Authors: Leopoldo Alas Clarin
La noche era obscura, el frío intenso. Don Víctor no tuvo más remedio que volver a su cuarto por la capa. Se exponía a hacer ruido, o que el otro tuviera tiempo de venir y escalar el balcón entre tanto... pero a cuerpo no se podía estar allí. Se quedaría helado. Fue, con la prisa que pudo, a buscar la capa, y bien embozado volvió a su puesto de centinela en el cenador, desde el cual veía el perfil de la tapia, destacándose borrosa en el cielo negro; y vería también el balcón del tocador si se abría para dar paso a don Álvaro.
Oyó las doce, la una, las dos... no oyó las tres, porque debió de dormitar un poco, aunque él se lo negaba a sí mismo.... Y a las cuatro no pudo resistir ya el frío y el sueño; y delirante, sin conciencia de sí mismo ni del mundo ambiente, tropezando en todo, subió a su cuarto, buscó la cama a tientas, se desnudó por máquina, se envolvió entre las sábanas y se quedó dormido en un sopor de fiebre lleno de fantasmas ardientes, de monstruos dolorosos.
Aquella tarde no asistieron al Casino a la hora del café, como solían, ni Mesía, ni Ronzal, ni el capitán Bedoya ni el coronel Fulgosio.
Lo cual notado que fue por Foja, el ex-alcalde, le hizo exclamar en son de misterio:
—Señores, cuando yo digo que hay gato....
—¿Qué gato?—preguntó don Frutos Redondo el americano.
Estaban, como siempre a tal hora, en la sala contigua al gabinete rojo, el del tresillo.
Todos los presentes rodearon a Foja que añadió:
—Noten ustedes que hoy no han venido ni Ronzal, ni el capitán ni el coronel. Ciertos son los toros. Cuando el río suena....
—Pero ¿qué suena?—preguntó Orgaz padre, que algo sabía.
Joaquinito, que se daba aires de saber muchas cosas, dijo:
—Nada, señores, yo digo a ustedes que no hay nada....
—Pues con permiso de usted yo sé que hay grandes novedades. Lo sé de buena tinta.... Quintanar debe de haber mandado a estas horas sus padrinos a don Álvaro.
—¡Padrinos! ¿por qué?—preguntó Redondo.
—¡Bah! Está usted buen cazurro. Demasiado sabe usted por qué. La verdad es que aquello era un escándalo.
Joaquín Orgaz defendió a don Álvaro.
Pero Foja no atacaba a Mesía, atacaba a don Víctor que había consentido tanto tiempo aquella desvergüenza.
—¿Pero qué sabe usted si consentía? No sabía nada. Y si ahora desafía al otro, será que descubrió algo....
—O que se ha cansado de aguantar...—O no habrá tal desafío.
Toda la tarde se habló allí de lo mismo. Al obscurecer llegó Ronzal. Nadie se atrevió a interrogarle al principio. Foja se cansó de ser prudente y preguntó a Trabuco dándole un golpecito en el hombro:
—¿Es usted padrino?—¿Padrino de qué?—dijo Ronzal con ceño adusto, aire misterioso, y como hombre prudentísimo que opone un muro de hielo a una indiscreción.
—Padrino del duelo a muerte entre Mesía y Quintanar....
—¿Pero a usted quién le ha dicho?... Palabra de... quiero decir... yo no sé... yo niego.... Es usted un mentecato y un hablador insustancial ¿Cree usted que asuntos tan serios se vienen a tratar al café?
—¿Ven ustedes? Lo que yo decía—gritó Foja triunfante sin hacer caso de los insultos.
Ronzal negó, se obstinó en callar; pero se conocía que le costaba grandes esfuerzos.
Miró el reloj muchas veces y preguntó a Joaquinito Orgaz, aparte, pero de modo que lo oyeran los demás:
—¿Sabe usted si don Pedro el picador tiene todavía sables de...?
Y lo demás lo dijo en voz baja.
