La Regenta (115 page)

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Authors: Leopoldo Alas Clarin

BOOK: La Regenta
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Quintanar daba diente con diente y preguntaba con los ojos muy abiertos y pasmados.

—«¿Usted dirá?» decían aquellas pupilas brillantes y en aquel momento sin más expresión que un tono interrogante.

«Había que hablar».

—¿Tendría usted... por ahí... un poquito de agua?...—dijo don Fermín, que se ahogaba, y que no podía separar la lengua del cielo de la boca.

Don Víctor buscó agua y la encontró en un vaso, sobre la mesilla de noche. El agua estaba llena de polvo, sabía mal. Don Fermín no hubiera extrañado que supiera a vinagre. Estaba en el calvario. Había entrado en aquella casa porque no había podido menos: sabía que necesitaba estar allí, hacer algo, ver, procurar su venganza, pero ignoraba cómo. «Estaba, cerca de las diez de la noche, en el despacho del marido de la mujer que le engañaba a él, a De Pas, y al marido; ¿qué hacía allí?, ¿qué iba a decir? Por la memoria excitada del Magistral pasaron todas las estaciones de aquel día de Pasión. Mientras bebía el vaso de agua, y se limpiaba los labios pálidos y estrechos, sentía pasar las emociones de aquel día por su cerebro, como un amargor de purga. Por la mañana había despertado con fiebre, había llamado a su madre asustado y como no podía explicarle la causa de su mal había preferido fingirse sano, y levantarse y salir. Las calles, las gentes brillaban a sus ojos como un resplandor amarillento de cirios lejanos; los pasos y las voces sonaban apagados, los cuerpos sólidos parecían todos huecos; todo parecía tener la fragilidad del sueño. Antojábasele una crueldad de fiera, un egoísmo de piedra, la indiferencia universal; ¿por qué hablaban todos los vetustenses de mil y mil asuntos que a él no le importaban, y por qué nadie adivinaba su dolor, ni le compadecía, ni le ayudaba a maldecir a los traidores y a castigarlos? Había salido de las calles y había paseado en el paseo de Verano, ahora triste con su arena húmeda bordada por las huellas del agua corriente, con sus árboles desnudos y helados. Había paseado pisando con ira, con pasos largos, como si quisiera rasgar la sotana con las rodillas; aquella sotana que se le enredaba entre las piernas, que era un sarcasmo de la suerte, un trapo de carnaval colgado al cuello.

«Él, él era el marido, pensaba, y no aquel idiota, que aún no había matado a nadie (y ya era medio día) y que debía de saberlo todo desde las siete. Las leyes del mundo ¡qué farsa! Don Víctor tenía el derecho de vengarse y no tenía el deseo; él tenía el deseo, la necesidad de matar y comer lo muerto, y no tenía el derecho.... Era un clérigo, un canónigo, un prebendado. Otras tantas carcajadas de la suerte que se le reía desde todas partes». En aquellos momentos don Fermín tenía en la cabeza toda una mitología de divinidades burlonas que se conjuraban contra aquel miserable Magistral de Vetusta.

La sotana, azotada por las piernas vigorosas, decía:
ras, ras, ras
; como una cadena estridente que no ha de romperse.

Sin saber cómo, De Pas había pasado delante de la fonda de Mesía. «Sabía él que don Álvaro estaba en casa, en la cama. Si, como temía, don Víctor no le había cerrado la salida del parque de los Ozores, si nada había ocurrido, en el lecho estaba don Álvaro tranquilo, descansando del placer. Podía subir, entrar en su cuarto, y ahogarle allí... en la cama, entre las almohadas.... Y era lo que debía hacer; si no lo hacía era un cobarde; temía a su madre, al mundo, a la justicia.... Temía el escándalo, la novedad de ser un criminal descubierto; le sujetaba la inercia de la vida ordinaria, sin grandes aventuras... era un cobarde: un hombre de corazón subía, mataba. Y si el mundo, si los necios vetustenses, y su madre y el obispo y el papa, preguntaban ¿por qué? él respondía a gritos, desde el púlpito si hacía falta: Idiotas ¿que, por qué mato? Por que me han robado a mi mujer, porque me ha engañado mi mujer, porque yo había respetado el cuerpo de esa infame para conservar su alma, y ella, prostituta como todas las mujeres, me roba el alma porque no le he tomado también el cuerpo.... Los mato a los dos porque olvidé lo que oí al médico de ella, olvidé que
ubi irritatio ibi fluxus
, olvidé ser con ella tan grosero como con otras, olvidé que su carne divina era carne humana; tuve miedo a su pudor y su pudor me la pega; la creí cuerpo santo y la podredumbre de su cuerpo me está envenenando el alma.... Mato porque me engañó; porque sus ojos se clavaban en los míos y me llamaban hermano mayor del alma al compás de sus labios que también lo decían sonriendo, mato porque debo, mato porque puedo, porque soy fuerte, porque soy hombre... porque soy fiera...».

