Authors: Iny Lorentz
Alrededor del mediodía, la única tienda que quedaba en pie en la explanada era la de Hiltrud. De pronto, Marie sintió que la quietud a su alrededor la oprimía. Por todas partes el pasto estaba pisoteado, y los lugares en los que habían estado las tiendas y los puestos se habían teñido de amarillo. Poco después de que dieran las dos se presentó ante ellas un guardia que les preguntó con rudeza por qué seguían allí. Para alivio de Marie, pareció quedar satisfecho cuando Hiltrud le explicó que partirían hacia Trossingen al día siguiente con la caravana de Ulrich.
A última hora de la tarde, Peter Krautwurz volvió a pasar para revisar por última vez la espalda de Marie. Al tocar las marcas que ya estaban palideciendo, asintió satisfecho.
—Muy bien, pequeña. Las heridas ya se han cerrado y lo más probable es que se curen sin dejarte cicatrices profundas. De todos modos, no debes cargar nada sobre tu espalda durante algún tiempo.
Marie inclinó la cabeza.
—No tengo nada que cargar porque nada poseo. Ni siquiera la túnica que llevo puesta me pertenece.
El boticario señaló sonriendo un bulto que había traído.
—Te traje un par de prendas que había en el desván. Eran de mi esposa. En los últimos años engordó tanto que probablemente no vuelva a buscarlas jamás. Pero a alguien tan delgada como tú tienen que quedarle bien.
—Gracias, Peter. Eres un hombre maravilloso —Hiltrud besó al boticario en la mejilla y tomó el atado—. Voy a coserle las cintas de prostituta para que nadie tome a mal que Marie vista la ropa de una mujer burguesa.
—¿Es necesario?
A Marie no le agradaba en absoluto la idea de que la tacharan públicamente como prostituta.
Hiltrud rezongó fastidiada:
—Si no lo hacemos, los cocheros no nos llevarán con ellos, y si viajamos solas, seremos presa fácil de cualquier grupo de hombres con el que nos crucemos. Ya te lo expliqué antes.
Peter Krautwurz asintió.
—Hazle caso a Hiltrud. Tiene razón. Y ahora vamos, déjame mirarte una vez más.
Marie se levantó la túnica, vacilante, y apretó los dientes cuando los dedos de él la tantearon entre las piernas.
—Aquí también parece estar todo en orden. De todos modos, te conviene esperar entre una y dos semanas para volver a estar con un hombre. Sigue usando la tintura de Hiltrud y el ungüento que te preparé, ya que es muy importante que las heridas en los genitales sanen bien. Mira, te traje otro frasco.
Cuando Marie oyó que era importante que sanase para poder prostituirse, hubiese querido arrojarle el ungüento a los pies. Nunca más en su vida volvería a estar con un hombre, estaba completamente convencida de ello. Hiltrud notó las chispas en sus ojos y la cogió del brazo.
—¿Serías tan amable de dejarnos otra vez a solas, Marie? Quiero despedirme de Peter. Tómate tu tiempo, es probable que me lleve un buen rato.
Marie abandonó la tienda en silencio y se dirigió hacia el camino a través de la explanada vacía. Allí se sentó en el mismo lugar que de costumbre y se quedó contemplando a los numerosos viajeros que seguían pasando. Se trataba en su mayoría de gente que dejaba Merzlingen para regresar a sus aldeas natales, o que quería aprovechar el día para adelantar viaje hasta la próxima feria. Eran muy pocos los que venían a Merzlingen desde Singen. Marie los observaba a todos con detenimiento, pero entre esa gente no estaban ni su padre ni su tío ni ningún conocido.
Cayó la tarde, el aire frío de la noche comenzó a lacerarle la piel, y Marie aún seguía sentada al borde del camino. En su interior no había más que desilusión y vacío. No podía entender por qué su padre la había abandonado. Pero entonces pensó que él no podía saber adónde la había llevado Hiltrud. Tal vez estuviera buscándola a orillas del Rin o hubiese tomado la ruta que conducía a Messkirch o a Tengen. Aunque tarde o temprano terminaría llegando hasta allí.
