La ramera errante (49 page)

Read La ramera errante Online

Authors: Iny Lorentz

BOOK: La ramera errante
8.41Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Acaso creíste que sería tan tonto como para traer los escritos encima? En cuanto me des el dinero, iremos juntos al lugar en donde los guardé y te los entregaré ante testigos.

—No, mi querido monje escapado del convento, no pienso hacer eso. Ya nos has engañado una vez. No permitiré que vuelvas a tomarnos el pelo una segunda vez. ¿Acaso crees que no sé dónde tienes guardados los documentos que robaste para nosotros? Ya no te necesitamos.

—¿Qué?

Jodokus gritó, presa del pánico, se dio la vuelta e intentó huir. Pero Utz lo tomó del cuello de tal forma que ya no pudo gritar y lo arrastró debajo del sauce. A menos de tres pasos de distancia de donde estaba Marie, lo arrojó al suelo y se arrodilló encima de él. En el ínterin la niebla se había vuelto tan espesa que Marie ya no pudo distinguir más que dos espectros, de modo que desde ahí sólo pudo captar con sus oídos lo que sucedía. Jodokus resolló, y sus pies patalearon sobre el suelo como si tuviera el mal de San Vito, mientras el cochero se burlaba de él.

—Eres un idiota, ¿cómo se te ocurre tratar de extorsionar al licenciado Ruppertus? ¡Ahora irás a hacerle compañía en el infierno a la codiciosa viuda del zapatero!

Junto con la palabra "infierno", Marie percibió un chasquido de huesos rotos. Por un instante no se oyó más que la respiración intensa del asesino, luego se percibió el sonido de algo que se arrastraba por el suelo, y finalmente un bulto grande cayó al agua. Dos instantes más tarde, Marie vio pasar arrastrado por la corriente algo oscuro que debía de ser Jodokus.

Desde la orilla, Utz, que parecía sentirse absolutamente seguro, le dedicó al monje un último saludo burlón.

—¡Ahí tienes tu recompensa, cabeza de chorlito! Bien, ahora iré a buscar lo que nos pertenece sin pagar un solo penique por ello.

Marie entró en pánico y contuvo el aliento hasta que el cochero se rió y murmuró:

—Primero voy a pasar una horita agradable con la señora Grete. Ella siempre está dispuesta. Después tomo los documentos de la habitación de Jodokus y se los llevo a Ruppert. Esta vez tendrá que tirarme un par de florines más de los que acostumbra.

Marie escuchó un sonido metálico. Debían de ser las dos llaves con las que Jodokus había cerrado su recámara. Evidentemente, Utz había contado con que Jodokus las traería encima y se las había quitado al muerto antes de arrojarlo al agua. Mientras pensaba en voz alta e iba murmurando sus ideas, pasó tan cerca de su escondite que ella tuvo que contener el aliento para que el crujir de las hojas no la delatara.

Si Utz iba a la ciudad a buscar el paquete a la habitación de Jodokus, no solo se daría cuenta de que los papeles no estaban, sino que además se enteraría de que el antiguo monje había recibido la visita de una mujer. Marie trató de calcular el tiempo que tardaría Utz en encontrarla. Una hora, tal vez dos. No más que eso. Así que tenía que abandonar la ciudad lo antes posible. Algo en su interior le pedía a gritos que no regresara al albergue. Pero se mordió los dedos para superar el pánico. No podía abandonar a Hiltrud.

Marie espió, asomándose por entre los arbustos, y se quedó escuchando el silbido que se alejaba. El asesinato de Jodokus no parecía pesar lo más mínimo en la conciencia de Utz. Por un instante, Marie pensó en correr a la ciudad y denunciarlo por asesinato. Pero la palabra de una mujer, y para colmo prostituta, tenía menos peso ante un tribunal terrenal que una pluma de edredón. Utz se le reiría en la cara y se pondría contento, ya que de esa manera ella le habría ahorrado el trabajo de buscarla. Por eso aguardó hasta estar segura de que él ya habría llegado a la ciudad y entonces corrió al albergue lo más rápido que pudo, atravesando la niebla, que comenzaba a despejarse a medida que la luna subía.