Pero no mató. Se acercó a la portería y preguntó... por el señor obispo de Nauplia, que estaba de paso en Vetusta.

—Ha salido—le dijeron. Y don Fermín sin ver lo que hacía, dobló una tarjeta y la dejó al portero.

Y volvió a su casa. Se encerró en el despacho. Dijo que no estaba para nadie y se paseó por la estrecha habitación como por una jaula.

Se sentó, escribió dos pliegos. Era una carta a la Regenta. Leyó lo escrito y lo rasgó todo en cien pedazos. Volvió a pasear y volvió a escribir, y a rasgar y a cada momento clavaba las uñas en la cabeza.

En aquellas cartas que rasgaba, lloraba, gemía, imprecaba, deprecaba, rugía, arrullaba; unas veces parecían aquellos regueros tortuosos y estrechos de tinta fina, la cloaca de las inmundicias que tenía el Magistral en el alma: la soberbia, la ira, la lascivia engañada y sofocada y provocada, salían a borbotones, como podredumbre líquida y espesa. La pasión hablaba entonces con el murmullo ronco y gutural de la basura corriente y encauzada. Otras veces se quejaba el idealismo fantástico del clérigo como una tórtola; recordaba sin rencor, como en una elegía, los días de la amistad suave, tierna, íntima, de las sonrisas que prometían eterna fidelidad de los espíritus; de las citas para el cielo, de las promesas fervientes, de las dulces confianzas; recordaba aquellas mañanas de un verano, entre flores y rocío, místicas esperanzas y sabrosa plática, felicidad presente comparable a la futura. Pero entre los quejidos de tórtola el viento volvía a bramar sacudiendo la enramada, volvía a rugir el huracán, estallaba el trueno y un sarcasmo cruel y grosero rasgaba el papel como el cielo negro un rayo. «¡Y por quién dejaba Ana la salvación del alma, la compañía de los santos y la amistad de un corazón fiel y confiado...! ¡por un don Juan de similor, por un elegantón de aldea, por un parisién de temporada, por un busto hermoso, por un Narciso estúpido, por un egoísta de yeso, por un alma que ni en el infierno la querrían de puro insustancial, sosa y hueca!...». «Pero ya comprendía él la causa de aquel amor; era la impura lascivia, se había enamorado de la carne fofa, y de menos todavía, de la ropa del sastre, de los primores de la planchadora, de la habilidad del zapatero, de la estampa del caballo, de las necedades de la fama, de los escándalos del libertino, del capricho, de la ociosidad, del polvo, del aire.... Hipócrita... hipócrita... lasciva, condenada sin remedio, por vil, por indigna, por embustera, por falsa, por...» y al llegar aquí era cuando furioso contra sí mismo, rasgaba aquellos papeles el Magistral, airado porque no sabía escribir de modo que insultara, que matara, que despedazara, sin insultar, sin matar, sin despedazar con las palabras. «Aquello no podía mandarse bajo un sobre a una mujer, por más que la mujer lo mereciera todo. No, era más noble sacar de una vaina un puñal y herir, que herir con aquellas letras de veneno escondidas bajo un sobre perfumado».