Pero, ¿qué sucedería si iba a Trossingen con Hiltrud? La ciudad quedaba al otro lado del Danubio, y su padre jamás se imaginaría que ella podía estar en ese lugar. Después de todo lo que le habían explicado Hiltrud y el boticario, tenía claro que no debía quedarse allí sola. A pesar de que sentía horror cada vez que Hiltrud hacía pasar a algún cliente a su tienda, la prostituta era la única persona de quien le cabía esperar algún tipo de ayuda. Peter Krautwurz ya no podía hacer nada más por ella, pues en su casa era su mujer la que llevaba la batuta. De modo que solo le quedaba una única opción: partir con Hiltrud.
De pronto, sonrió. Las cosas no estaban tan mal para ella, ya que el boticario le había dicho que tenía que esperar dos semanas más antes de poder acostarse con hombres. Para entonces, seguramente su padre ya la habría encontrado. Tal vez se encontrara antes con algún comerciante conocido que pudiera llevarle a su padre noticias suyas. Y entonces él sabría dónde buscarla.
Esa idea le levantó un poco el ánimo, hasta que se le ocurrió que también era posible que se encontrase con alguien que hubiese contemplado el momento de su azote en público. No estaba segura de si tendría el valor de dirigirle la palabra a algún vecino de Constanza. Sus pensamientos oscilaron entre la esperanza de ser rescatada y lo desesperante de su situación, hasta que al final ya no supo qué pensar. En ese estado, regresó a la tienda y se acostó sin decir palabra.
Hiltrud se inclinó sobre ella para desearle buenas noches y notó que Marie estaba temblando. Hubiese deseado decirle algo para consolarla, pero sabía que no había palabra en el mundo capaz de mitigar el dolor que sentía Marie por dentro. De modo que se limitó a atraerla hacia sí para brindarle un poco de calor.
A la mañana siguiente, Marie ayudó a Hiltrud a desmontar la tienda y a guardarla sobre la carreta para que pudiese secarse al sol durante el día. Tras un frugal desayuno, que consistió en un vaso de leche de cabra y un trozo de pan duro, engancharon las cabras y se dirigieron hacia el camino marchando en silencio una junto a la otra.
No tuvieron que esperar demasiado, ya que al poco tiempo de estar allí les salió al encuentro una fila de carros entoldados con ruedas casi del tamaño de un hombre, tiradas por seis bueyes vigorosos. Los arrieros señalaron sonriendo hacia sus nuevas acompañantes, al tiempo que les dedicaban groseros comentarios que Hiltrud respondía con astucia. En cambio, los feroces guardias armados, cuya misión era proteger la caravana de los ladrones, no prestaron atención a las dos mujeres, sino que se apartaron resoplando.
Hiltrud le dio un codazo a Marie.
—Mantente lejos de estos tipos. De día te desprecian, pero al llegar la noche te arrastran a los matorrales sin darte tiempo a respirar siquiera.
Después se dirigió hacia el líder para saludarlo. Se trataba de un hombre corpulento, de mediana edad, ataviado con el traje sencillo pero resistente de un comerciante en viaje.
—Aquí estamos, Ulrich. Y gracias otra vez por permitirnos viajar con vosotros.
Ulrich Knöpfli lanzó una mirada burlona hacia la carreta tirada por cabras.
—Tendréis que daros prisa si no queréis quedaros atrás. No nos detendremos por el camino a esperaros.
—No te preocupes. No os retrasaremos.
Riendo, Hiltrud se echó la rienda al hombro para poder ayudar a sus cabras y se alineó detrás de la última carreta de la caravana.