La suerte la acompañó, ya que encontró el albergue enseguida.

La puerta de la casa aún seguía abierta, y Marie oyó el tronar de unos vozarrones provenientes del despacho de bebidas. Cuando los hombres allí dentro se quedaron un momento en silencio, se oyó el repiqueteo de dados dentro de un cubilete de cuero, seguido de un grito de júbilo y un insulto obsceno. Marie pasó de largo sin ser vista por la puerta entreabierta del despacho de bebidas y se deslizó hasta su habitación. Hiltrud estaba sentada sobre su lecho, y se quedó mirándola a la pálida luz de una vela casi consumida, preocupada y aliviada al mismo tiempo.

—Por fin apareces. Temí que te hubieses fugado con ese monje por el que ardes en deseos.

—No, el que ardió fue él —respondió Marie—. Pero bromas aparte. Tenemos que partir de inmediato. Nuestras vidas corren peligro.

Hiltrud la miró, atónita.

—¿Qué sucedió?

—Jodokus intentó chantajear a Ruppertus y Utz lo mató.

—¿El mismo Utz que te violó a ti? —Hiltrud leyó el pánico en el rostro de Marie.

Marie intentó esbozar una sonrisa tranquilizadora, pero no lo logró.

—Sí, el mismo. No tardará mucho en darse cuenta de que yo poseo lo que él quería quitarle a Jodokus, y entonces llegará nuestra hora.

Hiltrud encogió los hombros como si tuviese frío.

—Entonces marchémonos ya. Lo único que me apena es haber pagado por adelantado dos semanas por esta recámara y no haber podido dormir aquí ni siquiera una sola noche. Con todo lo que me esforcé para lograr que la habitación estuviera pasable. Aquí podríamos haber cosido nuestras carpas con toda tranquilidad.

Marie hizo un gesto de desdén.

—A mí no me da pena. Prefiero dormir una noche a cielo abierto que en este cuartucho maloliente.

—Te dije que eras una remilgada —se burló Hiltrud, pero recogió todas sus cosas al instante y repartió sus últimas compras entre el pañuelo de Marie y el suyo. Luego anudó el pañuelo para poder cargarlo y se lo puso al hombro. Antes de abrir la puerta, apagó la vela y se guardó el resto que quedaba.

—A fin de cuentas, pagamos por ella —le dijo a Marie, que pasó por su lado como un espectro, sin hacer ruido, y descendió las escaleras sigilosamente. Para alivio de ambas, pudieron salir de la casa sin ser vistas y, por segunda vez en el mismo año, partieron con destino incierto.

Quinta parte - El concilio
Capítulo I

Marie estaba sentada sobre un tronco, dibujando líneas en la arena con los dedos desnudos de sus pies. Se aburría, igual que las demás. Hiltrud, delante de su tienda, cosía malhumorada, y las dos prostitutas a las que se habían unido tras escapar de Estrasburgo el año anterior permanecían sin hacer nada, con el ceño fruncido y la vista clavada en la plaza del mercado, como si le echaran la culpa de que no aparecieran clientes.

Helma, la sajona, era una bonita joven de cara redonda, ojos marrones brillantes y cabellos castaños. Nina, con sus rizos oscuros y los ojos negros de las mujeres sureñas, era la más pequeña del grupo; a Marie apenas le llegaba al mentón. Su apariencia exótica y su escultural figura, que exhibía redondeces en los lugares indicados, solían atraer a los hombres tanto como la belleza angelical de Marie. Pero aquí en Frundeck, a orillas del Neckar, parecía que no había clientes prósperos con bolsas repletas de monedas. Si por casualidad un hombre iba a parar a donde estaban ellas, al enterarse de lo que cobraban meneaba la cabeza y se alejaba lamentándose hacia donde se encontraban las rameras más baratas.

