Authors: Iny Lorentz
—¡Vete al infierno! —fue su muy poco piadoso deseo para Hus. Después, Hunold se acercó hasta el brasero de hierro, en el que ya había varias antorchas ardiendo, y eligió una de ellas. Su mirada buscó al conde palatino, pero éste le hizo señas de que aguardara. Sobre el empedrado de la ciudad comenzaron a sentirse los cascos de unos caballos y, poco después, el mariscal imperial Pappenheim atravesó cabalgando junto con tres acompañantes el camino, que los soldados de infantería palatinos mantenían libre haciendo grandes esfuerzos. Pappenheim detuvo las riendas frente a la hoguera, esperó a que el nervioso animal dejara de bailotear y luego se dirigió hacia Hus.
—Su Majestad Segismundo, Emperador del Sacro Imperio Romano, Rey de Alemania y Rey de Bohemia, ha decidido ser clemente contigo si reniegas de tus falsas doctrinas y vuelves al seno de la Santa Iglesia. Retráctate… y vivirás.
Un rumor comenzó a alzarse entre la multitud allí congregada. Incluso un grupo de gente comenzó a aplaudir. Pero Marie había hablado demasiadas veces con el conde de Württemberg acerca de Hus como para no reconocer la triquiñuela. Ni al Emperador ni al Príncipe de la Iglesia les importaba un rábano el mártir Hus. Le habían mostrado lo que eran capaces de hacer, y ahora le arrojaban una cuerda a la que debía aferrarse para frenar la catástrofe en ciernes. Si Jan Hus se retractaba en público, los abades y obispos sedientos de poder habrían triunfado. El hombre seguiría con vida, pero sus seguidores se apartarían de él, o bien se doblegarían ante el clero romano junto con él. En cambio, si no se retractaba, ardería en la hoguera, y eso serviría de advertencia para todos los que osaran difundir doctrinas semejantes. Para Marie, Hus había hablado con la verdad, pero dudaba de que valiera la pena morir por ello. Sin embargo, la extraña sonrisa en los labios del bohemio reveló que él no pensaba lo mismo.
Hus bajó la vista hacia donde estaba Pappenheim y se rió de él.
—¡No, no me retracto! Si lo hiciera, tendría que admitir que la verdad es mentira y la mentira, verdad. Además, de ese modo estaría declarando al Emperador libre de culpa por su traición.
Con esas palabras, Hus hacía clara referencia frente a todos los presentes al salvoconducto que el Emperador le había garantizado y no había cumplido.
—Examina tu conciencia y arrepiéntete de tus pecados —volvió a exigirle Pappenheim. Por toda respuesta, el condenado elevó su mirada al cielo y comenzó a entonar un coral.
Por un instante, los responsables parecieron vacilar. El conde palatino acercó su caballo al del mariscal imperial y le habló en voz baja. Finalmente, Pappenheim asintió con gesto huraño y señaló hacia Hunold, quien aguardaba de pie junto a la hoguera tenso, sosteniendo la antorcha en la mano con un gesto significativo.
—Guardia, cumple con tu deber —gritó el conde palatino, a la vez que hacía retroceder a su caballo para alejarlo de las llamas.
Hunold ya había ejecutado muchos castigos en su vida, pero siempre habían sido azotes a prostitutas o ladronzuelos. Jamás le habían permitido quemar a un hombre. Cuando posó la antorcha en las ramas secas, sintió que había alcanzado el momento culminante de su vida. A partir de ahora era una persona importante a quien incluso los patricios y los grandes mercaderes tratarían con respeto.
Mientras las llamas trepaban cada vez más alto, Jan Hus siguió cantando sin inmutarse. Algunas de las personas que allí se hallaban comenzaron a acompañarlo en su canto conmovidos, sin preocuparse por los cardenales y los obispos, que se revolvían en sus asientos, incómodos, y que parecían no saber si dejarlos hacer o si mandar a los soldados que los echaran.
