Authors: Iny Lorentz
Hiltrud, que hasta el momento había escuchado en silencio, echó la cabeza hacia atrás y lanzó una amarga carcajada.
—¿Obligar al alcaide? El único que puede hacer eso es el Emperador, y él está más lejos del alcance de gente como nosotras que la mismísima luna.
—Tenemos que pensar en algo.
Madeleine apoyó la mano derecha en la mejilla y parecía estar meditando profundamente la situación.
Las prostitutas se quedaron con la vista fija en la francesa, llenas de expectación. Marie también se preguntaba qué estaría maquinando esa cabecita. Si realmente quería captar la atención del alcaide hacia los problemas de las prostitutas, tendría que ser una medida realmente espectacular.
Hiltrud le dio en el hombro a Marie.
—El reloj de San Pedro acaba de dar las tres de la tarde. ¿No ibas a encontrarte con Württemberg a esta hora?
Marie miró a Hiltrud espantada.
—Dios mío, ¡lo olvidé por completo!
Marie se abrió paso hacia la galería, espantó a dos prostitutas detenidas en la escalera y subió a su habitación. Le había prometido a Württemberg que ese día le llevaría los últimos documentos de la carpeta de Jodokus. La mayor parte de los documentos ya había ido llevándoselos de contrabando, escondidos uno por uno debajo de la falda del vestido. Ahora tenía curiosidad por saber cómo haría Württemberg para utilizarlos en contra de Keilburg y de su hermanastro.
Cuando Marie llegó a su habitación, las prostitutas le dejaron lugar suficiente como para que pudiese abrir su arcón y extraer el paquetito para Württemberg. Las mujeres estiraron el cogote, curiosas, pero se dieron la vuelta desilusionadas al comprobar que sólo se veían vestidos y algunos enseres para la casa. Si esperaban que Marie guardase sus ahorros allí, sus expectativas fueron defraudadas. Marie había sacado el dinero de la casa, ya que el concilio también había atraído a muchos ladrones y asaltantes que le hacían la vida difícil a los habitantes de la ciudad.
Para no correr el riesgo de que un extraño la engañara o incluso la hiciera pasar por ladrona, como ya les había sucedido a otras prostitutas, Marie le había pedido a Michel que le depositara sus ahorros en casa de algún banquero honesto. No se había sentido del todo bien al hacerlo, porque de ese modo trababa una relación de cierta dependencia con su amigo de la infancia, pero él era el único hombre en el que medianamente podía confiar.
Cuando Marie descendió la escalera, una de las mujeres le preguntó con envidia:
—¿Otra vez saldrás con tu caballero?
Como Marie no tenía ganas de revelar su verdadero destino, se limitó a asentir. Abajo le abrieron paso de mala gana y comenzaron a refunfuñar porque ella, que gozaba de una reputación tan elevada como la de Madeleine y era considerada una buena consejera y una persona de confianza, pretendía abandonar la reunión antes de que hubiese concluido.
Marie esquivó las preguntas y las exclamaciones disculpándose con una sonrisa y se alejó, presurosa. En la siguiente esquina se le sumó Michel con gesto malhumorado. A Marie la irritaba su presencia. Sentía que él la vigilaba y la controlaba.
—¿Por qué traes esa cara?
Michel la miró, indignado.
—¿Cómo pretendes que esté de buen humor si constantemente tengo que andar haciéndome mala sangre por ti? Andas tan despreocupada como si la ciudad fuera el sitio más seguro del mundo. Pero nuestros enemigos no duermen. He visto a Selmo deslizarse por los alrededores. Parece que sigue en busca de la gente que le hizo el chichón y le arrebató a la muchacha. Recálcale a Hedwig que no debe dejarse ver, y dile que tenga especial cuidado con las mujeres que andan pululando solas por donde vivís vosotras. La mayoría de ellas seguramente estarían dispuestas a entregarla al abad Hugo a cambio de un par de chelines y a delatarte a ti ante tu antiguo prometido.
Marie lo miró conmovida, y ensayó una sonrisa a modo de disculpa. ¿Realmente habría sido tan imprudente como para llamar la atención o Michel estaba viendo fantasmas donde no los había? Como fuere, le hacía bien que él la cuidara, aunque no quisiese reconocerlo. Se propuso ser más amable en la cama con él la próxima vez. Pero hoy no tenía tiempo para dedicarle, ya que el conde de Württemberg era un amante muy posesivo y seguramente no la dejaría irse hasta la noche.
El conde la recompensaba por cada visita con tanta generosidad que con ese dinero podría pasar el próximo invierno de forma muy confortable. Esa idea la hizo estremecerse. Era evidente que ya tenía tan incorporada aquella vida de prostituta errante que solo podía pensar en términos de encontrar alojamiento de un invierno a otro. Aunque, en realidad, al menos por ese año no tenía por qué preocuparse por conseguir un lugar donde alojarse, ya que el concilio continuaría celebrándose durante los meses fríos, lo cual le daba la posibilidad de seguir ganando un buen dinero el resto del año. Esta vez, el invierno sería incluso más productivo que el resto de las estaciones, ya que el frío atraería a los nobles señores a los lechos tibios de las prostitutas… y también de las burguesas que estuviesen dispuestas.