El crepúsculo aún no le había cedido el paso a la noche, pero las chispas del fogón parecían diminutas estrellas fugaces que se consumían rápidamente. Marie había apoyado la cabeza sobre las rodillas pensando que su vida anterior se había apagado con la misma rapidez. Su mirada se paseó por las cuatro mujeres sentadas junto a ella alrededor del fuego proyectando unas sombras temblorosas sobre el césped. Hiltrud parecía tan relajada y tranquila como siempre. Sostenía en el fuego una varilla con una masa en su extremo. De tanto en tanto la retiraba y examinaba el pan. Así siguió hasta que la costra se quemó y quedó negra.
Partió un trozo y se lo dio a Marie.
—Aquí tienes tu parte.
—Gracias.
Marie lo cogió y soltó el aire entre los dientes, ya que el bocado estaba muy caliente. Se lo pasó de una mano a la otra, como haciendo malabares, mientras Hiltrud esperaba a que el resto que aún quedaba en la vara se enfriara. El pan estaba hecho solo con harina y agua, sin una pizca de sal, pero Marie lo comió con avidez, y habría necesitado una porción más para saciar del todo su hambre. A excepción de una taza de leche de cabra, esa había sido su primera comida del día, ya que la caravana de mercaderes se había detenido únicamente para dar de beber a los animales porque Ulrich Knöpfli quería llegar al albergue antes de que se hiciera de noche. Ahora estaba junto con otros mercaderes y viajeros de clase más alta en la posada, cuyas ventanas, iluminadas por la luz de las antorchas, se recortaban claramente sobre el fondo de muros grises. Los cocheros y criados se hallaban en el patio y bebían allí su vino, mientras que Hiltrud y Marie habían sido rechazadas con altivez y se las obligó a pasar la noche en la puerta. Para su alivio, se les unieron otras tres prostitutas a quienes el posadero también había negado pasar la noche en un rincón del patio.
Esa noche, Marie había aprendido una nueva lección en la lucha por la supervivencia en los caminos. El posadero no solo les había señalado la puerta, sino que además les había exigido por un plato de sopa y un trozo de pan más dinero de lo que les pedía a otros clientes por sus carnes asadas. Hiltrud le había dado la espalda al hombre sin decir palabra y había levantado su campamento bajo la protección de una mata de espinillos, mientras las otras prostitutas seguían discutiendo con el criado del posadero. Finalmente, las tres mujeres habían terminado por unirse a Hiltrud y a Marie, aceptando agradecidas el ofrecimiento de Hiltrud de hacer una masa simple con la harina que aún les quedaba. Al menos, el pan cocido al fuego lograba saciar su hambre como lo hubiera hecho la comida del posadero.
Mientras Marie se lamía las últimas migajas de los dedos, se quedó observando a las tres prostitutas extrañas que, al igual que Hiltrud, llevaban años andando por los caminos. Durante los últimos días había comenzado a tener una idea de lo que significaba ser una apátrida desterrada, y se preguntaba cómo podían soportar esas mujeres una vida así. A las cortesanas errantes las trataban peor que a los mendigos en las escalinatas de las iglesias. Estaban expuestas a los caprichos de los guardias de la ciudad, que las consideraban alimañas molestas, y solo contaban con la buena voluntad de unos pocos. En aquel corto viaje, las puertas de las ciudades y los albergues habían permanecido cerradas para ellas, de modo que tuvieron que dormir a la intemperie o en la tienda de Hiltrud, protegidas de las miradas ajenas únicamente por las ramas frondosas de los árboles.
En Tuttlingen había conocido otro peligro nuevo. Un hombre gordo y pelado se les había acercado y las había invitado a su albergue con palabras amables. Hiltrud se había echado a reír y le había explicado que no tenía ganas de caer en las garras de un rufián que le quitara el dinero arduamente ganado y la golpeara cuando ella no lo obedeciera. El hombre se había alejado arrojando maldiciones y, para vengarse, les envió a los guardias de la ciudad, que las habían echado del lugar donde estaban acampando con rudas amenazas. Esa noche habían sido obligadas a desmontar la tienda húmeda por la llovizna en medio de la oscuridad y tuvieron que montarla de nuevo un trecho más lejos de la ciudad, a orillas del Danubio, sin un fogón encendido en la entrada que mantuviese lejos a los mosquitos.