Orgaz no sabía nada; Ronzal hizo un gesto de disgusto y salió del Casino, diciendo:
—Adiós, señores.—¿Ven ustedes? Lo que yo decía. Duelo tenemos. Aquellos señores se declararon en sesión permanente. Los mozos encendieron el gas, y continuó el tertulín de la tarde empalmándose con el de la noche. Algunos fueron a cenar y volvieron. A las ocho en todo el Casino no se hablaba más que del duelo. Los del billar dejaron los tacos para venir a la sala de las mentiras a cazar noticias; hasta
los de arriba
, los del cuarto del crimen, que solían dejar que pasaran revoluciones sin darse por entendidos, mandaron sus emisarios abajo para saber lo que ocurría.
Un desafío en Vetusta era un acontecimiento de los más extraordinarios. De tarde en tarde algunos señoritos se daban de bofetadas en el Espolón, en algún sitio público, pero no pasaba de ahí. Los insultos no tenían jamás consecuencias. Nunca había habido en Vetusta una sala de armas. Hacía años, un comandante retirado había querido ganarse la vida dando lecciones de sable: el Marquesito, Orgaz hijo y padre, Ronzal y otros varios comenzaron con gran afición a dejarse dar de palos, pero pronto se cansaron y el comandante tuvo que dedicarse a pedir un duro prestado a cualquiera.
No se recordaba en la población más que dos desafíos en que se hubiera llegado
al terreno
; uno de Mesía, allá, muchos años atrás, cuando era muy joven; había sido padrino del contrario Frígilis, único vetustense que asistió al lance.
Nunca había querido decir lo que había pasado allí, pero era lo cierto que ni Mesía ni su adversario habían guardado cama un solo día después del duelo.
El otro desafío había sido entre un jefe económico y un cajero por cuestiones de la caja. Sobre si sacaste tú o saqué yo. Se habían batido a primera sangre. El cajero había recibido un arañazo en el cuello, porque el jefe económico daba sablazos horizontales con el propósito de degollar al contrario. Y no había más desafíos
llevados al terreno
en las crónicas vetustenses.
Se discutió mucho aquella noche, para pasar el rato mientras llegaban noticias, sobre la legitimidad de esta
costumbre bárbara que habíamos heredado de la Edad media
.
Orgaz padre, que era algo erudito, aunque de oficio escribano, aseguró que el duelo era resto de las ordalías.
Don Frutos dijo que sí sería, pero que ni ordalías ni san ordalías le hacían a él batirse. Él acudía al juez si le ofendían, y si no había modo, ventilaba la cuestión a palos.—Eso de que me mate un espadachín, que no ha tenido que trabajar para ganarse la comida, no lo consentirá el hijo de mi madre.
—Sin embargo—decía Orgaz padre—hay circunstancias... el honor... la sociedad.... Ya ve usted, Fígaro condena el duelo, y confiesa que él se batiría llegado el caso.
—Es que yo no soy un mal barbero, señor mío—gritó don Frutos—tengo algo que perder.
Hubo que explicarle a don Frutos quién era Fígaro; pero aún después de enterado, Redondo, que sudaba ya de tanto discutir y gritar, vociferó diciendo, que de todas maneras, al que le desafiase, él le rompía el alma....
—Pues yo—dijo el ex-alcalde—a la justicia me atengo... una querella criminal, la ley está terminante....
—Pues yo—exclamó solemnemente Orgaz padre, puesto en pie y con voz temblorosa—yo no hago nada de eso. Al que me desafíe, si es un diestro, le obligo a aceptar un duelo en las condiciones siguientes: (Atención general.) A dos pasos de distancia (se coloca, midiendo dos pasos largos, enfrente de don Frutos que se pone muy serio y erguido) una pistola cargada, y otra no cargada. (Orgaz palidece ante la idea de que aquello pudiera suceder como lo cuenta.) Una, dos, tres (da las tres palmadas) ¡plun! ¡y al que Dios se la dé San Pedro se la bendiga! Así me bato yo. La cuestión no es ser diestro, es tener valor.