Marie apartó la vista para no tener que ver aquel espectáculo espantoso. Hubiese querido salir corriendo, pero estaba tan atascada entre la muchedumbre que apenas podía tomar aire, y mucho menos dar un paso. No muy lejos de ella se desmayó una mujer. Sin embargo, no se cayó, porque las personas que la rodeaban estaban demasiado cerca. Antes de que pudiera sucederle algo, su acompañante la rodeó con sus brazos para mantenerla erguida.
En algún momento, la voz de Hus se apagó, y solo se oyeron el crepitar del fuego y la inquietud en la multitud enmudecida. Marie miró hacia el banco donde estaban los hombres de la Iglesia y comprobó que algunos no compartían la satisfacción de la mayoría de sus compañeros. Incluso en su agonía, Jan Hus había triunfado sobre la cúpula de la Iglesia y había marcado al emperador Segismundo con el sello de Caín por su traición.
La gente se quedó inmóvil, observando la hoguera hasta que el fuego se apagó. Por orden del conde palatino, los guardias apagaron los restos candentes con agua y recogieron las cenizas en una gran cuba de hierro. Un hombre que estaba cerca de Marie explicó a los que lo rodeaban que los restos del hereje serían hundidos en el Rin.
—Parece que los señores obispos temen que un pájaro lleve las cenizas de Hus en su pico a sus partidarios en Bohemia —agregó con malicia, tras lo cual dio media vuelta y se fue.
La mayoría se sacudió su malestar enseguida y pudo volver a reír apenas hubo vuelto a pisar la ciudad. Marie se quedó un rato más en el lugar, pendiente de oscuros pensamientos, de pie cerca de la mancha negra que había quedado tras el incendio, único testimonio que había quedado de la ejecución.
Hiltrud, que también había abandonado el lugar, se dio cuenta de que la había perdido justo cuando iba a traspasar el arco de la puerta de entrada a la ciudad, y entonces regresó. Cuando vio el rostro petrificado de Marie, le tiró discretamente de la manga.
—¡Espabila, Marie! No puedes permanecer aquí de pie o todo el mundo se preguntará qué es lo que haces. Ven, vámonos a casa.
Marie se estremeció y asintió con un gesto. La muerte del reformador bohemio le había hecho olvidar por completo su propia seguridad. Hiltrud la arrastró detrás de sí y se aseguró de que llegaran a la puerta de Schottentor en medio de un grupo de gente. Los guardias no les prestaron atención y las dejaron pasar sin dificultades. Mientras se dirigían a toda prisa a Ziegelgraben, Marie siguió pensando en la ejecución del licenciado de Bohemia. Nunca antes había tomado conciencia tan plena de que la justicia terrenal era la justicia de los poderosos, o también, como diría la señora Mechthild, la ley del más fuerte. Una gran desazón comenzó a crecer en su interior. ¿No era una osadía pensar que alguien tan débil y tan insignificante como ella, una criatura del fango, podía vengarse de un hombre tan poderoso como el licenciado Ruppertus Splendidus?
Cuando llegaron a su casa, encontraron la puerta entornada, y supusieron que Kordula había llegado antes que ellas. Pero no, se trataba de Wilmar, que se las había ingeniado para entrar. Estaba sentado en una silla en la habitación de Hiltrud y sostenía las manos de Hedwig entre las suyas. Junto a él yacía un paquete anudado. Sólo tras observarlo por segunda vez se dieron cuenta de que el paquete era humano. Se trataba de un joven de unos dieciséis años cuyos ojos observaron desafiantes a las dos mujeres. Sin embargo, Marie vio que los músculos de su barbilla estaban temblando. De no haber estado amordazado, seguramente habría aullado de pánico.
Wilmar abrazó a Hedwig, para quien la situación era harto penosa, y saludó a ambas mujeres con orgullo.
—¡Por fin llegáis! ¿Qué me decís? He atrapado a Melcher. He estado buscándolo durante semanas sin ni siquiera hallar una mínima pista de él, y ya estaba a punto de darme por vencido cuando de repente vi que se subía en Lindau a un barco con destino hacia Constanza, y entonces tomé la siguiente embarcación para seguirlo. Al igual que muchos otros, quería ver cómo quemaban al licenciado bohemio en la hoguera. Lo descubrí trepado a un árbol en la zona de Brüel y lo bajé de un sacudón, como quien recoge una fruta madura.
