Authors: Leopoldo Alas Clarin
En esto pensaba cuando entró en el comedor, ya al obscurecer, a preparar la lámpara. Sintió que la sujetaban por la cintura y le daban un beso en la nuca.
«Era el otro; ¡pobre, no sabía lo que le aguardaba!».
Don Álvaro, después de su conversación con Ana, la había hecho retirarse y se había quedado solo en el comedor para «dar el ataque» a Petra y proponerle, entre caricias, de que cada día le pesaba más, el cambio de amos. No era cierto que hubiese vacante en la fonda, pero allí era él amo y se crearía la vacante. Con toda la diplomacia que pudo emplear un hombre que se creía principalmente político y era seductor de oficio, ofreció a la doncella la nueva posición, «que sería divertidísima, y lucrativa como pocas». Don Víctor le tenía miedo, doña Ana también, cada cual por su motivo, y él, don Álvaro, sería mucho mejor servido si Petra consentía en salir de la casa.
«Ya ves, hija, tú has cometido una falta, tratar a la señora con altivez, con insolencia; esto, que es feo de por sí, la asustó a ella haciéndole creer que sabes algo y que abusas de tu secreto; le asustó a él que teme que vas a cantar, y me perjudica a mí, como comprendes, porque... ya ves... estando asustada ella... recelosa... pago yo. A ti ya no te necesito en esta casa, porque yo entro y salgo ya sin guías... y allá en casa... en la fonda puedes sernos útil.... Además...».
Además, don Álvaro comprendía que ya no podía pagar a Petra sus servicios con amor, porque cada día era más urgente economizarlo; y llevando a la chica a la fonda, allí otros huéspedes hambrientos de esta clase de bocados la distraerían y él cumpliría con propinas en adelante. En suma, ya le estorbaba Petra en el caserón de los Ozores por muchos conceptos. Pero a ella no se le podían dar tales razones.
—Señorito—dijo Petra, que a pesar de su resolución reciente, sintió en el orgullo una herida de tres pulgadas—no necesita apurarse tanto para convencerme de que debo irme de esta casa.
—No, hija, lo que es, si tú lo tomas por donde quema, yo no insisto.
—No señor, si no me deja usted explicarme.... Si yo quiero salir de aquí; si precisamente... pero en cuanto a lo de irme a la fonda, no señor. Una cosa es que una tenga sus caprichos y una buena voluntad, ¿entiende usted? y otra cosa que a una la regalen a los amigos, y la lleven y la traigan... y....
—Pero, Petrica, si no es eso, si yo por tu bien....
Don Álvaro bajaba la voz y Petra la levantaba.
Pero la astuta moza, que sabía contenerse, cuando era por su bien, se reprimió, y cambiando el tono, y el estilo se disculpó, disimuló el enojo, y dijo que todo estaba perfectamente, y que ella misma pediría la soldada, y se iría tan contenta, no a la fonda, sino a otra casa; una proporción que tenía, y que no podía decir todavía cuál era. Por lo demás, tan amigos, y si el señorito, don Álvaro, la necesitaba, allí la tenía, porque la ley era ley; y en lo tocante a callar, un sepulcro. Que ella lo había hecho por afición a una persona, que no había por qué ocultarlo, y por lástima de otra, casada con un viejo chocho, inútil y
chiflao
que era una compasión.
Petra engañó otra vez a Mesía. Hasta le consintió nuevas caricias de gratitud que él se juró serían las últimas, por lo de la economía, que le tenía maniático.
Don Víctor supo aquella noche en el Casino que al día siguiente Petra pediría la cuenta, se marcharía.
¡Oh placer! Quintanar respiró con fuerza de fuelle y abrazó a su amigo. «Le debía algo mejor que la vida, la tranquilidad de su hogar doméstico».
Trabajaba don Fermín en su despacho, envueltos los pies en el mantón viejo de su madre; escribía a la luz blanquecina y monótona de la mañana nublada. Un ruido le distrajo, levantó los ojos y vio en medio del umbral a doña Paula, pálida, más pálida que solía.
