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Authors: Iny Lorentz

La ramera errante (55 page)

BOOK: La ramera errante
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Hiltrud miró a Marie interrogándola con la mirada, y percibió sus ojos inundados de pánico. Al principio no comprendió qué pudo haber asustado tanto a su amiga. Pero luego cayó en la cuenta.

—¿Ese tipejo con mirada de buitre que está ahí no es tu antiguo prometido?

Marie se limitó a asentir en silencio, ya que se había quedado sin voz. Pero entonces el miedo cedió paso a un sentimiento de odio que lo cubrió todo y que la azotó como los golpes de Hunold en aquel entonces. En ese momento, hubiese querido arremeter contra el causante de sus desgracias y arrojarle toda su furia en la cara. Deseaba que todos los que estaban allí presentes se enteraran de lo miserable que era aquel hombre. Pero enseguida volvió a imponerse la razón, ya que nadie daría crédito a la palabra de una prostituta.

Cuando Ruppert y el abad desaparecieron en dirección al mercado de pescado sin girarse, suspiró aliviada y siguió a Hiltrud, que ya saltaba por la borda y ponía los pies en la orilla.

Jobst ya había reunido al resto de sus protegidas e hizo señas a las dos rezagadas para que se acercaran. El grupo fue rodeado por numerosos hombres que comentaban entre sí el aspecto de las mujeres y les gritaban obscenidades. Cinco años atrás, un comportamiento semejante habría provocado un escándalo e incluso habría sido castigado con la picota. Saltaba a la vista que el concilio había relajado notablemente las costumbres. Incluso uno de los hombres invitó a Nina a que dejara sus pechos al desnudo y se levantara la falda para ver si valía la pena hacerle una visita. Los demás lo festejaron como si se tratase de un buen chiste, pero alejaron a aquel tipo cuando trató de coger los pechos de Nina.

Marie intentó sacudirse el miedo que le había insuflado la mirada de Ruppert y se dispuso a calibrar a los mirones que la rodeaban para ver a cuál de ellos podía aceptar como cliente. Pero el único cuyo aspecto dejaba entrever que podía llegar a tener algo más que seis chelines en el bolsillo le dio asco, aunque ni siquiera tenía aspecto sucio.

Se trataba de un hombre fornido de mediana edad con cara de campesino y ropa de cortesano. Llevaba unos modernos pantalones verdes ajustados, un jubón con muchos bordados y apliques de piel y una capa redonda forrada en piel de nutria. El párpado derecho le colgaba fláccido, de modo que solo tenía abierto su ojo izquierdo. Con ese ojo examinaba a cada una de las cortesanas recién llegadas como si se tratase de yeguas en el mercado de caballos. Al ver a Nina comenzó a relamerse los labios, gozoso, pero cuando descubrió a Marie casi pareció poseerla con la mirada. Marie le dio la espalda para demostrarle que no tenía interés en él, pero notó por el rabillo del ojo que él la seguía observando como si la desnudara con la mirada. Seguramente ese hombre se contaría entre sus primeros clientes. La única esperanza que le quedaba era que retrocediera ante su precio o que, a pesar de su aspecto grosero y su comportamiento arrogante, resultara ser un pretendiente agradable.

El hombre parecía querer cerrar un trato con ella de inmediato, ya que empujó bruscamente a los dos hombres jóvenes que se le habían puesto delante y se dirigió hacia ella. En ese mismo momento, una mujer con un sombrero repleto de exóticos adornos apareció detrás de él y le tocó el hombro. Él se giró y le cedió el paso con gesto amable y un tanto burlón al mismo tiempo. Sin embargo, en el rostro se le reflejaba el enojo que sentía por la interrupción, lo cual hizo reír tanto a la mujer que Marie pensó que los pechos se le saltarían del escote, indecentemente profundo. Cuando la mujer saludó a Jobst con un movimiento de mano indiferente y se detuvo junto a él, Marie vio que llevaba un pequeño pero llamativo pañuelo amarillo colgado del cinturón.