Marie se quedó mirándolo sin poder dar crédito a lo que oía.
—¿Cómo hiciste para traerlo a la ciudad?
—Lo até, lo amordacé y lo metí en una bolsa. Iba a decirle al guardián de la puerta de la ciudad que había comprado un cerdo, pero cuando pasé por allí no había nadie. Los guardias también se habían ido a Brüel para ver arder a Jan Hus. Así que ni siquiera tuve necesidad de pagar un tributo por mi cerdito.
A Wilmar se le notaba la alegría por lo bien que le había salido el golpe.
Hedwig miró a Wilmar con un brillo en los ojos.
—Ahora sí que podremos comprobar la inocencia de mi padre, ¿no es cierto?
Wilmar asintió enérgicamente, pero Marie suavizó su euforia.
—No es tan sencillo. Tendremos que ocultar al muchacho con los soldados de Michel hasta que comience el juicio. Tú, Wilmar, te encargarás de que Michel se lo lleve esta noche, y luego harás que encuentre un lugar donde puedas alojarte tú también. Hedwig, tú te irás a mi habitación de inmediato. Has sido muy imprudente dejándote ver aquí abajo. Los transeúntes podrían haberte reconocido al mirar a través de la ventana.
Los dos jóvenes miraron a Marie con una expresión llena de horror tal que ella estuvo a punto de romper a carcajadas. Mientras contemplaba cómo Wilmar ayudaba a subir a Hedwig, sintió que la desazón cedía paso a un sentimiento sublime que la dejó perpleja. La ejecución de Jan Hus había sido un episodio que aparentemente no tenía ningún tipo de influencia sobre sus actos o su vida. Y sin embargo, tal vez ahora que ya no tenía que ocuparse del licenciado bohemio, el Emperador estaría más inclinado a cumplir el deseo de Württemberg de efectuar un juicio justo contra el asesino del hidalgo de Steinzell.
Marie no encontró al conde Eberhard von Württemberg. El portero le informó con suma amabilidad de que el Emperador había mandado a llamar a los nobles del Imperio para dialogar con ellos acerca de los pasos a seguir, y le pidió que regresara a la mañana siguiente. Marie se sintió como si hubiese chocado contra una pared. Toda la energía que había reunido para instar al Emperador a la acción la abandonó acobardándola, y así fue como regresó a su casa con los hombros caídos, sin tener otro deseo más que acurrucarse en su cama y dormir.
Pero cuando subió la escalera que conducía a su habitación, Hedwig y Wilmar estaban sentados de la mano en el suelo, a los pies de su cama. Marie nunca había podido experimentar en carne propia un sentimiento de inclinación mutua semejante y, muy a su pesar, sintió envidia. Pero en lugar de echar a Wilmar y mandar a Hedwig al saco de paja debajo de la diagonal donde dormía por las noches, como hubiese querido hacer en un primer impulso, se dio media vuelta, descendió a la planta baja y se puso a ayudar a Hiltrud en la cocina.
A la mañana siguiente, cuando Marie se acercó al lugar donde se alojaba Württemberg, el portero le abrió antes de que llegara a la puerta. El hombre parecía alegrarse inmensamente de verla tan temprano.
—Gracias al cielo que has venido, Marie. Su Alteza está insoportable hoy.
Marie no necesitó preguntarle nada más, ya que la voz furiosa de Württemberg se oía hasta la calle. En el mismo momento en que puso un pie dentro de la casa se oyeron unos pasos apurados en la escalera seguidos de un portazo. Un lacayo descendió las escaleras a saltos y esquivó en el último momento una silla que el conde le había arrojado en un rapto de furia. Preocupada, Marie se preguntó qué podría haber desatado su ira, y estuvo a punto de dar media vuelta para regresar en otro momento, pero luego apretó los dientes y subió.
