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Authors: Iny Lorentz

La ramera errante (57 page)

BOOK: La ramera errante
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—Me gusta este lugar. Creo que vendré a menudo.

—¿Qué te has creído? Yo no pienso darte la bienvenida.

Marie hubiese querido echarlo a la calle, pero se contuvo al recordar su amenaza de contarle todo a su tío.

Por dentro se retorcía como un gusano pisoteado. ¿Acaso ese hombre no comprendía que ella había dejado su pasado atrás y que su presencia reabría las heridas de su alma? ¿O acaso estaba tratando de demostrarle que ahora era él quien tenía una posición social aventajada, mientras que ella no era más que una mercancía que se podía comprar? No podía ser que ella lo hubiese herido tanto en aquel entonces.

Había querido mucho a Michel, el hijo del tabernero, y aún recordaba cuánto había sufrido cuando su padre le prohibió salir a los campos con él. En aquel entonces, Wina la había encerrado en la casa durante semanas y le había explicado que si seguía frecuentando a un muchacho así, perjudicaría su reputación y disminuirían sus perspectivas de un buen matrimonio. Por eso ella nunca había podido decirle por qué no se había encontrado con él nunca más, y ahora era demasiado tarde para hacerlo. Tarde o temprano tendría que conseguir que se alejara, ya que no quería que ni él ni sus parientes pusiesen en peligro la realización del objetivo en pos del cual había vivido los últimos cinco años: hacer realidad su venganza. Por un instante fugaz se planteó la posibilidad de pedirle a Michel que le contratara un asesino a sueldo, pero después de mirar su rostro desechó la idea de inmediato. Michel seguía siendo tan puro y honesto como antes, y si le contaba sus planes, a lo sumo se pondría en su contra y haría todo lo que estuviese a su alcance para protegerla de sí misma.

Súbitamente decidida, se quitó el vestido y se recostó en la cama, desnuda.

—Hazlo rápido. No tengo todo el tiempo del mundo.

En realidad, lo único que pretendía Michel era charlar con Marie y enterarse de cómo le había ido durante los últimos cinco años. Pero cuando la vio desnuda en la cama ante él, no pudo resistir la tentación. Se quitó la ropa y se acostó al lado de ella. Para su gran desilusión, en cuanto comenzó a acariciarla con ternura, ella se replegó sobre sí misma como un caracol y cerró los puños. Eso le dio rabia. Seguro que se había acostado con más hombres de los que conformaban el ejército del conde palatino. Entonces, ¿por qué hacía tanto aspaviento con él?

Se subió encima de ella, sintió que ella abría obedientemente las piernas y le acarició los pezones con el dorso de las manos. Aunque los botones rosados de Marie se endurecieron, su rostro siguió inexpresivo como una máscara de piedra.

—Si quieres comportarte como una ramera, así te trataré.

Michel esperó un segundo para ver si su amenaza surtía efecto. De chico soñaba con ella todas las noches, y habría dado cualquier cosa por hacerla su mujer. Pero no tenía la menor oportunidad de contraer matrimonio con la hija de un respetable comerciante. Después de que la desterraran de Constanza, pensó que su sueño al fin podría hacerse realidad, y había estado buscándola por todas partes. Al cabo de tres años se dio por vencido, lleno de desilusión, y desde entonces casi había dejado de pensar en ella. Pero el encuentro con Hedwig reavivó su recuerdo, y ahora ella yacía debajo de él, tan dispuesta como él podía desear. Y sin embargo, o tal vez precisamente por ello, no disfrutó en absoluto del sexo.

Como ella no le prestaba ninguna atención, desahogó su impulso y se deslizó fuera de ella apenas acabó. Marie parecía esperar que se vistiera y se fuese, pero no iba a darle el gusto.

Se acostó a su lado y la abrazó para sentir su cuerpo tibio.

—Te portaste mal conmigo, Marie. Al fin y al cabo, somos amigos.

—No me resistí, como corresponde a una prostituta. ¿Qué más quieres?

Michel se dijo que había empezado con mal pie. Primero tendría que haber ganado su confianza y retomar su antigua amistad, y sólo después acostarse con ella. Había actuado igual que cualquier pretendiente que sólo se interesaba por su cuerpo hasta saciar sus instintos. Ahora tenía que revertir de algún modo la mala impresión que le había dejado. Lo intentó haciéndole un cumplido.

—Eres mucho más hermosa de lo que yo te recordaba. Tu prima Hedwig se te parece bastante, pero no te llega ni a los talones.

Marie se encogió de hombros y giró los ojos como si lo tomara por un charlatán aburrido.

—No puedes comparar a una vulgar ramera con la honrada hija de un burgués. La pureza y la inocencia son las que otorgan su verdadero atractivo a una muchacha virtuosa.

Michel se incorporó, contempló el rostro virginal de Marie, en el cual su oficio aún no había dejado marcas, y se echó a reír.