—Soy Madeleine de Angers, queridas —se presentó—, y os doy la bienvenida a Constanza. Mis amigas y yo os estábamos esperando ansiosamente. Aquí se han reunido tantos hombres vigorosos que apenas damos abasto. Pero aunque nos alegramos enormemente de recibir refuerzos, no queremos que nos arruinéis los precios. Hay quienes piensan que somos demasiado caras —y al decir esto dirigió una mirada burlona hacia el hombre del párpado caído—, pero lo cierto es que es la demanda la que fija el precio. Además de un considerable rebaño de señores mundanos, actualmente esta acogedora ciudad también está poblada de monjes y prelados, que parecen tener la necesidad de recuperar todo el tiempo perdido.

Marie y sus acompañantes se asombraron de que la portavoz de las prostitutas las recibiera tan amistosamente. Sin embargo, las sombras alrededor de los ojos de Madeleine dejaban entrever que la mujer rara vez había estado usando su cama para dormir durante los últimos días y semanas, lo cual no era de extrañar, a juzgar por los precios que les mencionó. Algunas de las prostitutas dejaron escapar un chillido al oír cuánto podían pedir allí, mientras que otras se frotaron las manos entusiasmadas.

—Estoy intrigada por saber lo que costará aquí una hogaza de pan o una medida de vino —oyó Marie murmurar a Hiltrud, y asintió pensativa. Habiendo tanta gente, seguramente habría que mandar traer el alimento desde lejos, lo cual aumentaría los precios. Pero si los pretendientes realmente pagaban tanto como aseguraba Madeleine, de todos modos ganarían un buen dinero.

Lo que más le llamaba la atención a Marie era que Madeleine no llevaba las cintas amarillas de prostituta en la falda. Apenas la delgada borla amarilla con la cual había adornado el escote de su vestido rojo y el retazo de tela en su cinturón revelaban el oficio al que se dedicaba. Marie se dio la vuelta. Formaba parte del negocio desnudarse ante un pretendiente que pagaba bien. Pero ella jamás lograría andar con los pechos prácticamente al descubierto.

Jobst no se preocupó por Madeleine, sino que repartió a sus protegidas entre los rufianes locales. Hizo lo que pudo para calmar a los hombres, que daban tantos gritos como las vendedoras del mercado, y trató de evitar que se pelearan por las mujeres. Nina y Helma quedaron al cuidado de un hombre que Marie conocía de vista. Aunque ignoraba su nombre, ya que no estaba entre las personas que entraban y salían de su casa paterna, Marie recordaba que las veces que ese hombre se había encontrado con su padre por la calle lo había saludado de forma casi servil.

El rufián, que ya había adquirido a Nina y a Helma, tomó del brazo a Marie, como si también quisiera reservarla para él, y le espetó a Jobst:

—¿Y qué hay de estas tres últimas?

El reclutador de prostitutas hizo una mueca de enfado.

—Quieren trabajar por cuenta propia.

De hecho, las tres que habían quedado últimas eran Hiltrud, Kordula y Marie. Malhumorada, Marie se zafó de las manos del rufián y le tocó el hombro a Jobst, cuya expresión dejaba entrever que seguía pensando la manera de pintarles el ingreso a un burdel como algo atractivo, para así poder cobrar una prima de los rufianes además del dinero por cabeza que le pagaba el consejo. Marie ya había oído por boca de antiguas prostitutas de burdel que las muchachas tenían que responder por esa prima y permanecer con el rufián el tiempo necesario para reintegrarle ese dinero y los gastos de la cama y otras cosas.

—¿Y qué hay de nuestras casitas? —le preguntó a Jobst por segunda vez.

—Me temo que no tendréis suerte en eso —exclamó el rufián de Helma y de Nina—. Aquí en Constanza no hay lugar ni siquiera para alojar a un gato, y mucho menos a tres prostitutas.