A Marie también la irritaba lo que estaba sucediendo en la ciudad, aunque no tanto porque temiera por sus ingresos, sino más bien por la desfachatez con la que las habitantes de Constanza habían olvidado todo resto de decencia, contando incluso con la anuencia de sus esposos. Marie no era la única mujer inocente que había sido acusada de fornicación, azotada y expulsada de su patria.
Y ni aun las prostitutas que habían sido castigadas con justicia y con todas las de la ley eran tan desenfrenadas como las respetables mujeres de esta ciudad, que encima seguían recogiéndose la falda para no rozarse con las cortesanas cada vez que se cruzaban con ellas.
Michel le tiró de la manga.
—Tú tampoco pareces estar de muy buen humor hoy.
Marie se encogió de hombros, como si tuviese frío.
—Tengo que pensar en algunas cosas y ninguna de ellas es muy agradable que digamos. ¿Ya has encontrado alguna posibilidad de sacar a Hedwig de la ciudad? Si sigue teniendo que esconderse constantemente en ese lugar tan estrecho y caluroso, acabará por enfermar.
Michel extendió los brazos lamentándose.
—Sacarla a escondidas no sería un problema. Pero no conozco ningún lugar donde poder alojarla. Estando sola, la considerarían una prostituta dondequiera que vaya y actuarían en consecuencia. Y tampoco podemos meterla en un convento, ya que entonces el abad Hugo se enteraría enseguida de su paradero.
Marie apretó los labios. Tal como estaban las cosas, no había ninguna posibilidad de poner a su prima a resguardo mientras su padre siguiera acusado. Ése era otro de los motivos por los cuales seguía yendo a visitar a Eberhard von Württemberg, haciendo todo lo posible por caerle en gracia. Él era el único hombre en la Tierra que no solamente se mostraba dispuesto a interceder por ella y sus parientes, sino que además estaba en condiciones de hacerlo.
Llegaron al edificio del que se había apoderado el conde para alojarse junto con su círculo más estrecho en un lapso que a Michel le pareció demasiado corto. Se decía que Württemberg había amenazado a los dueños para que éstos le cediesen la casa mientras durara el concilio y se mudaran mientras tanto a Radolfzell, donde tenían parientes. Sin embargo, dado que el conde Eberhard no era precisamente lo que se dice pobre, Marie suponía que, en realidad, el dueño de la casa había sucumbido ante la tentación de una bolsa repleta de relucientes monedas con el ciervo. De todas formas, al conde le agradaba aquel rumor, e incluso permitía que su propia gente contribuyera a difundirlo.
Se trataba de un edificio imponente para lo que era habitual en Constanza, con una planta baja construida con grandes piedras picadas, dos pisos sobresalientes con entablados profusamente tallados y un altillo inusualmente grande. Las ventanas estaban provistas de cristales que el dueño había importado de Murano y que, a diferencia del cristal abombado amarillento que se fabricaba en esa zona, eran tan transparentes que uno apenas podía percibirlas. De modo que no había necesidad de abrir las ventanas para asomarse si uno quería ver a la gente que pasaba por la calle. El que vivía allí no contaba sus florines de a uno, sino en bolsas de, como mínimo, tres docenas cada una, volvió a pensar Marie al llegar a la puerta de roble tallado y accionar el llamador.
Un lacayo le abrió y la hizo pasar, mientras Michel le compraba a un mercader que andaba por las calles cargando con un pequeño tonel en la espalda un vaso de vino, en apariencia procedente de la zona más soleada de Meersburg. Michel ni siquiera notó lo picado que estaba el vino, sino que se lo bebió de un trago, sin apartar la vista de la casa en la que había desaparecido Marie. Le irritaba que se entregara a los juegos eróticos de aquel hombre con fama de calavera, aunque sabía bien que, estando en su casa, Marie habría podido recibir como mínimo a seis pretendientes en el mismo lapso de tiempo en el que permanecía con Württemberg. Michel se apoyó contra una pared y se quedó sin hacer nada, con la vista clavada en las piedras de la residencia del conde.
Eberhard von Württemberg recibió a Marie en su dormitorio. Las cortinas de su baldaquino estaban descorridas y dejaban ver los postes torneados en madera de cerezo. El cubrecama de seda roja tenía estampado su blasón, el ciervo saltando. El mismo dibujo adornaba también todos los tapices de las paredes y las cortinas de la habitación. El más grande de los tapices mostraba un imponente ciervo con una cornamenta de dieciséis puntas que estaba derribando a un cazador desprevenido. La escena era un símbolo. Württemberg no era un depredador que amenazara a otros, pero sí sabía defenderse muy bien de quienes intentaban lastimarlo.