—¿Qué hay, madre?—Está ahí esa Petra, la de Quintanar, que quiere hablarte.
—¡Hablarme!... ¿tan temprano? ¿qué hora es?
—Las nueve.... Dice que es cosa urgente.... Parece que viene asustada... le tiembla la voz....
El Magistral se puso del color de su madre, y en pie como por máquina:
—Que entre, que entre.... Doña Paula dio media vuelta y salió al pasillo. Antes acarició a su hijo con una mirada de compasión de madre.
—Entra... dijo a Petra que, toda de negro, esperaba, con la cabeza inclinada sobre el pecho.
Doña Paula quería comerse con los ojos el secreto de la criada. ¿Qué sería? Dudó un momento... estuvo casi resuelta a preguntar... pero se contuvo y dijo otra vez:
—Anda, hija mía, entra. «Hija mía—pensó Petra—esta me quiere en casa; segura es mi suerte».
—¿Qué hay?—gritó el Magistral acercándose a la criada, como queriendo salir al paso a las noticias....
Petra vio que estaban solos... y se echó a llorar.
Don Fermín hizo un gesto de impaciencia, que no vio Petra, porque tenía los ojos humillados. Había querido hablar el canónigo, pero no había podido; sentía en la garganta manos de hierro, y por el espinazo y las piernas sacudimientos y un temblor tenue, frío y constante.
—¡Pronto! ¿qué pasa?...—pudo preguntar al cabo.
Petra dijo, sin cesar de gemir, que necesitaba que la oyese en confesión, que no sabía si era una buena obra o un pecado lo que iba a hacer, que ella quería servirle a él, servir a su amo, servir a Dios, que al fin religión era también el interés del prójimo, pero... temía... no sabía si debía....
—¡Habla!... ¡habla!... te digo que hables pronto... ¿qué hay, Petra?... ¿qué hay?...—Don Fermín, con disimulo, apoyó una mano en la mesa. Hubo una pausa—. Habla, por Dios....
—¿En confesión?—Petra, habla... pronto...—Señor, yo he prometido decir a usted... todo....
—Sí, todo, habla.—Pero ahora no sé... no sé... si debo....
Don Fermín corrió a la puerta, la cerró por dentro, y volviéndose rápido y con ademán descompuesto, gritó, sujetando con fuerza el brazo de la criada:
—¡Déjate de disimulos, habla o te arranco yo las palabras!
Petra le miró cara a cara, fingiendo humildad y miedo; «quería ver el gesto que ponía aquel canónigo al saber que la señorona se la pegaba».
Petra dijo, sin rodeos, que había visto ella, con sus propios ojos, lo que jamás hubiera creído. El mejor amigo del amo, aquel don Álvaro que de día no se separaba de don Víctor... entraba de noche en el cuarto de la señora por el balcón y no salía de allí hasta el amanecer. Ella le había visto una noche, creyendo que soñaba, porque se había puesto a espiar creyendo así desvanecer ciertas sospechas, pero ¡ay! era verdad, era verdad.... Aquel infame había pervertido a la señorita, una santa.... ¡Bien temía don Fermín!...».
Petra seguía hablando, pero hacía rato que De Pas no la oía.
En cuanto comprendió de qué se trataba, antes de oír las frases crudas con que pintó la rubia lúbrica el asalto del caserón de los Ozores por el Tenorio vetustense, don Fermín giró sobre los talones, como si fuera a caer desplomado, dio dos pasos inciertos y llegó al balcón contra cuyos cristales apoyó la frente. Parecía mirar a la calle. Pero tenía los ojos cerrados.
Oía a Petra sin entender bien su palique, le molestaba el ruido de la voz aguda y lacrimosa, no lo que decía, que ya no llegaba a la atención del canónigo; quería mandarla callar, pero no podía, no podía hablar, no podía moverse....
Petra habló todo lo que quiso. Cuando calló, se oyeron nada más los ruidos apagados de la calle; las ruedas de un coche que corría muy lejos, la voz de un mercader ambulante que pregonaba a grito limpio paños de manos y encajes finos.