Kordula puso los brazos en jarras y miró a Jobst con expresión amenazante.

—Tú tendrás que conseguirnos una casa. A fin de cuentas, ya nos has cobrado la comisión por el alquiler y tres meses de adelanto.

—Ese desvergonzado os ha estafado, muchachas. Haced que os devuelva el dinero y venid conmigo. Yo…

El rufián habló por los codos para intentar convencer a Kordula y a Hiltrud, pero ellas no le prestaron atención, sino que se quedaron esperando la respuesta de Marie, que era quien había puesto la mayor parte del dinero.

Marie le puso la mano en el hombro a Jobst.

—La casita que nos arrendaste está cerca de San Pedro, en Ziegelgraben, ¿no es así?

Jobst asintió con gesto desdichado.

—Sí, pero no sé si sigue estando libre.

—Pues entonces tendrás que echar a la calle a quienes se hayan instalado allí —respondió ella con una sonrisa que no prometía nada bueno.

Hiltrud lo cogió del otro hombro.

—Y hazlo rápido, o tendrás problemas.

Para asombro de Marie, el noble del párpado caído intervino en favor de ellas.

—Si se lo has prometido a las mujeres y has tomado su dinero, entonces debes entregarles la casa.

Marie dejó escapar un leve suspiro. No le quedaría más remedio que acostarse con aquel hombre, sin importar lo que pagase. Cuando también Madeleine intervino en beneficio de ellas, Jobst bajó la cabeza y cedió.

—Está bien. Por el amor de Dios, venid conmigo.

Se dio la vuelta refunfuñando y echó a andar. Las tres prostitutas, Madeleine y el noble iban pisándole los talones.

Cuando pasaron por el puente que conducía a la isla donde estaba el monasterio de los dominicos, Marie sintió un retorcijón en el estómago. Allí había tenido que comparecer ante el juez hacía cinco años, y allí había escuchado las acusaciones de su prometido sin poder dar crédito a sus oídos. Por un momento reconsideró la posibilidad de contratar un asesino a sueldo para Ruppert. De hacerlo, no tendría que exponerse, y podría volver a abandonar la ciudad de forma tan desapercibida como había entrado. Pero entonces todo el esfuerzo y el peligro que había asumido para poder quedarse con los documentos y las anotaciones de Jodokus habrían sido en vano.

Como ya estaban acercándose a la casita arrendada, dejó para más adelante su decisión acerca de cuál era la mejor manera de hundir a Ruppert.

La construcción no era más grande que la choza de un campesino, pero tenía una ventana en el gablete que parecía indicar la existencia de una buhardilla habitable. A pesar de que tenía que haber sido construida en los últimos cinco años, al igual que las casas vecinas, de características similares, su aspecto era pobre y arruinado. Sus ventanas eran tan pequeñas que apenas se podía sacar la cabeza afuera, y estaban cerradas con pieles de vejiga de cerdo que ya se habían agujereado por completo. El techo, cubierto de juncos, parecía estar en buen estado, y la puerta parecía lo suficientemente firme como para ofrecer una cierta seguridad frente a intrusos indeseables.

Al llegar al umbral volvió a girarse para echar un vistazo al antiguo campo de pastoreo de cabras que se extendía al otro lado de Ziegelgraben y estaba plagado de tiendas de campaña, chozas y casas precarias, aún en construcción. Divisó río abajo la torre Ziegelturm, y los latidos de su corazón comenzaron a acelerarse. A partir de ese día, cada vez que se asomara a la puerta estaría obligada a recordar el día en que su vida había sido destruida. Hubiese querido echarse atrás y pedirle a Jobst que le consiguiera un cuarto en un burdel. Pero luego se reprochó esa locura. La vista de aquella torre imponente no era peor que las cintas amarillas en su vestido, que le recordaban a diario el ultraje y los sucesivos dolores y humillaciones a los que había sido sometida. Miró hacia San Pedro, como si la iglesia pudiese darle la fuerza, la razón y la paz interior que necesitaría en los tiempos que se avecinaban.