—Dime, ¿cuándo fue la última vez que te miraste en el espejo? La mayoría de las hijas de burgueses envidiarían tu apariencia. Y precisamente tú deberías saber muy bien que la mayoría de los hombres no tienen el menor interés en las muchachas virtuosas y —si me lo permites— aburridísimas.

—Sí para compartir el lecho matrimonial, ya que para divertirse nos tienen a nosotras.

Michel la tomó por el hombro y la hizo volverse hacia él.

—Vamos, hablemos como personas sensatas. Me gustaría saber qué fue lo que sucedió en realidad por entonces. Mombert dio a entender que habían cometido una injusticia atroz contigo, pero cuando quise saber más, respondió con evasivas y me dijo solamente que había que dejar que los muertos descansaran en paz. Creo que temía que yo dijese algo que pudiese volver a meterlo en dificultades. Lo único que supe fue que te habían azotado en la plaza del mercado y desterrado de la ciudad, y ese mismo día me fui detrás de ti para salvarte. ¿No crees que tengo derecho a saber la verdad?

Por un instante o dos, Marie sintió el impulso de revelarle todo. Habría sido hermoso poder confiar en su viejo amigo, que seguramente sabría comprenderla mejor que Hiltrud, ya que ella veía todo desde la perspectiva fatalista de alguien que había sido prostituta desde pequeña. Pero luego recordó cómo la había chantajeado para poder tener su cuerpo, y entonces negó con la cabeza.

—¿Y yo qué culpa tengo de que te hayas lanzado a buscarme como un atolondrado y no me encontraras? Vete al diablo, hombre, y déjame en paz.

—Sigues siendo la misma testaruda de entonces, cuando dejaste de hablarme porque rehusé a arrancarte unas guindas de árboles ajenos. ¿No te das cuenta de que tengo buenas intenciones contigo?

Marie le mostró los dientes.

—Si realmente tienes buenas intenciones, entonces dame los ocho chelines que valgo para el resto de mis clientes.

Michel la soltó, se puso de pie y cogió su ropa.

—Esperaba haberme reencontrado con una vieja amiga. Pero ahora veo que solo me fui detrás de una ramera.

Se arrepintió de aquellas irreflexivas palabras aun antes de terminar la frase.

Marie se sentó en la cama con las piernas cruzadas y extendió la mano desafiante. Michel sintió deseos de castigarla por aquella expresión de desprecio. Pero al mismo tiempo hubiese querido ponerse de rodillas ante ella para pedirle perdón. En medio de su turbación, volvió a reaccionar en una forma que no se correspondía con sus intenciones. Abrió su monedero, extrajo monedas por un valor de ocho chelines y las arrojó sobre la cama.

—Aquí tienes tu dinero, aunque en realidad no lo has valido.

Marie cogió el objeto más cercano que encontró y se lo arrojó a Michel. Era su casco, un morrión liviano con visera de los que usaban aquellos caballeros a los que el pesado yelmo de antigua factura les resultaba demasiado pesado e incómodo.

Michel atajó el proyectil antes de que se hiciese daño o le hiciese daño a él, y puso el resto de su armadura a salvo de aquella mujer furiosa. Huyó para escapar de sus garras, descendiendo la escalera hasta la planta baja, desnudo y tropezando con sus cosas.

Por suerte para él, Marie se quedó arriba, pero sus insultos lo acompañaron hasta que terminó de vestirse y abandonó la casa. Conocía una gran variedad de insultos. La mayoría de ellos se los había oído decir a Berta, y nunca antes había pensado en utilizarlos ella misma. Pero ahora le brotaban de la boca como una catarata. Se sentía tan sucia y tan maltratada como la noche en que se le habían echado encima Siegward von Riedburg y sus dos compañeros. No sentía más que desprecio por el Michel que acababa de huir como una liebre asustada, pero al mismo tiempo lloraba en su corazón la pérdida del viejo amigo que alguna vez había sabido consolarla cuando estaba triste y protegerla de los peligros como un caballero durante sus andanzas juntos.

Capítulo VII

En el tiempo que siguió a aquel encuentro, Marie parecía estar muy lejos de sí misma, y a menudo sus amigas tenían que preguntarle las cosas tres veces antes de recibir una respuesta. Sin embargo, para sus clientes estaba más afable que de costumbre, y no podía quejarse, ya que sus pretendientes seguían muy interesados en ella, lo cual, tal como esperaban, también favorecía a sus amigas. En realidad, todo transcurría normalmente, pero Hiltrud se dio cuenta de que Marie no se dejaba tentar para ir a la ciudad ni siquiera ante la perspectiva de comer salchichas asadas. Se preguntó qué habría sucedido, ya que a Marie siempre le había encantado pasear por el mercado, y solía gastar mucho dinero en manjares sabrosos. Pero conocía bien esa expresión de furia contenida en los ojos de Marie, y evitó interrogarla. Solo le cabía esperar que su amiga mejorara sola su estado de ánimo. Pero ni siquiera la visita de otras prostitutas parecía distraer a Marie de sus secretas preocupaciones.