—No hay señores de alcurnia, no hay mercaderes… ni siquiera artesanos prósperos con apliques de piel en sus abrigos hay en este mercado —dijo Helma enumerando los pretendientes ausentes con su dialecto de extraños sonidos—. No puede ser que a todos los hombres con dinero se los haya tragado la tierra.

—El otoño pasado, cuando estuvimos en Kiebingen y en Bempflingen, fue muy distinto. Se nos acercaban tantos hombres que teníamos que rechazar a la mayoría. Pero justo ahora que estamos en primavera, cuando se suele ganar más dinero, no aparece nadie que pueda pagar lo que valemos. Si lo hubiésemos sabido antes, podríamos habernos quedado dos o tres semanas más en nuestro alojamiento, que era mucho más cómodo.

Al decir eso, pasó por alto las veces que había despotricado contra aquella choza llena de corrientes de aire, con la chimenea defectuosa y el techo permeable.

—Podríamos ir y ofrecernos a mitad del precio —propuso Nina, con su carismático acento—. Si no, nos moriremos de hambre.

Eso era un poco exagerado, ya que la bolsa de la italiana todavía estaba bastante llena con las ganancias del año anterior. De todos modos, ella no era la única preocupada por cómo estaban dándose las cosas.

Marie también estaba preocupada. Aún le quedaban algunos ahorros del año anterior, además de la bolsa desbordante de florines de oro de Siegward von Riedburg. Pero como ella quería usar ese dinero para un fin determinado, no estaba dispuesta a gastar ni una sola de esas monedas en sus necesidades diarias.

Hiltrud sabía de la fortuna que su amiga llevaba a cuestas, pero ya había renunciado por completo a darle consejos, pues no había argumento que convenciese a Marie. Cuando ésta les dio la razón a las otras dos y expresó su temor de no poder alquilar ni siquiera la choza de un pastor el invierno siguiente si las cosas seguían así, Hiltrud le dirigió una mirada burlona. Luego miró hacia el sector del campo en donde se habían instalado las rabizas. Allí había más de una docena de hombres esperando su turno.

—Esas roñosas, que por lo general no nos representan ninguna competencia, ahora están ganando más que nosotras —constató en un tono que hacía parecer una ofensa personal ese hecho.

Helma se desató su gruesa trenza y comenzó a hacérsela de nuevo.

—Es cierto. Creo que me ofreceré al próximo que pase por un chelín, a ver si así reavivo un poco el negocio.

Marie levantó la mano en señal de advertencia.

—Yo no haría eso. Si ahora nos vendemos a un precio muy bajo, tendremos que hacer lo mismo en el próximo mercado. Y llegará el día en que tengamos que llevar tantos hombres a nuestras tiendas como ellas.

Helma dejó escapar un suspiro.

—¿Pero qué podemos hacer? Ayer tuve solamente un cliente por cuatro chelines, y hoy ni uno solo.

—Ese hombre tiene pinta de poder pagar.

Nina señaló hacia un hombre rechoncho de mediana edad, vestido con ropa exageradamente a la moda, un pantalón rojo ajustado al cuerpo, cuyo bombachón rayado en azul y rojo hacía sobresalir sus genitales de forma bien marcada, un jubón blanco y verde ribeteado que apenas le llegaba al cinturón y un sombrero de fieltro verde adornado con una pluma roja. Su rostro parecía tosco, como si fuera un siervo que se había hecho rico. El hombre se paseó por las carpas de las rabizas y se quedó mirando a algunas de ellas con el ceño fruncido. Meneó la cabeza una y otra vez y avanzó, acompañado por una catarata de insultos groseros por parte de las rechazadas, hasta llegar hasta donde estaba el grupo de Marie.

Cuando se paró frente al grupo y observó a las mujeres, su rostro se iluminó.

—Sí, vosotras cuatro podríais gustarme. ¿Qué os parecería ganar dinero, comer bien y llevar los mejores vestidos?