Pero escribía otra vez, procuraba reportarse, y al cabo la indignación, la franqueza necesaria a su pasión estallaban por otro lado; y entonces era él mismo quien aparecía hipócrita, lascivo, engañando al mundo entero. «Sí, sí, decía, yo me lo negaba a mí mismo, pero te quería para mí; quería, allá en el fondo de mis entrañas, sin saberlo, como respiro sin pensar en ello, quería poseerte, llegar a enseñarte que el amor, nuestro amor, debía ser lo primero; que lo demás era mentira, cosa de niños, conversación inútil; que era lo único real, lo único serio el quererme, sobre todo yo a ti, y huir si hacía falta; y arrojar yo la máscara, y la ropa negra, y ser quien soy, lejos de aquí donde no lo puedo ser: sí, Anita, sí, yo era un hombre ¿no lo sabías? ¿por eso me engañaste? Pues mira, a tu amante puedo deshacerle de un golpe; me tiene miedo, sábelo, hasta cuando le miro; si me viera en despoblado, solos frente a frente, escaparía de mí... Yo soy tu esposo; me lo has prometido de cien maneras; tu don Víctor no es nadie; mírale como no se queja: yo soy tu dueño, tú me lo juraste a tu modo; mandaba en tu alma que es lo principal; toda eres mía, sobre todo porque te quiero como tu miserable vetustense y el aragonés no te pueden querer, ¿qué saben ellos, Anita, de estas cosas que sabemos tú y yo...? Sí, tú las sabías también... y las olvidastes... por un cacho de carne fofa, relamida por todas las mujeres malas del pueblo.... Besas la carne de la orgía, los labios que pasaron por todas las pústulas del adulterio, por todas las heridas del estupro, por...».

Y don Fermín rasgó también esta carta, y en mil pedazos más que todas las otras. No acertaba a arrojar en el cesto los pedacitos blancos y negros, y el piso parecía nevado; y sobre aquellas ruinas de su indignación artística se paseaba furioso, deseando algo más suculento para la ira y la venganza que la tinta y el papel mudo y frío.

Salió otra vez de casa; paseó por los soportales que había en la Plaza Nueva, enfrente de la casa de los Ozores.

«¿Qué habría pasado? ¿Habría descubierto algo don Víctor? No; si hubiera habido algo, ya se sabría. Don Víctor habría disparado su escopeta sobre don Álvaro, o se estaría concertando un desafío y ya se sabría; no se sabía nada, nada; luego nada había sucedido».

Dos, tres veces, ya al obscurecer, entró el Magistral en el zaguán obscuro del caserón de la Rinconada. Quería saber algo, espiar los ruidos... pero a llamar no se atrevía... «¿A qué iba él allí? ¿Quién le llamaba a él en aquella casa donde en otro tiempo tanto valía su consejo, tanto se le respetaba y hasta quería? Nadie le llamaba. No debía entrar». No entró. «Además, iba pensando mientras se alejaba, si yo me veo frente a ella, ¿qué sé yo lo que haré? Si ese marido indigno, de sangre de horchata, la perdona, yo... yo no la perdono y si la tuviera entre mis manos, al alcance de ellas siquiera.... Sabe Dios lo que haría. No, no debo entrar en esa casa; me perdería, los perdería a todos».

Y volvió a la suya. Doña Paula entró en el despacho. Hablaron de los negocios del comercio, de los asuntos de Palacio, de muchas cosas más; pero nada se dijo de lo que preocupaba al hijo y a la madre.

—«No se podía hablar de aquello» pensaba él.

—«No se podía hablar de aquello, ni a solas» pensaba ella.

La madre lo sabía todo. Había comprado el secreto a Petra.

Además, ya ella, por su servicio de policía secreta, y por lo que observaba directamente, había llegado a comprender que su hijo había perdido su poder sobre la Regenta. Si antes la maldecía porque la creía querida de su Fermo, ahora la aborrecía porque el desprecio, la burla, el engaño, la herían a ella también. ¡Despreciar a su hijo, abandonarle por un barbilindo mustio como don Álvaro! El orgullo de la madre daba brincos de cólera dentro de doña Paula. «Su hijo era lo mejor del mundo. Era pecado enamorarse de él, porque era clérigo; pero mayor pecado era engañarle, clavarle aquellas espinas en el alma.... ¡Y pensar que no había modo de vengarse! No, no lo había». Y lo que más temía doña Paula era que el Magistral no pudiera sufrir sus celos, su ira, y cometiese algún delito escandaloso.

