MRS. BOYLE.—¡Hum! Todo eso me suena a cuento chino.
(Se sienta en la butaca grande.)
Yo en su lugar haría algunas indagaciones sobre él. ¿Qué saben ustedes de él?
MOLLIE.—Ni más ni menos de lo que sabemos sobre usted, mistress Boyle. Es decir: que ambos nos pagan siete guineas a la semana.
(Enciende el cigarrillo.)
En realidad no necesito saber nada más, ¿verdad? Es lo único que es de mi incumbencia. No importa que mis huéspedes me gusten o
(Significativamente.)
no me gusten.
MRS. BOYLE.—Es usted joven e inexperta y debería agradecer los consejos de alguien que sabe más que usted. ¿Y qué me dice de ese extranjero?
MOLLIE.—¿Qué quiere que le diga?
MRS. BOYLE.—No le esperaban, ¿verdad?
MOLLIE.—Negarle alojamiento a un viajero va contra la ley, mistress Boyle. Usted debería saberlo.
MRS. BOYLE.—¿Por qué lo dice?
MOLLIE.—
(Dirigiéndose al centro de la sala.)
¿Acaso no fue usted magistrado, mistress Boyle?
MRS. BOYLE.—Lo único que digo es que este Paravicini o como se llame me parece…
(Paravicini entra en la sala sin hacer ruido.)
PARAVICINI.—Vaya con cuidado, mi estimada señora. Habla usted del diablo y aquí lo tiene. ¡Ja, ja!
(Mistress Boyle se sobresalta.)
MRS. BOYLE.—No le he oído entrar.
(Mollie se coloca detrás de la mesita del sofá.)
PARAVICINI.—Es que entré de puntillas… así.
(Hace una breve demostración.)
Nadie me oye si yo no lo quiero. Lo encuentro muy divertido.
MRS. BOYLE.—¿De veras?
PARAVICINI.—
(Sentándose.)
Verá, una vez una joven…
MRS. BOYLE.—
(Levantándose.)
Bueno, tengo que terminar las cartas. Veré si la salita de estar está más caldeada.
(Mistress Boyle se marcha a la salita de estar. Mollie la sigue hasta la puerta.)
PARAVICINI.—Mi encantadora anfitriona parece preocupada. ¿Qué le ocurre, mi querida señora?
(La mira apreciativamente.)
MOLLIE.—Es que esta mañana todo resulta complicado. Por culpa de la nieve.
PARAVICINI.—Sí. La nieve pone las cosas difíciles, ¿no es verdad?
(Se levanta.)
O las pone fáciles.
(Se acerca a la mesa grande y se sienta.)
Sí… muy fáciles.
MOLLIE.—No sé a qué se refiere.
PARAVICINI.—En efecto. Hay muchas cosas que usted no sabe. Me parece, por ejemplo, que no sabe mucho sobre cómo se lleva una casa de huéspedes.
MOLLIE.—
(Acercándose a la mesita y aplastando el cigarrillo.)
Eso me temo. Pero nos hemos propuesto hacerlo bien.
PARAVICINI.—¡Bravo, bravo!
(Da unas palmadas y se levanta.)
MOLLIE.—Aunque no soy mala cocinera…
PARAVICINI.—
(Como un viejo verde.)
Es usted una cocinera encantadora, no hay duda de ello.
(Se acerca a la mesita y coge una mano de Mollie.)
(Mollie retira la mano y da unos pasos.)
¿Me permite que le haga una pequeña advertencia, mistress Ralston?
(Da unos pasos.)
Usted y su marido no deberían ser demasiado confiados, ¿sabe? ¿Tienen referencias de los huéspedes que hay aquí?
MOLLIE.—¿Es normal pedirlas?
(Se vuelve hacia Paravicini.)
Siempre creí que la gente sencillamente… sencillamente se presentaba.
PARAVICINI.—Es aconsejable saber algo sobre la gente que duerme bajo tu techo. Yo, por ejemplo. Me presento diciendo que el coche se me ha atascado en la nieve. ¿Qué saben ustedes de mí? ¡Nada en absoluto! Podría ser un ladrón, un atracador
(Se acerca lentamente a Mollie.)
