Authors: Iny Lorentz
Gerlind sonrió a Hiltrud y atizó el fuego hasta que las llamas volvieron a avivarse lo suficiente como para alumbrarlas a todas.
—Hiltrud acaba de proponer que sigamos viajando las cinco juntas. Bajando por el Danubio hasta Ulm, próximamente habrá una serie de ferias en las que podríamos hacer buenas ganancias.
Marie se quedó admirada de la sutileza de Gerlind. Había informado sobre la propuesta de seguir viajando juntas sin que pareciera que Hiltrud había pedido ni suplicado favor alguno.
Berta movió la cabeza y echó un par de ramas más al fuego antes de dar una respuesta.
—Pensaba que íbamos a ir en dirección al Rin. Si quieren, Hiltrud y Marie podrían venir con nosotras.
Gerlind dejó escapar un suspiro de alivio, y Marie comprendió que estaba feliz de haber liquidado el asunto sin grandes discusiones. La mayor de las prostitutas miró a Hiltrud con inocencia, como si todo hubiese sido obra de la casualidad.
—¿Qué te parece la propuesta de Berta?
—¡Genial! En los puertos del Rin siempre se puede hacer dinero.
A Hiltrud no le fue difícil hacer esa concesión, ya que de todas formas no había pensado en ningún momento en bajar por el Danubio.
—Muy bien, entonces seguiremos juntas.
Berta asintió tan satisfecha como si acabara de imponerse en contra de la voluntad de todo el grupo, se desperezó y bostezó profundamente.
—Estoy muerta de cansancio. Deberíamos acostarnos.
Fita miró a su alrededor temerosa.
—¿No sería mejor que alguna de nosotras hiciera guardia? A juzgar por el alboroto que se siente, los hombres allá parecen estar ebrios. Para ser sincera, les tengo miedo.
Hiltrud hizo un gesto de aprobación.
—Yo también creo que deberíamos montar guardia. Me parece que esos hombres son capaces de gastarnos una broma pesada.
—Empieza Marie —decidió Gerlind, quien había asumido el liderazgo del grupo a pesar de los gestos ampulosos de Berta—. Ella despierta a Fita, Fita a Berta y Berta a mí. Hiltrud puede asumir la guardia matutina.
Ninguna de las mujeres se opuso. Luego, Marie tomó el bastón que le ofreció Gerlind para poder defenderse en caso de que fuera necesario. Como hacía buen tiempo, ninguna de ellas se había molestado en montar la tienda. De modo que las otras cuatro se envolvieron en sus mantas y se acostaron junto al fogón. Marie se sentó entre ellas para no perder de vista la puerta del albergue.
De vez en cuando echaba un par de ramas o un pedazo del tronco medio podrido que ella y Fita habían encontrado en el bosque cercano poco antes del atardecer. Trataba de no pensar en las horribles horas transcurridas en Constanza, al menos por un día. El recuerdo estaba siempre al acecho en un rincón de su conciencia, esperando el momento de volver a torturarla. Para distraerse, se puso a contemplar a las mujeres que estaban durmiendo, intentando formarse una opinión de cada una.
Ya se había hecho su propia idea sobre Berta. No confiaba en absoluto en ella. Esa mujer pensaba solo en su propio beneficio, e incluso parecía disfrutar de su vida de prostituta errante. Probablemente eso se debía a que jamás había conocido otra cosa. Fita, en cambio, vivía lo que le había ocurrido como una suerte de purgatorio en la Tierra y parecía esperar que sus sufrimientos le depararan la salvación eterna. Según las burlas de Berta, reservaba la mayor parte de lo que ganaba para depositarlo en el cepillo de las pocas iglesias que le abrían las puertas durante los días de feria. Como no era una prostituta muy experta y atraía a menos pretendientes que las demás, solía pasar hambre o atender clientes que le regalaban a cambio una bolsita de harina o un pan duro. Marie se preguntó si con esas renuncias Fita no estaría buscando encontrar una muerte temprana.