La desesperaba la imposibilidad de consolarle, de aconsejarle.

A doña Paula se le ocurría un medio de castigar a los infames, sobre todo al barbilindo agostado; este medio era divulgar el crimen, propalar el ominoso adulterio, y excitar al don Quijote de don Víctor para que saliera lanza en ristre a matar a don Álvaro.

«Y nada de esto se le podía decir a Fermo».

Doña Paula entraba, salía, hablaba de todo, observaba todos los gestos de su hijo, aquella palidez, aquella voz ronca, aquel temblor de manos, aquel ir y venir por el despacho.

«¡Qué no hubiera dado ella por insinuarle el modo de vengarse! Sí, bien merecía aquel hijo de las entrañas que se le arrancasen aquellas espinas del alma. ¡Había sido tan buen hijo! ¡Había sido tan hábil para conservar y engrandecer el prestigio que le disputaban!». Desde que doña Paula vio que «no estallaba un escándalo», que don Fermín mostraba discreción y cautela incomparables en sus extrañas relaciones con la Regenta, se lo perdonó todo y dejó de molestarle con sus amonestaciones. Y después del triunfo de su hijo sobre la impiedad representada en don Pompeyo Guimarán, después de aquella conversión gloriosa, su madre le admiraba con nuevo fervor y procuraba ayudarle en la satisfacción de sus deseos íntimos, guardando siempre los miramientos que exigía lo que ella reputaba decencia.

No, no se podía hablar de aquello que tanto importaba a los dos; y al fin doña Paula dejó solo a don Fermín; subió a su cuarto. Y desde allí, en vela, se propuso espiar los pasos de su hijo, que continuaba moviéndose abajo: le oía ella vagamente.

Sí, don Fermín, que cerró la puerta del despacho con llave en cuanto se quedó solo, se movía mucho: tenía fiebre. Se le ocurrían proyectos disparatados, crímenes de tragedia, pero los desechaba en seguida. «Estaba atado por todas partes». Cualquier atrocidad de las que se le ocurrían, que podía ser sublime en otro, en él se le antojaba, ante todo, grotesca, ridícula.

Pero aquella sotana le quemaba el cuerpo. La idea de maníaco de que estaba vestido de máscara llegó a ser una obsesión intolerable. Sin saber lo que hacía, y sin poder contenerse, corrió a un armario, sacó de él su traje de cazador, que solía usar algunos años allá en Matalerejo, para perseguir alimañas por los vericuetos; y se transformó el clérigo en dos minutos en un montañés esbelto, fornido, que lucía apuesto talle con aquella ropa parda ceñida al cuerpo fuerte y de elegancia natural y varonil, lleno de juventud todavía. Se miró al espejo. «Aquello ya era un hombre». La Regenta nunca le había visto así.

«En el armario había un cuchillo de montaña».

Lo buscó, lo encontró y lo colgó del cinto de cuero negro. La hoja relucía, el filo señalado por rayos luminosos, parecía tener una expresión de armonía con la pasión del clérigo. El Magistral le encontraba
una música
al filo insinuante.

«Podía salir de casa, ya era de noche, noche cerrada, ya habría poca gente por las calles, nadie le reconocería con aquel traje de cazador montañés; podía ir a esperar a don Álvaro a la calleja de Traslacerca, a la esquina por donde decía Petra que le había visto trepar una noche. Don Álvaro, si don Víctor no había descubierto nada o si no sabía que don Víctor le había descubierto, volvería otra vez, como todas las noches acaso... y él, don Fermín, podía esperarle al pie de la tapia, en la calleja, en la obscuridad... y allí, cuerpo a cuerpo, obligándole a luchar, vencerle, derribarle, matarle.... ¡Para eso serviría aquel cuchillo!».

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