Marie hizo una reverencia ante el conde, que con sus calzoncillos y su camisa abierta no tenía una apariencia muy aristocrática y le entregó el paquete con los papeles.
—Traje los documentos que quedaban, Su Alteza.
El conde Eberhard tomó el paquetito, miró su contenido y lo depositó sin mucho interés sobre una mesa cuya tabla tenía una representación en marquetería del ciervo de Württemberg. Su mirada se deslizó por el rostro tenso de Marie acariciándolo, se detuvo un instante en las dos colinas bien formadas que se le insinuaban debajo de la blusa y luego pareció perderse por la tela de su falda.
Marie notó que el pantalón del conde se abultaba y supo que lo único que tenía él en mente en ese momento era un buen revolcón. De modo que se desabrochó la blusa y se la quitó. La concavidad en el pantalón del conde Eberhard se hizo más pronunciada, el conde comenzó a respirar de forma más agitada y se pasó la lengua por los labios.
En sus conversaciones con Madeleine, Marie había aprendido algunas técnicas más para aumentar el deseo de un hombre hasta volverlo incontrolable. Marie rechazaba muchos de los métodos que utilizaba la francesa, pero su arte era suficientemente bueno como para llevar a Württemberg casi al paroxismo. Continuó desvistiéndose mientras se movía en forma aparentemente inconsciente, como en una danza enigmática, hasta que el conde ya no pudo resistirse más. Se levantó de un salto, la cogió y la arrojó sobre la cama. Antes de que ella pudiese siquiera respirar, él ya se le había subido encima y la penetraba fogosamente.
Después de un largo rato, Eberhard von Württemberg se sentó desnudo y visiblemente cansado al borde de la cama y se puso a hojear los documentos de Marie. Su actitud indicaba que estaba esperando recuperar su virilidad. Pero sus ojos revelaban que seguía con creciente interés el contenido de aquellos pergaminos.
—Estos documentos son tan buenos como los que has estado trayéndome últimamente. De acuerdo con el derecho y las leyes, tendrían que ser más que suficientes para quitarle a Keilburg la hacienda y la vida y para enviar al patíbulo a su hermanastro bastardo.
Esas palabras sonaron resignadas a oídos de Marie, que reaccionó con desilusión.
—¿Significa que no vais a acusarlo?
—Ten paciencia, mi niña. Lo que quise decir es que todo sería más sencillo si pudiera hacerse según el derecho y las leyes. Pero Keilburg y su hermano bastardo han transformado la verdad demasiadas veces en mentiras y engaños, tergiversando incluso el contenido de declaraciones juradas en lo opuesto para transformar los testamentos en beneficio propio.
Eberhard le hizo un gesto a Marie, y ella le sirvió vino de la jarra que estaba sobre un trinchero junto a la puerta. Luego, el conde volvió a ensimismarse en el estudio de las actas.
—Estos documentos son demasiado valiosos como para dárselos a un tribunal. En mi poder, los documentos están seguros, pero yo no sé qué puede pasar si caen en otras manos. Tú misma sabes lo rápido que pueden hacerse desaparecer o volverse inutilizables. No todos los jueces son inmunes a un buen soborno, y entonces nuestras pruebas pueden llegar a caer rápidamente en el fuego o incluso en las garras de nuestros enemigos.
—¿Pero para qué vais a utilizar los documentos entonces? —Marie no se esforzaba en absoluto por ocultar su miedo y su decepción.
Eberhard von Württemberg arrojó sobre la mesa el atado con los documentos y se volvió hacia ella.
—Usaré esas evidencias solo cuando Konrad von Keilburg y su hermano hayan sido desenmascarados. Por ahora, me prepararé para desafiarlo y enfrentarme a él en batalla. Cuando el Emperador y el resto de los príncipes me pidan explicaciones, les presentaré los documentos. Eso acabará con Keilburg.
Y te deparará ricas tierras y formidables castillos, pensó Marie, que podía leer los pensamientos en la frente de Württemberg. Pero aun en el caso de que Ruppert terminara cayendo en su propia trampa, eso no los ayudaría ni a ella ni a su tío Mombert. Marie se lo expresó al conde con una mordacidad que ninguno de sus súbditos se atrevía a usar.
—Si tuviese el poder de hacerlo, enviaría a mis soldados a que sacaran a tu tío de la torre —le respondió él, con un tono de remordimiento—. Pero no creas que me he quedado quieto. He presentado el caso ante el Emperador, ya que el asesinado era un invitado del concilio. Ahora, quien juzgará el caso será el tribunal imperial. De ese modo, el tonelero ha quedado fuera de las garras de la jurisdicción de la ciudad y, sobre todo, del tribunal episcopal.
—Pero aun así, ahora sigue en el calabozo, acusado de asesinato, a pesar de que es inocente.