Gerlind era difícil de juzgar. Tenía gracia y una suerte de humor negro, pero generalmente se mostraba fría y distante. Debía de andar por los cuarenta y tantos, sin embargo su aspecto no estaba muy deteriorado. Probablemente eso se debía a que se ganaba el pan más con los brebajes y ungüentos que maceraba con todo tipo de hierbas que ejerciendo la prostitución. Por su remedio contra embarazos no deseados, las otras prostitutas le pagaban una pequeña fortuna. Los vientres abultados ahuyentaban a los pretendientes, debilitaban a las mujeres y les deparaban aun más problemas si los niños sobrevivían.
De pronto, Fita comenzó a revolverse. Alzó la cabeza, miró hacia las estrellas y se destapó.
—Acuéstate, Marie. Yo seguiré montando guardia. De todos modos, no puedo conciliar el sueño.
Marie atizó el fuego para poder observar mejor a Fita en el resplandor de las llamas.
—¡Pero si todavía no debe de haber pasado ni media hora!
—Más bien una hora entera.
Fita cubrió las brasas con un manojo de hojas secas y se quedó mirando cómo las llamas iban lamiéndolas con sus lenguas de fuego. A la luz de aquel resplandor rojo, su rostro parecía tan triste y entregado a su destino como si considerara al purgatorio mismo una salvación.
Marie se echó la manta alrededor de los hombros a la vez que comenzaba a soplar un viento fresco.
—Yo tampoco puedo dormir. Podríamos conversar un rato, así el tiempo se nos pasará más rápido.
Fita levantó la mano en señal de rechazo, pero luego volvió a dejarla caer y asintió con la cabeza. Marie se deslizó junto a ella y se quedó con la mirada fija en las llamas. Al principio, Fita no parecía tener ganas de hablar, pero al cabo de un rato tomó la mano de Marie y la acarició.
—A ti también te pusieron la túnica de la deshonra y te expulsaron de la ciudad, ¿no es así?
Marie asintió.
—Sí. Aunque aún no sé qué sucedió para que todo terminara de ese modo. La noche anterior me había ido a dormir con la certeza de que al día siguiente estaría frente al altar. Pero esa noche me llevaron a un calabozo y me quitaron mi virginidad. Al día siguiente me condenaron por prostitución, me azotaron y me desterraron de mi ciudad natal. Fue, mejor dicho, es una pesadilla que parece no querer tener fin.
—Una pesadilla… Sí, a mí también me parece una pesadilla, aunque debo decir que, en mi caso, no llegó de modo tan inesperado.
La voz de Fita sonaba suave. A diferencia de Marie, ella no parecía sentir odio.
—Pero no pude hacer nada para evitarlo. El maestro era mucho más fuerte que yo y me usaba como si tuviese el derecho de hacerlo. Y tal vez lo tuviera, ya que cuando me quejé en casa, me reprendieron. Mis padres se limitaron a decirme que no fuese tan remilgada. La mujer del maestro era muy severa conmigo, sin embargo a él lo dejaba hacer. Comencé a sentir su furia y sus celos justo cuando quedé embarazada.
Fita exhaló un profundo suspiro y le relató el juicio que su ama había iniciado en su contra.
—Debe de haberme odiado porque su esposo me había hecho un hijo a mí, mientras que ella se pasaba el día en la iglesia, implorándole a la madre de Dios que le diera descendencia sin que nada sucediera. ¿Pero yo qué tenía que ver en eso? El tribunal me encontró culpable de prostitución y le ordenó al guardia que fuera duro conmigo.
Fita miró fijamente a Marie.
—¿Sabes lo que eso significa?
—No.