—¡Bravo, bravo! ¡eso, eso!—gritó gran parte del concurso, como si oyera aquello por primera vez.
Siempre que se hablaba de desafíos decían lo mismo que aquel día Foja, don Frutos, Orgaz y otros caballeros.
En vano esperaron los socios noticias. En toda la noche no parecieron por allí ni Ronzal, ni Fulgosio, ni Bedoya, que, según se decía, eran los padrinos, amén de Frígilis.
Era verdad. Por más que Crespo encargó el secreto más absoluto a todas las personas que tuvieron que intervenir en el triste negocio, no se sabe cómo, aunque se sospecha que por culpa de Ronzal, pronto corrió por Vetusta el rumor de lo cierto. Petra y Ronzal habían sido los indiscretos. Petra, por venganza, por mala índole, había hablado, había dicho a alguna amiga
lo de
su antigua ama. «¿Que por qué había dejado aquella casa? Por tal y por cual». Trabuco, a quien la honra de merecer la confianza de Quintanar había llenado de vanidad, no había podido resistir la tentación de dejar
transparentarse
su secreto. Ello era que en todo Vetusta no se hablaba de otra cosa.
El Gobernador decía en su casa que no se le hablase de aquello, que su deber de autoridad estaba en abierta contradicción con su deber de caballero, que debía tener oídos de mercader, ojos de topo, y los tendría....
Pasó aquel día, y pasó el siguiente y no se sabía nada.
—¿Era
una papa
lo del duelo?—preguntaba Foja en el Casino.
Y entonces reventó Joaquinito Orgaz, que lo sabía todo por el Marquesito.
—No, no era broma; la cosa iba de veras. Duelo a muerte.
Pero los padrinos se habían portado mal, eran torpes, a pesar de las ínfulas del coronel Fulgosio que decía tener el código del honor en la punta de los dedos: no parecían armas, se había hablado del sable primero, pero no parecían sables de desafío; no había en Vetusta sables así, o no querían darlos los que los tenían. Se había recurrido a la pistola... y tampoco parecían pistolas a propósito. «Yo creo—añadía Joaquinito, y Paco cree lo mismo, que esto es inverosímil y que Frígilis quiere dar largas al asunto a ver si convence a Mesía y lo hace marcharse de Vetusta».
—¡Qué indignidad!—gritó Foja.
—Pues ésa había sido la primera solución. La misma noche del día en que, al parecer (esto se cuenta por lo menos) don Víctor descubrió su deshonra, Frígilis fue a ver a Mesía y le suplicó que saliera del pueblo cuanto antes. Mesía se lo contó
ce
por
be
a Paco.
—Bueno, ¿y qué más?
—Nada, que Mesía, como era natural, se opuso; dijo que Quintanar y todo Vetusta podían atribuir a miedo su ausencia.—Pero Frígilis, que tiene cierta influencia sobre don Álvaro, le obligó a darle palabra de honor de que al día siguiente tomaría el tren de Madrid. Parece ser que Quintanar tuvo en sus manos la vida de Álvaro; que pudo matarle de un tiro y no le mató. Y Frígilis invocaba esto y los derechos del marido ultrajado para obligar a Mesía a huir. «Eso no es cobardía—dice que le dijo—eso es hacerse justicia a sí mismo, usted merece la muerte por su traición y yo le conmutó la pena por el destierro».
—¿Eso dijo Crespo?—Eso.—¡Miren Frígilis!—Tiene mucha confianza con Álvaro, que le respeta mucho.
—Bueno, ¿y qué más?