El conde von Württemberg, estaba de pie en la puerta de su habitación, sosteniendo en sus manos un objeto que pensaba arrojarle por la cabeza al próximo que le dirigiera la palabra. Pero cuando vio que era Marie quien iba a su encuentro, dejó caer la bandeja de plata, se dirigió hacia ella y la atrajo salvajemente contra su pecho. Su aliento rancio y sus ojos chispeantes revelaban que había bebido de más. Tenía la camisa abierta y había arrancado un botón de su bragueta. Marie comprendió que algo inesperado debía de haber ocurrido, e interrogó a Württemberg con la mirada.
—Que el diablo se lleve al Emperador —dijo el conde en lugar de saludarla.
—¿Os habéis peleado con él?
—¿Pelearme? Si hubiese osado contradecirle, me habría desterrado, con lo testarudo que es. Ahora que arrojó al maestro bohemio a la hoguera, no hay nada que lo retenga en esta ciudad. Quiere viajar a España lo antes posible para llegar a un acuerdo con los reyes de allí acerca de Pedro de Luna o, para hablar con propiedad, digamos: sobre Su Santidad, Benedicto XIII. En este momento, para el señor Segismundo eso parece ser más importante que cualquier otra cosa. Cuando le pregunté por un par de cuestiones abiertas sobre las que hace tiempo que debería haber tomado ya una decisión (por ejemplo, sobre el asesinato del hidalgo de Steinzell), me despachó enseguida cortante. En el transcurso de nuestra discusión me enteré de que, por consejo del honorable señor Ruppertus von Keilburg, ya derivó el juicio contra tu tío al tribunal episcopal de Constanza. Realmente tuve que hacer grandes esfuerzos por conservar la calma. Se refirió a ese bastardo miserable, al que el diablo debería haberse llevado más temprano que tarde, llamándolo "Ruppertus von Keilburg". Ahora solo falta que Segismundo nombre a Konrad von Keilburg duque de Suabia. Ya tiene poder suficiente como para que lo haga.
Marie apretó los puños en un gesto de furia impotente.
—Lentamente empiezo a creer que el diablo ayuda a los tipos como Ruppert y su hermano a engrandecerse con sus crímenes. Ante el tribunal episcopal, mi tío es hombre muerto incluso antes de que comience el juicio.
El conde Eberhard la atrajo hacia sí, le acarició el cabello e intentó consolarla sin palabras. Al principio, Marie iba a rechazarlo, ya que estaba demasiado tensa. Pero luego se apoyó sobre él.
—Y yo ya me había hecho ilusiones porque Wilmar había encontrado al aprendiz Melcher, que podía dar testimonio de la inocencia de mi tío.
Cansado, Württemberg hizo un gesto de desdén.
—Ese muchacho solo nos serviría si el Emperador en persona fuese el encargado de impartir justicia y si pudiésemos presentar el resto de las pruebas contra Ruppertus Splendidus. Pero para hacer cambiar de parecer a Segismundo, tendría que descender de los Cielos el mismísimo Dios en persona.
Eberhard von Württemberg soltó a Marie y se dirigió hacia la ventana, adonde solía ir cuando se sentía contrariado.
Marie se quedó quieta junto a él, le rodeó el brazo, como si el conde fuese el único hombre que podía brindarle sostén en un mundo en el que todos sus sueños y sus ilusiones se desmoronaban, y se quedó observando a los transeúntes. Su mirada se posó en un grupo de prostitutas conocidas que intercambiaban opiniones de forma exaltada y doblaban por la calle que conducía a Ziegelgraben. Durante un instante, Marie se preguntó con irritación si ese día volvería a haber una reunión en su casa. Estaba cansada de las quejas y los lamentos absurdos. Pero de pronto tuvo una visión. Respiró profundamente e intentó volver a organizar sus ideas. Sólo cuando Württemberg apartó de su brazo las manos acalambradas de ella y comenzó a besarlas de forma juguetona tomó conciencia de que había estado un rato tensa, clavando las uñas en la piel de su amante.