El Magistral estaba pensando que el cristal helado que oprimía su frente parecía un cuchillo que le iba cercenando los sesos; y pensaba además que su madre al meterle por la cabeza una sotana le había hecho tan desgraciado, tan miserable, que él era en el mundo lo único digno de lástima. La idea vulgar, falsa y grosera de comparar al clérigo con el eunuco se le fue metiendo también por el cerebro con la humedad del cristal helado. «Sí, él era como un eunuco enamorado, un objeto digno de risa, una cosa repugnante de puro ridícula.... Su mujer, la Regenta, que era su mujer, su legítima mujer, no ante Dios, no ante los hombres, ante ellos dos, ante él sobre todo, ante su amor, ante su voluntad de hierro, ante todas las ternuras de su alma, la Regenta, su hermana del alma, su mujer, su esposa, su humilde esposa... le había engañado, le había deshonrado, como otra mujer cualquiera; y él, que tenía sed de sangre, ansias de apretar el cuello al infame, de ahogarle entre sus brazos, seguro de poder hacerlo, seguro de vencerle, de pisarle, de patearle, de reducirle a cachos, a polvo, a viento; él atado por los pies con un trapo ignominioso, como un presidiario, como una cabra, como un rocín libre en los prados, él, misérrimo cura, ludibrio de hombre disfrazado de anafrodita, él tenía que callar, morderse la lengua, las manos, el alma, todo lo suyo, nada del otro, nada del infame, del cobarde que le escupía en la cara porque él tenía las manos atadas.... ¿Quién le tenía sujeto? El mundo entero.... Veinte siglos de religión, millones de espíritus ciegos, perezosos, que no veían el absurdo porque no les dolía a ellos, que llamaban grandeza, abnegación, virtud a lo que era suplicio injusto, bárbaro, necio, y sobre todo cruel... cruel.... Cientos de papas, docenas de concilios, miles de pueblos, millones de piedras de catedrales y cruces y conventos... toda la historia, toda la civilización, un mundo de plomo, yacían sobre él, sobre sus brazos, sobre sus piernas, eran sus grilletes.... Ana que le había consagrado el alma, una fidelidad de un amor sobrehumano, le engañaba como a un marido idiota, carnal y grosero.... ¡Le dejaba para entregarse a un miserable lechuguino, a un fatuo, a un elegante de similor, a un hombre de yeso... a una estatua hueca!... Y ni siquiera lástima le podía tener el mundo, ni su madre que creía adorarle, podía darle consuelo, el consuelo de sus brazos y sus lágrimas.... Si él se estuviera muriendo, su madre estaría a sus pies mesándose el cabello, llorando desesperada; y para aquello, que era mucho peor que morirse, mucho peor que condenarse... su madre no tenía llanto, abrazos, desesperación, ni miradas siquiera... Él no podía hablar, ella no podía adivinar, no debía.... No había más que un deber supremo, el disimulo; silencio... ¡ni una queja, ni un movimiento! Quería correr, buscar a los traidores, matarlos... ¿sí? pues silencio... ni una mano había que mover, ni un pie fuera de casa.... Dentro de un rato sí, ¡a coro a coro! ¡Tal vez a decir misa... a recibir a Dios!». El Provisor sintió una carcajada de Lucifer dentro del cuerpo; sí, el diablo se le había reído en las entrañas... ¡y aquella risa profunda, que tenía raíces en el vientre, en el pecho, le sofocaba... y le asfixiaba!...
Abrió el balcón de un puñetazo y el aire frío y húmedo le trajo la idea lejana de la realidad, y oyó la tos discreta de Petra, que aguardaba allí, detrás, clavándole los ojos en la nuca.
Cerró el balcón don Fermín, volviose y miró con ojos de idiota a la rubia que enjugaba lágrimas villanas. «¿No necesitaba un instrumento para luchar, para hacer daño? Aquel era el único que tenía».
Petra callaba inmóvil, esperando servir a su dueño.
