Authors: Iny Lorentz
—Tu caldo para no tener hijos me habría venido muy bien en aquel entonces, me habría ahorrado cuatro embarazos. De todos modos, los pobrecitos no sobrevivieron mucho.
—No es culpa mía —replicó Gerlind.
—No me quejo, estoy contenta de que me des esa cosa. Cuando pienso en esas pobres chicas en los prostíbulos de las ciudades, que tienen que abrirse de piernas para todos, desde el guardián de la aldea hasta el prior de la catedral, y que prácticamente tienen un hijo por año, siento escalofríos. Prefiero renunciar a tener un techo estable sobre mi cabeza si a cambio consigo mi libertad y mi independencia.
Fita se apartó y levantó las manos en señal de rechazo.
—Daría cualquier cosa por poder volver a servirle a un amo que me diera de comer dos veces al día y me permitiera dormir bajo un techo estable. Odio esta vida.
Berta la miró sin comprender.
—¿Qué tiene de malo ser una prostituta errante? Somos dueñas de nosotras mismas y podemos hacer lo que nos viene en gana. Si se nos antoja dirigirnos a Bohemia o al Rin, lo hacemos y listo. Comparadas con las esposas, por muy respetables que sean, lo pasamos mucho mejor. Ellas están completamente expuestas a la voluntad de sus maridos, quienes disfrutan más golpeándolas que follándolas, y si van a quejarse al cura, les suelta el cuento de que es la voluntad de Dios. Por supuesto que yo también podría imaginar algo mejor que estar sentada en la puerta de este albergue miserable. Pero siempre me digo: hoy es hoy, y mañana será otro día. Y cualquier otra idea está de más.
Fita alzó la cabeza con una expresión desolada.
—No sabes cuánta razón tienes. A menudo quisiera poder detener mis pensamientos del mismo modo que un cochero detiene sus caballos. Pero no puedo conseguirlo. Siempre vuelvo a pensar en el pasado, y me tortura el hecho de tener que pecar a diario para poder sobrevivir.
Berta lanzó una carcajada.
—Si no soportas que los hombres te follen, deberías tirarte al río.
Fita juntó las manos como si fuera a rezar.
—A los suicidas les cierran las puertas del reino de los cielos, y yo no quiero quitarme la posibilidad de ser aceptada allá arriba. Dios conoce mis padecimientos y tendrá misericordia conmigo. ¿Acaso Jesús no intercedió por María Magdalena a pesar de que ella era una prostituta?
Mientras las prostitutas conversaban animadamente, uno de los cocheros abrió la puerta del albergue y miró en la dirección en la que se encontraban. Berta se puso de pie y avanzó hacia él meneando las caderas. Las otras la vieron intercambiar un par de palabras con el hombre para luego desaparecer entre los matorrales.
Gerlind meneó la cabeza con reprobación.
—Berta se lo toma muy a la ligera y sin darse cuenta rompe todas las reglas. Esa actitud algún día acabará por acarrearle un gran disgusto.
Marie, que hasta el momento había estado escuchando en silencio, la miró con intriga.
—¿Qué reglas?
Gerlind arqueó las cejas, como si estuviese sorprendida de que Marie no lo supiese.
—Las reglas tácitas que nos facilitan la vida a todas. En una feria, competimos unas con otras. Allí Berta puede abordar a todos los hombres que desee. Pero cuando viajamos juntas, aguardamos a que los hombres se nos acerquen y nos aseguramos de que el cliente se lleva a la que ha ganado menos dinero en el último tiempo. En este caso, le habría tocado a Fita.
—La idea es que todas tengamos dinero suficiente para el viaje —agregó Hiltrud—. De lo contrario, si una o dos prostitutas tuvieran que pasar hambre mientras que el resto tiene suficiente comida, aparecerían las discusiones. A nosotras nos gusta unirnos en grupos más grandes para viajar juntas de una feria a la próxima. De ese modo, nos evitamos tener que estar mendigando constantemente a los mercaderes o a los líderes de otros grupos de viajeros. Y siendo cinco podríamos viajar absolutamente seguras por todo el territorio.
Sonaba como una invitación a las otras tres.
Gerlind observó a Marie, escéptica.
—Tratándose de ti, no tendría reparos, Hiltrud. Pero ¿qué hay de tu compañera? No es de las nuestras.
—Marie es una pobre niña a quien le han jugado una mala pasada, que ha sido tan maltratada como Fita. O tal vez peor, porque fue ultrajada en forma salvaje y la lastimaron tanto que pasarán una o dos semanas hasta que pueda trabajar. En cuanto se recupere, desempeñará el oficio a la par de nosotras.
Al oír las palabras de Hiltrud, Marie se estremeció. Ella jamás haría eso, pensaba. Al mismo tiempo, el corazón se le encogía de miedo. Si su padre no la encontraba pronto, no le quedaría más remedio, a menos que siguiera el consejo que Berta le había dado a Fita y acabara con su vida en el río más próximo. Seguramente sus olas serían más piadosas con ella que los hombres.