—Nada, que Álvaro dio palabra. Pero al día siguiente, ayer por la mañana, cuando estaba ya nuestro don Juan haciendo el equipaje para largarse, se le presentaron Frígilis y Ronzal en son de desafío. Parece ser que muy temprano don Víctor llamó a Frígilis y le obligó a buscar a Trabuco para ir juntos a desafiar al burlador; Frígilis no tuvo más remedio que obedecer, porque al saber Quintanar que el otro pensaba escapar, amenazó con seguirle al fin del mundo y llamarle cobarde en los periódicos, en la calle.... Estaba furioso.
—¡Claro, las comedias!—Ello es, que Frígilis tuvo que devolver a Álvaro la promesa de huir y mandarle buscar padrinos.
—¿Y Mesía?—Es claro; dejó el viaje y buscó padrinos; querían que yo fuese uno (mentira) pero después... como yo soy muy amigo de ambos... en fin, se buscó otros... y no parecían.... Sólo Fulgosio, que siempre se presta a tales enredos... y Bedoya, que al fin es militar....
En general, Joaquinito estaba bien enterado. Mesía se lo había dicho todo al Marquesito que había ido a verle a la fonda.
Lo que no le había dicho era que él tenía mucho miedo; que así como se alegraba de ver rotas aquellas relaciones que iban a acabar con la poca salud que le quedaba y a dejarle en ridículo a los mismos ojos de Ana, le horrorizaba la idea de verse frente a frente de don Víctor con una espada o una pistola en la mano.
La proposición primera de Frígilis la aceptó inmediatamente.
«¡Era natural! debía huir, ¿con qué derecho iba él a procurar la muerte del hombre que le había perdonado la vida aquella mañana y a quien él había robado la honra? Huiría; al día siguiente, sin falta tomaría el tren».
Ya lo esperaba Frígilis, que sabía a qué atenerse respecto del valor de Álvaro.
Como que había sido testigo de aquel duelo misterioso, a que aludían los socios del Casino. Don Álvaro, por culpa de una mujer, había sido retado a singular combate por un forastero; todos los padrinos eran de la guarnición menos Frígilis, único vetustense que presenció el lance. El duelo era a sable, en el Montico, en una arboleda, de tarde, cerca del obscurecer. Mesía y su adversario estaban en mangas de camisa (se acordaba Frígilis como si hubiese sido el día anterior), estaban en mangas de camisa, sable en mano... ambos pálidos y temblando de frío y de miedo. El cielo encapotado amenazaba desplomarse en torrentes de lluvia. Los dos
combatientes
miraban a las nubes. Frígilis comprendió lo que deseaban. Comenzó la lid soltera y al primer choque de los aceros estalló un trueno y empezaron a caer gotas como puños. Mesía y su adversario temblaban como las ramas de los árboles que batía el viento.... Tan grande fue el chaparrón que los padrinos suspendieron el duelo... que no se continuó. «No habían ido a batirse contra los elementos». Mesía quedó incólume y Crespo implícitamente le dio seguridades de que guardaría el secreto de aquel trance ridículo y de la cobardía del Tenorio vetustense.
Recordando todo esto, Frígilis trató como un zapato a Mesía aquella noche memorable en que le intimó la huida. Pero—decía bien Joaquín Orgaz—al día siguiente tuvo que devolver su palabra a don Álvaro. Ya no debía huir. Quintanar se empeñaba en batirse; era aragonés y no cejaría.
«No sé quién me le ha cambiado. Anoche parecía resuelto o poco menos a una solución pacífica, se contentaba con que usted desapareciera; y hoy, cuando fui a verle me encontré al señor de Ronzal, que está presente, al lado del lecho de mi amigo».
Ronzal saludó. Mesía se había puesto muy pálido. Estaba metiendo ropa blanca en un mundo y suspendió la tarea.
—De modo que...—Que tiene usted que buscar padrinos.
A Frígilis le había disgustado que don Víctor, sin consultar con él, hubiese llamado a Ronzal. Quintanar creía en la energía del diputado por Pernueces y sabía que no estimaba a don Álvaro. Según el ex-magistrado, era un buen padrino. Error, según Frígilis.