, un fugitivo de la justicia, un loco… incluso… un asesino…
MOLLIE.—
(Retrocediendo.)
¡Oh!
PARAVICINI.—¿Lo ve? Y puede que de los demás huéspedes no sepa mucho más.
MOLLIE.—Bueno, en lo que se refiere a mistress Boyle…
(Mistress Boyle entra procedente de la salita de estar. Mollie da unos pasos hacia la mesa grande.)
MRS. BOYLE.—En la salita hace demasiado frío para estarse sentada. Escribiré las cartas aquí.
(Se acerca a la butaca grande.)
PARAVICINI.—Si me lo permite, atizaré el fuego.
(Se acerca a la chimenea.)
(El mayor Metcalf entra en la sala.)
MAYOR METCALF.—
(Dirigiéndose a Mollie con anticuado pudor.)
¿Está aquí su marido, mistress Ralston? Me temo que las cañerías del… ejem… lavabo de abajo se han helado.
MOLLIE.—¡Vaya por Dios! ¡Qué día éste! Primero la policía y luego las cañerías.
(Se dirige a la salida.)
(Paravicini deja caer el atizador con gran estruendo. El mayor Metcalf se queda como paralizado.)
MRS. BOYLE.—
(Sobresaltándose.)
¿La policía?
MAYOR METCALF.—
(En voz alta, como si no acabase de creérselo.)
¿Ha dicho la policía?
(Se acerca a la mesa grande.)
MOLLIE.—Hace un momento llamaron por teléfono. Dicen que van a enviarnos un sargento.
(Contempla la nieve.)
Pero no creo que consiga llegar.
(Giles entra con un cesto lleno de leños.)
GILES.—El condenado carbón pesa lo suyo. Y a este precio… ¡Hola! ¿Sucede algo?
MAYOR METCALF.—Acabo de enterarme de que la policía viene para aquí. ¿Por qué?
GILES.—Oh, no importa. Nadie conseguirá llegar con tanta nieve. Debe de haber metro y medio de espesor. Todas las carreteras están bloqueadas. Hoy no vendrá nadie.
(Se acerca a la chimenea con los leños.)
Con su permiso, míster Paravicini: quisiera poner esto aquí.
(Paravicini se aparta de la chimenea. Se oyen tres golpes secos en el ventanal y el sargento Trotter acerca el rostro a los cristales para mirar hacia el interior. Mollie profiere una exclamación y señala hacia el ventanal. Giles se acerca y lo abre de par en par. El sargento lleva esquíes. Es un joven de aspecto corriente, alegre y con un leve acento «cockney».)
TROTTER.—¿Es usted míster Ralston?
GILES.—Sí.
TROTTER.—Gracias, señor. Me presento: Sargento detective Trotter de la policía de Berkshire. ¿Puedo quitarme estos esquíes y guardarlos en alguna parte?
GILES.—
(Señalando hacia la derecha.)
Dé la vuelta hasta la puerta principal. Yo se la abriré.
TROTTER.—Gracias, señor.
(Giles deja el ventanal abierto y se dirige a la puerta principal.)
MRS. BOYLE.—Supongo que para esto pagamos al cuerpo de policía hoy día: para que se diviertan practicando los deportes de invierno.
(Mollie pasa por detrás de la mesa grande y se acerca al ventanal.)
PARAVICINI.—
(Dando unos pasos hacia Mollie y susurrando con furia.)
¿Por qué ha avisado a la policía, mistress Ralston?
MOLLIE.—¡Pero si no la he avisado!
(Cierra el ventanal.)
(Christopher entra procedente de la salita de estar y se acerca al sofá. Paravicini da unos pasos hacia la derecha de la mesa grande.)
CHRISTOPHER.—¿Quién es ese hombre? ¿De dónde ha salido? Lo he visto pasar esquiando por delante de la ventana de la salita. Llevaba mucho ímpetu y levantaba la nieve a su paso.