—Primero me marcaron en ambos hombros con hierro candente y luego me golpearon sin considerar que estaba embarazada, hasta que al final perdí el niño. Alcancé a ver que se trataba de un varoncito. El sacerdote que estuvo presente mientras me azotaban afirmó que el niño iría a parar al infierno de todos modos, y por eso enterraron a mi pequeño sin bautizarlo. Pero yo estoy segura de que Dios ha recibido a mi pequeño en el Cielo, ya que él no tenía ninguna culpa de que mi maestro me obligara a complacerlo. Creo…
Fita siguió hablando sin parar. Hablaba de su hijo como si estuviera acunándolo en sus brazos, invisible, como si lo observara retozar sobre las praderas del Cielo. Al principio, Marie pensó que estaba loca, pero pronto comprendió que de su interior emanaba una religiosidad que no era compatible con los preceptos de la Iglesia.
Parecía que solo se mantenía con vida para expiar la culpa por su hijo no bautizado y prepararse ella misma para ingresar en el Reino de los Cielos.
Mientras escuchaba la historia de la vida de Fita, Marie sintió un poco de envidia de ella. Aquella mujer seguía creyendo en la justicia divina y hallaba consuelo en la oración. Pero ¿qué le quedaría a ella si su padre no la encontraba pronto? Ya había perdido su fe, aunque volvía a invocar una y otra vez a la madre de Dios y le rogaba que le enviase un ángel que condujese a su padre hasta ella y la librara de su ignominia. Sin embargo, sus oraciones sonaban vacías y ya no le daban ninguna esperanza.
No, en este mundo era obvio que no ocurrían milagros. Había oído decir a mucha gente que toda la desgracia que había caído sobre el mundo se debía a tres hombres que se habían autoproclamado Papas y se peleaban entre ellos por ver quién de los tres era el verdadero representante de Dios en la Tierra. Según se decía, aquella disputa había traído consigo el tiempo del diablo y de sus demonios, que transformaban a los hombres en bestias y los hacían infringir todos los mandamientos de Dios. Hasta hacía poco, Marie no se había interesado por esos comentarios, pero ahora estaba convencida de que esas personas tenían razón. Con sus discusiones, los tres Papas habían destruido la salvación de Cristo, dejando las almas a merced de Satanás.
De pronto, Marie se asustó de sus propios pensamientos. Si continuaba fortaleciendo esas convicciones acabaría por perder todo sostén moral y se abandonaría a sí misma. No, ella no quería acabar como Fita ni salir en busca de su propia muerte; necesitaba creer firmemente que sería rescatada a tiempo. Seguramente, a su padre no le resultaría nada fácil seguir sus huellas, ya que ella había andado mucho, y él no tenía modo de saber que había ido a parar con las cortesanas errantes. Si viera la miseria en la que estaba viviendo, se le rompería el corazón.
A la mañana siguiente, el sol se elevó sobre un horizonte sin nubes, secando el rocío antes de que se formase neblina. Al poco tiempo, el calor era tan sofocante que Berta comenzó a gimotear.
—Parece que hoy hará aun más calor que ayer. Ya estoy empapada de sudor.
Gerlind miró hacia el cielo preocupada.
—Me temo que se avecina una tormenta. En un día como hoy, podría estallar una lluvia de granizo que nos parta la cabeza.
Hiltrud también se mostró preocupada.
—Si llega a granizar, temo más por mis cabras que por mí. En ese caso, podría meterlas conmigo en mi tienda, aunque ahora estemos un poco apretadas dentro.
—No llaméis a la desgracia, no sea que se decida a venir… —se burló Berta.
Fita, que estaba anudando su atado, levantó la vista.
—No tengo ganas de empaparme.
—Nosotras tampoco.
Ayudada por Marie, Hiltrud enganchó las cabras al frente de la carreta y escondió el hacha bajo una manta de manera que estuviese a mano. Fita probó cuánto tardaba en sacar la daga que llevaba debajo de la ropa y Berta se ató el cuchillo a la cadera con una soga. Como Gerlind tenía su bastón, la única que estaba desarmada era Marie. Ella miró a su alrededor, buscando algo, y recogió del suelo una rama que podía usar tanto de bastón de paseo como de garrote.
