en un par de ocasiones y había intentado besarla. Incluso una vez había estado a punto de arrastrarla por la fuerza hasta su habitación, pero por suerte Wilmar había salvado a Hedwig mintiendo al hidalgo y convenciéndole de que alguien lo aguardaba en la calle.

Mombert Flühi oyó cómo Wilmar rechinaba los dientes y supuso que su oficial estaría pensando en ese mismo episodio. Por la cara que ponía, el joven parecía estar a punto de salir corriendo, arrastrar al caballero fuera de su recámara y arrojarlo por las escaleras. O tal vez estuviese pensando también en el gordinflón del abad, que trataba a todos los que eran de una clase inferior como si fuesen sus esclavos. Mombert se juró que si volvía a suceder algo pondría a Philipp von Steinzell de patitas en la calle, aunque eso le acarreara problemas con el Consejo de la Ciudad, que había sido obligado a conseguir alojamiento a los hombres de la nobleza y del clero. Pero se lo debía a su hija y a la paz de su hogar. Al mismo tiempo, se propuso ir a quejarse nuevamente ante el oficial de intendencia de su distrito en los próximos días y convencerlo de que le diera permiso para echar de su casa a aquel caballero insolente.

Wilmar miró a su maestro lleno de reproches.

—No deberíais haber permitido a Hedwig ir sola.

Mombert estalló.

—¿Y qué tendría que haber hecho? ¿Atarla? Lo más probable es que haya salido a primera hora de la mañana al cementerio de pobres para rezar por Marie, ya que hoy es su aniversario. Si me hubiese acordado antes, la habría acompañado.

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