MRS. BOYLE.—Puede creerlo o no, pero ese hombre es un policía. Un policía ¡esquiando!
(Giles y Trotter entran en la sala. Trotter se ha quitado los esquíes y los lleva en la mano.)
GILES.—
(Dando unos pasos.)
Esto… les presento al sargento detective Trotter.
TROTTER.—
(Avanzando.)
Buenas tardes.
MRS. BOYLE.—No es posible que sea usted sargento. Es demasiado joven.
TROTTER.—No soy tan joven como parezco, señora.
CHRISTOPHER.—Pero sí tiene muchos ímpetus.
GILES.—Guardaremos sus esquíes debajo de la escalera.
(Giles y Trotter salen de la estancia.)
MAYOR METCALF.—Perdóneme, mistress Ralston, ¿puedo usar su teléfono?
MOLLIE.—Por supuesto, mayor Metcalf.
(El mayor Metcalf se acerca al teléfono y marca un número.)
CHRISTOPHER.—
(Sentándose en el extremo derecho del sofá.)
Es muy atractivo, ¿no les parece? Los policías siempre me parecen muy atractivos.
MRS. BOYLE.—No tiene cerebro. Se ve en seguida.
MAYOR METCALF.—
(Hablando por teléfono.)
¡Oiga! ¡Oiga!…
(Se dirige a Mollie.)
Este teléfono no funciona, mistress Ralston.
MOLLIE.—Pues hace media hora funcionaba.
MAYOR METCALF.—Supongo que la línea habrá cedido bajo el peso de la nieve.
CHRISTOPHER.—
(Riéndose histéricamente.)
Así que estamos completamente aislados. Completamente aislados. Es gracioso, ¿no creen?
MAYOR METCALF.—
(Acercándose al sofá.)
No le veo la gracia por ninguna parte.
MRS. BOYLE.—Yo tampoco.
CHRISTOPHER.—Ah, se trata de un chiste que yo me sé. ¡Chist, que vuelve el sabueso!
(Entra Trotter seguido por Giles. Trotter avanza hacia el centro de la sala y Giles se acerca a la mesita de detrás del sofá.)
TROTTER.—
(Sacando su librito de notas.)
Ahora podemos poner manos a la obra, mister Ralston. ¿Mistress Ralston?
(Mollie se adelanta unos pasos.)
GILES.—¿Quiere hablarnos a solas? En tal caso, podríamos pasar a la biblioteca.
(Señala la puerta de la biblioteca.)
TROTTER.—
(Dando la espalda al público.)
No es necesario, señor. Ahorraremos tiempo si están todos presentes. ¿Me permite sentarme ante esta mesa?
(Se acerca a la mesa grande.)
PARAVICINI.—Con su permiso.
(Se aparta de la mesa.)
TROTTER.—Gracias.
(Se instala ante la mesa con actitud de juez.)
MOLLIE.—¡Dése prisa, por favor! Queremos saber de qué se trata.
(Se acerca a la mesa.)
¿Qué es lo que hemos hecho?
TROTTER.—
(Sorprendido.)
¿Qué han hecho? Oh, no es nada de eso, mistress Ralston. Se trata de algo completamente distinto. Algo relacionado con la protección que la policía puede darles, si usted me entiende.
MOLLIE.—¿Protección policial?
TROTTER.—Está relacionado con la muerte de mistress Lyon… Mistress Maureen Lyon, del veinticuatro de Culver Street, Londres, W.2, que fue asesinada ayer, quince de los corrientes. Se habrán enterado del caso por la prensa o la radio, ¿no?
MOLLIE.—Así es. Lo oí por la radio. ¿La mujer estrangulada?
TROTTER.—En efecto, señora.
(Se vuelve hacia Giles.)
Lo primero que quiero saber es si conocían ustedes a mistress Lyon.
GILES.—Es la primera vez que oímos hablar de ella.
(Mollie menea la cabeza.)