Mientras que las tres nuevas compañeras de ruta llevaban todas sus pertenencias cargadas en grandes paquetes sobre sus espaldas, Hiltrud y Marie podían caminar sin cargar nada gracias a las cabras. Como esta vez no tenían que seguir el paso de ninguna carreta tirada por bueyes, no fue necesario que Hiltrud se enganchara para tirar de la carreta junto con los animales. De vez en cuando, incluso debía sujetarles las riendas a sus animales para que sus nuevas compañeras de viaje pudieran seguirles el paso.
El camino las llevó primero a través de un bosque que parecía silvestre, compuesto de hayas y robles añejos como gigantes de piedra. La espesura de los árboles era una bendición, ya que su sombra protegía a las mujeres del calor abrasador del sol. De todos modos, Fita, Berta y Gerlind tenían el rostro empapado de sudor.
Marie recordó que los días anteriores se había llenado los pies de callos por mantener el ritmo de Hiltrud y sus cabras. Hoy tenía la sensación de estar dando un agradable paseo; lo único que le molestaba era su estómago aún rugiente. Cuando el sol trepó a su punto más alto y se proyectó sobre el camino, comenzó a sentir intensamente el calor. Tal y como decía Berta, con ese calor a ningún ladrón se le ocurriría salir de su cueva oscura, y menos aún forzar a cinco mujeres solas de viaje. El resto se río de su ocurrencia, aunque Marie no pudo evitar echar un vistazo a su alrededor para asegurarse de que no había nadie al acecho. Solo las rodeaba el murmullo del bosque y los balidos de las cabras pidiendo a gritos un poco de agua.
Alrededor del mediodía, al oeste, el cielo se puso gris plomo.
Gerlind miraba una y otra vez al cielo con inquietud, y cuando alrededor de una hora más tarde descubrieron una choza torcida de ésas que los porqueros usaban para pasar la noche en el bosque, les propuso a las demás refugiarse allí hasta que pasara la tormenta.
Berta señaló hacia el corral que había detrás de la casa, del que emanaba un hedor a estiércol que llegaba hasta el camino.
—No, gracias. Mejor sigamos. No falta mucho para llegar al próximo albergue.
Marie se asombró de que fuera Berta quien reaccionara con tanto remilgo, pero Gerlind resopló con fastidio y clavó la punta de su bastón en la tierra.
—Allí seguro que no podremos resguardarnos bajo techo. Ya conoces al posadero. Exige dinero a los visitantes hasta por los refugios abiertos en los que deben dormir sobre paja podrida y llena de pulgas. Ni siquiera permitirá que nos resguardemos del viento junto a los carros de carga. No, Berta. Sé lo que tienes en mente. La única razón por la que quieres llegar temprano allí es para poder atender a la mayor cantidad posible de cocheros.
Marie no pudo reprimir una risita. A juzgar por la mirada furiosa de Berta, lo único que le importaba era conseguir la mayor cantidad posible de clientes. En cambio, Fita parecía feliz de poder seguir tranquila un rato más.
A pesar de su antigüedad, el techo de la choza estaba bien conservado, compuesto de troncos de árboles jóvenes partidos por la mitad y recubierto con una espesa capa de juncos. Dentro había una montaña de musgo medio podrido y otros residuos que el viento había empujado a través de la puerta, que colgaba torcida de unas bisagras de cuero agrietado, y en un rincón olía a excremento de animales. Fita cortó una rama para formar un primitivo rastrillo y barrió la suciedad hacia afuera. Hiltrud y Marie fueron a buscar pasto y ramas de abedul para poder hacer su estancia allí más confortable mientras esperaban a que pasara el mal tiempo. Finalmente, también hicieron entrar a las cabras y cubrieron la carreta con una capa de ramas secas para protegerla de la tormenta.