Mientras Marie seguía pensando en su cruel destino, el resto de las mujeres deliberaba cómo seguirían su camino. Fita intercedió por Marie de inmediato, ya que veía en ella a una compañera de sufrimientos. Pero Gerlind se hizo de rogar un buen rato hasta asegurar nada.
—Esperemos a ver qué opina Berta. Si ella no tiene buenos motivos para oponerse, en principio seguiremos juntas hasta la próxima feria.
Marie pensó en las noches que ella y Hiltrud habían dormido solas en la tienda mientras la gente del mercader gozaba de la protección de los muros de una ciudad o de un albergue. Había pasado esas noches muerta de miedo, hundiéndose en su manta y temiendo un asalto cada vez que oía un ruido.
—¿No es peligroso que viajemos sin la protección de un grupo?
—Siendo cinco podemos atrevernos a hacerlo. Al fin y al cabo, tampoco somos tan inofensivas.
Para confirmar sus palabras, Gerlind elevó el bastón que usaba como sostén para caminar y le mostró a Marie su punta de hierro.
—Yo puedo usar esto como una lanza. Berta lleva un cuchillo de pelea en su equipaje, y Fita tiene una daga bajo la falda. De ese modo podemos defendernos de los mendigos demasiado molestos y de un par de ladrones. No podemos luchar contra un grupo más grande, pero las caravanas pequeñas tampoco son capaces de hacerles frente.
Hiltrud asintió sonriendo.
—Te lo dije, pequeña: las cortesanas saben defenderse.
—¿Tú también tienes un arma? —quiso saber Marie.
Antes de que acabara de pronunciar la última palabra, Hiltrud ya enarbolaba el hacha en la mano.
—¿Te vale con esto? Al fin y al cabo, ya la has usado para cortar leña.
—No había pensado en el hacha como un arma.
Marie se la quitó y pasó la yema de los dedos por el filo. Sintió las mellas que le había hecho cuando había golpeado sin darse cuenta una piedra en lugar de un tronco, y se propuso afilarla cuanto antes.
Gerlind miró con preocupación hacia los matorrales detrás de los cuales habían desaparecido un rato antes Berta y el cochero.
—Esos dos ya deberían estar acabando. Me inquieta que ese hombre le haya hecho algo. Mejor iré a echar un vistazo.
Pero no llegó a hacerlo, porque en ese momento volvió a abrirse la puerta del albergue. En el reflejo de un farol alcanzaron a distinguirse dos hombres que avanzaban vacilantes hacia donde estaban las mujeres. A juzgar por sus ropas, el mayor debía de ser un próspero comerciante, ya que vestía un abrigo con apliques de piel y un gorro de castor. Su acompañante era un muchachito delgado que tenía un cierto parecido con el mayor e iba abrazado a él como un niño asustado.
El comerciante levantó el farol y alumbró a las mujeres en el rostro.
—Un nido lleno de cortesanas. Justo lo que necesitaba.
Gerlind asintió con indiferencia a punto de decir algo, pero el hombre torció el gesto de inmediato.
—Tú no, vieja. Quiero una yegua joven, pura sangre, que le enseñe a mi hijo lo que tiene que saber en su noche de bodas.
Ante una seña de Gerlind, Fita se puso de pie.
—Yo estoy dispuesta. Si gustáis esperar unos minutos, montaré mi tienda…
—En una noche tan tibia como la de hoy, el mocoso no va a enfriarse el trasero —se burló el hombre, al tiempo que empujaba a su hijo hacia Fita—. Esmérate, ramera. Que se dé cuenta de lo bien que sienta estar casado. Si no, terminará haciendo el ridículo frente a su prometida.
No se sabía quién se veía más desdichado, si Fita o el joven, que apenas contaría con diecisiete años. Fita lo cogió de la mano y comenzó a hablarle en voz baja mientras lo introducía en la espesura de las ramas de un abeto que caían hasta el suelo. Por un momento pareció que el padre iría tras ellos, pero entonces su mirada se quedó clavada en Marie.
—Yo también podría relajar un poco mis lumbares. ¡Ven conmigo, ramera!
Marie retrocedió y se encogió sobre sí misma. El hombre resopló, furioso, y dio un paso hacia ella como si quisiera arrastrarla de las piernas.
Hiltrud lo detuvo.
—Mi amiga no puede trabajar por el momento. Está enferma.
El hombre retrocedió y echó un vistazo preocupado hacia los matorrales detrás de los cuales había desaparecido Fita con su hijo.
Hiltrud tranquilizó al comerciante.
—No os preocupéis, no es nada contagioso. Mi amiga solo está lastimada. Tal vez el señor guste de mis servicios —dijo, al tiempo que daba un paso adelante para permitirle ver mejor debajo del escote de su blusa.
El hombre se quedó unos instantes pensativo, luego se quitó el abrigo, lo dobló con pedantería y lo colgó de una rama gruesa.
—Ven, ramera. Me van a explotar los pantalones.
Hiltrud le respondió algo que hizo reír al hombre. Luego, la tercera pareja también desapareció entre los matorrales.
Gerlind los miró alejarse y escupió hacia el fuego.