Gozaba voluptuosa delicia viendo padecer al canónigo, pero quería más, quería continuar su obra, que la mandasen clavar en el alma de su ama, de la orgullosa señorona, todas aquellas agujas que acababa de hundir en las carnes del clérigo loco.
Una voz lenta, ronca, mate, que no parecía haber sonado en el despacho, voz de ventrílocuo, preguntó:
—¿Y tú, qué piensas hacer... ahora?
—¿Yo?... dejar aquella casa, señor... «¿No quiere ser franco?—pensó Petra—pues que padezca; él vendrá a buscarme donde quiero que me busque». Dejar aquella casa—repitió—¿qué he de hacer? Yo no quiero ayudar con mi silencio a la vergüenza del amo; remediarlo no puedo, pero puedo salir de aquella casa.
—¿Y a ti... no te importa el honor de don Víctor? Así agradeces el pan... que comiste tantos años....
—Señor, yo ¿qué puedo hacer por él?
—En saliendo nada.—Pues me echan.—¿Ellos?—Sí, ellos; ayer el señorito Álvaro, que es el que manda allí... porque el amo está ciego, ve por sus ojos: el señorito Álvaro me puso de patitas en la calle. Hoy debo despedirme. Me ofreció colocación en la fonda; pero yo prefiero quedar en la calle....
—Vendrás a esta casa, Petra—dijo la voz de caverna, con esfuerzos inútiles por ser dulce.
Petra volvió a llorar. «¿Cómo pagaría ella tal caridad, etc., etc.?».
Aquella ternura facilitó el tratado; cediendo cada cual un poco de su tesón, se fueron acercando al infame convenio, a la intriga asquerosa y vil; al principio fingiendo pulcritud, invocando santos intereses, después olvidando estas fórmulas; y por fin el Magistral ofreció a la moza asegurar su suerte, colmar su ambición, y ella poner ante los ojos de Quintanar su vergüenza de modo tan evidente, tan palpable que aquel señor, si corría sangre de hombre por su cuerpo, tuviese que castigar a los traidores como tenían bien merecido.
Al terminar aquella conferencia hablaban como dos cómplices de un crimen difícil. El Magistral excusaba palabras, pero no las que aclaraban su proyecto. «¿Qué iba a hacer Petra para poner a la vista del estúpido Quintanar aquella vergüenza? ¿Revelaciones? no podían hacérsele. ¿Anónimos? eran expuestos...». «¡Qué! no señor, nada de eso; ha de verlo él», repetía Petra, olvidada de sus fingimientos, con placer de artista.
Había allí dos criminales apasionados, y ningún testigo de la ignominia; cada cual veía su venganza, no el crimen del otro ni la vergüenza del pacto.
Cuando Petra salió de casa del Magistral, este sintió dentro de sí un hombre nuevo; el hombre que hería de muerte por venganza, el criminal, el ciego por la pasión, «el asesino, sí, el asesino; la otra era su instrumento, el asesino él. Y no le pesaba, no... cien muertes, cien muertes para los infames». «¿Qué haría don Víctor? ¿De qué comedia antigua se acordaría para vengar su ultraje cumplidamente? ¿La mataría a ella primero? ¿Iría antes a buscarle a él?...».
Al día siguiente, 27 de Diciembre, don Víctor y Frígilis debían tomar el tren de Roca—Tajada a las ocho cincuenta para estar en las Marismas de Palomares a las nueve y media próximamente. Algo tarde era para comenzar la persecución de los patos y alcaravanes, pero no había de establecer la empresa un tren especial para los cazadores. Así que se madrugaba menos que otros años. Quintanar preparaba su reloj despertador de suerte que le llamase con un estrépito horrísono a las ocho en punto. En un decir Jesús se vestía, se lavaba, salía al parque donde solía esperar dos o tres minutos a Frígilis, si no le encontraba ya allí, y en esto y en el viaje a la estación se empleaba el tiempo necesario para llegar algunos minutos antes de la salida del tren mixto.