Entretanto, Marie había comprendido que la túnica de la deshonra que le habían puesto en Constanza la había marcado como un sello de Caín en la frente y la retenía sin piedad en el estrato social más bajo. Los únicos que estaban aún más abajo eran los leprosos, pero solo porque los sanos los rechazaban por miedo a contagiarse. Las prostitutas eran codiciadas si estaban en el momento indicado en el lugar justo. En las ferias y en las grandes fiestas eclesiásticas, las autoridades se regocijaban con la presencia de las cortesanas o criadas solícitas, como las llamaban entonces, mientras que durante el resto del tiempo las calificaban de hermanas del diablo y, a menudo, las expulsaban.
Ahora Marie comprendía también por qué su padre no podía comprarle, ni siquiera con toda su fortuna, el camino de regreso a la sociedad burguesa. Aunque la envolviera en sus antiguas ropas para que pudiera volver a viajar bajo su protección sin aquellas cintas amarillas que la estigmatizaban, jamás volvería a ser considerada una burguesa honorable. La única oportunidad de poner un manto de piedad sobre su desgracia consistía en casarse con un burgués respetable que estuviera dispuesto a hacer la vista gorda a su indignidad y oídos sordos a los rumores que la alcanzaran con tal de quedarse con su cuantiosa dote. A todo esto, podía considerarse afortunada por no haber corrido la misma suerte que Fita, la menor de las otras tres.
Fita era una muchacha bonita, reservada, de apenas algo más de veinte años, con el cabello castaño e infinidad de pecas en la nariz y en las mejillas. Había trabajado como criada en la casa de un próspero maestro artesano a quien debía complacer en todo. Cuando quedó embarazada, su ama la denunció ante el cura por prostitución, insistiendo en que recibiera un castigo severo. El devoto hombre de la iglesia se encargó de que Fita fuera azotada y marcada en ambos hombros con hierro candente. Marie le había visto las cicatrices al lavarse junto a ella en el arroyo. Si bien las marcas habían ido suavizándose con el tiempo, seguían teniendo un aspecto horrible.
Berta, la rolliza colega de Fita, una mujer de rostro redondo y rubicundo, y cabellos negros y cortos, no parecía haber tenido un destino tan terrible y daba la impresión de sentirse absolutamente satisfecha con su vida. Siempre desviaba la conversación hacia sí misma, hablaba solo de ella y de los hombres, utilizando expresiones que hacían ruborizar de vergüenza a Marie. Su cuerpo era su capital de negocio, la moneda con la que especulaba. Según sus propias palabras, no era especialmente selectiva en lo referente a sus clientes, y su hedor delataba que el aseo no le importaba lo más mínimo. Era apenas unos años mayor que Hiltrud, pero tenía un aspecto muy ajado.
La tercera mujer se llamaba Gerlind y era la más vieja de aquella ronda. Tenía las caderas anchas de una matrona, pero su rostro seguía siendo tan terso como el de una mujer joven. Lo único que delataba su edad eran sus abundantes cabellos grises, que le llegaban hasta la cintura. Mantenía su ropa y su cuerpo siempre limpios y se sentía evidentemente orgullosa de seguir conservando su buen aspecto. Hiltrud la trataba con respetuoso temor, ya que la mujer conocía los secretos de muchas hierbas y sabía macerar brebajes y tinturas muy útiles. Hiltrud le comentó a Marie en voz baja que Gerlind tenía aun más experiencia en ello que el mismísimo Peter Krautwurz. Berta, que estaba a punto de contar una nueva historia a las presentes, oyó el comentario de Hiltrud y le dio un codazo a Gerlind.