TROTTER.—Puede que no la conocieran por Lyon. En realidad no se llamaba así. Estaba fichada por la policía y en la ficha constaban sus huellas dactilares. Por esto hemos podido identificarla sin dificultad. Su verdadero nombre era Maureen Stanning. Su marido era agricultor: John Stanning, con domicilio en Longridge Farm, no muy lejos de aquí.
GILES.—¡Longridge Farm! ¿No fue allí donde aquellos niños…?
TROTTER.—Sí, el caso de Longridge Farm.
(Miss Casewell entra en la sala.)
MISS CASEWELL.—Tres niños…
(Se acerca a una butaca y se sienta.)
(Todos los presentes la miran.)
TROTTER.—Así es, señorita. Los Corrigan. Dos niños y una niña. Comparecieron ante un tribunal por estar necesitados de cuidados y protección. Se les encontró un hogar en casa de míster y mistress Stanning, en Longridge Farm. Posteriormente uno de los pequeños murió a causa de la falta de cuidados y los malos tratos persistentes. El suceso causó sensación.
MOLLIE.—
(Estremeciéndose.)
¡Fue horrible!
TROTTER.—Los Stanning fueron condenados a la cárcel. Stanning murió en el penal. Mistress Stanning fue puesta en libertad tras cumplir la sentencia. Ayer, como he dicho, la encontraron estrangulada en el veinticuatro de Culver Street.
MOLLIE.—¿Quién lo hizo?
TROTTER.—A eso voy, señora. Cerca de la escena del crimen se encontró un bloc de notas. En él había dos direcciones apuntadas. Una era la del veinticuatro de Culver Street. La otra
(Hace una pausa.)
correspondía a Monkswell Manor.
GILES.—¿Qué?
TROTTER.—Así es, señor.
(Durante el siguiente parlamento Paravicini se dirige lentamente hacia la salida de la izquierda y se apoya en el dintel.)
Por esto el superintendente Hogben, al recibir esta información de Scotland Yard, creyó imprescindible que yo viniera aquí y averiguase si estaban ustedes enterados de alguna relación entre esta casa, o alguna de las personas que hay en ella, y el caso de Longridge Farm.
GILES.—
(Dando unos pasos.)
No hay nada… absolutamente nada. Será una coincidencia.
TROTTER.—El superintendente Hogben no cree que se trate de una coincidencia, señor.
(El mayor Metcalf se vuelve y mira a Trotter y durante los siguientes parlamentos procede a llenar su pipa.)
Habría venido personalmente de haber sido posible. Pero tal como está el tiempo y dado que yo sé esquiar, me ha enviado aquí con instrucciones de que tome nota de todo lo referente a cuantos hay en la casa y se lo comunique a él por teléfono. Asimismo, debo tomar las medidas que me parezcan oportunas para garantizar la seguridad de todos los presentes.
GILES.—¿La seguridad? ¿Qué peligro se imagina que corremos? ¡Santo Dios, no estará insinuando que aquí se va a matar a alguien!
TROTTER.—No quiero asustar a las señoras… pero, francamente, sí, eso nos tememos.
GILES.—Pero… ¿por qué?
TROTTER.—Eso es lo que he venido a averiguar.
GILES.—¡Pero si parece cosa de locos!
TROTTER.—Así es, señor. Precisamente por ser cosa de locos resulta peligroso.
MRS. BOYLE.—¡Bobadas!
MISS CASEWELL.—Confieso que se me antoja inverosímil.
CHRISTOPHER.—A mí me parece maravilloso.
(Se vuelve y mira al mayor Metcalf.)
(El mayor Metcalf enciende la pipa.)
MOLLIE.—¿Hay algo que no nos haya dicho, sargento?
TROTTER.—Sí, mistress Ralston. Debajo de las dos direcciones estaba escrito «Tres ratones ciegos». Y sobre el cadáver encontraron un papel que decía «Éste es el primero»; y debajo de estas palabras había tres ratoncitos dibujados y unas notas musicales. Las notas corresponden a la cancioncilla infantil titulada «Tres ratones ciegos». Ya la conoce usted.
(Canta.)
«Tres ratones ciegos…