En la casa que las tres amigas habían alquilado vivían tantas personas que en realidad solo podían dormir allí por turnos o de pie. Marie contó quince monjes, que se repartían las dos habitaciones de abajo con algunos otros hermanos ausentes, mientras que en el altillo se había alojado un caballero con sus dos siervos. Cuando Jobst invitó a los presentes a desalojar la casa, todos comenzaron a protestar y a proferir insultos, y amenazaron con ponerse violentos. Pero el caballero que había alquilado la casa se dio cuenta enseguida de que las que se mudarían eran prostitutas, e intentó sacar su propio provecho de ello. Les ofreció a las mujeres echar él mismo a los monjes y dejarles a ellas las habitaciones de abajo. Luego se supo que el hombre les había exigido dinero a los monjes, mientras que él mismo aún seguía debiendo el pago del alquiler. Por eso, Jobst insistió en que él también se fuera. Antes de que la discusión pasara a mayores, el noble que había acompañado al grupo intervino, ordenándole al caballero sin rodeos que se buscara otro alojamiento. Para sorpresa de Marie, este cedió de inmediato.

Mientras los monjes de menor rango y el personal de servicio llevaban el equipaje afuera, el caballero se encaró con Marie, y los frailes de mayor rango también mostraron la intención evidente de que Hiltrud y Kordula les endulzaran la partida. Hiltrud se asomó a una de las dos habitaciones de la planta baja y se estremeció al ver la mugre que se había acumulado. Los monjes que habían vivido allí parecían darle más importancia al cuidado de su alma que al de su hábitat. Sin embargo, Hiltrud tenía bien en claro que no lograría quitarse de encima al piadoso hermano que la había seguido hasta que no cediese a sus deseos.

El caballero tuvo menos éxito, ya que el noble rodeó a Marie con su brazo, tomando posesión de ella, y miró a su rival echando chispas por el ojo abierto para indicarle que se fuera. El caballero se encogió de hombros, exhalando un suspiro, y se volvió hacia Kordula, de modo que los monjes interesados en ella tuvieron que retroceder disgustados. Kordula interrogó a Madeleine con la mirada, ya que no sabía cómo debía comportarse.

La portavoz de las prostitutas hizo un gesto de aprobación, exhortándola a continuar.

—Ya que los señores han mostrado tan buena voluntad, deberíais ser agradecidas. Esto vale para ti también, Marie. Al fin y al cabo, el señor de Wolkenstein ha intervenido para ayudarte a ti y a tus compañeras.

El nombre Oswald von Wolkenstein no le decía nada a Marie, pero el caballero, que interpreto que la mirada interrogante de Marie iba dirigida a él, le explicó cuan afortunada era de conocer a un hombre tan excelente. De todo aquel palabrerío, Marie sacó en limpio que Wolkenstein era uno de los vasallos predilectos del Emperador, además de un famoso escritor y cantante, y que debía agradecerle a Dios el que le hubiese dado la posibilidad de conocer a tan ilustre hombre.

Marie cortó amablemente el discurso del caballero y pensó para sus adentros que solo daría las gracias a Dios si el señor von Wolkenstein demostraba no ser torpe y grosero en la cama. Mientras Hiltrud y Kordula desaparecían con sus pretendientes en las habitaciones de la planta baja, una de las cuales servía además de cocina, Marie subió delante de Wolkenstein la escalera que conducía a la habitación del altillo. Se trataba de un cuarto tan pequeño que allí sólo podía ponerse de pie una persona, y la ventana del gablete estaba tan sucia que apenas dejaba penetrar la luz. De modo que Marie solo pudo percibir los viejos sacos de paja que cubrían el suelo con el tacto y con el olfato.

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