—Qué hombre más desagradable. Se cree que por ser un burgués con dinero puede tratarnos como le venga en gana.
Marie asintió angustiada.
—Se comporta como si fuésemos de su propiedad.
—Si fuera así, nos trataría con más consideración. Pero solo nota nuestra presencia cuando le aprieta la bragueta. El resto del tiempo frunce la nariz con asco y aparenta no haber estado jamás con una de nosotras.
Gerlind imitó tan bien el modo de hablar del hombre que Marie no pudo más que reír, a pesar de lo amargas que habían sido sus palabras.
—Espero que al menos pague bien.
Antes de acabar de pronunciar estas palabras, Marie se avergonzó de sí misma. Ya estaba hablando con la misma vulgaridad que Berta. Si permanecía más tiempo con aquellas mujeres, muy pronto se volvería tan codiciosa y pérfida como la ramera rolliza.
Poco después, Berta regresó junto al fuego. Venía sin aliento y desgreñada. Cuando estuvo junto al fogón y miró la palma de su mano a la luz del resplandor del fuego, tuvo un estallido de furia.
—¡Qué perro miserable! Me embiste enloquecido como un conejo en celo y luego me estafa en el precio convenido.
Gerlind le replicó secamente:
—Deberías haberle pedido que te diera el dinero antes.
—¡Si él me mostró las monedas! Pero después, en la oscuridad, no me di cuenta de que en lugar de darme peniques de Ratisbona, tal como habíamos acordado, me encajó unos de Halle, de menor valor.
Berta resopló ofendida y le enseñó las monedas a Gerlind.
Su compañera se encogió de hombros.
—Lo primero que debe aprender una prostituta es a diferenciar las monedas con las yemas de los dedos. Has sido demasiado codiciosa, y creo que lo tienes bien merecido. De hecho, le tocaba a Fita y no a ti.
—¿Le tocaba a ella? Lo olvidé por completo. ¿Dónde está?
Berta echó un vistazo a su alrededor buscándola. En ese momento, Fita también emergió de entre los arbustos. Un par de pasos más atrás iba el hijo del mercader, que se detuvo de pronto para abotonarse los pantalones a la luz del fuego. La estúpida sonrisa en su rostro revelaba cuánto placer había sentido en los últimos minutos.
Su padre tardó algo más en reaparecer.
—¿Y? ¿Ya has aprendido lo que significa ser un hombre?
El muchacho asintió, confundido.
—Supongo que sí. Fue algo extraño, pero me gustó mucho.
—Eso espero. Al fin y al cabo, una hembra de estas cuesta dinero, y no puedo ir regalándolo.
El comerciante tomó su abrigo de la rama. Nada más ponérselo, pareció acordarse de las prostitutas. Con un suspiro que expresaba cuánto lamentaba tener que gastar ese dinero, abrió su monedero, contó un par de monedas y las arrojó al pasto, junto al fogón.
—Vamos, muchacho —le ordenó a su hijo, y se dio media vuelta sin siquiera dignarse a mirar a las mujeres por última vez.
—Qué patrón más maleducado.
Hiltrud cogió una rama candente del fuego para alumbrar el lugar en donde estaba el dinero y recogió las monedas.
—No fue muy generoso que digamos —le dijo a Fita al entregarle la mitad de las monedas.
Berta frunció la nariz.
—Pero de todos modos vosotras habéis ganado unas cuantas monedas más que yo.
Gerlind se rió con malicia.
—Si no te hubieses adelantado hace un rato, ahora la parte de Fita te correspondería a ti.
Berta parecía estar acostumbrada a que Gerlind la regañara, ya que no reaccionó.
—¿Qué clase de tipos eran esos dos?
—Un padre que vino a que desvirgaran a su hijo y le entraron ganas a él también —le explicó Hiltrud.
Sin querer, Marie soltó una risita.
—¿Cómo "desvirgar"? Yo creía que esa palabra se usaba solamente para las mujeres.
Gerlind se dejó contagiar por su jocosidad.
—¿Cómo quieres llamarlo entonces? "Desvaronizar" sonaría horroroso.
—Y tampoco diría "deshombrar". Eso me suena a castrar —agregó Berta. Su abdomen y sus pechos se mecían al ritmo de su risa de tal modo que, por un instante, pareció que los rollos iban a hacerle saltar el raído vestido en pedazos.
Marie volvió a ensimismarse y contuvo las lágrimas. Gerlind y Fita eran muy amables, pero la idea de tener que viajar con Berta la aterrorizaba. Aquella mujer se correspondía exactamente con la imagen que los burgueses respetables tenían de las prostitutas errantes. Era sucia, ordinaria y solo pensaba en su propio beneficio. ¡Y dependía justamente de ella la decisión de que Hiltrud y Marie pudieran unirse a las otras tres! La caravana con la que habían estado viajando hasta el momento no se dirigía hacia un mercado. Por eso, hacía dos días que Hiltrud pensaba en separarse, aunque no sabía cómo harían para seguir viajando seguras por su cuenta. Ahora que tenía dos bocas que alimentar no podía viajar ni un solo día de más.