La que pasaba más a menudo a conversar un rato e intercambiar los últimos chismes era Madeleine. Nina y Helma también aparecían con frecuencia, casi siempre para quejarse de su rufián. Si bien ganaban mucho dinero en el burdel en el que estaban alojadas, el rufián se quedaba con la mayor parte para cubrir los gastos de alquiler y comida. Ahora se lamentaban de no haberse mudado a la casita con Kordula, Hiltrud y Marie. Si bien tenían que pagar un alquiler altísimo, seguía resultando mucho más barato que su rufián, que se ponía cada vez más sinvergüenza, y que para colmo de sus exigencias les descontaba tres chelines por cada pretendiente que rechazaban.

Marie hubiese considerado una exageración buena parte de lo que sus antiguas compañeras de viaje le contaban de no ser porque Madeleine confirmó que todo era cierto. La francesa era la concubina oficial de un noble señor y se alojaba en una habitación que éste le había alquilado en una residencia burguesa de Constanza. Sin embargo, no tenía intenciones de serle fiel a su benefactor, sino que mejoraba sus ingresos trabajando por horas en un burdel en el que compartía una habitación con otras dos mujeres que también tenían amantes fijos.

A Marie no le agradaba esa doble vida que podía llegar a terminar mal según cuál fuese el temperamento del benefactor corneado en cuestión. Pero Madeleine se rió de sus reservas.

—Bah, ¿qué quieres que haga, que me quede todo el día sentada esperando a que se digne a venir? No pienso rebajarme así. Además, a Monseñor no le agrada hacerlo todos los días.

Mientras decía eso último, frunció los labios en un beso y les hizo un guiño cómplice al resto de las prostitutas.

Madeleine notó la expresión de Marie, le dijo que era una melindrosa y se explayó largamente sobre sus experiencias con otros nobles señores a quienes había prestado sus servicios como dama solícita. Su actual pretendiente parecía mantenerla no tanto por su disposición a complacerlo de todas las maneras posibles sino más bien porque podían hablar en su lengua. Y sin duda era muy generoso, ya que se encargaba de que Madeleine se vistiese con géneros que solo podían darse el lujo de adquirir las burguesas ricas y las damas de la nobleza, y tampoco era mezquino a la hora de comprarle joyas.

Nina admiraba a Madeleine y no ocultaba su envidia.

—A mí también me encantaría ser la amante de algún noble señor de la Toscana, mi tierra natal —reconoció.

Helma se rascó la cabeza.

—¿No dijiste que habías nacido en Nápoles?

—Para mis pretendientes, vengo de la Toscana. Las cortesanas de allí pueden cobrar más que las de otros lugares.

Al decirlo, Nina soltó una risita, como si se tratara de un buen chiste.

—En realidad, es muy fácil engañar a los hombres; lo difícil es conservarlos —intervino Kordula suspirando—. Yo me conformaría con tener entre mis pretendientes algún señor que quisiera retenerme por una noche entera. No sería tan agotador, y además podría albergar la esperanza de que me hiciese algún regalo de vez en cuando.

Helma asintió con vehemencia…

—Sí, a mí también me gustaría. Pero tenemos que estar contentas de que aún sigamos contando con suficientes clientes. Muchos de los nobles, sobre todo los eclesiásticos, han dejado de frecuentarnos a nosotras para revolcarse con las hijas de los burgueses.

—¡Justo ellos, los monjes y los curas, que se llenan la boca hablando de la lujuria y los pecados de la carne, persiguen a las inocentes!

La voz de Madeleine sonaba muy enojada, y las otras dos prostitutas, que hasta el momento habían permanecido en un segundo plano, también sacaron a relucir su enojo.

—No son solo las muchachas burguesas las que mantienen a los hombres alejados de nosotras —explicó la mayor de ellas—. Muchas de las criadas de Constanza prefieren pasar el día acostadas con toros en celo antes que cumplir con sus quehaceres. Se abren de piernas por dos o tres monedas y de ese modo nos arruinan los precios.

—¿Y qué harás para evitarlo? Los hombres ya no sueltan el dinero tan alegremente como en las primeras semanas —Hiltrud encogió los hombros con desprecio, aunque no logró ocultar del todo su preocupación—. Pero tienes razón. Últimamente, las mujeres supuestamente honorables están fornicando más que una rabiza. Si esto sigue así, antes de que termine el concilio, Constanza se habrá transformado en un único gran burdel, y nosotras, que dependemos de nuestros ingresos, moriremos de hambre porque las mujeres y las criadas de la ciudad nos quitan los pretendientes.

La prostituta más joven asintió con vehemencia.

—Yo también me pregunto qué sucederá cuando termine el concilio. Si todas las criadas que ahora están vendiéndose llegan a ser expulsadas de la ciudad y se ven obligadas a llevar una vida errante y a ofrecerse en los mercados, terminará por haber más prostitutas que clientes.

Kordula se puso de pie y escupió en el fuego furiosa.

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