Hiltrud soltó una carcajada.

—Nos parecería muy bien. Pero nos gustaría conocer qué se esconde detrás de esa oferta tan generosa.

El hombre levantó las manos con fingido espanto.

—No hay nada escondido, por el amor de Dios. Mi oferta es honesta. Si os dais maña, ganaréis en el transcurso de un año suficiente para el resto de vuestras vidas.

—Gracias, pero no tenemos necesidad de ponernos en manos de un rufián que nos quite nuestro dinero y envíe a nuestra habitación a cualquier bestia maloliente que ninguna mujer decente se atrevería a tocar ni con guantes de hierro.

Hiltrud hizo un gesto de desdén y le dio la espalda al hombre.

Él dio una vuelta a su alrededor y la tomó por el mentón.

—Eso no puedo dejártelo pasar, preciosa. ¿Acaso parezco un rufián? Si me acompañáis, podréis trabajar por cuenta propia y además recibiréis un florín de oro verdadero como propina de parte del honorable Consejo de la Ciudad de Constanza.

Al oír el nombre de su ciudad natal, Marie se estremeció. Al mismo tiempo, recordó que el concilio que se celebraría allí ya debía de haber empezado. Hubiese querido salir corriendo hacia la ciudad para ver si podía hacer algo contra su antiguo prometido. Pero su miedo de que la reconocieran y volvieran a azotarla era mayor que el deseo de ver con sus propios ojos cómo Ruppert se hundía.

El hombre soltó a Hiltrud y se golpeó en el pecho.

—Soy Jobst, el reclutador de prostitutas, no un rufián. Mi tarea es encontrar y traer de todas partes a Constanza a las prostitutas más bellas, para que se ocupen de que los invitados de alto rango que se encuentran en Constanza pasen una estancia agradable en nuestra ciudad. Vosotras cuatro estáis a la altura de las exigencias, y sería una lástima que no quisierais llevaros una tajada del pastel que está repartiéndose allí.

Helma y Nina se sintieron halagadas, y la pequeña italiana le preguntó a Jobst con voz insinuante si no tenía ganas de irse a la carpa con ella.

—Si luego me acompañas a Constanza, con gusto.

Jobst tomó en sus manos un rizo de sus cabellos negros brillantes y lo frotó entre los dedos, como si quisiera convencerse de que el color era verdadero.

—Realmente eres un bocado delicioso y podrías ganar mucho dinero en Constanza. Por cierto, vosotras también.

Su mirada se paseó por Hiltrud y por Helma, y finalmente se detuvo en Marie.

—Aquí no pasa nada —dijo, al tiempo que hacía un gesto con su mano abarcando el paisaje—. Todos los hombres que poseen un par de florines en el bolsillo y se consideran importantes han viajado a Constanza. Ahora está reunido el mundo entero allí. Encontraréis caballeros, condes y reyes, pero también nobles señores del clero, letrados, mercaderes y los representantes de las ciudades y de los gremios de artesanos. En verdad os digo que una cortesana puede tener suerte en ese lugar.

—Yo preferiría un montoncito de dinero. La suerte va y viene —comentó Helma burlona.

—Un montón de dinero querrás decir, un montoncito sería demasiado poco para alguien tan bella como tú.

Jobst extrajo de su bolsa un batzen de Basilea y se lo arrojó a Helma. La joven prostituta lo atrapó al vuelo y se quedó contemplando el oso torpemente tallado que adornaba la moneda.

—Tal como andan los negocios por aquí, sería capaz de ir a la tienda contigo incluso por este precio.

Other books

Lord of Light by Roger Zelazny
Rubout by Elaine Viets
Harnessed Passions by Dee Jones
Nowhere City by Alison Lurie
The Winterlings by Cristina Sanchez-Andrade
From Russia with Lunch by David Smiedt
Mastering Maeve by Tara Finnegan
Intimate Equations by Emily Caro